Capítulo 8

En aquella época todavía había una gran franja de tierras de labor entre Los Angeles y Santa Mónica. Los granjeros japoneses cultivaban alcachofas, lechuga y fresas a lo largo del borde del camino. Esa noche los campos estaban oscuros bajo la tenue luna y el aire era fresco aunque no frío.

No me alegraba ir a encontrarme con el señor Albright pues no estaba acostumbrado a entrar en las comunidades blancas, como Santa Mónica, para tratar de negocios. La fábrica en la que trabajaba, Champion Aircraft, quedaba en Santa Mónica, pero yo iba allí durante el día, cumplía con mi trabajo y volvía a casa. Jamás vagaba por ninguna zona que no fuera la de mi gente, mi propio barrio.

Pero la idea de que le daría la información que él quería, y de que él me daría el dinero suficiente para pagar la hipoteca del mes siguiente, me hacía feliz. Soñaba con el día en que podría comprar más casas, quizá incluso un dúplex. Siempre quise poseer suficiente tierra, de modo que se pagara sola con la renta que generara.

Cuando llegué, el tiovivo y el pasadizo estaban cerrando. Los niños y sus padres se iban y un grupo de jóvenes daba vueltas, fumando cigarrillos y actuando con el alboroto propio de los jóvenes.

Crucé el muelle hasta la baranda que miraba hacia la playa. Supuse que el señor Albright me vería tan bien allí como en cualquier otro lugar, y también que me hallaba bastante lejos de los chicos blancos como para evitar cualquier incidente desagradable.

Pero aquélla no era mi semana de evitar hechos desgraciados.

Una chica rechoncha con la falda ajustada se apartó de sus amigos. Era más joven que el resto, tal vez de unos diecisiete años, y parecía la única que no tenía compañero. Cuando me vio sonrió y dijo:

—Hola.

Le respondí y me volví a mirar el borde norte de la playa de Santa Mónica, débilmente iluminada. Rogaba que la chica se fuera y apareciera Albright y yo pudiera volver a casa antes de medianoche.

—Es bonito esto, ¿no? —dijo su voz a mis espaldas.

—Sí. Muy bonito.

—Yo soy de Des Moines, Iowa. Allí no hay nada que se parezca a un océano. ¿Tú eres de Los Ángeles?

—No. De Texas. —La nuca me hormigueaba.

—¿Tienen océanos en Texas?

—El Golfo. Tienen el Golfo.

—Así que están acostumbrados a esto. —Se apoyó en la baranda, junto a mí—. A mí todavía me impresiona cada vez que lo veo. Me llamo Barbara. Barbara Moskowitz. Es un apellido judío.

—Ezekiel Rawlins —susurré. No quería tener con ella ninguna relación tan familiar como para que me llamara por mi apodo.

Al mirar por encima del hombro advertí a una pareja de muchachos que miraban alrededor, como si hubieran perdido a alguien.

—Creo que te están buscando —dije.

—¿Y a quién le importa? —replicó ella—. Mi hermana me ha traído sólo porque mis padres la han obligado. Lo único que quiere es acostarse con Herman y fumar cigarrillos.

—Para una chica es peligroso andar sola. Tus padres tienen razón en querer que vayáis acompañadas.

—¿Vas a hacerme daño? —Me miró a la cara con atención.

Recuerdo haberme preguntado de qué color eran sus ojos, antes de oír los gritos.

—¡Eh, tú! ¡Negro! ¿Qué está pasando ahí?

Era un muchacho con la cara llena de granos. No debía de tener más de veinte años ni pasaba del metro sesenta y cinco, pero vino hacia mí como un soldado envalentonado. No tenía miedo; un joven tonto como tantos.

—¿Qué quieres? —le pregunté lo más amablemente que pude.

—Ya lo sabes —me respondió mientras se ponía a mi alcance.

—¡Déjalo en paz, Herman! —gritó Barbara—. ¡Sólo estábamos hablando!

—Conque hablando, ¿eh? —me dijo—. No necesitamos que os pongáis a hablar con nuestras mujeres.

Le habría roto el cuello. Podría haberle sacado los ojos o roto los dedos de las manos. Pero contuve el aliento.

