35
Butch se paseó por el salón una vez más, y se detuvo junto a la chimenea. Bajó la vista hacia los troncos amontonados, imaginando lo agradable que sería el fuego allí durante el invierno, y sentarse en uno de aquellos sillones de seda a mirar las llamas parpadeantes, mientras el mayordomo le servía un ponche caliente o algo así.
¿Qué diablos hacía esa pandilla de delincuentes en un lugar como aquel?
Escuchó el ruido que hacían aquellos hombres al otro lado del pasillo. Habían estado en lo que suponía que era el comedor durante horas. Por lo menos su elección de música para la cena había sido apropiada. Un rap pesado sonaba por toda la casa, 2Pac, Jay-Z, D-12. De vez en cuando, alguna risotada se superponía a la música. Bromas de macho.
Miró hacia la puerta principal por enésima vez.
Cuando lo habían metido en el salón y lo habían dejado solo, su primer pensamiento había sido escapar rompiendo una ventana con una silla. Llamaría a José. Traería a toda la comisaría de policía a su puerta.
Pero antes de poder ejecutar su impulsivo plan, una voz le había susurrado al oído:
—Espero que decidas huir.
Butch había girado la cabeza, agachándose. El de la cicatriz enorme y cabeza rapada estaba junto a él, aunque no le había oído acercarse.
—Adelante. —Aquellos ojos negros de maníaco habían escrutado a Butch con la fría intensidad de un tiburón—. Abre esa puerta a golpes y corre como una liebre, rápido, en busca de ayuda. Pero recuerda que yo te perseguiré. Como un coche fúnebre.
—Zsadist, déjalo en paz. —El sujeto del bonito cabello había asomado la cabeza en la habitación—. Wrath quiere al humano vivo. De momento.
El de la cicatriz dirigió a Butch una última mirada.
—Inténtalo. Sólo inténtalo. Prefiero cazarte que cenar con ellos.
Y luego había salido lentamente.
A pesar de la amenaza, Butch había estado examinando cuidadosamente lo que había podido ver de la casa. No había podido encontrar un teléfono y, a juzgar por el sistema de seguridad que había vislumbrado en el vestíbulo, todas las puertas y ventanas debían de tener sensores de sonido. Salir de allí discretamente no resultaba muy, factible.
Y no quería dejar a Beth. Dios, si ella muriera… Butch respiró profundamente, frunciendo el ceño. ¿Qué diablos era eso?
Los trópicos. Olía a océano. Se dio la vuelta.
Una impresionante mujer se encontraba en el umbral de la puerta. Esbelta, elegante, ataviada con un vaporoso vestido y su hermoso cabello rubio suelto hasta las caderas. Todo su rostro era delicada perfección y sus ojos del color azul claro del cristal.
Ella dio un paso atrás, atemorizada.
—No —dijo él, abalanzándose hacia delante, pensando en los hombres que se encontraban al lado del pasillo—. No te vayas.
Ella miró a su alrededor, como si quisiera pedir ayuda.
—No voy a hacerte daño —dijo él rápidamente.
—¿Cómo puedo estar segura?
Tenía un sutil acento. Como todos ellos. ¿Tal vez ruso? Él extendió las manos con las palmas hacia arriba para mostrar que no llevaba armas.
—Soy policía.
Aquello no era exactamente cierto, pero quería que se sintiera segura.
Ella se recogió la falda, dispuesta a marcharse.
¡Diablos, no debía haber mencionado esa palabra! Si era la mujer de alguno de ellos, lo más probable era que huyera si pensaba que la ley venía a detenerlos.
—No estoy aquí en misión oficial —dijo—. No llevo pistola, ni placa.
Repentinamente, ella soltó el vestido y enderezó los hombros como si hubiera recobrado el valor. Avanzó un poco, con movimientos ligeros Y gráciles. Butch mantuvo la boca cerrada y trató de parecer más pequeño de lo que era, menos amenazador.
