25

Beth observó con estupor cómo Wrath se alejaba con una indiferencia absoluta. Le dio la sensación de que le importaba un rábano si ella cenaba con él o no.

Si no estuviese reflexionando todavía sobre la conveniencia de aquella cita, se habría sentido totalmente insultada. Él la había invitado a cenar. ¿Entonces por qué se había mostrado tan contrariado cuándo ella había aparecido? Estuvo tentada de volver sobre sus pasos y salir a todo correr de aquella casa.

Pero lo siguió hasta el comedor porque le pareció que no tenía elección. Había tantas cosas que quería saber, cosas que sólo él podría explicarle. Aunque si tuviera otra forma de obtener la información que necesitaba preguntando a cualquier otra persona, no estaría allí.

A medida que avanzaba delante de ella, se concentró en su nuca, intentando ignorar su enérgica zancada. Pero no pudo sustraerse a sus poderosos movimientos. Él caminaba con una desenvoltura que hacía que sus hombros se agitaran a cada paso bajo su elegante chaqueta. Mientras sus brazos se balanceaban, ella sabía que sus muslos se contraían y relajaban. Lo imaginó desnudo, con los músculos endureciéndose bajo su piel.

La voz de Butch resonó en su cabeza: «Un hombre como ese lleva el asesinato en la sangre. Forma parte de su naturaleza».

Sin embargo, la noche anterior Wrath le había pedido que se marchara cuando consideró que era un peligro para ella.

Se dijo a sí misma que tenía que olvidarse de tratar de conciliar todas aquellas contradicciones. Todas sus cavilaciones eran tan inútiles como intentar adivinar el futuro en las hojas de té. Necesitaba seguir su instinto, y este le decía que Wrath era la única ayuda que tenía.

Al entrar en el comedor, la hermosa mesa puesta para ellos fue una agradable sorpresa. Había un centro de narcisos y orquídeas, candelabros de marfil, y la porcelana y la plata relucían con todo su esplendor.

Wrath se dio la vuelta y retiró una silla, esperando que ella se sentara.

¡Dios, estaba fantástico con aquel traje! Por la abertura de la camisa asomaba su cuello, y la seda negra hacía que su piel pareciera bronceada. Era una pena que estuviera de tan mal humor. Su rostro parecía tan poco amistoso como su temperamento, y con el cabello peinado hacia atrás, su mandíbula resaltaba todavía más su agresividad.

Algo lo había puesto así. Algo muy grave.

Justo el hombre para la cita perfecta, pensó ella. Un vampiro iracundo con modales de gañán.

Se acercó con cautela. Cuando deslizó el asiento para que ella se sentara, hubiera podido jurar que él se había inclinado e inhalado profundamente el perfume de su cabello.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó él, sentándose a la cabecera de la mesa. Ante su silencio, él enarcó una ceja, que sobresalió de la montura de sus gafas de sol.

—¿Ha tardado Fritz en convencerte de que vinieras?

Para entretenerse en algo, ella cogió la servilleta y la desplegó en su regazo.

—No ha sido nada de eso.

—Entonces, ¿qué ha sucedido?

—Butch nos siguió. Tuvimos que esperar hasta que logramos despistarlo.

Ella se percató de que el aire alrededor de Wrath se oscurecía, como si su enfado absorbiera la luz directamente.

Fritz entró con dos pequeños platos de ensalada. Los puso sobre la mesa.

—¿Vino? —preguntó.

Wrath asintió con la cabeza.

Una vez que el mayordomo terminó de servir el vino y salió, ella agarró un pesado tenedor de plata, obligándose a comer.

—¿Y ahora por qué te doy miedo? —La voz de Wrath era sardónica, como si se burlara de sus temores.

Ella pinchó la ensalada.

—Hmm. ¿Podría ser porque parece como si quisieras estrangular a alguien?

—De nuevo has entrado en esta casa asustada. Antes de que me vieras, ya estabas muerta de miedo. Quiero saber por qué.

Ella no apartó la vista del plato.

—Tal vez alguien me recordó que anoche casi matas a un amigo mío.

—¡Cristo, ya basta con eso!

—Has sido tú quien ha preguntado —respondió ella—. No te enfades si no te gusta mi respuesta.

Wrath se limpió la boca con impaciencia.

—Pero al final no lo maté, ¿no es así?

—Sólo porque yo te detuve.

—¿Y eso te molesta? A la mayoría de las personas les encanta ser héroes.

