19

Butch bebió su primer escocés de un trago. Gran error. Tenía la garganta inflamada y sintió como si hubiera besado una antorcha. Tan pronto como dejó de toser, le pidió otro a Abby.

—La encontraremos —dijo José, dejando su cerveza sobre la mesa.

José estaba bebiendo con moderación, ya que tenía que volver a casa con su familia. Pero Butch era libre de hacer lo que le diese la gana.

José jugaba con su vaso, haciéndolo girar en círculos sobre la barra.

—No debes culparte, detective. Butch rio y tragó el segundo escocés.

—Ya. Es enorme la lista de personas que estaban en el coche con el sospechoso. —Alzó un dedo para llamar la atención de Abby—. Vuelve a llenarlo.

—Al momento. —Se contoneó, acercándose de inmediato con el whisky, sonriéndole mientras llenaba su vaso.

José se revolvió en su taburete, como si no aprobara la velocidad a la que Butch apuraba sus copas y el esfuerzo por no decir nada le hiciera retorcerse.

Cuando Abby se marchó para atender a otro cliente, Butch se giró para mirar a José.

—Esta noche voy a ponerme bastante desagradable. No deberías quedarte por aquí.

Su compañero se metió unos cacahuetes a la boca.

—No voy a dejarte aquí.

—Ya tomaré un taxi para volver a casa.

—No. Me quedaré hasta que pierdas el sentido. Luego te arrastraré de vuelta a tu apartamento. Te veré vomitar durante una hora y te meteré en la cama. Antes de irme dejaré la cafetera lista y una aspirina junto al azucarero.

—No tengo azucarero.

—Entonces junto a la bolsa. Butch sonrió.

—Habrías sido una excelente esposa, José.

—Eso es lo que dice la mía.

Guardaron silencio hasta que Abby llenó el cuarto vaso.

—Las estrellas arrojadizas que le quité a ese sospechoso —dijo Butch—, ¿has averiguado algo sobre ellas?

—Son iguales a las que encontramos en el coche bomba y junto al cuerpo de Cherry. Las llaman tifones. Casi cien gramos de acero inoxidable de buena calidad. Diez centímetros de diámetro. Peso central desmontable. Se pueden comprar por Internet por unos doce dólares cada una o en las academias de artes marciales. Y no, no tenían huellas.

—¿Las otras armas?

—Un extraordinario juego de cuchillos. Los chicos del laboratorio se quedaron fascinados con ellos. Aleación metálica, dureza de diamante, hermosa factura. Fabricante inidentificable. La pistola era una Beretta estándar de nueve milímetros, modelo 92G-SD. Muy bien cuidada y, evidentemente, con el número de serie borrado. Las balas sí que son extrañas. Nunca había visto algo así. Huecas, llenas de un líquido que están analizando. Los chicos piensan que es sólo agua. ¿Pero por qué haría alguien algo así?

—Tiene que ser una broma.

—Ajá.

—Y no hay huellas.

—No.

—¿En ningún objeto?

—No. —José se acabó los cacahuetes e hizo una seña con la mano para pedir más a Abby—. Ese sospechoso es hábil. Trabaja limpiamente. Un verdadero profesional. ¿Quieres apostar a que ya está muy lejos de aquí? No parece ser oriundo de Caldwell.

—Dime que mientras y o perdía el tiempo haciéndome examinar por los médicos contrastaste los datos con la policía de Nueva York.

Abby llegó con más frutos secos y whisky.

—Balística está analizando el arma, para ver si tiene algún rasgo poco común —dijo José sin alterar la voz—. Estamos investigando el dinero por si está caliente. A primera hora de la mañana daremos a los chicos de Nueva York lo que tenemos, pero no será mucho.

Butch soltó una maldición mientras veía llenar el vaso.

—Si algo le sucede a Beth… —No terminó la frase.

—Los encontraremos. —José hizo una pausa—. Y que Dios tenga piedad de él si le hace daño.

Sí, Butch personalmente iría detrás de aquel individuo.

—Que Dios lo ayude —juró, aferrando su vaso para dar otro trago.