Cinco de sus amigos se dirigían hacia nosotros. Mientras venían, ni organizados ni juntos, podría haberlos matado también a ellos. ¿Qué sabían de violencia? Yo podría haberles estrujado el gaznate uno por uno, sin que ellos pudieran hacer nada para impedírmelo. Ni siquiera podían correr lo bastante rápido como para escapar de mí. Yo todavía era una máquina de matar.

—¡Eh! —dijo el más alto—. ¿Qué pasa?

—Un negro está tratando de montárselo con Barbara.

—Sí, y ella estaba a punto de picar.

—¡Dejadlo en paz! —gritó Barbara—. Solamente me estaba diciendo de dónde es.

Imagino que ella intentaba ayudarme, como una madre que abraza a su hijo al que acaban de romperle las costillas.

—¡Barbara! —gritó otra muchacha.

—¿Qué es lo que te pasa? —me preguntó el alto en la cara. Era ancho de espaldas y un poco más bajo que yo; su físico era el de un jugador de fútbol. Cara ancha y carnosa. Sus ojos, su nariz y su boca eran como islitas en un gran mar de piel blanca.

Observé que un par de los otros habían agarrado unos palos. Se adelantaron hacia mí, rodeándome, obligándome a retroceder contra la baranda.

—Eh, no quiero problemas —dije. Sentí el olor a alcohol del aliento del alto.

—El problema ya lo tienes, hermano.

—Escucha, lo único que ella me ha dicho ha sido «Hola». Eso es todo.

Pero para mis adentros yo pensaba: «¿Por qué diablos tengo que contestarte?».

Herman dijo:

—Le estaba diciendo a Barbara dónde vive. Ella misma nos lo ha dicho.

Yo trataba de recordar a qué distancia hacia abajo quedaba la playa. A esas alturas sabía que debía salir de allí antes de que hubiera dos o tres cadáveres, uno de ellos el mío.

—Disculpad —dijo una voz de hombre.

Se produjo una ligera conmoción detrás del jugador de fútbol cuando apareció un panamá junto a él.

—Disculpad —volvió a decir el señor DeWitt Albright. Sonreía.

—¿Qué quiere? —preguntó el futbolista.

DeWitt se limitó a sonreír y luego sacó la pistola, que parecía más bien un rifle, de su americana. Apuntó al ojo derecho del muchacho grandote y dijo:

—Quiero ver tus sesos desparramados por las ropas de tus amigos, hijo. Quiero que mueras para mí.

El grandote, que llevaba traje de baño rojo, emitió un rugido como si se hubiera tragado la lengua. Movió un hombro con suma delicadeza y DeWitt amartilló el gatillo. Sonó como un hueso que se rompía.

—Yo en tu lugar no me movería, hijo. Si respiras muy fuerte te mato. Y si cualquiera de vosotros se mueve, muchachos, lo mataré y os dispararé a todos, imbéciles.

El océano retumbaba y el aire se había vuelto frío. El único sonido humano provenía de Barbara, que sollozaba en los brazos de su hermana.

—Quiero presentaros a mi amigo —dijo DeWitt—. El señor Jones.

Yo no sabía qué hacer, así que asentí con la cabeza.

—Es un amigo mío —continuó el señor Albright—. Y me sentiría muy orgulloso y feliz si él se dignara tirarse a mi hermana y a mi madre.

Nadie tuvo nada que decir a este comentario.

—Ahora, señor Jones, quiero preguntarle algo.

—Sí, señor, eh…, señor Smith.

—¿Cree usted que yo debería volarle la tapa de los sesos a este chico mal educado?

Tardé unos segundos en contestar. Dos de los muchachos más jóvenes ya estaban sollozando, pero la espera hizo que el futbolista se echara a llorar.

—Bien —dije al cabo de unos quince segundos—, si no está arrepentido de haberse hecho el chulo creo que debería matarlo.

—Me arrepiento —dijo el muchacho.

—¿En serio? —preguntó el señor Albright.

—¡S… s… sí!

—¿Cuánto te arrepientes? ¿Mucho?

—Sí, señor, estoy arrepentido.

—¿Estás muy arrepentido? —Cuando le hizo esa pregunta le acercó el cañón del arma lo suficiente como para rozarle el delgado y tembloroso párpado—. No te crispes; quiero que veas venir la bala. ¿Estás muy arrepentido?

—¡Sí, señor!

