51

Mary saludó con la mano cuando el Mercedes se detuvo frente al hospital. Trotó hacia el coche tan rápidamente que Fritz todavía estaba saliendo del asiento del conductor cuando ella saltó al interior.

—Gracias, Fritz. Escucha, he llamado a Rhage seis veces y no responde. ¿Va todo bien?

—Todo bien. Vi a su señor esta tarde.

—¡Bien! —respondió, rebosante de alegría—. Aún es pronto para que haya salido.

Fritz puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico lentamente.

—¿Necesita usted algo…?

Ella acercó el cuerpo desde el otro asiento, rodeó con los brazos al pequeño anciano y lo besó en la mejilla.

—Llévame a casa rápido, Fritz. Más rápido de lo que nunca hayas conducido. Viola todas las leyes de circulación.

—Pero, señora…

—Ya me has oído. ¡Lo más rápido que puedas!

Fritz se sintió turbado por la atención que recibía, pero se recuperó rápidamente y pisó el acelerador.

Mary se abrochó el cinturón de seguridad y luego se miró en un pequeño espejo. Las manos le temblaron al llevárselas a las mejillas, y se le escapó una risita nerviosa. Disfrutaba como una niña cuando el vehículo se inclinaba en las curvas.

Al oír sirenas, rio con ganas.

—Disculpe, señora —el doggen la miró—, pero debo esquivar a la policía y es posible que el coche se sacuda un poco.

—Que muerdan el polvo, Fritz.

El doggen oprimió algún botón y todas las luces interiores y exteriores del coche se apagaron. Luego, el Mercedes soltó un rugido que le recordó el paseo por las montañas con Rhage en el GTO.

La diferencia era que en aquella ocasión tenían luces.

Se agarró a la correa del cinturón de seguridad y gritó sobreponiéndose al chirrido de las llantas.

—¡Dime que tienes una visión nocturna perfecta o algo similar!

Fritz sonrió con calma, como si sólo estuvieran charlando en la cocina.

—Oh, sí, mi señora, perfecta.

Con una sacudida hacia la izquierda, viró bruscamente alrededor de una furgoneta y luego entró en un callejón. Pisó el freno con fuerza para no atropellar a un peatón, y luego el acelerador, en cuanto vio despejada la angosta callejuela. Al salir por el otro extremo, se cruzó en el camino de un taxi y esquivó un autobús. Incluso hizo que un SUV del tamaño de un transatlántico lo pensara dos veces antes de adelantarlo.

El anciano era un artista al volante.

Un artista un poco raro, claro, pero asombroso en todo caso.

Entró como una bala en un hueco y aparcó a la primera. Justo en la calle principal. Como si nada.

El coro de sirenas se hizo tan fuerte que ella tuvo que gritar.

—Fritz, van a…

Dos coches patrulla pasaron de largo a gran velocidad.

—Paciencia, señora.

Otra patrulla pasó volando por la calle.

Fritz salió y continuó a gran velocidad.

—Bonito truco, Fritz.

—Sin ánimo de ofender, mi señora, las mentes humanas son fácilmente manipulables.

En el camino, ella reía y daba golpecitos inquietos con los dedos sobre el brazo del asiento. El viaje parecía no acabar nunca.

Cuando llegaron a los primeros portones del recinto, Mary estaba vibrando de pura excitación, y en el momento en que se detuvieron frente a la casa, saltó del coche sin molestarse siquiera en cerrar la puerta.

—¡Gracias, Fritz! —gritó, mirando hacia atrás.

—¡De nada, mi señora! —respondió el viejo.

Atravesó el vestíbulo como una tromba y subió a saltos la gran escalinata. Cuando tomó la curva del segundo piso a todo correr, su bolso osciló y tropezó con una lámpara. Ella dobló la espalda y enderezó el objeto antes de que cayera.

Reía a carcajadas al entrar en la habitación…

Se paró en seco.

En el centro de la habitación, Rhage estaba desnudo y arrodillado, inmerso en un trance sobre una especie de losa negra. Tenía unas vendas blancas atadas alrededor del cuello y las muñecas. Y había gotas de sangre sobre la alfombra. No pudo ver de dónde provenían.

La cara del macho parecía haber envejecido décadas desde la última vez que lo vio.

—¿Rhage?

Él abrió los ojos lentamente. Estaban tristes, apagados. Parpadeó y frunció el ceño.

—¿Rhage? Rhage, ¿qué pasa?

La voz pareció atraer al fin su atención.

—¿Qué estás…? —Meneó la cabeza como tratando de aclararse la vista—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Estoy curada! ¡Es un milagro!

