12
Beth se recostó en la silla, estirando los brazos. La pantalla de su ordenador brilló.
¡Vaya!, Internet estaba siendo muy útil.
De acuerdo con el resultado de la búsqueda que había efectuado, el 816 de la avenida Wallace pertenecía a un hombre llamado Fritz Perlmutter. Había comprado la propiedad en 1978 por algo más de 200 000 dólares. Cuando buscó en Google el nombre Perlmutter, se encontró con varias personas con la inicial F en su nombre, pero ninguno de ellos vivía en Caldwell. Después de comprobar algunas de las bases de datos gubernamentales y no encontrar nada que mereciera la pena, le pidió a Tony que entrara furtivamente en algunas páginas web.
Resultó que Fritz era una persona de vida intachable, respetuosa con la ley. Sus cuentas bancarias eran impecables. Nunca había tenido ningún problema con el fisco ni con la policía. Tampoco había estado casado. Y era miembro del grupo de clientes privados del banco local, lo cual significaba que tenía dinero en abundancia. Tony no pudo averiguar nada más.
Haciendo, cálculos, concluyó que el señor Perlmutter debía de tener alrededor de setenta años.
¿Por qué diablos alguien como él se codearía con su merodeador nocturno? Tal vez la dirección era falsa. Eso sí que la habría sorprendido. ¿Un tipo vestido de cuero negro armado hasta los dientes dando información falsa? ¿Quién lo hubiera pensado?
Aun así, el 816 de Wallace y Fritz Perlmutter eran lo único que tenía.
Repasando los archivos del Caldwell Courier journal’s, había encontrado un par de artículos sobre la casa. La mansión estaba en el registro nacional de lugares históricos, como un extraordinario ejemplo del estilo federal, y había algunas historias y artículos de opinión sobre los trabajos que se habían realizado en ella inmediatamente después de que el señor Perlmutter la hubiese comprado. Evidentemente, la asociación histórica local había estado tratando de acceder a la casa durante años para ver las transformaciones que podía haber hecho, pero el señor Perlmutter había rechazado todas las solicitudes. En las cartas al director, la airada frustración que mostraban los entusiastas de la historia se mezclaba con una aprobación a regañadientes hacia las restauraciones, efectuadas con bastante exactitud, en el exterior.
Mientras releía uno de los artículos, Beth se metió un antiácido en la boca, masticándolo hasta formar un polvo que le llenó los intersticios de los molares. El estómago volvía a molestarle, y a la vez tenía hambre. Estupenda combinación.
Tal vez era la frustración. En resumen, no sabía mucho más que cuando empezó.
¿Y el número de móvil que el hombre le había dado? Imposible de rastrear.
Ante aquel vacío de información, se encontraba todavía más decidida que antes a mantenerse alejada de la avenida Wallace. Y en su interior había surgido una necesidad de ir a confesarse.
Consultó la hora. Eran casi las siete.
Como tenía hambre, decidió ir a comer. Era mejor no detenerse en la iglesia de Nuestra Señora e ir a alimentarse con algo más material y palpable.
Ladeando la cabeza, miró por encima del panel que separaba su cubículo de los demás. Tony ya se había ido.
La verdad es que no quería estar sola.
Siguiendo un absurdo impulso, agarró el teléfono y marcó el número de la comisaría.
—¿Ricky? Soy Beth. ¿Está por ahí el detective O’Neal? Bien, gracias. No, ningún mensaje. No, yo… Por favor no lo llames. No es nada importante.
Era igual. El Duro no era realmente la compañía sin complicaciones que estaba buscando.
Se quedó mirando su reloj de pulsera, ensimismada en el movimiento del segundero alrededor de la esfera. La noche se extendía ante ella como una carrera de obstáculos, y tenía que ser capaz de soportar y vencer aquellas horas.
Ojalá transcurriesen rápidamente.
Quizá comiera algo y después fuera a ver una película. Cualquier cosa para retrasar la vuelta a su apartamento. Pensándolo bien, probablemente sería más sensato pasar la noche en un motel. Por si el hombre volvía a buscarla.
Acababa de apagar el ordenador cuando sonó su teléfono. Respondió al segundo tono.
—He oído que estabas buscándome.
Pensó que la voz de Butch O’Neal era áspera como un montón de gravilla. En el buen sentido.
—Hmm. Sí. —Se echó el cabello hacia atrás por encima de los hombros—. ¿Todavía estás libre para cenar?
Su risa fue un retumbar profundo.
—Estaré frente al periódico en quince minutos.
Colgó antes de que ella pudiera deslizar algún comentario indiferente, quitando importancia a aquella especie de cita.
‡ ‡ ‡
Después de la puesta del sol, Wrath entró en la cocina, llevando la bandeja de plata con los restos de su comida.
Allí, como en el resto de la casa, también todo era de la mejor calidad. Electrodomésticos de acero inoxidable, grandes despensas y encimeras de granito. Y muchas ventanas.
Demasiada luz.
Fritz estaba en el fregadero, restregando algo. Miró por encima de su hombro.
—Amo, no era necesario que trajera eso.
—Sí, era necesario.
Wrath puso la bandeja sobre una encimera y se apoyó en los brazos.
Fritz cerró el grifo.
—¿Desea alguna cosa?
Bueno, para empezar, le gustaría no ser tan testarudo.
—Fritz, tu trabajo aquí es estable. Quería que lo supieras.