Ella soltó su tenedor.

—¿Sabes una cosa? No quiero estar aquí contigo.

Él siguió comiendo.

—¿Entonces por qué has venido?

—¡Porque tú me pediste que viniera!

—Créeme, puedo aceptar una negativa —afirmó, como si ella no le preocupara en absoluto.

—Ha sido un tremendo error.

—Ella colocó su servilleta al lado del plato mientras se levantaba. Él soltó una maldición.

—Siéntate.

—No me des órdenes.

—Permíteme que enmiende eso. Siéntate y cállate.

Ella lo miró sorprendida.

—¡Tú, arrogante cabrón…!

—No eres la primera que me llama así esta noche, muchas gracias.

El mayordomo escogió ese momento para entrar con unos pastelillos calientes.

Ella miró con fiereza a Wrath y tendió una mano, fingiendo que sólo intentaba alcanzar la botella de vino. No iba a marcharse delante de Fritz. Además, de repente, sintió ganas de quedarse. Así podría gritarle a Wrath un poco más.

Cuándo estuvieron solos de nuevo, ella siseó:

—¿Qué pretendes conseguir hablándome así?

Él tomó un último bocado de ensalada, puso el tenedor en el borde del plato y se limpió con la servilleta, dándose ligeros toquecillos en las comisuras de los labios. Como si lo hubiera aprendido en el manual de etiqueta de la mismísima Emily Post.

—Vamos a aclarar una cosa —dijo—. Tú me necesitas. Así que olvídate ya de lo que pude haberle hecho a ese policía. Tu buen compañero Butch todavía camina sobre la tierra, ¿no es así? Entonces, ¿cuál es el problema?

Beth lo miró fijamente, intentando leer en su mirada a través de sus gafas, buscando un poco de suavidad, algo a lo que ella pudiera conectarse. Pero aquellas gafas oscuras eran una barrera infranqueable, y los duros rasgos de su cara no le revelaron ningún indicio.

—¿Cómo puede significar la vida tan poco para ti? —le preguntó ella en voz alta.

Él le dirigió una fría sonrisa.

—¿Cómo puede significar la muerte tanto para ti?

Beth se apoyó en el respaldo de la silla, sobrecogida por su presencia.

¡No puedo creer que hubiera hecho el amor con él! ¡No!, se corrigió, ¡qué hubiera tenido sexo con él!

Aquel hombre era absolutamente insensible.

De repente, sintió que un dolor sordo se instalaba en su corazón, y no era a causa de la dureza que estaba mostrando con ella, sino porque se sentía defraudada. Realmente, había deseado que fuera diferente a lo que, en aquel momento, aparentaba. Había querido creer que aquellos arrebatos de calidez que le había mostrado formaban parte de él en la misma medida que su lado violento. Puso su mano sobre el pecho, intentando alejar aquel dolor.

—Quisiera marcharme, si no te importa.

Un largo silencio se abrió paso entre ellos.

—¡Ah, diablos…! —murmuró él, respirando lentamente—. ¡Esto no está bien!

—No, no lo está.

—Pensé que te merecías… No sé. Una cita. O algo…, algo normal. —Se rio con rudeza mientras ella lo miraba con sorpresa—. Una idea estúpida. Ya lo sé. Debería dedicarme a aquello en lo que soy experto. Estaría más cómodo enseñándote a matar.

Bajo su feroz orgullo, ella vislumbró que, en el fondo, había algo más. ¿Inseguridad? No, no era eso. Con él se trataría, naturalmente, de algo más intenso. Autodesprecio.

Fritz volvió para recoger los platos de la ensalada, reapareciendo de inmediato con la sopa. Era una vichvssoise fría.

Curioso, pensó ella distraídamente. Generalmente, la sopa se servía primero, y luego la ensalada, ¿o no? Seguramente los vampiros tenían muchas costumbres diferentes. Como poseer más de una mujer.

Sintió que su estómago daba un vuelco. No quería pensar en eso. Se negaba a hacerlo.

—Mira, quiero que sepas… —dijo Wrath mientras levantaba su cuchara—, que yo lucho para protegerme, no porque sienta placer asesinando. Pero he matado a miles de personas. A miles, Beth. ¿Entiendes? Así que, si pretendes que no me sienta cómodo ante la muerte, estás equivocada. No puedo hacer eso por ti. Simplemente, no puedo.

—¿Miles? —masculló ella agobiada.

Él asintió.

—Y en nombre de Dios, ¿contra quién luchas?

