Capítulo 7

Cuando al fin volví a casa, en la calle Ciento dieciséis, era ya otro hermoso día californiano. Grandes nubes blancas navegaban hacia el este en dirección a la cadena montañosa de San Bernardino. Todavía había rastros de nieve en los picos, y en el aire persistía un olor a basura quemada.

El sofá de mi estudio se hallaba en la misma posición que la mañana anterior. El diario que había estado leyendo entonces seguía cuidadosamente doblado en mi sillón tapizado. Los platos del desayuno seguían en el fregadero.

Abrí las persianas y cogí el montón de sobres que el cartero había pasado por la ranura de la puerta. Al convertirme en propietario tenía correspondencia todos los días… y me encantaba. Hasta me gustaban las cartas que contenían propaganda.

Había una carta que me prometía un año de seguro gratis y otra en la que se me ofrecía la oportunidad de ganar mil dólares. Había una carta de cadena que profetizaba mi muerte si no mandaba seis copias exactas a otras seis personas conocidas y dos monedas de plata de diez centavos a un apartado de correos de Illinois. Supuse que se trataba de una banda de blancos que se aprovechaba de la superstición de los negros del Sur. Esa la tiré.

Pero, en general, era bonito sentarse allí, bajo la luz de la mañana que las persianas cortaban en listones, a leer mi correspondencia. La cafetera eléctrica hacía ruidos en la cocina y fuera los pájaros gorjeaban.

Di la vuelta a un gran paquete rojo lleno de cupones, y vi un sobrecito azul que había quedado debajo. Olía a perfume y estaba escrito con una florida letra de mujer. Tenía matasellos de Houston y en el lugar del destinatario decía: «Señor Ezekiel Rawlins». Eso hizo que me acercara a la luz de la ventana de la cocina. No todos los días recibía una carta de casa, de alguien que conocía mi nombre de pila.

Antes de abrir la carta miré un momento por la ventana. Había un grajo mirando desde lo alto de la verja al malvado perro del patio contiguo al mío. El perro gruñía y pretendía saltar sobre el pájaro. Cada vez que golpeaba su cuerpo contra la cerca de alambre, el grajo daba un salto como si estuviera a punto de levantar el vuelo, pero no lo hacía. Se quedaba contemplando aquellas mandíbulas mortales, como hipnotizado por el espectáculo.

¡Hola, Easy!

Cuántos años, hermano. Sophie me dio tu dirección. Ha vuelto a Houston porque dice que Hollywood es demasiado. Le pregunté lo que quería decir con demasiado, pero se limitó a decir: «¡Demasiado!». Y cada vez que oigo eso me da una especie de escalofrío porque a lo mejor demasiado está bien para mí.

Aquí todo sigue igual. Han tirado abajo el Claxton Street Lodge. ¡Tendrías que haber visto las ratas que salieron de allí abajo!

Etta está bien, pero me ha echado. Una noche vuelvo de casa de Lucinda tan borracho que ni siquiera me lavé. La verdad es que lo lamento. Uno sabe que tiene que respetar a su mujer, y una ducha no es tanto pedir. Pero supongo que algún día me dejará volver.

Tendrías que ver a nuestro hijo, Easy. LaMarque es hermoso. ¡Si vieras lo grande que está ya! Etta dice que por suerte no tiene mi aspecto de rata. Pero a mí me parece verle un brillo en los ojos. De todos modos, tiene los pies grandes y la boca grande, así que sé que va bien.

He estado pensando que hace demasiado que no nos vemos, Ease. He estado pensando que, ahora que estoy soltero otra vez, podría ir a visitarte y sacarle chispas a la ciudad.

¿Por qué no me escribes y me dices cuándo te va bien? Puedes mandarle la carta a Etta, ella me la hará llegar.

Hasta pronto.

P. D.: Le he pedido a Lucinda que escribiera esta carta por mí y le he dicho que si no escribía cada palabra que yo le dictaba le iba a pegar en el trasero por toda la Avenida B, así que mejor que obedeciera, ¿entendido?

Al leer las primeras palabras me dirigí al armario. No sé qué es lo que quería hacer allí, tal vez llenar las maletas y abandonar la ciudad. Tal vez sólo quería esconderme en el armario, no lo sé.

De jóvenes, en Texas, éramos los mejores amigos. Peleábamos en las calles codo con codo y compartíamos las mismas mujeres sin volvernos locos por ello. ¿Qué era una mujer, en comparación con el afecto de dos amigos? Pero cuando a Mouse le llegó el momento de casarse con EttaMae Harris las cosas comenzaron a cambiar.

Una noche, tarde, vino a mi casa y me pidió que lo llevara, en un coche robado, hasta un pueblecito en el campo llamado Pariah. Dijo que iba a pedirle a su padrastro una herencia que su madre le había prometido antes de morir.

Antes de que dejáramos aquel pueblecito, el padrastro de Mouse y un joven llamado Clifton habían sido asesinados a balazos. Cuando llevé a Mouse de vuelta a Houston, él llevaba más de mil dólares en el bolsillo.

Yo no tuve nada que ver con esas muertes. Pero en el camino a casa Mouse me contó lo que había hecho. Me dijo que él y Clifton atracaron al viejo Reese porque no quería ceder al reclamo de Mouse. Me dijo que Reese cogió un arma y abatió a Clifton y entonces Mouse mató a Reese. Dijo todo eso con completa indiferencia, mientras contaba trescientos dólares, dinero sangriento, para mí.

