32

Beth fue a su apartamento, alimentó a Boo, y se dirigió a la oficina justo después de mediodía. No tenía hambre, y trabajó durante la hora de la comida. O al menos intentó hacerlo, porque, en realidad, no pudo concentrarse demasiado y ocupó la mayor parte de su tiempo trasladando papeles de un sitio a otro en su escritorio.

Butch le dejó dos mensajes durante el día, confirmando que se reunirían en su apartamento alrededor de las ocho.

A las cuatro, decidió cancelar su cita con él.

No podía salir nada bueno de aquella reunión. No tenía intención de entregar a Wrath a la policía, y si pensara que el Duro iba a tener alguna consideración con ella porque le gustaba y porque estarían en su apartamento, se mentiría a sí misma.

A pesar de todo no enterraría su cabeza en la arena. Sabía que la llamarían para interrogarla. ¿Cómo no iban a hacerlo? Mientras Wrath fuera un sospechoso, ella estaría en el punto de mira. Necesitaba conseguir un buen abogado y esperar a que la citaran en la comisaría.

Al volver de la fotocopiadora, miró por una ventana. El cielo del ocaso era plomizo, auguraba una tormenta en el denso aire. Tuvo que apartar la vista. Le dolían los ojos, Y aquella molestia no desapareció parpadeando varias veces.

De vuelta en su escritorio, tomó dos aspirinas y llamó a la comisaría buscando a Butch. Cuando Ricky le dijo que lo habían suspendido temporalmente, pidió hablar con José, que se puso al teléfono de inmediato.

—La suspensión de Butch. ¿Cuándo ha sucedido? —preguntó ella.

—Ayer por la tarde.

—¿Van a despedirlo?

—¿Extraoficialmente? Es probable.

Entonces el detective no aparecería por su casa después de todo.

—¿Dónde estás, señorita B? —preguntó José.

—En el trabajo.

—¿Me estás mintiendo? —Su voz sonaba triste, más que polémica.

—Revisa tu identificador de llamadas.

José lanzó un largo suspiro.

—Tienes que venir a la comisaría.

—Lo sé. ¿Puedes darme algo de tiempo para conseguir un abogado?

—¿Crees que vas a necesitarlo?

—Sí.

José soltó una maldición.

—Tienes que alejarte de ese hombre.

—Te llamaré luego.

—Anoche asesinaron a otra prostituta. Con el mismo modus operandi.

La noticia le causó una cierta inquietud. No sabía qué había hecho Wrath mientras estuvo fuera. ¿Pero qué podría significar para el una prostituta muerta? O dos.

La ansiedad la dominó haciendo palpitar sus sienes.

Pero no podía imaginar a Wrath degollando a una pobre mujer indefensa para luego dejarla morir en un callejón. Él era letal, no perverso. Y aunque actuaba fuera de la ley, no lo creía capaz de matar a alguien que no lo hubiera amenazado. Sobre todo, después de lo que les había sucedido a sus padres.

—Escucha, Beth —dijo José—. No necesito decirte lo seria que es esta situación. Ese hombre es nuestro principal sospechoso de tres homicidios, y la obstrucción a la justicia es un cargo muy grave. Me resultará muy difícil, pero tendré que ponerte entre rejas.

—Él no mató a nadie anoche. —Su estómago le dio un vuelco.

—Entonces admites que sabes dónde está.

—Tengo que colgar, José.

—Beth, por favor, no lo protejas. Es peligroso…

—Él no mató a esas mujeres.

—Esa es tu opinión.

—Has sido un buen amigo, José.

—¡Maldita sea! —Agregó un par de palabras más en español—. Consigue ese abogado rápido, Beth.

Colgó el teléfono, cogió su bolso y apagó el ordenador. Lo último que quería era que José fuera a buscarla a su oficina y se la llevara esposada. Necesitaba ir a su casa, recoger algo de ropa y reunirse con Wrath lo antes posible.

Tal vez pudieran marcharse juntos. Podría ser su única oportunidad, porque en Caldwell, tarde o temprano, la policía los encontraría.

En cuanto pisó la calle Trade, sintió un nudo en el estomago, y el calor le robó toda su energía. Nada más llegar a su apartamento, echó agua helada en un vaso, pero cuando intentó beberla, su intestino se retorció. Quizá tenía algún virus intestinal. Tomó dos antiácidos y pensó en Rhage. Podría haberle contagiado algo.

Dios, los ojos la estaban matando.