—Bastardos que te matarían tan pronto como pases por la transición.

—¿Cazadores de vampiros?

—Restrictores. Humanos que han vendido sus almas al Omega a cambio de un reino de terror libre.

—¿Quién, o qué, es el Omega?

—Cuando ella pronunció la palabra, las velas parpadearon furiosamente, como atormentadas por manos invisibles.

Wrath dudó. Realmente parecía incómodo hablando de aquel asunto. Él, que no le tenía miedo a nada.

—¿Quieres decir el demonio? —insistió ella.

—Peor aún. No puedes compararlos. Uno es simplemente una metáfora. El otro es real, muy real. Afortunadamente, el Omega tiene una oponente, la Virgen Escribana. —Sonrió irónicamente——. Bien, quizás afortunadamente sea una palabra demasiado fuerte. Pero existe un equilibrio.

—Dios y Lucifer.

—Podría ser, si utilizamos tu vocabulario. Nuestra leyenda dice que los vampiros fueron creados por la Virgen Escribana como su único legado, como sus nidos escogidos. El Omega se resintió por la capacidad de ella de generar vida y despreció los poderes especiales que le había otorgado a la raza vampírica. La Sociedad Restrictora fue su respuesta. Utiliza a los humanos porque es incapaz de procrear y además son una fuente de agresividad disponible de inmediato.

Esto es simplemente demasiado extraño, pensó ella.

Intercambio de almas. Inmortalidad. Esas cosas no existían en el mundo real. Aunque, pensándolo bien, ella estaba cenando con un vampiro. ¿Cómo podía pensar que todo lo que estaba oyendo era imposible?

Pensó en el hermosísimo hombre rubio que había visto cosiéndose a sí mismo.

—Tienes compañeros que luchan contigo, ¿verdad?

—Mis hermanos. —Bebió un sorbo de su copa de vino. Tan pronto como los vampiros reconocieron que estaban amenazados, escogieron a los machos más fuertes y poderosos. Los entrenaron para luchar y enfrentarse a los restrictores. Después, esos guerreros procrearon con las hembras más fuertes durante varias generaciones, hasta que surgió una subespecie de vampiros. Los más poderosos de esta clase fueron instruidos para formar parte de la Hermandad de la Daga Negra.

—¿Sois hermanos de sangre?

Él sonrió forzadamente.

—Podría decirse que sí.

Su rostro se puso serio, como si fuera un asunto privado. Ella notó que no le diría nada más sobre la Hermandad, pero todavía sentía curiosidad sobre la guerra que estaban librando, sobre todo porque ella estaba a punto de convertirse en uno de aquellos que necesitaban de su protección.

—Entonces, tú matas humanos.

—Sí, aunque ya están técnicamente muertos. Para darles a sus luchadores la longevidad y la fuerza necesaria para combatirnos, el Omega tiene que despojarlos de sus almas. —Sus severas facciones dejaron entrever un atisbo de repugnancia—. Aunque tener alma no ha evitado que los humanos nos persigan.

—A ti no te gustan…, no te gustamos nosotros, ¿verdad?

—En primer lugar, la mitad de la sangre que corre por tus venas procede de tu padre. Y en segundo, ¿por qué habrían de gustarme los humanos? Me maltrataron y repudiaron antes de mi transición, y la única razón por la que no me fastidian ahora es porque se mueren de miedo al verme. Y si se llegara a saber que existen los vampiros, nos perseguirían aunque no pertenecieran a la Sociedad. Cuando los humanos se sienten amenazados por algo que no controlan, su respuesta es luchar. Pero son unos bravucones, se aprovechan del débil y se inclinan ante el fuerte. —Wrath sacudió la cabeza—. Además, me irritan. ¿Has visto cómo aparece retratada nuestra especie en su folklore? Mira a Drácula, por el amor de Dios, un maligno chupasangre que acecha a los indefensos. También hay películas de serie B y porno. Por no mencionar esa mascarada de Halloween. Colmillos de plástico y capas negras. Las únicas cosas que han reflejado correctamente esos idiotas son que bebemos sangre, que no podemos salir a la luz del día. El resto es pura mierda, inventada para alienarnos e infundir miedo a las masas. O algo peor y ofensivo: la ficción se utiliza para idear una especie de mística para humanos aburridos que piensan que el lado oscuro es un lugar divertido para visitar.

—Pero tú realmente no nos cazas, ¿verdad?

