Dormí todo aquel día, hasta las primeras horas de la noche. Tal vez tendría que haber salido a buscar a Frank Green, pero lo único que quería era dormir.
Me desperté a medianoche, sudando. Todos los sonidos que oía eran de alguien que me perseguía. O la policía o DeWitt Albright o Frank Green. No podía sacarme de encima el olor a sangre que se me había pegado en la habitación de Richard. Había el zumbido de un millón de moscas en la ventana, moscas que había visto bullir sobre los cadáveres de nuestros muchachos en África del Norte, en Oran.
Temblaba aunque no hacía frío. Y quería correr junto a mi madre o alguien que me amara, pero entonces imaginé a Frank Green arrancándome de los brazos amorosos de una mujer; tenía el cuchillo listo para hundirlo en mi corazón.
Al fin salté de la cama y corrí al teléfono. No sabía lo que hacía. No podía llamar a Joppy porque él no comprendería aquella clase de miedo. No podía llamar a Odell porque lo comprendería demasiado bien y me aconsejaría huir. No podía llamar a Dupree porque aún estaba encerrado. Pero de todos modos no podría haber hablado con él porque habría tenido que mentirle sobre Coretta y me sentía demasiado mal para mentir.
Así que marqué el número de la operadora. Y cuando contestó le pedí larga distancia y luego pedí que me pusieran con la señora E. Alexander de la calle Claxton en el Distrito Quinto de Houston.
Cuando contestó el teléfono cerré los ojos y pensé en ella: una mujer grandota de tez marrón oscuro y ojos de topacio. Imaginé su ceño cuando decía «¿Diga?», porque a EttaMae jamás le gustó el teléfono. Siempre decía: «Me gusta ver llegar de frente las malas noticias, no recibirlas solapadamente por un teléfono».
—Diga —dijo.
—¿Etta?
—¿Quién habla?
—Soy Easy, Etta.
—¿Easy Rawlins? —Soltó una gran risotada. Esa clase de risa que despierta las ganas de ponerse a reír también—. Easy, ¿dónde estás, querido? ¿Vienes a casa?
—Estoy en Los Angeles, Etta. —Mi voz temblaba, mi pecho vibraba de sentimientos.
—¿Algo va mal, querido? Pareces raro.
—Eh… No, no es nada, Etta. Pero me alegro de oírte. Sí, no se me ocurre nada mejor.
—¿Qué es lo que pasa, Easy?
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Mouse, Etta?
Se produjo un silencio. Pensé lo que decían en la clase de ciencias, que el espacio exterior era vacío, negro y frío. Lo sentí entonces y puedo asegurar que no quería sentirlo.
—Ya sabrás que Raymond y yo hemos roto, Easy. Ya no vive aquí.
Pensar que había puesto triste a Etta era más de lo que podía soportar.
—Disculpa, nena —dije—. Pensé que podrías saber cómo encontrarlo.
—¿Qué es lo que ocurre, Easy?
—Lo que pasa es que a lo mejor Sophie tenía razón.
—¿Sophie Anderson?
—Sí. Bueno, ya sabes que siempre dice que Los Angeles es demasiado, ¿no?
Etta se rió con ganas.
—Seguro que sí.
—Creo que tiene razón. —Y reí también.
—Easy…
—Sólo dile a Mouse que he llamado, Etta. Dile que tal vez Sophie tenga razón con respecto a California y que quizá sea un lugar para él.
Empezó a decir algo más pero hice como que no la oía y dije:
—Adiós. —Y colgué.
Puse mi silla frente a la ventana para poder contemplar mi jardín. Me senté allí un largo rato, juntando las manos y respirando hondo cuando me acordaba. Por último el miedo pasó y me quedé dormido. Lo último que recuerdo es haber mirado el manzano poco antes del alba.