Y aunque sabía que tenía que recoger sus cosas, se quitó la ropa de trabajo, se puso una camiseta y unos pantalones cortos y se sentó en el sofá. Sólo quería descansar un rato, pero una vez que se acomodó, sintió que no podría volver a mover el cuerpo. Perezosamente, como si los conductos de su cerebro es tuvieran obstruyéndose, pensó en la herida de Wrath. No le había dicho cómo se la había hecho. Y si había atacado a la prostituta y la mujer se había defendido.

Beth se presionó las sienes con los dedos cuando una oleada de náuseas hizo fluir bilis en su garganta. Veía luces titilando ante sus ojos.

No, aquello no era una gripe. La estaba matando una migraña monstruosa.

‡ ‡ ‡

Wrath marcó de nuevo el número de teléfono.

Era obvio que Tohrment estaba usando el identificador de llamadas y no quería responder.

¡Diablos!

Detestaba pedir perdón, pero quería poner este asunto sobre la mesa, porque iba a resultar muy, espinoso.

Se llevó consigo el móvil a la cama y se recostó contra el cabezal. Quería llamar a Beth sólo para escuchar su voz. ¿Había pensado que podría alejarse tranquilamente después de su transición? A duras penas podía permanecer lejos de ella durante un par de horas.

¡Dios, estaba loco por esa hembra! Aún no podía creer lo que había salido de su boca cuando ella le hacía el amor. Y luego había finalizado aquella letanía de elogios llamándola su leelan antes de que se marchara.

Era hora de que lo admitiera. Probablemente se estaba enamorando.

Y por si eso no fuera suficiente, ella era medio humana. Pero también era la hija de Darius.

¿Pero cómo podía no adorarla? Era tan fuerte, con un carácter que competía con el suyo. Pensó en ella enfrentándose a él, haciéndole reflexionar sobre su pasado. Pocos se hubieran atrevido, y él sabía de dónde había sacado su valor. Casi podía jurar que su padre hubiera hecho lo mismo.

Cuando sonó su teléfono, abrió la tapa.

—¿Sí?

—Tenemos problemas. —Era Vishous—. Acabo de leer el periódico. Otra prostituta muerta en un callejón. Desangrada.

—¿Y?

—Me he metido en la base de datos del forense. En ambos casos, a las hembras les mordieron el cuello.

—Mierda. Zsadist.

—Eso es lo que estoy pensando. Le he repetido mil veces que tiene que dejar eso. Tienes que hablar con él.

—Esta noche. Diles a los hermanos que se reúnan conmigo aquí un poco antes. Voy a decirle unas cuantas cosas delante de todos.

—Buen plan. Así el resto de nosotros tendremos que liberar su cuello de tus manos cuando proteste.

—Oye, ¿sabes dónde está Tohr? No consigo encontrarlo.

—Ni idea, pero pasaré por su casa antes de la reunión, si quieres.

—Hazlo. Tendrá que venir esta noche.

—Wrath colgó.

¡Maldita sea! ¡Alguien iba a tener que ponerle un bozal a Zsadist… O una daga en el pecho!

‡ ‡ ‡

Butch aparcó el coche. En realidad, no creía que Beth estuviera en su apartamento, pero de todos modos fue hasta la puerta del vestíbulo y apretó el interfono. No obtuvo respuesta.

Sorpresa, sorpresa.

Dio la vuelta por un lateral del edificio y se metió en el patio trasero. Ya había oscurecido, así que ver las luces apagadas resultó desalentador. Ahuecó las manos y se inclinó contra la puerta corredera de cristal.

—¡Beth! ¡Oh, por Dios! ¡Santo cielo!

Su cuerpo estaba boca abajo en el suelo. Había intentado alcanzar el teléfono sin conseguirlo. Sus piernas estaban colocadas torpemente, como si hubiera estado retorciéndose de dolor.

—¡No! —Golpeó el cristal.

Ella se movió ligeramente, como si lo hubiera escuchado. Butch se dirigió a una ventana, se quitó un zapato y golpeó fuertemente el cristal hasta que se agrietó y se hizo añicos. Cuando se estiró para alcanzar el pestillo, se cortó, pero no le importaba si perdía un brazo para llegar a ella. Se introdujo en el interior, volcando una mesa al abalanzarse hacia delante.

—¡Beth! ¿Me oyes?

Ella abrió la boca, moviéndola lentamente, pero sin emitir sonido alguno.

Él buscó sangre y no halló nada, así que la colocó cuidadosamente boca arriba. Estaba tan pálida como una lápida, fría y húmeda, apenas consciente. Cuando abrió los ojos, pudo ver sus pupilas totalmente dilatadas.

