Capítulo 10

Volví a casa al mediodía. La calle estaba vacía, y el barrio tranquilo. Había un Ford oscuro estacionado al otro lado de la calle frente a mi casa. Recuerdo haber pensado que un cobrador hacía su ronda. Después me reí pues mis cuentas estaban pagadas, y con bastante anticipación. Aquel día era un hombre orgulloso, pero mi caída no andaba lejos.

Al cerrar la verja del patio delantero vi a los dos hombres blancos que bajaban del Ford. Uno era alto y flaco y llevaba un traje azul oscuro. El otro era de mi estatura y tres veces más grande. Llevaba un traje arrugado marrón claro con manchas de aceite aquí y allá.

Caminaron rápidamente hacia mí pero yo me volví lentamente y me dirigí a mi puerta.

—¡Señor Rawlins! —me llamó uno desde atrás.

Me volví.

—¿Sí?

Se aproximaban deprisa pero con cautela. El gordo tenía una mano en el bolsillo.

—Señor Rawlins, yo soy Miller y éste es mi compañero, Mason.

Ambos mostraron unas placas.

—¿Sí?

—Queremos que nos acompañe.

—¿Adónde?

—Ya lo verá —dijo el gordo Mason mientras me cogía de un brazo.

—¿Me están arrestando?

—Ya lo verá —dijo Mason, otra vez. Tiraba de mí hacia la verja.

—Tengo derecho a saber por qué se me llevan.

—También tienes derecho a caer y romperte la cabeza, negro. Tienes derecho a morir —dijo. Entonces me pegó en el diafragma. Cuando me doblé, me puso las esposas por detrás de la espalda y entre los dos me arrastraron hasta el coche. Me arrojaron en el asiento de atrás mientras a mí me subían arcadas.

—¡Si vomitas en mi alfombra te lo haré comer! —amenazó Mason.

Me llevaron a la comisaría de la calle Setenta y siete y me hicieron entrar.

—¿Así que lo has traído, Miller? —dijo alguien. Me agarraban de los brazos; yo tenía el cuerpo flojo y la cabeza caída. Me había recuperado del golpe, pero no quería que ellos lo supieran.

—Sí, lo hemos cogido cuando llegaba a su casa. No tiene nada encima.

Abrieron la puerta de un cuartito que olía débilmente a orina. Las paredes eran de yeso sin pintar y el único mueble consistía en una silla. Sm embargo, no me la ofrecieron; me tiraron sobre mis rodillas y se fueron, cerrando la puerta tras ellos.

La puerta tenía un agujerito.

Apoyé un hombro contra la pared hasta ponerme de pie. La habitación no tenía así mejor aspecto. Había unas cuantas tuberías desnudas a lo largo del techo, que de vez en cuando goteaban. El borde del suelo de linóleo estaba corroído y blancuzco por la humedad. Había una sola ventana. No tenía cristal sino sólo una cruz de dos barras horizontales de cinco centímetros y otras dos verticales. Por la ventanita entraba muy poca luz, debido a las ramas y las hojas de un árbol que habían logrado entrar. Era un cuarto pequeño, tal vez de tres y medio por dos y medio, y yo tenía cierto temor de que fuera la última habitación que habitara en mi vida.

Estaba preocupado porque no seguían la rutina acostumbrada. Yo ya había jugado antes el juego de «maderos y negros». Los polis te agarran, te toman el nombre y las huellas dactilares, y te arrojan en una pocilga con otros «sospechosos» y borrachos. Cuando el vómito y el lenguaje soez te ponen enfermo, te llevan a otra habitación y te preguntan por qué robaste aquella tienda de bebidas alcohólicas o qué fue lo que hiciste con el dinero.

Yo trataba de parecer inocente mientras negaba lo que ellos decían. Es difícil hacerte el inocente cuando lo eres pero los maderos saben que no lo eres. Suponen que hiciste algo porque así es como piensan los maderos, y que les digas que eres inocente sólo prueba que tienes algo que ocultar. Pero no era ése el juego que estábamos jugando aquel día. Sabían mi nombre y no necesitaban asustarme con ninguna pocilga; y tampoco necesitaban tomarme las huellas. Yo no sabía por qué me habían cogido, pero sí sabía que eso no importaba mientras ellos creyeran tener razón.