—Normalmente él no permite que los de tu especie vengan aquí —dijo ella.
Sí, podía imaginar que los policías no visitaban aquella casa con mucha frecuencia.
—Estoy esperando a… una amiga.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado. Al aproximarse, su belleza lo deslumbró. Sus rasgos parecían sacados de una revista de moda, su cuerpo tenía ese grácil movimiento estilizado y adorable que utilizaban las modelos de pasarela. Y el perfume que usaba… se coló por su nariz, extendiéndose hasta su cerebro. Olía tan bien que los ojos se le llenaron de lágrimas.
Era irreal. Tan pura. Tan limpia.
Se sintió sucio, y lamentó no poder darse una buena ducha y afeitarse antes de volver a dirigirle la palabra.
¿Qué demonios estaba haciendo con esos delincuentes?
El corazón de Butch dio un vuelco ante la idea de la utilidad que podían darle. ¡Santo cielo! En el mercado sexual, podían pagar una buena suma por pasar una sola hora con una mujer como aquella. Con razón la casa estaba tan bien custodiada.
Marissa desconfiaba del humano, sobre todo considerando su tamaño. Había escuchado muchas historias sobre ellos y conocía su odio hacia la raza de los vampiros.
Pero este parecía tener cuidado en no asustarla. No se movía, apenas respiraba. Lo único que hacía era mirarla con gran atención, como si estuviera estupefacto.
Todo eso la ponía nerviosa, y no sólo porque no estaba acostumbrada a que la miraran así. Los ojos color avellana del hombre destellaban en su duro rostro sin perder detalle, examinándola cuidadosamente.
Aquel humano era inteligente. Inteligente y… triste.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él suavemente.
A ella le gustó su voz. Profunda, grave y un poco ronca, como si estuviera permanentemente afónico.
Ya estaba muy cerca de él, a unos cuantos pasos, así que se detuvo.
—Marissa. Me llamo Marissa.
—Butch. —Se tocó el amplio pechar—. Eh… Brian O’Neal. Pero todo el mundo me llama Butch.
Tendió la mano, pero, de inmediato, la retiró para frotarla vigorosamente sobre la pernera del pantalón y ofrecérsela de nuevo.
Ella perdió la serenidad. Tocarlo era demasiado. Dio un paso atrás.
Él dejó caer la mano lentamente, sin sorprenderse de haber sido rechazado.
Y aun así, siguió mirándola.
—¿Por qué me miras tan fijamente? —Se llevó las manos al corpiño del vestido, cubriéndose.
El rubor le cubrió primero el cuello y luego las mejillas.
—Lo siento. Probablemente estás harta de que los hombres se queden embobados mirándote.
Marissa negó con la cabeza.
—Ningún macho me mira.
—Encuentro eso muy difícil de creer.
Era verdad. Todos temían lo que pudiera hacer Wrath, Dios, si supieran lo poco que la había querido.
—Porque… —La voz del humano se desvaneció—. Por Dios, eres tan… absolutamente… hermosa.
Carraspeó, como si deseara retractarse de sus palabras. Ella ladeó la cabeza, examinándolo. Había algo que no podía descifrar en su tono de voz, quizás una cierta amargura.
Él se pasó la mano por el espeso cabello oscuro.
—Cerraré la boca, antes de conseguir que te sientas aún más incómoda.
Sus ojos permanecieron clavados en el rostro de la mujer. Ella pensó que eran unos ojos muy agradables, cálidos, con una sombra fugaz de melancolía al mirarla, un anhelo oculto por aquello que no podía conseguir.
Ella era experta en eso.
El humano se rio con un estruendo explosivo surgido de las profundidades de su pecho.
—También debería dejar de mirarte así. Eso estaría bien. —Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se concentró en el suelo—. ¿Ves? Ya no te miro. No te estoy mirando. Oye, qué alfombra más bonita. ¿Lo habías notado?
Marissa sonrió sutilmente y avanzó hacia él.