Él le extendió los brazos, buscando marcas. No había ninguna, pero no iba a perder tiempo quitándole los zapatos y mirando entre los dedos de los pies.

Abrió la tapa de su móvil y marcó el 911.

Al oír a la operadora, no esperó el saludo protocolar.

—Tengo una probable sobredosis de droga.

La mano de Beth se movió vacilante, empezó a mover la cabeza. Estaba tratando de apartarle el teléfono.

—Niña, quédate quieta. Yo te cuidaré…

La voz de la operadora lo interrumpió:

—¿Señor? ¿Hola?

—Llévame a casa de Wrath —gimió Beth.

—A la mierda con él.

—¿Perdón? —dijo la operadora—. Señor, ¿me puede decir qué sucede?

—Sobredosis de droga. Creo que es heroína. Sus pupilas están fijas y dilatadas. Aún no ha vomitado…

—Wrath, tengo que ir junto a Wrath.

—Pero recobra el conocimiento intermitentemente…

En ese momento, Beth se levantó bruscamente del suelo y le quitó el teléfono de las manos.

—Voy a morir…

—¡Claro que no! —gritó él.

Ella lo sujetó por la camisa. Le temblaba el cuerpo, el sudor manchaba la parte delantera de su camiseta.

—Lo necesito.

Butch la miró fijamente a los ojos.

Se había equivocado. Esto no era una sobredosis. Era una renuncia.

Negó con la cabeza.

—Niña, no.

—Por favor. Lo necesito. Voy a morir. —De repente, ella se dobló en posición fetal, como si una oleada de dolor la hubiera partido en dos. El móvil cayó de su mano, fuera de su alcance—. Butch…, por favor.

Mierda. Tenía mal aspecto. Parecía moribunda.

Si la llevaba a una sala de urgencias, podía morir por el camino o mientras esperaba tratamiento. Y la metadona servía para superar el mono, no para sacar a un adicto de una sobredosis.

¡Mierda!

—Ayúdame.

—Maldito sea —dijo Butch—. ¿Dónde está?

—Wallace.

—¿Avenida? Ella asintió.

Butch no tenía tiempo para pensar. La cargó en sus brazos y atravesó el patio trasero.

¡Por supuesto que iba a atrapar a ese bastardo!

‡ ‡ ‡

Wrath cruzó los brazos y se apoyó contra la pared del salón. Los hermanos se agruparon a su alrededor, esperando a que él hablara.

Tohr había venido, aunque desde que había atravesado el umbral con Vishous había evitado mirar a Wrath a los ojos.

Bien, pensó Wrath. Haremos esto en público.

—Hermanos, tenemos dos asuntos que atender. —Miró fijamente a Tohr a la cara—. He ofendido gravemente a uno de vosotros. De acuerdo con eso, ofrezco a Tohrment un rythe.

Tohr dio un respingo y prestó atención. El resto de los hermanos estaban igual de sorprendidos. Se trataba de un acto sin precedentes, y él lo sabía. Un rythe era esencialmente un duelo, y la persona a quien se le ofrecía escogía el arma. Puños, daga, pistola, cadenas. Era una forma ritual de salvar el honor, tanto para el ofendido como para el ofensor. Ambos podían quedar purificados.

La conmoción en la habitación no había sido provocada por el acto en sí. Los miembros de la Hermandad estaban bastante familiarizados con el ritual. Dada su naturaleza agresiva, cada uno de ellos, en un momento u otro, había ofendido de muerte a alguien.

Pero Wrath, a pesar de todos sus pecados, nunca había ofrecido un rythe. Porque de acuerdo con la ley de los vampiros, cualquiera que levantara un brazo o un arma contra él podía ser condenado a muerte.

—Delante de estos testigos, quiero que me escuches —dijo en voz alta y clara—. Te absuelvo de las consecuencias. ¿Aceptas?

Tohr bajó la cabeza. Se llevó las manos a los bolsillos de sus pantalones de cuero y movió lentamente la cabeza.

—No puedo atacarte, mi señor.

—Y no puedes perdonarme, ¿no es así?

—No lo sé.

—No puedo culparte por eso. —Pero deseó que Tohr hubiera aceptado. Necesitaban un desagravio—. Te lo ofreceré de nuevo en otra ocasión.

—Y siempre me negaré.

—Así sea. —Wrath lanzó a Zsadist una mirada oscura. Ahora, acerca de tu maldita vida amorosa.

Z, que había permanecido detrás de su gemelo, dio un paso al frente.

