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Mientras el señor X cruzaba el aparcamiento y se dirigía a la Academia de Artes Marciales de Caldwell, captó el aroma del Dunkin Donuts al otro lado de la calle. Ese olor, ese sublime y denso aroma a harina, azúcar y aceite caliente, impregnaba el aire matutino. Miró hacia atrás y vio a un hombre salir con dos cajas de color blanco y rosa bajo el brazo y un enorme vaso de plástico con café en la otra mano.
Esa sería una manera muy agradable de iniciar la mañana, pensó el señor X.
Subió a la acera que se extendía bajo la marquesina roja y dorada de la academia. Se detuvo un momento, se inclinó y recogió un vaso de plástico desechado. Su anterior dueño había tenido cuidado de dejar un poco de soda en el fondo para apagar en él sus cigarrillos. Arrojó la desagradable mezcla al contenedor de basura y abrió el seguro de las puertas de la academia.
La noche anterior, la Sociedad Restrictiva se había marcado un tanto en la guerra, y él había sido el artífice de semejante hazaña. Darius había sido un líder vampiro, miembro de la Hermandad de la Daga Negra. Todo un endiablado trofeo.
Era una maldita pena que no hubiera quedado nada del cadáver para colocarlo sobre una pared, pero la bomba del señor X había hecho el trabajo a la perfección. Él se encontraba en su casa escuchando la frecuencia de la policía cuando llegó el informe. La operación había salido tal como había planeado, perfectamente ejecutada, perfectamente anónima. Perfectamente mortífera.
Trató de recordar la última vez que un miembro de la Hermandad había sido eliminado. Con seguridad, mucho antes de que él pasara a formar parte de la Sociedad, hacía algunas décadas. Y había esperado unas palmaditas en la espalda, no semejantes elogios. Se había figurado incluso que le darían más competencias, quizás una ampliación de su área de influencia, tal vez un radio geográfico de actuación más extenso.
Pero la recompensa…, la recompensa había sido mayor de lo esperado.
El Omega lo había visitado una hora antes del amanecer y le había conferido todos los derechos y privilegios como restrictor jefe. Líder de la Sociedad Restrictiva.
Era una responsabilidad extraordinaria. Y exactamente lo que el señor X siempre había deseado.
El poder que le habían concedido era la única alabanza que le interesaba.
Se dirigió a su oficina a grandes zancadas. Las primeras clases comenzarían a las nueve. Tenía todavía suficiente tiempo para perfilar algunas de las nuevas reglas que debían acatar sus subordinados en la Sociedad.
Su primer impulso, una vez que el Omega se hubo marchado, fue enviar un mensaje, pero eso no habría sido sensato. Un líder organizaba sus pensamientos antes de actuar; no se apresuraría a subir al pedestal para ser adorado. El ego, después de todo, era la raíz de todo mal.
Por eso, en lugar de alardear como un imbécil, había salido al jardín para sentarse a observar el césped que había detrás de su casa. Ante el incipiente resplandor del amanecer, había repasado los puntos fuertes y las debilidades de su organización, permitiendo que su instinto le mostrara el camino para encontrar un equilibrio entre ambos. Del laberinto de imágenes y pensamientos habían surgido varias normas a seguir, y el futuro se fue clarificando.
Ahora, sentado detrás de su escritorio, escribió la contraseña de la página web protegida de la Sociedad y allí dejó claro que se había producido un cambio de liderazgo. Ordenó a todos los restrictores acudir a la academia a las cuatro, esa misma tarde, sabiendo que algunos tendrían que viajar, pero ninguno estaba a una distancia de más de ocho horas en coche. El que no asistiera sería expulsado de la Sociedad y perseguido como un perro.
Reunir a los restrictores en un solo lugar era raro. En aquel momento su número oscilaba entre cincuenta y sesenta miembros, dependiendo de la cantidad de bajas que la Hermandad lo graba en una noche y el número de los nuevos reclutas que podían ser enrolados en el servicio. Los miembros de la Sociedad se encontraban todos en Nueva Inglaterra y sus alrededores. Esta concentración en el noreste de Estados Unidos se debía al predominio de vampiros en la zona. Si la población se trasladaba, también lo hacía la Sociedad.
Como había sucedido durante generaciones.
El señor X era consciente de que convocar a los restrictores en Caldwell para una reunión resultaba de vital importancia. Aunque conocía a la mayoría de ellos, y a algunos bastante bien, necesitaba que ellos lo vieran, lo escucharan y lo calibraran, en especial si iba a cambiar sus objetivos.