‡ ‡ ‡

Wrath se sentía agotado cuando se sentó en el sillón, esperando a que Beth hablara de nuevo. Sentía el cuerpo como si se hundiera en sí mismo, los huesos débiles bajo la carga de piel y músculos.

Al hacer memoria de la escena en el callejón de la comisaría, se percató de que no había borrado la memoria del policía. Lo cual significaba que aquel hombre andaría buscándolo con una descripción exacta.

¡Maldita sea!

Había estado tan absorto en todo aquel maldito drama que había olvidado protegerse. Se estaba volviendo descuidado. Y eso resultaba extremadamente peligroso.

—¿Cómo supiste lo de los orgasmos? —preguntó Beth con brusquedad.

Él se puso rígido, igual que su pene, sólo con escuchar esa palabra de sus labios. Se revolvió en su asiento inquieto, preguntándose si podía evitar responderle. En aquel momento, no quería hablar sobre su encuentro sexual de la noche anterior, al menos mientras ella estuviera en esa cama, a tan escasa distancia.

Pensó en su piel. Suave. Delicada. Cálida.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó de nuevo.

—Es verdad, ¿no?

—Sí —susurró ella—. ¿Fue diferente contigo porque no eres…, porque eres un…? ¡Diablos, ni siquiera puedo pronunciar esa palabra!

—Tal vez. —Juntó las palmas de sus manos con las de ella, entrelazando los dedos con fuerza—. No lo sé.

Porque para él también había sido diferente, a pesar de que, técnicamente, ella todavía era humana.

—Él no es mi amante… Butch, el policía… No lo es.

Wrath respiró lentamente.

—Me alegro.

—Así que si lo vuelves a ver, no lo mates.

—De acuerdo.

Hubo un largo silencio. La ovó revolverse en la cama. Las sábanas de satén emitían un susurro peculiar.

Imaginó sus muslos frotándose uno contra otro, y luego se vio a sí mismo abriéndolos con las manos, apartándolos con la cabeza, abriéndose camino a besos hasta donde tan desesperadamente quería llegar.

Tragó saliva, sintiendo que su piel se estremecía.

—¿Wrath?

—¿Sí?

—En realidad no tenías previsto acostarte conmigo anoche, ¿no es cierto?

Las difusas imágenes de aquel tórrido encuentro le obligaron a cerrar los ojos.

—¿Entonces por qué lo hiciste?

¿Cómo hubiera podido no hacerlo?, pensó él, apretando las mandíbulas. No había podido dominarse.

—¿Wrath?

—Porque tuve que hacerlo —replicó él, extendiendo los brazos, tratando de tranquilizarse.

El corazón se le salía del pecho, sus instintos volvían a la vida, como preparándose para la batalla. Podía escuchar la respiración de la mujer, el latido de su corazón, el fluir de su sangre.

—¿Por qué? —susurró ella. Tenía que marcharse. Debía dejarla sola—. Dime por qué.

—Hiciste que me diera cuenta de la frialdad que llevo en mi interior.

El sonido de otro movimiento en la cama llegó a su oído.

—Me gustó mucho darte calor… —dijo ella con voz ronca—. Y sentirte.

Un oscuro deseo hizo estremecer las entrañas del vampiro, dando un vuelco a su estómago.

Wrath contuvo la respiración. Esperó a ver si pasaba, pero la mordiente sensación se hizo más fuerte.

¡Mierda, esa pecaminosa necesidad no era sólo de sexo! Era de sangre. La de ella.

Se puso de pie rápidamente y trató de establecer una distancia mayor entre ambos. Necesitaba salir de allí. Recorrer las calles. Luchar.

Y necesitaba alimentarse.

—Escucha, tengo que irme. Pero quiero que te quedes aquí.

—No te vayas.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

Abrió la boca, sus colmillos palpitaban a medida que se alargaban.

Y sus dientes no eran lo único que pedía ser utilizado. Su erección era un mástil rígido Y doloroso presionando contra su bragueta. Se sintió oprimido entre las dos necesidades. Sexo. Sangre. Ambas con ella.

—¿Estás huyendo? —susurró Beth.