—Gracias, amo. —La voz del mayordomo era muy tranquila—. No sé qué haría si no tuviera alguien a quien cuidar. Y considero este lugar como mi hogar.
—Lo es. Durante el tiempo que quieras permanecer en él.
Wrath se volvió y se dirigió a la puerta. Estaba ya casi fuera de la cocina cuando oyó decir a Fritz:
—Este también es su hogar, amo.
Él movió la cabeza.
—Ya tengo un lugar donde dormir. No necesito otro.
Wrath entró en el vestíbulo, sintiéndose particularmente feroz. Esperaba que Beth estuviera viva y se encontrara bien. O que Dios se apiadara del que le hubiera hecho daño.
¿Y si había decidido evitarlo? Eso no le importaba, pero el cuerpo de ella estaba a punto de necesitar algo que sólo él podía proporcionarle. De modo que tarde o temprano reaccionaría. O moriría.
Pensó en la suave piel de su cuello. Recordó la sensación de su lengua acariciándole la vena que le salía del corazón. Sus colmillos se alargaron como si estuviera ante él. Como si pudiera hundir sus dientes en ella y beber.
Cerró los ojos cuando su cuerpo empezó a agitarse. Su estómago, saciado por la comida, se convirtió en un doloroso pozo sin fondo.
Trató de recordar la última vez que se había alimentado. Había pasado algún tiempo, pero seguramente no tanto.
Se obligó a tranquilizarse, a controlarse. Era como tratar de reducir la velocidad de un tren con un freno de mano, pero, finalmente, una refrescante corriente de sensatez reemplazó los violentos impulsos de sus ansias de sangre.
Cuando volvió a la realidad se sintió intranquilo, sus instintos necesitaban un tiempo para meditar.
Aquella hembra era peligrosa para él. Si le afectaba de esa forma sin encontrarse ni siquiera en la misma habitación, podía ser perfectamente su pyrocant, su detonador, por así decirlo. Su carril de alta velocidad, su vía directa hacia la autodestrucción.
Wrath se pasó una mano por el cabello.
¡Qué maldita ironía que la deseara como a ninguna otra hembra!
Aunque quizá no era ninguna ironía. Tal vez fuera precisamente así como funcionaba el sistema del pyrocant. El impulso de ser atraído por lo que podía aniquilarlo le hacía sentir un cierto vértigo que no le resultaba del todo desagradable.
Después de todo, ¿qué tipo de diversión habría si uno puede controlar fácilmente la bomba de relojería que lleva en su interior?
¡Diablos!
Necesitaba sacar a Beth de su lista de responsabilidades. Rápidamente. Tan pronto sufriera su transición, la pondría en manos de un macho apropiado. Un civil.
Involuntariamente, a su mente acudió la imagen del cuerpo ensangrentado del macho joven abatido la noche anterior.
¿Cómo diablos podía un civil asegurar su protección?
No tenía respuesta para eso. ¿Pero qué otra opción había? Él no iba a cuidarla.
Quizá podría entregarla a uno de los miembros de la Hermandad.
Sí, ¿y a quién escogería entre esa manada? ¿A Rhage? El sólo la añadiría a su harén, o peor aún, ¿la devoraría por equivocación? ¿A y con todos sus problemas? ¿A Zsadist? ¿Realmente creía que podía soportar que uno de sus guerreros se acostara con ella?
Ni pensarlo.
Dios, estaba cansado.
Vishous se materializó delante de él. El vampiro iba esa noche sin su gorra de béisbol, y Wrath pudo distinguir tenuemente las complejas marcas alrededor de su ojo izquierdo.
—He encontrado a Billy Riddle. —V encendió uno de sus cigarros liados a mano, sosteniéndolo con sus dedos enguantados. Al exhalar el humo, la fragancia de tabaco turco perfumó el aire—. Fue arrestado hace cuarenta y ocho horas por agresión sexual. Vive con su padre, que ha resultado ser un senador.
—Antecedentes destacados.
—Es difícil llegar más alto. Me he tomado la libertad de hacer algunas investigaciones. El muchacho se metió en algunos problemas cuando era menor de edad. Asuntos violentos. Mierdas sexuales. Imagino que el jefe de las campañas electorales de su querido papi estará encantado con el hecho de que el muchacho haya alcanzado la mayoría de edad. Ahora todo lo que haga Billy es del dominio público.
—¿Tienes su dirección?
—Sí. —Vishous sonrió abiertamente—. ¿Vas a darle una buena tunda al muchacho?
—Me has leído el pensamiento.
—Entonces vamos.
Wrath sacudió la cabeza.
—Me reuniré contigo y con el resto de los hermanos aquí un poco más tarde. Pero antes tengo que resolver un asunto.
Pudo sentir que los ojos de y se agudizaban, el perspicaz intelecto del vampiro examinaba la situación. Entre los hermanos, Vishous era el que más tuerza intelectual tenía, pero había pagado por semejante privilegio.
Wrath tenía sus propios demonios, que no eran precisamente una maravilla, pero no hubiera querido llevar a sus espaldas la cruz de Vishous. Saber lo que les deparaba el futuro era una carga terrible.
V dio una calada al cigarrillo y echó el humo lentamente.
—Anoche soñé contigo.
Wrath se puso rígido. Estaba esperando algo así.
—No lo cuentes, hermano. No quiero saberlo. En serio. El vampiro asintió.
—Sólo quiero que recuerdes una cosa, ¿de acuerdo?
—Dispara.
—Dos guardianes torturados combatirán entre sí.