—Entonces demuéstralo. Quiero que se lo demuestres a él. Quiero que te pongas de rodillas y le chupes el pito. Quiero que se lo chupes bien…

Cuando Albright dijo esto, el muchacho se echó a llorar del todo. Yo estaba bastante seguro de que Albright bromeaba, aunque de manera enfermiza, pero mi corazón se encogió junto con el del futbolista.

—¡Arrodíllate o estás muerto, muchacho!

Los otros jóvenes tenían los ojos fijos en el futbolista cuando éste se arrodilló. Salieron corriendo cuando Albright golpeó un lado de la cabeza del muchacho con el cañón de su pistola.

—¡Vete de aquí! —aulló Albright—. Y si llegáis a decirle algo a la policía, os encontraré a todos, uno por uno.

Nos quedamos solos en menos de medio minuto. Alcancé a oír los golpes de las puertas de los coches y los aceleradores de los destartalados motores en el estacionamiento y la calle.

—Ahora tendrán algo en que pensar —dijo Albright.

Volvió a guardar su pistola de cañón largo, calibre 44, en la pistolera dentro de su americana. El muelle se hallaba desierto; todo estaba oscuro y silencioso.

—No creo que se atrevan a llamar a la pasma por algo como esto, pero por si acaso, vayámonos —dijo.

El Cadillac blanco de Albright estaba aparcado en el lote bajo el muelle. Enfiló hacia el sur, siguiendo la línea del océano. Se veían pocas luces eléctricas desde la costa, y la luna era apenas una astilla, pero el mar resplandecía con un millón de pequeños destellos. Había luz en todas partes y también había oscuridad en todas partes.

Encendió la radio y sintonizó una emisora en la que sonaba «Two Lonely People», de Fats Waller. Lo recuerdo porque en cuanto oí la música empecé a estremecerme. No tenía miedo; estaba enojado, enojado por el modo como él había humillado al chico. No me importaban los sentimientos del muchacho; lo que me importaba era saber que, si Albrigh había podido hacerle algo así a uno de su propia raza, entonces podía hacerme lo mismo, o algo mucho peor, a mí. Pero si quería matarme tendría que disparar sin más, pues yo no iba a arrodillarme ni por él ni por nadie.

Jamás dudé, ni por un minuto, de que Albright habría sido capaz de matar a aquel chico.

—¿Qué ha encontrado, Easy? —me preguntó al cabo de un rato.

—Tengo un nombre y una dirección. Tengo el último día en que la vieron allí y la persona con quién estaba. Conozco al hombre con el que la vieron y sé cómo se gana la vida.

De joven me enorgullecía saber. Joppy me había dicho que cogiera el dinero e hiciera como que estaba buscando a la chica, pero ahora que tenía un poco de información debía dar cuenta de ella.

—Todo eso bien vale el dinero.

—Pero antes quiero saber algo.

—¿Qué? —preguntó el señor Albright. Detuvo el coche en el andén que daba al Pacífico, que brillaba tenuemente. Las olas estaban realmente agitadas aquella noche; hasta se las podía oír a través de las ventanillas cerradas.

—Quiero saber que no le harán ningún daño a esa chica, ni a nadie.

—¿Tanto me parezco a Dios, para usted? ¿Piensa que puedo predecir lo que ocurrirá mañana? Yo no planeo que se haga daño a la chica. Mi amigo cree estar enamorado de ella. Quiere comprarle un anillo de oro y vivir felices para siempre. Pero, verá usted, a lo mejor a la semana siguiente ella se olvida de atarse los cordones de los zapatos y se cae y se rompe el cuello, y si eso le sucede usted no podrá echarme la culpa. O lo que sea.

Sabía que eso era lo máximo que iba a sacarle. DeWitt no hacía promesas, pero yo creí que de veras no se proponía hacerle ningún daño a la chica de la foto.

—Iba con un hombre llamado Frank Green el martes pasado. Estuvieron en un bar, el Playroom.

—¿Y dónde está ahora?

—La mujer que me dio el dato me dijo que pensaba que los dos forman un equipo: Green y la chica. Así que es probable que esté con él.

—¿Dónde? —preguntó. Su sonrisa y sus buenos modales habían desaparecido; ahora estaba tratando de negocios, así de simple.

—El tipo tiene un apartamento en Skyler y la Ochenta y tres. El lugar se llama Skyler Arms.