Mouse jamás se sintió mal por nada de lo que había hecho. Era esa clase de hombre. No estaba confesándome nada; estaba contando su anécdota. En su vida no había nada que hubiera hecho y no se lo hubiera contado por lo menos a una persona. Y cuando me lo contó me dio trescientos dólares, como para asegurarse de que yo aprobaba lo que acababa de hacer.

Coger aquel dinero fue lo peor que hice en toda mi vida. Pero mi mejor amigo me habría metido una bala en la cabeza si hubiera llegado a sospechar que yo tenía mis dudas con respecto a él. Me habría visto como a un enemigo, y me habría matado por mi falta de fe.

Huí de Mouse y de Texas para ingresar en el ejército y luego venir a Los Angeles. Me odiaba a mí mismo. Firmé un contrato para combatir en la guerra, para demostrarme que era un hombre. Antes del ataque del Día D estaba asustado, pero luché. Luché a pesar del miedo. La primera vez que peleé con un alemán cuerpo a cuerpo grité pidiendo ayuda todo el rato, mientras lo mataba. Sus ojos muertos me miraron fijamente durante cinco minutos enteros hasta que le solté la garganta.

La única vez en mi vida en que me había sentido completamente libre de miedo fue cuando iba con Mouse. Él se tenía tanta confianza que no había lugar para el miedo. Mouse medía apenas uno setenta, pero se enfrentaba a un hombre del tamaño de Dupree y uno podía apostar a que salía ileso. Era capaz de clavarle un cuchillo en el estómago a un hombre y diez minutos después sentarse a comer un plato de espaguetis.

Yo no quería escribirle a Mouse y no quería que viniera a casa. En mi mente él tenía tal poder que me parecía que debía hacer cualquier cosa que él quisiera. Pero yo tenía sueños que me exigían dejar de correr por las calles; era un propietario y quería dejar atrás mis épocas de locuras.

Fui con el coche hasta la tienda de bebidas y compré una botella de vodka y cuatro de gaseosa de pomelo. Me senté en una silla ante la ventana de delante y me dediqué a ver pasar el día.

Mirar por la ventana es diferente en Los Ángeles que en Houston. En una ciudad del Sur, se viva donde se viva (hasta en un lugar salvaje y violento como el Quinto Distrito, Houston), uno ve a casi todo el mundo que conoce con sólo mirar por la ventana. Todos los días son un desfile de parientes y viejos amigos y amantes que una vez uno tuvo y que probablemente algún día volverá a tener.

Por eso Sophie Anderson volvió a casa, supongo. Le gustaba la vida más lenta del Sur. Cuando miraba por su ventana quería ver a sus amigos y sus familiares. Y si saludaba a alguno quería saber que iban a tener tiempo de pararse un momento y decirle hola.

Sophie era una verdadera sureña, tanto que nunca habría podido durar en el mundo cotidiano de Los Angeles.

Porque en Los Ángeles la gente no tiene tiempo para detenerse; vayan a donde vayan, lo hacen en coche. Hasta el hombre más pobre tiene coche en Los Ángeles; tal vez no tenga un techo sobre la cabeza, pero tiene un coche. Y también sabe adonde va. En Houston y Galveston, y en Louisiana, la vida no tenía propósitos claros. La gente trabajaba en algún empleíto pero no lograba hacer dinero de verdad, cualquiera que fuese su ocupación. Pero en Los Ángeles, si uno se esforzaba, se podían ganar cien dólares en una semana. La promesa de hacerse rico empujaba a la gente a tener dos trabajos durante la semana y hacer alguna chapuza de fontanero el sábado y el domingo. No queda tiempo para andar caminando por la calle o hacer una barbacoa cuando alguien te va a pagar buen dinero por arrastrar frigoríficos.

Así que ese día miré calles vacías. De cuando en cuando veía a un par de chicos en bicicleta o un grupo de muchachitas que iban a comprar caramelos y gaseosas. Bebí voldka y me adormecí y releí la carta de Mouse hasta que supe que no podía hacer nada. Decidí ignorarla y si él alguna vez me preguntaba algo me haría el tonto y actuaría como si jamás la hubiera recibido.

Cuando bajó el sol me sentía en paz conmigo mismo. Tenía un nombre, una dirección, cien dólares, y al día siguiente iría a pedir que me cogieran otra vez en mi antiguo empleo. Tenía una casa y una botella medio vacía de vodka que me había hecho sentir bien.

La carta había sido enviada dos días antes. Con bastante suerte, Etta ya habría perdonado a Mouse.

Cuando me despertó el teléfono, fuera estaba oscuro.

—¿Diga?

—Señor Rawlins, he estado esperando su llamada.

Eso me descolocó.

—¿Qué? —dije.

—Espero que tenga buenas noticias para mí.

—¿Es usted, señor Albright?

—Claro, Easy. ¿Cómo va la cosa?

Tardé un momento más en recuperarme. Había planeado llamarlo en unos días, así parecía que había trabajado para ganarme su dinero.

—Tengo lo que quiere —le dije, pese a mis planes—. Está con…

—Aguarda, Easy. Cuando hago negocios me gusta mirar a la gente a la cara. El teléfono no sirve para estas cosas. Además, no puedo darte tu premio por teléfono.

—Puedo pasar por su oficina por la mañana.

—¿Por qué no nos encontramos ahora? ¿Conoces el lugar donde está el tiovivo, en el muelle de Santa Mónica?

—Bueno, sí, pero…

—Nos queda a medio camino a los dos. ¿Por qué no nos encontramos allí?

—Pero ¿qué hora es?

—Cerca de las nueve. Cierran el tiovivo dentro de una hora, así que podremos estar solos.

—No sé… Acabo de levantarme…

—Te estoy pagando.

—Está bien. Iré para allá lo antes posible.

Me colgó en la oreja.