Convocar la reunión a la luz del día también era importante, ya que eso garantizaba que no serían sorprendidos por la Hermandad. Y ante sus empleados humanos, fácilmente podía hacerla pasar por un seminario de técnicas de artes marciales. Se congregarían en la gran sala de conferencias del sótano y cerrarían las puertas con llave para no ser interrumpidos.
Antes de desconectarse, redactó un informe sobre la eliminación de Darius, porque quería que sus cazavampiros lo tuvieran por escrito. Detalló la clase de bomba que había utilizado, la manera de fabricar una con muy pocos elementos y el método para conectar el detonador al sistema de encendido de un coche. Era muy fácil, una vez que el artefacto estaba instalado. Lo único que había que hacer era armarla, y al accionar el contacto, cualquiera que estuviera dentro del vehículo quedaría convertido en cenizas.
Para obtener ese instante de satisfacción, él había seguido al guerrero Darius durante un año, vigilándolo, estudiando todas sus costumbres diarias. Hacía dos días, el señor X había entrado furtivamente en el concesionario de BMW de los hermanos Greene, cuando el vampiro les había dejado su vehículo para una revisión. Instaló la bomba, y la noche anterior había activado el detonador con un transmisor de radio simplemente pasando al lado del coche, sin detenerse ni un segundo.
El largo y concentrado esfuerzo que había supuesto la organización de aquella eliminación no era algo que quisiera compartir. Quería que los restrictores creyeran que había podido ejecutar una jugada tan perfecta en un instante. La imagen desempeñaba un importante papel en la creación de una base de poder, y él quería empezar a construir su credibilidad de mando de inmediato.
Después de desconectarse, se recostó en la silla, tamborileando con los dedos. Desde que se había unido a la Sociedad, el objetivo había sido reducir la población de vampiros por medio de la eliminación de civiles. Esa seguiría siendo la meta general, por supuesto, pero su primer dictamen seria un cambio de táctica. La clave para ganar la guerra era eliminar a la Hermandad. Sin esos seis guerreros, los civiles quedarían desnudos ante los restrictores, indefensos.
La táctica no era nueva. Había sido intentada durante generaciones pasadas Y descartada numerosas veces cuando los hermanos habían demostrado ser demasiado agresivos o demasiado escurridizos para ser exterminados. Pero con la muerte de Darius, la Sociedad cobraba un nuevo impulso.
Y tenían que actuar de una manera diferente. Tal y como estaban las cosas, la Hermandad estaba aniquilando a cientos de restrictores cada año, lo que hacía necesario que las filas fueran engrosadas con cazavampiros nuevos e inexpertos. Los reclutas representaban un problema. Eran difíciles de encontrar, difíciles de introducir en la Sociedad y menos efectivos que los miembros veteranos.
Esta constante necesidad de captación de nuevos miembros condujo a un grave debilitamiento de la Sociedad. Los centros de entrenamiento como la Academia de Artes Marciales de Caldwell tenían como objetivo primordial seleccionar y reclutar humanos para engrosar sus filas, pero también atraían mucho la atención. Evitar la injerencia de la policía humana y protegerse contra un ataque por parte de la Hermandad requería una continua vigilancia y una frecuente reubicación. Trasladarse de un lugar a otro era un trastorno constante, ¿pero cómo podía estar la Sociedad bien provista si los centros de operaciones eran atacados por sorpresa?
El señor X movió la cabeza con un gesto de fastidio. En algún momento iba a necesitar un lugarteniente, aunque por ahora prefería actuar en solitario.
Por fortuna, nada de lo que tenía pensado hacer era excesivamente complicado. Todo se reducía a una estrategia militar básica. Organizar las fuerzas, coordinarlas, obtener información sobre el enemigo y avanzar de una forma lógica y disciplinada.
Esa tarde organizaría sus efectivos, y en cuanto a la cuestión relativa a la coordinación, iba a distribuirlos en escuadrones, e insistiría en que los cazavampiros empezaran a reunirse con él habitualmente en pequeños grupos.
¿Y la información? Si querían exterminar a la Hermandad, necesitaban saber dónde encontrar a sus miembros. Eso sería un poco más difícil, aunque no imposible. Aquellos guerreros formaban un grupo cauteloso y suspicaz, no demasiado sociable, pero la población civil de vampiros tenía algún contacto con ellos. Después de todo, los hermanos tenían que alimentarse, y no podían hacerlo entre ellos. Necesitaban sangre femenina.