Me senté en la silla y miré las hojas que entraban por la ventana. Conté treinta y dos brillantes y verdes hojas de adelfa. También entraba por la ventana una fila de hormigas negras que bajaba por un lado de la pared y seguía hasta el otro lado del cuarto, donde el menudo cadáver de un ratón yacía aplastado en un rincón. Especulé que otro prisionero lo había matado de un zapatazo. Tal vez lo había intentado en medio del cuarto la primera vez, pero el rápido roedor se le había escapado dos, quizá tres veces. Hasta que al fin el ratón cometió el error fatal de buscar una grieta en la pared y el preso pudo bloquearle la huida empleando los dos pies. El ratón se veía seco y delgado como un papel, así que supuse que la muerte había ocurrido a principios de semana, más o menos el momento en que a mí me habían despedido del trabajo.

Mientras pensaba en el ratón, la puerta volvió a abrirse y los agentes entraron. Yo estaba enfadado conmigo mismo porque no había tratado de ver si la puerta estaba cerrada con llave. Los maderos me encontraron donde querían que estuviera.

—Ezekiel Rawlins —dijo Miller.

—Sí, señor.

—Tenemos unas preguntas que hacerle. Podemos sacarle esas esposas si está dispuesto a colaborar.

—Estoy colaborando.

—Sácale las esposas, Charlie —ordenó Miller, y el gordo obedeció.

—¿Dónde estaba ayer, alrededor de las cinco de la mañana?

—¿La mañana de qué día? —rehuí.

—Se refiere —aclaró el gordo Mason mientras plantaba su pie en mi pecho y me empujaba hacia atrás— a la mañana del jueves.

—Levántese —dijo Miller.

Me puse de pie y enderecé la silla.

—Es difícil decirlo. —Volví a sentarme—. Salí a beber y después ayudé a llevar a casa a un amigo borracho. Puede que a esa hora estuviera camino de casa, o puede que ya me hubiera acostado. No miré el reloj.

—¿Qué amigo es ése?

—Pete. Mi amigo Pete.

—Pete, ¿eh? —Mason lanzó una risita. Se movió hacia mi izquierda y antes de que pudiera girar en dirección a él sentí el duro nudo de su puño estallar contra un lado de mi cabeza.

Otra vez me hallaba en el suelo.

—Levántese —ordenó Miller.

Volví a levantarme.

—¿Así que dónde estaban bebiendo usted y su Pete? —se burló Mason.

—En casa de un amigo, en la Ochenta y nueve.

Mason volvió a moverse pero esta vez me volví. Me miró con cara inocente y giró las palmas hacia arriba.

—¿Podría ser un club ilegal llamado John's? —preguntó Miller.

Me quedé callado.

—Tiene problemas mayores que ir a beber al bar de su amigo, Ezekiel. Tiene problemas mucho más grandes que ése.

—¿Qué clase de problemas?

—Problemas grandes.

—¿Eso qué quiere decir?

—Quiere decir que podemos llevar tu culo negro fuera de la comisaría y meterte una bala en la cabeza —dijo Mason.

—¿Dónde estaba a las cinco de la mañana del jueves, señor Rawlins? —preguntó Miller.

—No lo sé exactamente.

Mason se había sacado un zapato y empezó a golpear el tacón contra la palma de su gorda mano.

—A las cinco —repitió Miller.

Jugamos a eso un rato más. Por último dije:

—Mire, no tiene por qué golpearse la mano por mi culpa; me alegrará decirles lo que quieren saber.

—¿Dispuesto a colaborar?

—Sí, señor.

—¿Adónde fue cuando salió de casa de Coretta James el jueves por la mañana?

—Me fui a casa.

Mason trató de hacerme caer de la silla empujándola de una patada, pero me puse de pie antes de que lo lograra.

—¡Ya estoy harto de esta mierda! —grité, pero ninguno de los polis pareció muy impresionado—. Les he dicho que fui a casa, y eso es todo.

—Tome asiento, señor Rawlins —dijo Miller con calma.

—¿Por qué tengo que sentarme, si usted trata todo el rato de tirarme al suelo? —grité. Pero me senté de todos modos.

—Te dije que está loco, Bill —comentó Mason—. Te dije que éste era un lunático.

—Señor Rawlins —repitió Miller—, ¿adónde fue cuando se marchó de casa de la señorita James?

—A casa.

Nadie me golpeó esa vez; nadie trató de patear la silla.

—Pero ¿vio a la señorita James más tarde, ese mismo día?

—No, señor.

—¿Tuvo un altercado con el señor Bouchard?

Le entendí pero respondí:

—¿Eh?

—¿Usted y el señor Dupree Bouchard tuvieron unas palabras por la señorita James?

—Ya sabe —aclaró Mason—. Pete.

—Así es como lo llamo a veces —dije.

—¿Tuvo un altercado con el señor Bouchard? —repitió Miller.

—No tuve nada con Dupree. Estaba dormido.

—¿Entonces adónde fue el jueves?