—No uses esa palabra. Son ellos, Beth. No nosotros. Tú no eres completamente humana ahora mismo, y muy pronto carecerás de toda parte humana. —Hizo una pausa—. Y no, yo no los cazo. Pero si se interponen en mi camino, se verán en un serio problema.

Ella reflexionó durante unos instantes sobre lo que él acababa de decir, tratando de ignorar el pánico que la invadía cada vez que pensaba en la transición que, supuestamente, estaba a punto de atravesar.

—Cuando atacaste a Butch así… Seguramente él no es un…, cómo se dice…, un restrictor.

—Él trató de alejarme de ti. —Wrath apretó la mandíbula—. Aplastaré a todo el que lo haga, sea o no tu amante. Si lo hace de nuevo…

—Me prometiste que no lo matarías.

—No lo mataré. Pero no voy a ser suave con él.

Ella pensó que era mejor poner al Duro sobre aviso.

—¿Por qué no comes? —preguntó Wrath—. Necesitas alimentarte.

Ella miró hacia abajo. ¿Comida? ¿Su vida se había convertido, de la noche a la mañana, en una novela de Stephen King, y él se preocupaba por su dieta?

—Come. —Inclinó la cabeza hacia su plato—. Debes estar lo más fuerte posible para el cambio.

Beth levantó su cuchara, sólo para que él no continuara con la monserga. La sopa le supo a pegamento, aunque imaginó que estaba bien preparada y perfectamente sazonada.

—Tú vas armado ahora mismo, ¿no es así? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Alguna vez abandonas tus armas?

—No.

—Pero cuando estábamos… —Cerró la boca antes de que las palabras «haciendo el amor» salieran de ella.

Él se inclinó.

—Siempre tengo algo a mi alcance, incluso cuando te poseo.

Beth tragó otra cucharada de sopa.

Ardientes pensamientos entraron en conflicto con la horrible sensación de que o bien era un paranoico, o el mal verdaderamente siempre acechaba.

¡Y demonios!, Wrath era muchas cosas. Pero no le parecía precisamente un tipo histérico.

Hubo un largo silencio entre ellos, hasta que Fritz se llevó los platos de sopa y trajo el cordero. Ella notó que la carne de Wrath había sido cortada en pedazos del tamaño de un bocado.

Qué extraño, pensó.

—Después de la cena quiero mostrarte algo. —Él cogió su tenedor e hizo un par de intentos para pinchar la carne.

Y fue entonces cuando ella comprendió que ni siquiera se molestaba en mirar hacia su plato. Tenía la mirada fija en un punto debajo de la mesa.

Un escalofrío la atravesó. Había algo muy raro. Miró cuidadosamente las gafas de sol que él llevaba. Recordó las yemas de sus dedos buscando su rostro aquella primera noche que estuvieron juntos, como si hubiera intentando ver sus rasgos a través del tacto. Y empezó a pensar que tal vez él no llevaba aquellas gafas para protegerse de la luz, sino para tapar sus ojos.

—Wrath… —dijo ella suavemente.

Él extendió el brazo para alcanzar su copa de vino, sin errar su mano alrededor de esta hasta que notó el tacto del cristal.

—¿Qué?

Se llevó la copa a los labios, pero volvió a ponerla en la mesa.

—Fritz. Necesitamos el tinto.

—Aquí está, amo. —El mayordomo entró con otra botella—. ¿Ama?

—Ah, sí, gracias.

Cuando la puerta de la cocina se cerró, Wrath dijo:

—¿Quieres preguntarme algo más?

Ella se aclaró la garganta. Hacía un instante estaba desesperada por encontrar una debilidad en él, y ahora la invadía la absoluta certeza de que era ciego.

Si fuera inteligente, cosa que era seriamente discutible, le habría hecho la lista de preguntas que había confeccionado y luego se habría ido a casa.

—¿Beth?

—Sí…, eh, ¿entonces es verdad que tú no puedes salir durante el día?

—Los vampiros no soportan la luz del sol.

—¿Qué les sucede?

—Inmediatamente su cuerpo se cubre con quemaduras de segundo y tercer grado por la exposición al sol. Poco después ocurre la incineración. El sol no es algo con lo que se pueda jugar.

—Pero yo puedo salir.

—Tú no has sufrido todavía el cambio. Aunque, ¿quién sabe? A lo mejor, incluso después podrías ser capaz de tolerar la luz. Las personas que tienen un padre humano pueden responder de forma diferente. Las peculiaridades propias de los vampiros pueden diluirse. —Tomó un trago de su copa, lamiéndose los labios—. Pero tú no, tú vas a pasar por la transición, la sangre de Darius corre fuertemente por tus venas.

