Dejé la comisaría a paso rápido pero quería correr.
Estaba a quince manzanas del local de John y me obligaba a mí mismo a ir despacio. Sabía que los pasmas de un coche patrulla arrestarían a cualquier negro apurado con que se toparan.
Las calles estaban especialmente oscuras y vacías.
La Central Avenue era como un gigantesco callejón negro y yo me sentía como un ratón, manteniéndome cerca de los rincones y cuidándome de los gatos.
De vez en cuando pasaba un coche a toda velocidad. Apenas llegaba a oír un fragmento de música o una risa y ya habían desaparecido. No había ni un alma caminando.
Me hallaba a tres manzanas de la comisaría cuando oí:
—¡Eh, tú! ¡Easy Rawlins!
Un Cadillac negro se había detenido a mi lado y avanzaba a mi paso. Era un automóvil largo, tanto como dos coches juntos. Una cara blanca con gorra negra asomó por la ventanilla del lado del conductor.
—Ven, Easy, acércate —dijo la cara.
—¿Quién eres? —pregunté por encima del hombro, y enseguida me volví y seguí caminando.
—Vamos, Easy —repitió la cara—. Aquí atrás hay alguien que quiere hablar contigo.
—Ahora no tengo tiempo. Tengo que irme.
Había redoblado mi paso, de modo que casi corría.
—Sube. Te llevaremos a donde vas —me dijo, y luego dijo «¿Qué?», pero no a mí sino a su pasajero, quienquiera que fuese—. Easy —volvió a decir. Odio que alguien a quien no conozco sepa mi nombre—. Mi jefe quiere darte cincuenta dólares por pasear un poco.
—¿Pasear adónde? —pregunté sin aminorar la marcha.
—A donde tú quieras.
Dejé de hablar y seguí caminando.
El Cadillac aceleró y se detuvo junto al bordillo a unos diez metros delante de mí. La puerta del conductor se abrió y el hombre salió. Tuvo que desplegar sus largas piernas para salir de aquel asiento. Cuando se puso de pie vi que era un hombre alto de rostro delgado, como de medialuna, y pelo claro rubio o canoso: no podía distinguirlo bajo la luz de la farola.
Extendió las manos delante de él, a la altura de los hombros. Era un gesto extraño pues parecía que estaba pidiendo paz, pero yo sabía que a partir de esa posición también podía agarrarme.
—Mira —le dije. Me agaché un poco, pensando que resultaría más fácil agarrar a aquel hombre alto por las rodillas—. Me voy a casa. Eso es lo que estoy haciendo. Si tu amigo quiere hablar, dile que será mejor que me llame por teléfono.
El alto conductor señaló hacia atrás con el pulgar y dijo:
—El hombre me dice que te diga que él sabe por qué te cogió la policía, Easy. Dice que quiere hablarte de eso.
El conductor tenía una sonrisa rara en la cara y una mirada lejana. Mientras lo miraba me sentí cansado. Sentí que si me abalanzaba contra él me caería de cara. De todos modos, quería averiguar por qué la policía me había cogido.
—Sólo hablar, ¿no?
—Si él quisiera hacerte daño ya estarías muerto.
El conductor abrió la puerta del asiento trasero y subí. En cuanto se cerró la puerta las fragancias me dieron arcadas. Eran olores dulces como perfume y también agrios, un olor del cuerpo que reconocí aunque no pude darle un nombre.
El coche arrancó marcha atrás y yo caí en el asiento con la espalda hacia el conductor. Ante mí estaba sentado un blanco. Su cara redonda parecía una luna bajo la luz de las farolas que pasaban. Sonreía. Detrás de su asiento había un hueco para almacenar cosas. Me pareció ver algo que se movía ahí atrás pero antes de poder mirar más de cerca el hombre me habló.
—¿Dónde está, señor Rawlins?
—¿Cómo dice?
—Daphne Monet. ¿Dónde está?
—No sé de quién me habla.
Nunca me he acostumbrado a ver labios grandes en la gente blanca, sobre todo en los hombres blancos. Éste tenía los labios gordos y rojos. Parecían heridas hinchadas.
—Sé por qué lo cogieron, señor Rawlins. —Hizo un gesto con la cabeza señalando la comisaría de policía, que había quedado atrás. Pero cuando lo hizo, volvió a mirar la bandeja. Con gesto complacido dijo—: Ven, querido.
Un niño trepó por el asiento. Llevaba calzoncillos sucios y mugrientos calcetines blancos. Su piel era marrón y su pelo espeso y lacio, negro. Los ojos almendrados hablaban de China, pero era un chico mexicano.
Bajó al suelo del coche y se enroscó en la pierna del gordo.
—Este es mi hombrecito —dijo el gordo—. Él es mi única razón para seguir adelante.
Ver a aquel pobre chico y sentir los olores que allí había me hizo contraer. Traté de no pensar en lo que estaba viendo pues no podía hacer nada…, al menos en ese momento.
—No sé qué es lo que quiere de mí, señor Teran —dije—. Pero no sé por qué me arrestó la policía y no conozco a ninguna Daphne. Lo único que quiero es irme a casa y olvidar toda esta noche.
—¿Así que sabe quién soy?
—Leo el diario. Usted se presentaba para alcalde.
—Podría hacerlo otra vez —dijo—. Podría hacerlo otra vez. Y quizá usted podría ayudar.
Estiró una mano para rascarle detrás de la oreja al chico.
—No sé lo que quiere decir. No sé nada.
—La policía quería saber qué hizo usted después de beber unas cuantas copas con Coretta James y Dupree Bouchard.