Y las hembras, aunque la mayoría de ellas vivían protegidas como si fueran obras de arte, tenían hermanos y padres que podían ser persuadidos para que hablaran. Con el incentivo apropiado, los machos revelarían adónde iban sus mujeres y a quiénes veían. Así descubrirían a la Hermandad.
Esa era la clave de su estrategia general. Un programa coordinado de seguimiento y captura, concentrado en machos civiles y las escasas hembras que salían sin protección, le conduciría, finalmente, a los hermanos. Su plan tenía que tener éxito, ya fuese porque los miembros de la Hermandad salieran de su escondrijo con sus dagas desenfundadas, furiosos porque los civiles hubieran sido capturados brutalmente, o bien porque alguien podía irse de la lengua y descubrir dónde se ocultaban.
Lo mejor sería averiguar dónde se encontraban los guerreros durante el día. Eliminarlos mientras brillaba el sol, cuando eran más vulnerables, sería la operación con mayores probabilidades de éxito y en la que, posiblemente, las bajas de la Sociedad resultarían mínimas.
En general, matar vampiros civiles era sólo un poco más difícil que aniquilar a un humano normal. Sangraban si se les cortaba, sus corazones dejaban de latir si se les disparaba y se quemaban si eran expuestos a la luz solar.
Sin embargo, matar a un miembro de la Hermandad era un asunto muy diferente. Eran tremendamente fuertes, estaban muy bien entrenados y sus heridas se curaban con una celeridad asombrosa. Formaban una subespecie particular. Sólo tenías una oportunidad frente a un guerrero. Si no la aprovechabas, no regresabas a casa.
El señor X se levantó del escritorio, deteniéndose un momento para observar su reflejo en la ventana de la oficina.
Cabello claro, piel clara, ojos claros. Antes de unirse a la Sociedad había sido pelirrojo. Ahora ya casi no podía recordar su apariencia física anterior. Pero sí tenía muy claro su futuro. Y el de la Sociedad.
Cerró la puerta con llave y se encaminó hacia el pasillo de azulejos que conducía a la sala de entrenamiento principal. Esperó en la entrada, inclinando levemente la cabeza ante los estudiantes a medida que entraban a sus clases de jiujitsu. Este era su grupo favorito: un conjunto de jóvenes, entre los dieciocho y los veinticuatro años, que mostraban ser muy prometedores. A medida que los muchachos, vestidos con sus trajes blancos, entraban haciendo una ligera reverencia con la cabeza y dirigiéndose a él como Sensei, el señor X los iba evaluando uno por uno, observando la forma en que movían sus ojos, cómo desplazaban el cuerpo, cuál podía ser su temperamento.
Una vez que los estudiantes estuvieron en fila, preparados para comenzar la lucha, continuó examinándolos, siempre interesado en la búsqueda de potenciales reclutas para la Sociedad. Necesitaba una combinación justa entre fuerza física, agudeza mental y odio no canalizado.
Cuando se habían aproximado a él para unirse a la Sociedad Restrictiva en la década de los años cincuenta, era un rockero de diecisiete años incluido en un programa para delincuentes juveniles. El año anterior había apuñalado a su padre en el pecho tras una pelea en la que aquel bastardo le había golpeado repetidas veces en la cabeza con una botella de cerveza. Creía haberle matado, pero por desgracia no lo hizo y vivió el tiempo suficiente para matar a su pobre madre.
Pero, por lo menos, después de hacerlo, su querido padre había tenido la sensatez de volarse los sesos con una escopeta y dejarlos diseminados por toda la pared. El señor X encontró los cuerpos durante una visita que hizo a casa, poco antes de ser atrapado e internado en un centro público. Aquel día, delante del cadáver de su padre, el señor X aprendió que gritar a los muertos no le provocaba ni la más mínima satisfacción. Después de todo, no había nada que hacer con alguien que ya se había ido.
Considerando quién lo había engendrado, no resultó sorprendente que la violencia y el odio corrieran por la sangre del señor X. Y matar vampiros era uno de las pocas satisfacciones socialmente aceptables que había encontrado para un instinto asesino como el suyo. El ejército era aburrido. Había que acatar demasiadas normas y esperar hasta que se declarara una guerra para poder trabajar como él quería. Y el asesinato en serie era a muy pequeña escala.
La Sociedad era diferente. Tenía todo lo que siempre había querido: fondos ilimitados, la ocasión de matar cada vez que el sol se ponía y, por supuesto, la oportunidad, tan extraordinaria, de instruir a la próxima generación.
Así que tuvo que vender su alma para entrar, aunque no le supuso ningún problema. Después de lo que su padre le había hecho, ya casi no le quedaba alma.