—Si alguien se ha dado un revolcón con la hija de Darius, has sido tú, no yo. ¿Cuál es el problema ahora?

Un par de hermanos murmuraron maldiciones por debajo.

Wrath dejó los colmillos al descubierto.

—Voy a pasar eso por alto, Z. Pero sólo porque sé cuánto te gusta que te golpeen, y no estoy de humor para hacerte feliz. —Se irguió, por si acaso el hermano se abalanzaba contra él—. Quiero que acabes con ese asunto de las prostitutas. O por lo menos, haz limpieza cuando termines.

—¿De qué estás hablando?

—No necesitamos ese tipo de publicidad.

Zsadist se giró a mirar a Phury, que dijo:

—Los cadáveres. La policía los ha encontrado.

—¿Qué cadáveres?

Wrath sacudió la cabeza.

—¡Por Dios, Z! ¿Crees que los policías van a pasar por alto dos mujeres desangradas en un callejón?

Zsadist avanzó, acercándose tanto que sus pectorales se tocaron.

—¡No sé una mierda de todo eso! ¡Huéleme! ¡Estoy diciendo la verdad!

Wrath respiró profundamente. Captó el aroma de la indignación, un tufillo picante en la nariz como si alguien le hubiera rociado ambientador de limón. Pero no había ansiedad, ni ningún subterfugio emocional.

El problema era que Z no sólo era un asesino de alma negra, sino también un mentiroso muy hábil.

—Te conozco demasiado bien —dijo Wrath suavemente—, para creer una palabra de lo que dices.

Z empezó a gruñir, y Phury se movió rápido, envolviendo un grueso brazo alrededor del cuello de su gemelo y arrastrándolo hacia atrás.

—Tranquilo, Z —dijo Phury.

Zsadist aferró la muñeca de su hermano y se soltó de un tirón. Estaba púrpura de odio.

—Uno de estos días, mi señor, voy a…

Un ruido parecido a una bala de cañón contra un muro lo interrumpió.

Alguien estaba propinando furiosos golpes a la puerta principal.

Los hermanos salieron del salón y fueron en grupo al vestíbulo. Sus pesados pasos se vieron acompañados por el sonido de las armas siendo desenfundadas y amartilladas.

Wrath miró el monitor de vídeo instalado en la pared. Cuando vio a Beth en brazos del policía, se le cortó la respiración. Abrió de golpe la puerta y aferró su cuerpo cuando el hombre entró apresuradamente.

Ha sucedido, pensó. Su transición había comenzado. Notó cómo el policía temblaba de ira cuando el cuerpo de Beth cambió de brazos.

—¡Maldito hijo de perra! ¿Cómo pudiste hacerle esto?

Wrath no se molestó en responder. Acunando a Beth entre sus brazos, pasó a grandes zancadas a través del grupo de hermanos. Pudo sentir su estupefacción, pero no podía detenerse a dar explicaciones.

—Nadie excepto yo matará al humano —ladró—. Y él no saldrá de esta casa hasta que yo vuelva.

Wrath se apresuró a entrar en el salón. Empujó el cuadro hacia un lado, y corrió escaleras abajo tan rápido como pudo. El tiempo era esencial.

Butch observó al traficante de drogas desaparecer con Beth, su cabeza oscilaba a medida que se alejaba y su cabello parecía tan sedoso estandarte arrastrándose tras ellos.

Durante un momento, se quedó completamente inmóvil, atrapado entre la necesidad de gritar o llorar.

¡Qué desperdicio! ¡Qué horrible desperdicio!

Luego escuchó cómo la puerta se cerraba detrás de él. Y se dio cuenta de que estaba rodeado de cinco de los bastardos más perversos y enormes que había visto jamás.

Una mano aterrizó en su hombro como un yunque.

—¿Te gustaría quedarte a cenar?

Butch alzó la vista. El sujeto llevaba puesta una gorra de béisbol y tenía la cara surcada por un tatuaje.

—¿Te gustaría ser la cena? —dijo otro que parecía una especie de modelo.

La ira invadió de nuevo al detective, tensando sus músculos, dilatando sus huesos.

¿Estos chicos quieren jugar?, pensó. Bien. Vamos a bailar.

Para demostrar que no tenía miedo, miró a cada uno directamente a los ojos. Primero a los dos que habían hablado, después a uno relativamente normal colocado detrás de ellos y a otro sujeto con una estrafalaria melena, la clase de cabello por el que las mujeres pagarían cientos de dólares en cualquier salón de belleza.

Y luego estaba el último hombre.