Era una pregunta, pero había en ella un tono de burla.

—Ten cuidado, Beth.

—¿Por qué?

—Estoy a punto de estallar.

Ella saltó de la cama y se acercó a él, poniéndole una mano sobre su pecho, justo encima del corazón, y enlazándolo con la otra por la cintura.

Siseó cuando ella se oprimió contra su cuerpo. Pero al menos el deseo sexual se sobrepuso al ansia de sangre.

—¿Vas a decirme que no? —preguntó ella.

—No quiero aprovecharme de ti —dijo él con los dientes apretados—. Ya tuviste suficiente por una noche.

Ella apretó los hombros.

—Estoy enfadada, asustada, confusa. Quiero hacer el amor hasta que no sienta nada, hasta quedar entumecida. Como mucho, estaría utilizándote. —Miró hacia abajo—. ¡Dios, eso ha sonado horrible!

A él le pareció música celestial. Estaba preparado para que ella le utilizara.

Le levantó la barbilla con la rema del dedo. Aunque su fragante aroma le decía exactamente lo que su cuerpo necesitaba de él, deseó poder ver su rostro con toda claridad.

—No te vayas —susurró.

Él no quería hacerlo, pero su ansia de sangre la ponía en peligro. Necesitaba estar fuerte para el cambio. Y él tenía suficiente sed como para dejarla seca.

La mano de Beth se deslizó hacia abajo hasta encontrar su erección.

Él sacudió el cuerpo bruscamente, respirando con violencia. Su jadeo quebró el silencio en la habitación.

—Tú me deseas —dijo ella—. Y quiero que me tomes.

Frotó la palma de la mano sobre su pene; el calor de la fricción le llegó con dolorosa claridad a través del cuero de sus pantalones.

Sólo sexo. Podía hacerlo. Podía aguantar el deseo de sangre. ¿Pero estaba dispuesto a dejar la vida de la mujer en manos de su autocontrol?

—No digas que no, Wrath.

Luego se puso de puntillas y presionó los labios contra los suyos.

Juego finalizado, pensó él, oprimiéndola contra sí. Empujó la lengua dentro de su boca mientras la sujetaba por las caderas y colocaba el miembro en su mano. El gemido de satisfacción de la mujer aumentó su erección, y cuando las uñas de ella se clavaron en su espalda, le fascinaron las pequeñas punzadas de dolor porque significaban que estaba tan ansiosa como él.

La tendió sobre la cama en un abrir y cerrar de ojos, y le subió la falda y rasgó las bragas con feroz impaciencia. La blusa y el sujetador no corrieron mejor suerte. Ya habría tiempo para delicadezas. Ahora se trataba de puro sexo.

Mientras besaba furiosamente sus pechos, se arrancó la camisa con las manos. La soltó el tiempo imprescindible para desabrocharse los pantalones y dejar libre su miembro. Luego en lazó con el antebrazo una de sus rodillas, le levantó la pierna, y se introdujo en su cuerpo.

La escuchó dar un grito ahogado ante la enérgica entrada, su húmeda intimidad lo acogió, vibrando en un orgasmo. Él se quedó inmóvil, absorbiendo la sensación de su éxtasis, sintiendo sus palpitaciones íntimas.

Un abrumador instinto de posesión fluyó por su cuerpo.

Con aprensión, se dio cuenta de que quería marcarla. Marcarla como suya. Quería ese olor especial sobre la totalidad de su cuerpo para que ningún otro macho se le acercara, para que supieran a quién pertenecía, y que temieran las repercusiones de querer poseerla.

Pero sabía que no tenía derecho a hacer eso. Ella no era suya.

Sintió su cuerpo inmovilizarse debajo de él, y miró hacia abajo.

—¿Wrath? —susurró ella—. Wrath, ¿qué ocurre?

El vampiro intentó apartarse, pero ella le tomó la cara con las manos.

—¿Estás bien?

La preocupación por él en su voz fue lo que desencadenó su fuerza desatada.

