Capítulo 14

—Estás dejando que te pisoteen, Easy. Que caminen por encima de ti, y no haces nada.

—¿Qué puedo hacer?

Enfilé por Sunset Boulevard y después doblé a la izquierda, hacia la franja de ardiente luz anaranjada del lado este del horizonte.

—No se, hombre, pero tienes que hacer algo. Si esto sigue así estarás muerto antes del miércoles que viene.

—Tal vez debería hacerle caso a Odell y marcharme.

—¡Marcharte! ¿Marcharte? ¿Vas a huir de la única propiedad que has tenido en tu vida? Marcharte… —dijo con disgusto—. Mejor muerto que marcharte.

—Bueno, dices que de todos modos moriré. No tengo más que esperar al próximo miércoles.

—Tienes que reaccionar, hermano. No está bien dejar que esa gente te pisotee. Ni andar con chicas blancas francesas que no son francesas; ni trabajar para un blanco que mata a los de su propia raza si no huelen bien. Tienes que averiguar lo que pasó y aclarar las cosas.

—Pero ¿qué puedo hacer con la policía o con el señor Albright o incluso con esa chica?

—Espera tu oportunidad, Easy. No hagas nada que no tengas que hacer. Simplemente espera tu oportunidad y aprovecha cuando se te presente.

—¿Y si…?

—No hagas preguntas. Una cosa es o no es. «Y si» es para los niños, Easy. Tú eres un hombre.

—Sí —dije. De pronto me sentí más fuerte.

—No existe mucha gente que quiera humillar a un hombre, Easy. Hay demasiados cobardes por ahí.

La voz sólo me viene en los peores momentos, cuando todo parece tan malo que quiero tomar el coche y estrellarme contra una pared. Entonces aparece esta voz y me da los mejores consejos que puedo recibir.

La voz es dura. Nunca le importa si estoy asustado o en peligro. Simplemente contempla todos los hechos y me dice lo que necesito hacer.

La voz vino a mí por primera vez en el ejército.

Cuando me alisté estaba orgulloso porque creía lo que decían en los diarios y los noticiarios. Creía que yo formaba parte de la esperanza del mundo. Pero después descubrí que el ejército era tan segregacionista como el Sur. Me entrenaron como soldado de infantería, como combatiente, y me pusieron frente a una máquina de escribir los tres primeros años de mi campaña. Había atravesado África e Italia en la unidad de estadísticas. Seguíamos a los hombres que luchaban, rastreando sus movimientos y contando sus cabezas.

Yo estaba en una división de negros, aunque todos los oficiales superiores eran blancos. Me habían entrenado para matar hombres, pero los blancos no se mostraban ansiosos por ver un arma en mis manos. No querían verme derramar sangre blanca. Decían que nosotros no teníamos ni la disciplina ni la mente necesarias para la guerra, pero en realidad les asustaba que pudiera llegar a gustarnos la clase de libertad que proporciona el vérselas con la muerte.

Si un negro quería luchar, tenía que presentarse voluntarlo. Entonces quizá llegaba a hacerlo.

Yo pensaba que los hombres que se ofrecían voluntariamente para combatir eran tontos.

—¿Por qué quiero morir en esta guerra de blancos? —decía.

Pero un día estaba en la cantina cuando llegó una compañía de soldados blancos, recién llegados de la batalla en las afueras de Roma. Hicieron un comentario sobre los soldados negros. Nos trataron de cobardes y dijeron que eran los muchachos blancos los que estaban salvando Europa. Yo sabía que estaban celosos porque nosotros permanecíamos detrás de las líneas, con buena comida y mujeres fáciles, pero de algún modo esas palabras me llegaron. Odié a aquellos soldados blancos y mi propia cobardía.

De modo que me presenté voluntario para la invasión de Normandía y después me uní a Patton en la batalla de las Árdenas. En aquel momento los aliados estaban tan desesperados que ni siquiera se permitían el lujo de segregar las tropas. En nuestro pelotón había blancos, negros, e incluso un grupo de estadounidenses-japoneses. Y nuestra mayor preocupación consistía en matar alemanes. Siempre surgían problemas entre las razas, especialmente cuando se trataba de mujeres, pero ahí aprendimos a respetarnos.

Nunca me preocupó que aquellos muchachos blancos me odiaran, pero estaba listo para pelear si no me respetaban.

Me encontraba en las afueras de Normandía, cerca de una pequeña granja, cuando la voz me vino por primera vez. Estaba atrapado en el granero. Mis dos compañeros, Anthony Yakimoto y Wenton Niles, habían muerto y un francotirador tenía cubierto el lugar. La voz me dijo: «Mueve el culo cuando baje el sol y mata a ese hijo de puta. Mátalo y reviéntale la maldita cara con tu bayoneta. No puedes permitirle que te haga esto. Aunque te dejara vivir, pasarías el resto de tu vida asustado. Mata a ese hijo de puta». Eso me dijo. Y yo lo hice.

Es una voz sin lujuria. Nunca me ha ordenado violar o robar. Simplemente me dice cómo son las cosas si quiero sobrevivir. Sobrevivir como un hombre.

Cuando la voz habla, yo escucho.