Butch observó atentamente su cara llena de cicatrices. Unos ojos negros le devolvieron la mirada.

Con este tipo, pensó, hay que tener cuidado.

Con un movimiento intencionado, se liberó de la sujeción en el hombro.

—Decidme algo, chicos —pronunció lentamente las palabras—. ¿Usáis todo ese cuero para excitares mutuamente? Quiero decir, ¿a todos os gustan los penes?

Butch fue lanzado contra la puerta con tanta fuerza que sus muelas crujieron.

El modelo acercó su cara perfecta a la del detective.

—Si fuera tú, yo tendría cuidado con mi boca.

—¿Para qué molestarme si tú ya te preocupas por ella? ¿Ahora vas a besarme?

Un gruñido extraño salió de la garganta de aquel sujeto.

—Está bien, está bien. —El que parecía más normal avanzó unos pasos—. Retrocede, Rhage. Vamos a relajarnos un poco. —Pasó un minuto antes de que el figurín lo soltara—. Eso es. Tranquilicémonos —murmuró el señor Normal, dándole unas palmaditas en la espalda a su amigo antes de mirar a Butch.

—Hazte un favor y cierra la boca.

Butch se encogió de hombros.

—El Rubito se muere por ponerme las manos encima. No puedo evitarlo.

Rhage se dirigió a Butch de nuevo, mientras el señor normal ponía los ojos en blanco, dejando librea su amigo para actuar.

El puñetazo que le llegó a la altura de la mandíbula lanzó la cabeza de Butch hacia un lado. Al sentir el dolor, el detective dejó volar su propia ira. El temor por Beth, el odio reprimido por aquellos malvados, la frustración por su trabajo, todo encontró salida. Se abalanzó sobre el hombre, más grande que él y lo derribó.

El sujeto se sorprendió momentáneamente, como si no hubiera esperado la velocidad y fuerza de Butch, y este aprovechó la vacilación. Golpeó al Rubito en la boca, y luego lo sujetó por el cuello.

Un segundo después, Butch se encontró acostado sobre su espalda con aquel hombre sentado sobre su pecho.

El tipo agarró la cara de Butch entre sus manos y apretó. Era casi imposible respirar, y Butch resollaba buscando aire.

—Tal vez encuentre a tu esposa —dijo el tipo—, y la folle un par de veces. ¿Qué te parece?

—No tengo esposa.

—Entonces voy a follarme a tu novia. Butch trató de tomar un poco de aire. —Tampoco tengo novia.

—Así que si las hembras no quieren saber nada de ti, ¿qué te hace pensar que yo sí?

—Esperaba que te enfadaras.

Los enormes ojos azul eléctrico se entrecerraron.

Tienen que ser lentes de contacto, pensó Butch. Nadie tiene los ojos de ese color.

—¿Y por qué querías que me enfadara? —preguntó el Rubito.

—Si yo atacaba primero… —Butch trató de meter más aire en sus pulmones—, tus muchachos no nos habrían dejado pelear. Me habrían matado primero, antes de poder tener una oportunidad contigo.

Rhage aflojó un poco la opresión y se rio mientras despojaba a Butch de su cartera, las llaves y el teléfono.

—¿Sabéis? Me agrada un poco este grandullón —dijo el tipo.

Alguien se aclaró la garganta.

El Rubito se puso de pie, y Butch rodó sobre sí mismo, jadeando. Cuando levantó la vista, le pareció que sufría alucinaciones.

De pie en el vestíbulo había un pequeño anciano vestido de librea, sosteniendo una bandeja de plata.

—Disculpen, caballeros. La cena estará lista en unos quince minutos.

—Oye, ¿son esas las crepes de espinaca que me gustan tanto? —preguntó el Rubito, señalando a la bandeja.

—Sí, señor.

—Una delicia.

Los demás hombres se agruparon alrededor del mayordomo, cogiendo lo que les ofrecía, junto a unas servilletas, como si no quisiera que cayera nada al suelo.

¿Qué diablos era eso?

—¿Puedo pedirles un favor? —preguntó el mayordomo.

El señor Normal asintió vigorosamente.

—Trae otra bandeja de estas delicias y mataremos a quien tú quieras.

Si, imagino que el tipo en realidad no era normal. Sólo relativamente.

El mayordomo sonrió como si se sintiera conmovido.

—Si van a desangrar al humano, ¿tendrían la amabilidad de hacerlo en el patio trasero?

—No hay problema. —El señor Normal se introdujo otra crepe en la boca—. Maldición, Rhage, tienes razón: son deliciosas.