—¿Con qué frecuencia tendré que… alimentarme?

—Al principio, bastante a menudo. Quizás dos o tres veces al mes. Aunque, como te he dicho, no hay manera de saberlo.

—Después de que me ayudes la primera vez, ¿cómo podré encontrar un hombre del que pueda beber…?

El gruñido de Wrath la interrumpió. Cuando levantó la vista, se sobrecogió. Estaba molesto de nuevo.

—Yo me encargaré de encontrarte a alguien —dijo él con un acento más marcado de lo usual—. Hasta entonces, me utilizarás a mí.

—Espero que eso sea pronto —murmuró, pensando que él no parecía muy feliz de estar junto a ella.

Él frunció los labios mientras la miraba.

—¿Tan impaciente estás por encontrar a alguien más?

—No, sólo pensé que…

—¿Qué? ¿Pensaste qué? —Su tono era duro, tan duro como la mirada fija que podía adivinar tras las gafas.

Quería decirle que le parecía, con toda claridad, que él no tenía ni el más mínimo deseo de permanecer a su lado, pero le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas. El rechazo la hería, aunque trataba de convencerse de que, sin duda, estaría mejor sin él.

—Yo…, eh… Tohr dijo que tú eras el rey de los vampiros. Supongo que eso te mantendrá ocupado.

—Mi compañero tendrá que aprender a cerrar la boca.

—¿Es verdad? ¿Tú eres el rey?

—¡No! —dijo él bruscamente.

Bueno, si eso no era un portazo en la cara…

—¿Estás casado? Quiero decir, ¿tienes una compañera? ¿O dos? —añadió rápidamente, imaginando que bien podía soltar todas sus dudas.

El mal humor volvía a planear sobre él. No creía que pudiera empeorarlo.

—¡Por Cristo! ¡No!

Hasta cierto punto, aquella respuesta fue un alivio, aunque estaba claro lo que él pensaba de las relaciones.

Ella tomó un sorbo de vino.

—¿No hay ninguna mujer en tu vida?

—No.

—Entonces, ¿de quién te alimentas? —Largo silencio nada prometedor.

—Hubo alguien.

—¿Hubo?

—Hubo.

—¿Hasta cuándo?

—Recientemente. —Se encogió de hombros—. Nunca estuvimos juntos. Éramos una mala pareja.

—¿A quién acudes ahora?

—Dios, eres periodista hasta cuando no trabajas, ¿no es así?

—¿A quién? —insistió ella.

Él la miró durante un largo instante. Y luego su semblante se transformó, relajando un poco la agresividad que había mostrado hasta entonces. Apoyó suavemente el tenedor en su plato Y colocó la otra mano en la mesa con la palma hacia arriba.

—¡Ah, diablos!

A pesar de su maldición, de repente, el aire pareció menos denso.

Al principio, ella no confió en aquel cambio de humor, pero entonces él se quitó las gafas y se frotó los ojos. Cuando se volvió a poner las gafas, ella notó que su pecho se ensanchaba, como si estuviera reuniendo fuerzas.

—¡Dios, Beth!, creo que quería que fueras tú, a pesar de que no voy a estar cerca mucho tiempo después de tu transición. —Sacudió la cabeza—. ¡Soy un estúpido hijo de perra!

Beth parpadeó, sintiendo una especie de calor sexual pensando que él bebería su sangre para sobrevivir.

—Pero no te preocupes —dijo él—. Eso no va a pasar. Y pronto te encontraré otro macho.

Alejó su plato, sin apenas probar el cordero.

—¿Cuándo fue la última vez que te alimentaste? —preguntó ella, pensando en el poderoso deseo contra el que le había visto luchar.

—Anoche.

Una opresión en el pecho le hizo sentirse como si sus pulmones estuvieran bloqueados.

—Pero no me mordiste.

—Fue después de que te fueras.

Ella lo imaginó con otra mujer en sus brazos. Cuando intentó alcanzar la copa de vino, la mano le temblaba.

Estupendo.

Sus emociones se sucedían unas a otras de una forma vertiginosa esa noche. Había estado aterrada, enfadada, locamente celosa.

Se preguntó cuál sería la siguiente.

Y tuvo el pleno convencimiento de que no se trataría, precisamente, de la felicidad.