—¿Y?
—A mí eso no me importa, Easy. Lo único que quiero averiguar es si alguien usó el nombre de Daphne Monet.
Sacudí la cabeza, indicando que no.
—¿Hubo alguien… —vaciló—… algún extraño… que quiso hablar con Coretta?
—¿Qué quiere decir con «extraño»?
Matthew Teran sonrió un instante, y enseguida dijo:
—Daphne es una chica blanca, Easy. Joven y bella. Para mí significa mucho, si logro encontrarla.
—Yo no puedo ayudarle. Ni siquiera sé por qué me llevaron allí. ¿Lo sabe usted?
En lugar de responderme, preguntó:
—¿Conoce a Howard Green?
—Lo he visto una o dos veces.
—¿Coretta le dijo algo de él esa noche?
—Ni una palabra.
Era agradable decir la verdad.
—¿Y su amigo Dupree? ¿Él dijo algo?
—Dupree bebe. Eso es lo que hace. Y cuando termina de beber se va a dormir. Eso es lo que hizo. Eso es todo lo que hizo.
—Soy un hombre poderoso, señor Rawlins. —No necesitaba decírmelo—. Y no quisiera pensar que me está mintiendo.
—¿Sabe por qué me cogió la pasma?
Matthew Teran levantó al chico mexicano y lo apretó contra su pecho.
—¿Qué piensas tú, amor? —le preguntó al niño.
Un grueso moco amenazaba salir de la nariz del chico. Tenía la boca abierta y me miraba fijamente, como si yo fuera un animal extraño. No un animal peligroso; tal vez el cadáver de un perro o un puercoespín aplastado y sangrante en la carretera.
El señor Teran cogió un cuerno de marfil que colgaba cerca de su cabeza y habló por él.
—Norman, lleva al señor Rawlins a donde él quiera. Hemos terminado por ahora.
Me pasó el cuerno. Despedía un fuerte olor a aceites dulces y cuerpos agrios. Traté de ignorar los olores mientras le daba a Norman la dirección del local de John.
—Aquí tiene su dinero, señor Rawlins —dijo Teran. Sostenía unos billetes húmedos en la mano.
—No, gracias.
Yo no quería tocar nada que hubiera tocado aquel hombre.
—Mi oficina figura en la guía, señor Rawlins. Si averigua algo, creo que le vendría bien ayudarme.
Cuando el coche se detuvo ante el local de John me bajé lo más rápidamente que pude.
—¡Easy! —gritó Hattie—. ¿Qué te ha pasado, querido?
Salió de detrás del mostrador y apoyó una mano en mi hombro.
—La pasma —dije.
—Oh, querido. ¿Fue por lo de Coretta?
Parecían que todos sabían algo de mi vida.
—¿Qué pasa con Coretta?
—¿No te has enterado?
Me quedé mirándola.
—La han asesinado —dijo—. Oí que la policía se llevó a Dupree del trabajo porque lo vieron por ahí con ella. Y yo sabía que tú estuviste con ellos el miércoles, así que me figuré que la policía te habría cogido.
—¿Asesinada?
—Lo mismo que Howard Green. Le pegaron tanto que la tuvo que reconocer la madre.
—¿Muerta?
—¿Y a ti qué te han hecho, Easy?
—¿Odell está dentro, Hattie?
—Ha venido a eso de las siete.
—¿Qué hora es?
—Las diez.
—¿Podrías llamarme a Odell? —pregunté.
—Por supuesto, Easy. Espera, que le digo a Junior que lo busque.
Metió la cabeza por la puerta y volvió. Al cabo de unos minutos salió Odell. Por la expresión de su cara vi que mi aspecto debía de ser muy malo. Rara vez mostraba alguna emoción, pero en ese momento daba la impresión de haber visto un fantasma.
—¿Podrías llevarme a casa, Odell? No tengo el coche.
—Claro, Easy.
Odell permaneció callado casi todo el viaje pero cuando nos acercábamos a casa dijo:
—Será mejor que descanses un poco, Easy.
—Eso es lo que me propongo, Odell.
—No me refiero sólo a dormir. Quiero decir descanso de verdad, como unas vacaciones o algo así.
Reí.
—Una vez una mujer me dijo que los pobres no pueden permitirse el lujo de tomarse vacaciones. Dijo que tenemos que seguir trabajando o acabamos muertos.
—Tú no tienes que dejar de trabajar. Lo que te digo es que cambies un poco de aires. Tal vez debieras ir a Houston o incluso a Galveston, donde no te conocen demasiado bien.
—¿Por qué lo dices, Odell?
Llegamos a mi casa. Me alivió ver mi Pontiac, estacionado allí y esperándome. Podría haber cruzado el país en él con el dinero que me había dado Albright.
—Primero matan a Howard Green, después le pasa lo mismo a Coretta. La policía te hace esto, y dicen que Dupree sigue preso. Es hora de irse.
—No puedo irme, Odell.
—¿Por qué no?
Miré mi casa. Mi hermosa casa.
—Simplemente no puedo —dije—. Pero creo que tienes razón.
—Si no te vas, Easy, entonces será mejor que te busques ayuda.
—¿A qué tipo de ayuda te refieres?
—No sé. A lo mejor deberías ir a la iglesia el domingo. Tal vez podrías hablar con el reverendo Towne.
—El Señor no tiene manera de socorrerme en este embrollo. Tengo que buscar en alguna otra parte.
Bajé del coche y le dije adiós con la mano. Pero Odell era un buen amigo; esperó allí hasta que abrí la puerta y entré tambaleante en casa.