Además, en su mente, había salido ganando con el trato. Le habían garantizado que permanecería joven y con una salud perfecta hasta el día de su muerte, y esta no sería resultado de un fallo biológico, como el cáncer o una enfermedad cardíaca. Por el contrario, tendría que confiar en su propia capacidad para conservarse de una sola pieza.
Gracias al Omega, era físicamente superior a los humanos, su vista era perfecta y podía hacer lo que más le gustaba. La impotencia le había molestado un poco al principio, pero se había acostumbrado. Y el no comer ni beber…, al fin y al cabo nunca había sido un gourmet. Y hacer correr la sangre era mejor que la comida o el sexo.
Cuando la puerta que conducía a la sala de entrenamiento se abrió bruscamente, giró la cabeza de inmediato. Era Billy Riddle, y traía los dos ojos morados y la nariz vendada.
El señor X enarcó una ceja.
—¿No es tu día libre, Riddle?
—Sí, Sensei. —Billy inclinó la cabeza—. Pero quería venir de todos modos.
—Buen chico. —El señor X pasó un brazo alrededor de los hombros del muchacho—. Me gusta tu sentido de la responsabilidad. Harás algo por mí… ¿Quieres indicarles lo que tienen que hacer durante el calentamiento?
Billy hizo una profunda reverencia; su amplia espalda quedó casi paralela al suelo.
—Sensei.
—Ve a por ellos. —Le dio una palmada en el hombro—. Y no se lo pongas fácil.
Billy levantó la mirada, sus ojos brillaban. El señor X asintió.
—Me alegro de que hayas captado la idea, hijo.
‡ ‡ ‡
Cuando Beth salió de su edificio, frunció el ceño al ver el coche de policía aparcado al otro lado de la calle. José salió de él y se dirigió hacia ella a grandes zancadas.
—Ya me han contado lo que te sucedió. —Sus ojos se quedaron fijos en la boca de la mujer—. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
—Vamos, te llevaré al trabajo.
—Gracias, pero prefiero caminar. —José hizo un movimiento con su mandíbula como si quisiera oponerse, así que ella extendió la mano y le tocó el antebrazo—. No quiero que esto me aterrorice tanto que no pueda continuar con mi vida. En algún momento tendré que pasar junto a ese callejón, y prefiero hacerlo por la mañana, cuando hay, suficiente luz.
Él asintió.
—Está bien. Pero llamarás un taxi por la noche o nos pedirás a cualquiera de nosotros que vaya a recogerte.
—José…
—Me alegra saber que estás de acuerdo. —Cruzó la calle de vuelta a su coche—. Ah, no creo que hayas oído lo que Butch O’Neal hizo anoche.
Dudó antes de preguntar:
—¿Qué?
—Fue a hacerle una visita a ese canalla. Creo que al individuo tuvieron que reconstruirle la nariz cuando nuestro buen detective acabó con él. —José abrió la puerta del vehículo y se dejó caer sobre el asiento—. ¿Vendrás hoy por allí?
—Sí, quiero saber algo más sobre la bomba de anoche.
—Ya me lo imaginaba. Nos vemos.
Saludó con la mano y arrancó, alejándose del bordillo de la acera.
‡ ‡ ‡
Ya habían dado las tres de la tarde y aún no había podido ir a la comisaría. Todos en la oficina querían oír lo que le había sucedido la noche anterior. Después, Tony había insistido en que salieran a almorzar. Tras sentarse de nuevo en su escritorio, se había pasado la tarde masticando chicle y perdiendo el tiempo con su e-mail.
Sabía que tenía trabajo que hacer, pero simplemente no se encontraba con fuerzas para finalizar el artículo que estaba escribiendo sobre el alijo de armas que había encontrado la policía. No tenía que entregarlo en un plazo concreto y, desde luego, Dick no iba a darle la primera página de la sección local.
Y además ni siquiera lo había hecho ella. Lo único que le daba Dick era trabajo editorial. Los dos últimos artículos que había dejado caer sobre su escritorio habían sido esbozados por los chicos grandes, Dick quería que ella comprobara la veracidad de los hechos. Seguir los mismos criterios con los que él se había familiarizado en el New York Times, como su obsesión por la veracidad, era, de hecho, una de sus virtudes. Pero era una pena que no tuviera en cuenta la equidad en un trabajo realizado. No importaba que el artículo fuera transformado por ella de arriba abajo, sólo obtenía una mención secundaria compartida en el artículo de un chico grande.