Sacó la pluma blanca y garabateó algo en el bloc. Después me miró con aquellos ojos muertos mientras daba golpecitos con la pluma en el volante.

—¿Qué más?

—Frank es un gángster —dije. Mis palabras hicieron que DeWitt volviera a sonreír—. Va con ladrones. Roban alcohol y cigarrillos y los venden en toda California del Sur.

—¿Mal tipo? —DeWitt no dejaba de sonreír.

—Bastante. Es un as con el cuchillo.

—¿Alguna vez lo ha visto en acción? Quiero decir, ¿lo ha visto matar a alguien?

—Una vez lo vi rajar a un hombre en un bar; un mamón que no sabía quién era Frank.

Los ojos de DeWitt cobraron vida un momento; se inclinó tanto en el asiento que pude sentir su aliento en mi cuello.

—Quiero que recuerde algo, Easy. Quiero que piense en el momento en que Frank cogió su cuchillo y rajó a aquel hombre.

Lo pensé un segundo y entonces asentí para darle a entender que estaba preparado.

—Antes de atacarlo, ¿vaciló? ¿Aunque fuera un segundo?

Pensé en el bar atestado de Figueroa. El hombrón estaba hablando con la mujer de Frank y cuando éste se le acercó el tipo puso una mano contra el pecho de Frank, dispuesto a sacarlo de un empujón, supongo. Frank abrió los ojos todo lo que pudo e hizo un gesto con la cabeza como para decirle a la multitud: «¡Miren lo que está haciendo este imbécil! ¡Por la estupidez con que actúa, merece estar muerto!». Entonces apareció el cuchillo en su mano y el hombrón se contrajo contra la barra, tratando de protegerse de la puñalada con sus enormes brazos carnosos…

—Tal vez un segundo, o ni siquiera eso —dije.

El señor DeWitt rió suavemente.

—Bien —dijo—. Creo que adivino lo que voy a ver.

—Tal vez pueda ir a buscar a la chica cuando él no esté. Frank pasa mucho tiempo viajando. Lo vi la otra noche, en el local de John. Iba con el atuendo que usa para robar, así que estará fuera de la ciudad un par de días, o más.

—Así será mejor —respondió Albright. Se acomodó contra el respaldo del asiento—. No hay por qué hacer más alboroto del necesario, ahora. ¿Tiene la fotografía?

—No —mentí—. No la llevo encima. La he dejado en casa.

Solamente me miró un segundo pero supe que no me creyó. No sé por qué quería conservar la foto. La manera en que ella me miraba me hacía sentir bien.

—Bueno, a lo mejor la recupero después de encontrar a la chica; no sé si sabrá que a mí me gusta dejar todo bien arreglado después de un trabajo… Aquí tiene otros cien, y tome también esta tarjeta. Lo único que tiene que hacer es ir a esta dirección, y conseguirá un trabajo para ir tirando hasta que aparezca algo mejor.

Me dio un apretado rollo de billetes y una tarjeta. No pude leerla con tan escasa luz, así que me la metí en el bolsillo, junto con el dinero.

—Creo que podré volver a mi antiguo empleo, así que no necesitaré la dirección.

—Guárdela —dijo, mientras encendía el motor—. Ha cumplido bien con su trabajo conmigo, consiguiéndome esta información, y yo cumplo con usted. Yo hago así los negocios, Easy: siempre pago mis deudas.

El viaje de vuelta fue silencioso, iluminado por las luces nocturnas. En la radio tocaba Benny Goodman y DeWitt Albright canturreaba junto a él, como si hubiera crecido en medio de grandes bandas de jazz.

Cuando bajé para subir a mi coche, que había quedado cerca del muelle, todo estaba tal como lo habíamos dejado. Al abrir la puerta para bajarme, Albright dijo:

—Ha sido un placer trabajar con usted, Easy. —Extendió la mano y cuando me agarró otra vez con su apretón de serpiente, su mirada se torno interrogativa y me dijo—. ¿Sabe? Me preguntaba una cosa.

—¿Qué?

—¿Por qué se ha dejado fastidiar por esos chicos? Podría haberlos reventado uno a uno antes de que lo acorralaran contra la baranda.

—No mato chicos —respondí.

Albright rió por segunda vez aquella noche.

Después me dejó ir y se despidió.