17

Wrath subió por la escalera delantera de la casa de Darius. La puerta se abrió de golpe antes de que pudiera tocar el pomo de bronce.

Fritz estaba al otro lado.

—Amo, no sabía que estaba…

El doggen se quedó petrificado cuando vio a Beth.

Sí, sabes quién es, pensó Wrath. Pero tomémoslo con calma. Ella ya estaba bastante asustada.

—Fritz, quiero que conozcas a Beth Randall. —El mayordomo se quedó mirándolo—. ¿Vas a dejarnos entrar?

Fritz hizo una profunda reverencia e inclinó la cabeza.

—Por supuesto, amo. Señorita Randall, es un honor conocerla personalmente.

Beth pareció desconcertada, pero se las arregló para sonreír cuando el doggen se irguió y se apartó del umbral.

Cuando ella tendió la mano para saludarlo, Fritz dejó escapar un sonido ahogado y miró a Wrath solicitando permiso.

—Adelante —murmuró Wrath mientras cerraba la puerta principal. Nunca había podido entender las estrictas normas de los doggens.

El mayordomo extendió las manos con reverencia, cerrándolas sobre la mano de ella y bajando la frente hasta tocarlas. Pronunció unas palabras en el antiguo idioma en un sosegado arrebato.

Beth estaba asombrada. Pero no tenía manera de saber que al ofrecerle la mano le había concedido el máximo honor de su especie. Como hija de un princeps, era una aristócrata de alta cuna en su mundo.

Fritz estaría resplandeciente durante días.

—Estaremos en mi alcoba —dijo Wrath cuando el contacto se rompió.

El doggen vaciló.

—Amo, Rhage está aquí. Ha tenido un… pequeño accidente.

Wrath soltó una maldición.

—¿Dónde está?

—En el baño del piso de abajo.

—¿Aguja e hilo?

—Dentro, con él.

—¿Quién es Rhage? —preguntó Beth mientras cruzaban el vestíbulo.

Wrath se detuvo cerca del salón.

—Espera aquí.

Pero ella lo siguió cuando empezó a caminar.

Él volvió la cabeza, señalando hacia la puerta del salón.

—No ha sido una petición.

—No voy a esperar en ninguna parte.

—Maldición, haz lo que te digo.

—No.

—La palabra fue pronunciada sin acaloramiento. Lo desafiaba intencionadamente y con pasmosa tranquilidad, como si él no fuera más que un obstáculo en su camino, igual que una vieja alfombra.

—¡Jesucristo! Está bien, pero luego no tendrás ganas de cenar.

Mientras se encaminaba irritado hasta el baño, pudo oler la sangre desde el vestíbulo. Era grave, y deseó con fuerza que Beth no estuviera tan ansiosa por verlo todo.

Abrió la puerta, y Rhage alzó la vista. El brazo del vampiro colgaba sobre el lavabo. Había sangre por todas partes, un charco oscuro en el suelo y uno más pequeño sobre el mármol.

—Rhage, ¿qué ha sucedido?

—Me han rebanado como a un pepino. Un restrictor me ha dado una buena, cercenó la vena y llegó hasta el hueso. Estoy goteando como un colador.

En una borrosa imagen, Wrath captó el movimiento de la mano de Rhage bajando hasta su hombro y subiendo en el aire.

—¿Te libraste de él?

—Diablos, claro.

—Oh… por… Dios —dijo Beth, palideciendo—. Santo cielo. Está cosiendo…

—Hola. ¿Quién es esta belleza? —dijo Rhage, haciendo una pausa en su tarea.

Hubo un sonido sordo, y Wrath se movió, tapando la visión de Beth con su cuerpo.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó, aunque tanto él como su hermano sabían que no podía hacer nada. No podía ver bien para coser sus propias heridas, y mucho menos las de otro. El hecho de tener que depender de sus hermanos o de Fritz para curarse era una debilidad que despreciaba.

—No, gracias —rio Rhage—. Coso bastante bien, como sabes por experiencia. ¿Y quién es tu amiga?