—Creo que me gusta la forma en que me miras. —Los ojos color avellana volvieron de nuevo a concentrarse en su rostro—. Es que no estoy acostumbrada —explicó, llevándose la mano al cuello, pero sin llegar a rozarlo.
—¡Dios, no puedes ser real! —dijo el humano en un susurro.
—¿Por qué no?
—Es imposible.
Ella se rio un poco.
—Pues lo soy.
Él carraspeó de nuevo, ofreciéndole una sonrisa torada.
—¿Te importaría dejarme probar?
—¿Cómo?
—¿Puedo tocarte el cabello?
Su primer impulso fue retroceder de nuevo. Pero ¿por qué hacerlo? No estaba atada a ningún macho. Si aquel humano quería tocarla, ¿por qué no?
Además, a ella también le agradaba.
Ladeó la cabeza de tal manera que unos mechones de su cabello se deslizaron hacia delante. Permitiría que se le acercara. Y Butch lo hizo.
Cuando extendió la mano, ella pudo ver que era grande, y sintió que se le cortaba la respiración, pero él no rozó el rubio rizo que colgaba ante ella. Las yemas de sus dedos acariciaron un mechón que descansaba sobre su hombro.
Sintió una oleada de calor en la piel, como si la hubiera tocado con una cerilla encendida. Instantáneamente, aquella sensación se extendió por todo su cuerpo, subiendo su temperatura.
¿Qué era eso?
El dedo de Butch deslizó el cabello hacia un lado, y luego toda la mano le rozó el hombro. La palma de su mano era cálida, sólida, fuerte.
Ella alzó los ojos hacia él.
—No puedo respirar —susurró. Butch casi se cae de espaldas.
¡Santo Dios!, pensó. ¡Ella lo deseaba!
Y su inocente desconcierto ante su roce era mejor que cualquier encuentro sexual que hubiera experimentado.
Su cuerpo reaccionó al instante, y su erección presionó sus pantalones, exigiendo salir.
Pero esto no puede ser real, pensó. Tenía que estar jugando con él. Nadie podía tener aquel maravilloso aspecto, y andar con esos tipos, sin conocer todos los trucos del negocio.
La observó mientras ella respiraba con dificultad. Luego se lamió los labios. La punta de su lengua era color rosa.
¡Santo Cristo!
Tal vez era, simplemente, una actriz fantástica, o la mejor prostituta que se hubiera visto jamás. Pero cuando levantó los ojos hacia él, supo que lo tenía a su merced, y que le haría comer de su mano si ella quería.
Dejó que su dedo recorriera el cuello de la mujer. Su piel era tan suave, tan blanca, que temió dejarle marcas con aquel simple roce.
—¿Vives aquí? —preguntó. Ella negó con la cabeza.
—Vivo con mi hermano. Se sintió aliviado.
—Eso está bien.
Le acarició la mejilla dulcemente, mirando fijamente su boca.
¿Qué sabor tendría?
Bajó los ojos. Parecían haber crecido, presionando contra el corpiño de su elegante vestido.
Ella dijo trémula:
—Me miras como si estuvieras sediento.
Oh, Dios. En eso tenía razón. Estaba reseco.
—Pero yo creía que los humanos no se alimentaban —dijo.
Butch frunció el ceño. Utilizaba las palabras de una manera extraña, pero era obvio que el inglés era su segundo idioma. Movió los dedos hacia su boca. Hizo una pausa, preguntándose si ella retrocedería en el momento en que tocara sus labios.
Probablemente, pensó. Sólo para seguir el juego.
—Tu nombre —dijo ella—. ¿Es Butch? —Él asintió—. ¿De qué tienes sed, Butch? —susurró. Los ojos del hombre se cerraron de golpe mientras su cuerpo se balanceaba—. Butch —dijo ella—, ¿te he hecho daño?
Sí, si consideras que el deseo ardiente es un dolor, pensó él.