Eran casi las seis cuando terminó de corregir los artículos, y al introducirlos en el casillero de Dick, pensó que no tenía ganas de pasar por la comisaría. Butch le había tomado declaración la noche anterior, y no había nada más que ella tuviera que hacer con respecto a su caso. Y, evidentemente, no se sentía cómoda con la idea de estar bajo el mismo techo que su asaltante, aunque él se encontrara en una celda.
Además, estaba agotada.
—¡Beth!
Dio un respingo al oír la voz de Dick.
—Ahora no puedo, voy a la comisaría —dijo en voz alta por encima del hombro, pensando que la estrategia para evitarlo no lo mantendría a raya durante mucho tiempo, pero al menos no tendría que lidiar con él esa noche.
Y en realidad sí quería saber algo más sobre la bomba.
Salió corriendo de la oficina y caminó seis manzanas en dirección este. El edificio de la comisaría pertenecía a la típica arquitectura de los años sesenta. Dos pisos, laberíntica, moderna en su época, con abundancia de cemento gris claro y muchas ventanas estrechas. Envejecía sin elegancia alguna. Gruesas líneas negras corrían por su fachada como si sangrara por alguna herida en el tejado. Y el interior también parecía moribundo: el suelo cubierto con un sucio linóleo verde grisáceo, los muros con paneles de madera falsa y los zócalos astillados de color marrón. Después de cuarenta años, y a pesar de la limpieza periódica, la suciedad más persistente se había incrustado en todas las grietas y fisuras, y ya jamás saldría de allí, ni siquiera con un pulverizador o un cepillo.
Ni siquiera con una orden judicial de desalojo.
Los agentes se mostraron muy amables con ella cuando la vieron aparecer. Tan pronto como puso el pie en el edificio, empezaron a reunirse a su alrededor. Después de hablar con ellos en el exterior mientras trataba de contener las lágrimas, se dirigió a la recepción y charló un rato con dos de los muchachos que estaban detrás del mostrador. Habían detenido a unos cuantos por prostitución y tráfico de estupefacientes, pero, por lo demás, el día había sido tranquilo. Estaba a punto de marcharse cuando Butch entró por la puerta de atrás.
Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa abrochada hasta el cuello y una cazadora roja en la mano. Ella se quedó mirando cómo la cartuchera se enarcaba sobre sus anchos hombros, dejando entrever la culata negra de la pistola cuando sus brazos oscilaban al andar. Su oscuro cabello estaba húmedo, como si acabara de empezar el día.
Lo que, considerando lo ocupado que había estado la noche anterior, probablemente era cierto.
Se dirigió directamente hacia ella.
—¿Tienes tiempo para hablar? Ella asintió.
—Sí, claro.
Entraron en una de las salas de interrogatorio.
—Para tu información, las cámaras y micrófonos están apagados —dijo.
—¿No es así como casi siempre trabajas?
Él sonrió y se sentó a la mesa. Entrelazó las manos.
—Pensé que deberías saber que Billy Riddle ha salido bajo fianza. Lo soltaron esta mañana temprano.
Ella tomó asiento.
—¿De verdad se llama Billy Riddle[1]? No me tomes el pelo.
Butch negó con la cabeza.
—Tiene dieciocho años. Sin antecedentes de adulto, pero he estado echando un vistazo a su ficha juvenil y ha estado muy ocupado: abuso sexual, acoso, robos menores. Su padre es un tipo importante, y el chico tiene un abogado excelente, pero he hablado con la fiscal del distrito. Tratará de presionarlo para que no tengas que testificar.
—Subiré al estrado si tengo que hacerlo.
—Buena chica. —Butch se aclaró la garganta—. ¿Y cómo te encuentras?
—Bien. —No iba a permitir que el Duro jugara a psicoanalizarla. Había algo en la evidente rudeza de Butch O’Neal que hacía que ella quisiera parecer más fuerte—. Sobre esa bomba, he oído que posiblemente se trate de un explosivo plástico, con un detonador a control remoto. Parece un trabajo de profesionales.
—¿Ya has cenado?
Ella frunció el ceño.
—No.
Y considerando lo que había engullido por la mañana, también se saltaría el desayuno del día siguiente.
Butch se puso de pie.
—Bueno. Ahora mismo me dirigía a Tullah’s.
Ella se mantuvo firme.
—No cenaré contigo.
—Como quieras. Entonces, me imagino que tampoco querrás saber qué encontramos en el callejón junto al coche.
La puerta se cerró lentamente a sus espaldas.
No caería en semejante trampa.
No lo haría…
Beth saltó de la silla y corrió tras él.