—Beth Randall, este es Rhage. Socio mío. Rhage, ella es Beth, y no sale con estrellas de cine, ¿entendido?

—Alto y claro. —Rhage se inclinó hacia un lado, tratando de ver por detrás de Wrath—. Encantado de conocerte, Beth.

—¿Estás seguro de que no quieres ir a un hospital? —dijo ella débilmente.

—No. Parece peor de lo que es. Cuando uno puede usar el intestino grueso como cinturón, entonces sí debe acudir a un profesional.

Un sonido ronco salió de la boca de Beth.

—La llevaré abajo —dijo Wrath.

—Oh, sí, por favor —murmuró ella—. Me encantaría ir… abajo.

La rodeó con el brazo, y supo que estaba muy afectada por la forma en que se pegó a su cuerpo. Le hacía sentir, muy bien que ella se refugiara en él cuando le faltaban las fuerzas.

Demasiado bien, de hecho.

—¿Estarás bien? —dijo Wrath a su hermano.

—Perfectamente. Me iré en cuanto termine con esto. Tengo que recoger tres frascos.

—Buena suerte.

—Habrían sido más si este pequeño obsequio no hubiera llegado por correo aéreo. Con razón te gustan tanto esas estrellas. —Rhage dio una vuelta con la mano, como si estuviera atando un nudo—. Debes saber que Tohr y los gemelos están… —cogió unas tijeras del mostrador y cortó el hilo—, continuando nuestro trabajo de anoche. Tendrán que regresar en un par de horas para informar, tal como pediste.

—Diles que llamen a la puerta primero.

Rhage asintió con la cabeza, y tuvo el buen juicio de no hacer ningún comentario.

Mientras Wrath conducía a Beth por el vestíbulo, se encontró de pronto acariciándole el hombro, la espalda, y luego la agarró por la cintura, hundiendo sus dedos en la suave piel. Ella se acercó a él tanto como pudo, con la cabeza a la altura de su pecho, descansando sobre su pectoral mientras caminaban juntos.

Demasiado placentero.

Demasiado acogedor, pensó él. Demasiado bueno.

En todo caso, la apretó contra sí. Y mientras lo hacía, deseó poder retirar lo que había dicho en la acera. Que «ella era suya». Porque no era cierto. No quería tomarla como su shellan. Se había acalorado, celoso, imaginando las manos del policía tocándola. Molesto por no haber acabado con aquel humano. Aquellas palabras se le habían escapado.

Ah, diablos. La hembra había manipulado su cerebro. De alguna manera, se las había arreglado para hacerle perder su bien establecido autocontrol y hacer surgir en él el maldito psicópata que llevaba dentro.

Y aquella era una conexión que quería evitar. Después de todo, los ataques de locura eran la especialidad de Rhage. Y los hermanos no necesitaban a otro chiflado de gatillo fácil en el grupo.

Beth cerró los ojos y se recostó contra Wrath, tratando de borrar la imagen de la herida abierta que acababa de ver. El esfuerzo era como tapar la luz, del sol con las manos. Algunos fragmentos de aquella horrible visión continuaban apareciendo. La sangre roja brillante, el oscuro músculo al descubierto, el impresionante blanco del hueso… Y la aguja. Perforar la piel y atravesar la carne para hacer pasar el hilo negro…

Abrió los ojos. Estaba mejor con ellos abiertos.

No importaba lo que el hombre hubiera dicho. No se trataba de un rasguño. Necesitaba ir a un hospital. Y ella habría intentado convencerle con mayor énfasis, si no hubiera estado ocupada tratando de mantener su última comida tailandesa dentro del estómago.

Además, aquel sujeto parecía muy competente en remendarse a sí mismo.