En una asombrosa oleada, su cuerpo saltó fuera del alcance de su mente. Antes de poder pensar en sus acciones, antes de poder detenerse, se apoyó con los brazos y arremetió contra ella, con fuerza, penetrándola. El cabezal de la cama golpeó contra la pared al ritmo de sus empujones, y ella se aferró a sus muñecas, tratando de mantenerse en su sitio.

Un sonido profundo inundó la habitación, haciéndose cada vez más fuerte, hasta que advirtió que el gruñido procedía de su propio interior. Cuando un calor febril se apoderó de toda su piel, pudo percibir esa oscura fragancia de la posesión.

Ya no fue capaz de detenerse.

Sus labios dejaron los dientes al descubierto mientras sus músculos se retorcían y sus caderas chocaban contra ella. Empapado en sudor, la cabeza dándole vueltas, frenético, sin respiración, tomó todo lo que ella le ofrecía. Lo tomó y exigió más, convirtiéndose en un animal, al igual que ella, hasta llegar al más puro salvajismo.

Su orgasmo llegó violentamente, llenándola, bombeando en su interior, en un éxtasis interminable, hasta que se dio cuenta de que ella experimentaba su propio clímax al mismo tiempo que él, mientras se aferraban el uno al otro por su vida contra desgarradoras oleadas de pasión.

Fue la unión más perfecta que nunca había experimentado.

Y luego todo se convirtió en una pesadilla.

Cuando el último estremecimiento abandonó su cuerpo pasó al de ella, en ese momento de agotamiento final, el equilibrio que había logrado mantener entre sus deseos se desniveló. Sus ansias de sangre salieron a la luz en un arrebato ruin y acuciante, tan poderoso como había sido la lujuria.

Sacó los dientes y buscó su cuello, esa vena deliciosamente próxima a la superficie de su blanca piel. Sus colmillos estaban dispuestos a clavarse profundamente, tenía la garganta seca con la sed de ella, y el intestino sufría espasmos de una inanición que le llegaba al alma. Se apartó de golpe, horrorizado por lo que estaba a punto de hacer.

Se alejó de ella, arrastrándose por la cama hasta caer al suelo sentado.

—¿Wrath? —lo llamó Beth alarmada.

—¡No!

Su sed de sangre era demasiado fuerte, no podía negar el instinto. Si se acercaba demasiado…

Gimió, tratando de tragar saliva. Sentía la garganta como el papel de lija. El sudor invadió todo su cuerpo de nuevo, pero esta vez le produjo escalofríos.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho?

Wrath se arrastró hacia atrás, el cuerpo le dolía y la piel le ardía. El olor de su sexo sobre él era como un látigo contra su autocontrol.

—Beth, déjame solo. Tengo que…

Pero ella seguía aproximándose. El cuerpo del vampiro chocó contra el sillón.

—¡Aléjate de mí! —Mostró los colmillos y siseó con fuerza—. Si te me acercas tendré que morderte, ¿entiendes?

Ella se detuvo de inmediato. El terror enturbiaba el aire a su alrededor, pero luego movió la cabeza.

—Tú no me harías daño —dijo con una convicción que le impresionó por peligrosamente ingenua.

Luchó por hablar.

—Vístete. Vete arriba. Pídele a Fritz que te lleve a casa. Enviaré a alguien que te proteja.

Ahora estaba jadeando, el dolor le desgarraba el estómago, de una forma casi tan brutal como aquella primera noche de su transición. Nunca había necesitado a Marissa de esa manera.

Jesús. ¿Qué le estaba sucediendo?

—No quiero irme.

—Tienes que hacerlo. Enviaré a alguien que cuide de ti hasta que pueda reunirme contigo.

Los muslos le temblaban, los músculos tensos luchaban contra el ansia que se había apoderado de su cuerpo. Su mente y sus necesidades físicas peleaban entre ellas, entablando una lucha sin cuartel. Y él sabía cuál saldría victoriosa si ella no se alejaba.

—Beth, por favor. Me duele. Y no sé durante cuánto tiempo podré dominarme.

Ella vaciló, y luego comenzó a vestirse a toda prisa.

Se dirigió a la puerta, pero antes de cruzarla se giró para mirarlo.

—¡Vete!

Abandonó en silencio la habitación.