—Fui a casa con resaca. Me quedé allí todo el día y toda la noche y luego, hoy, he ido a trabajar. —Quería que siguieran hablando para que Mason no volviera a perder el control con los muebles—. No a trabajar realmente, porque me despidieron el lunes. Pero fui a ver si me volvían a coger.

—¿Adónde fue el jueves?

—Me fui a casa, con resaca…

—¡Negro!

Mason me dio uno de sus puñetazos. Me tiró al suelo de un golpe, pero le agarré una de las muñecas. Forcejeé hasta sentarme a horcajadas sobre su gordo trasero. Podría haberlo matado como había matado a otros blancos de uniforme, pero sentí a Miller a mi espalda, así que me paré enseguida y me fui al rincón.

Miller tenía en la mano un especial de la policía.

Mason hizo como que iba a echárseme encima otra vez pero el golpe en la panza le había quitado el aliento. Todavía de rodillas en el suelo, dijo:

—Déjamelo a solas un minuto.

Miller sopesó la petición. Miró una y otra vez hacia mí y hacia el gordo. Tal vez tenía miedo de que yo le matara el socio, o tal vez no le gustaba la situación; podría ser que Miller fuera en el fondo un tipo humanitario que no quería mancharse las manos de sangre. Por último suspiró:

—No.

—Pero… —comenzó a decir Mason.

—He dicho que no. Vamos.

Miller enganchó la mano libre en la axila del gordo y le ayudó a levantarse. Después enfundó la pistola y se arregló la americana. Mason me dedicó una sonrisa despectiva y siguió a Miller por la puerta de la celda. Comenzaba a recordarme a un bobo amaestrado. El cerrojo chasqueó tras ellos.

Volví a la silla y me puse a contar hojas. Volví a seguir a las hormigas hasta el ratón muerto. Pero esta vez imaginé que yo era el convicto, y el ratón, el agente Mason. Lo aplasté, y todo su traje quedó manchado y deforme en el rincón; los ojos se le salieron de la cabeza.

En el techo había una lamparita que colgaba de un cable, pero no había modo de encenderla. Lentamente el poco sol que se filtraba a través de las hojas fue desvaneciéndose y el cuarto se tornó sombrío. Me senté en la silla apretándome las magulladuras de vez en cuando para ver si el dolor menguaba.

No pensé en nada. No me hice preguntas sobre Coretta sobre Dupree ni sobre cómo la policía sabía tanto de lo que yo había hecho el miércoles por la noche. Lo único que hice fue sentarme en la oscuridad, tratando de convertirme en la oscuridad. Estaba despierto pero mis pensamientos eran como un sueño. En mi insomnio soñé que podía convertirme en la oscuridad y deslizarme hacia fuera por las gastadas grietas de aquella celda. Si era de noche nadie podría encontrarme; nadie sabría jamás que había desaparecido.

Vi caras en la oscuridad; hermosas mujeres y festines de jamón y pasteles. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo solo y hambriento que estaba entonces.

Reinaba una total oscuridad en aquella celda cuando la luz se encendió de golpe. Yo todavía parpadeaba para acostumbrar a la vista a aquella luz deslumbrante, cuando Miller y Mason entraron. Miller cerró la puerta.

—¿Ha pensado en algo más que decir? —me preguntó Miller.

Lo miré.

—Puede irse —dijo Miller.

—¡Ya lo has oído, negro! —me gritó Mason mientras comprobaba con gestos torpes si se había subido la cremallera—. ¡Sal de aquí!

Me llevaron a la habitación abierta y pasamos por delante del mostrador de guardia. En todas partes la gente se daba la vuelta para mirarme. Algunos reían, otros mostraban disgusto.

Me llevaron ante el sargento de guardia, que me dio mi billetera y mi navaja.

—Tal vez nos pongamos en contacto con usted más tarde, señor Rawlins —dijo Miller—. Si tenemos más preguntas, ya sabemos dónde vive.

—¿Preguntas sobre qué? —quise saber, tratando de que mi voz sonara como la de un hombre honesto que hace una pregunta honesta.

—Eso es asunto de la policía.

—¿Y no es asunto mío si me sacan a rastras de mi propio jardín y me traen aquí y me tiran por ahí?

—¿Quiere un formulario de quejas? —El rostro delgado y gris de Miller no cambió de expresión. Se parecía a un hombre que conocí una vez, Orrin Clay. Orrin tenía una úlcera péptica y siempre apretaba la boca como si estuviera a punto de escupir.

—Quiero saber qué es lo que pasa —dije.

—Iremos a verle si le necesitamos.

—¿Y cómo se supone que voy a llegar a casa? Queda muy lejos de aquí y los autobuses dejan de pasar después de las seis.

Miller se alejó. Mason ya se había ido.