También era tremendamente apuesto. Aunque la enorme herida atrajo toda su atención, no pudo evitar fijarse en su deslumbrante cara y su cuerpo escultural. Cabello rubio corto, brillantes ojos azules, un rostro que pertenecía a la gran pantalla. Se notaba que llevaba un traje del mismo estilo que Wrath, con pantalones de cuero negro y pesadas botas, pero se había quitado la camisa. Los marcados músculos del torso quedaban resaltados bajo la luz cenital, en un impresionante despliegue de fuerza. Y el tatuaje multicolor de un dragón que le cubría toda la espalda era realmente espectacular.

Pero, claro, Wrath no iba a tener como socio a un enclenque de aspecto afeminado.

Traficantes de drogas.

Resultaba evidente que eran traficantes de drogas. Pistolas, armas blancas, enormes cantidades de dinero en efectivo. ¿Y quién más se involucraría en una lucha a cuchillo y después se pondría a hacer de médico?

Recordó que el hombre mostraba en el pecho la misma cicatriz de forma circular que Wrath. Pensó que debían de pertenecer a una banda o a la mafia.

De repente necesitó algo de espacio, y. Wrath la soltó en el momento de entrar en una habitación de color limón. Su paso se hizo más lento.

El lugar parecía un museo o algo similar a lo que podría aparecer en la Revista de Arquitectura Colonial. Gruesas cortinas de color claro enmarcaban anchas ventanas, ricas pinturas al óleo relucían en las paredes, los objetos decorativos estaban dispuestos con refinado gusto. Bajó la vista a la alfombra. Debía de costar más que su apartamento.

Pensó que tal vez no sólo traficaran con cocaína, crack o heroína. Podían dedicarse también al mercado negro de antigüedades.

Sería una combinación que no se veía muy a menudo.

—Es bonito —murmuró, tocando con el dedo una caja antigua—. Muy bonito.

Al no obtener respuesta, miró a Wrath. Estaba parado en la habitación con los brazos cruzados sobre el pecho, alerta, a pesar de que se encontraba en su propia casa.

Pero entonces, ¿cuándo se relajaba?

—¿Siempre has sido coleccionista? —le preguntó, tratando de ganar un poco de tiempo para controlar sus nervios. Se aproximó a una pintura de la Escuela del Río Hudson. ¡Santo cielo, era un Thomas Cole! Probablemente valía cientos de miles—. Esto es muy hermoso.

Miró de soslayo sobre el hombro. Él estaba concentrado en ella, sin prestar atención a la pintura. Y en su rostro no se veía reflejada ninguna expresión de posesión u orgullo. No parecía la forma de comportarse de alguien cuando otra persona admiraba sus pertenencias.

—Esta no es tu casa —afirmó.

—Tu padre vivía aquí.

Sí, claro.

Pero, qué diablos. Ya había llegado muy lejos. Ya no le importaba continuar con aquel juego.

—Por lo que parece, tenía mucho dinero. ¿Cómo se ganaba la vida?

Wrath cruzó la habitación en dirección a un exquisito retrato de cuerpo entero de un personaje que parecía un rey.

—Ven conmigo.

—¿Qué? ¿Quieres que atraviese esa pared…?

Él oprimió un resorte en un extremo del cuadro, y este giró hacia fuera sobre un eje, dejando al descubierto un oscuro corredor.

—Oh —exclamó ella.

Él hizo un gesto con la mano.

—Después de ti.

Beth se aproximó con cuidado. La luz de las lámparas de gas parpadeaba sobre la piedra negra. Se inclinó hacia delante y vio unas escaleras que desaparecían en un recodo mucho más abajo.

—¿Qué hay ahí abajo?

—Un lugar tranquilo donde podremos hablar.

—¿Por qué no nos quedamos aquí arriba?

—Porque vas a querer hacer esto en privado. Y es muy probable que mis hermanos aparezcan muy pronto.

—¿Tus hermanos?

—Sí.

—¿Cuántos son?

—Cinco, ahora. Pero no tengas miedo. Adelante. No te pasará nada malo ahí abajo, lo prometo.

Ajá. Claro.

Pero puso el pie sobre el borde dorado del marco. Y avanzó hacia la oscuridad.