Corrió hacia él. Rhage saltó para apartarse de su camino, con las manos levantadas y mirando frenéticamente a su alrededor.

—¡Vete! ¡Ella te matará! ¡Cumplirá sus amenazas! ¡Por Dios, aléjate de mí!

Mary se quedó helada.

—¿De qué estás hablando?

—Aceptaste el don, ¿no?

—¿Cómo sabes…? ¿Cómo sabes que tuve ese extraño sueño?

—¿Aceptaste el don?

Por Dios. Rhage había perdido el juicio. Temblando, desnudo, sangraba y estaba blanco como la piedra caliza.

—Cálmate, Rhage. —No era así como se había imaginado el reencuentro—. No sé nada de dones. ¡Pero escucha esto! Me dormí mientras me hacían otra prueba, y pasó una cosa con la máquina. Explotó, o algo, creo, no sé, me dijeron que hubo un destello de luz. En todo caso, cuando me llevaron arriba otra vez, me extrajeron sangre y todo estaba perfecto. ¡Perfecto! ¡Estoy limpia! Nadie tiene ni idea de lo que sucedió. Es como si la leucemia hubiera desaparecido y mi hígado hubiera sanado solo. ¡Dicen que es un milagro médico!

Despedía felicidad por todos los poros. Hasta que Rhage le sujetó las manos y apretó tan fuerte que le causó dolor.

—Tienes que irte. Ahora. Olvida que me conoces. Tienes que irte. Y no vuelvas nunca.

—¿Qué?

Empezó a empujarla fuera de la habitación, y la arrastró cuando ofreció resistencia.

—¿Qué estás haciendo? Rhage, yo no…

—¡Tienes que irte!

—Guerrero, ya puedes detenerte.

La irónica voz femenina los paralizó.

Mary miró hacia el lugar del que llegaba la voz. Una pequeña figura cubierta de negro estaba en un rincón de la habitación, una luz brillaba por debajo de la túnica flotante.

—Mi sueño —susurró Mary—. Tú eras la mujer de mi sueño.

Los brazos de Rhage la aplastaron al rodearle el cuerpo, y luego la empujó, alejándola.

—Yo no la busqué, Virgen Escribana. Juro que yo no…

—Tranquilízate, guerrero. Sé que cumpliste tu parte del trato. —La pequeña figura flotó hasta ellos, no caminando, sino deslizándose por la habitación—. Pero omitiste un pequeño detalle sobre la situación, algo que yo no sabía hasta que me acerqué a ella.

—¿Qué?

—Olvidaste decirme que ella no podía tener hijos.

Rhage miró a Mary.

—Yo no lo sabía.

Mary asintió y cruzó los brazos.

—Es verdad. Soy estéril. Por los tratamientos.

Los ropajes negros cambiaron de posición.

—Ven aquí, hembra. Ahora voy a tocarte.

Mary avanzó, aturdida, mientras una reluciente mano aparecía entre la seda. El encuentro de las palmas de sus manos produjo un cálido choque eléctrico.

La voz de la mujer sonó profunda y fuerte.

—Lamento que te hayan desposeído de tu capacidad para engendrar vida. La dicha de mi facultad de creación me sustenta siempre, y siento gran pena de que nunca llegues a sostener carne de tu carne en los brazos, de que nunca veas tus propios ojos en la cara de otro ser, de que nunca mezcles tu naturaleza esencial con el macho que amas. Lo que has perdido es suficiente sacrificio. Quitarte a tu guerrero también… es demasiado. Como te dije, te concedo vida eterna hasta que decidas ir al Fade por tu propia voluntad. Y tengo el presentimiento de que tomarás tal decisión cuando le llegue a tu guerrero la hora de abandonar esta tierra.

La mano de Mary fue liberada. Y toda la felicidad que sentía se derramó a mares. Quiso llorar.

—Todavía estoy soñando, ¿no es así? Esto es sólo un sueño. Debí imaginarlo…

Una risa profunda y muy femenina salió de los ropajes flotantes.

—Ve con tu guerrero, hembra. Siente el calor de su cuerpo y convéncete de que es real.

Mary se dio la vuelta. Rhage también miraba, incrédulo, a la figura.

Dio un paso hacia él, lo envolvió con sus brazos, escuchó su corazón.

La figura negra desapareció, y Rhage empezó a hablar en el antiguo idioma. Las palabras le salían de la boca tan deprisa que ella no habría podido entenderlas aunque las pronunciase en inglés.

«Oraciones», pensó, «está rezando».

Cuando acabó, la miró.

—Déjame besarte, Mary.

—Espera, ¿quieres hacer el favor de decirme qué es lo que acaba de suceder? ¿Y quién es ella?

—Luego. No puedo… Debo aclararme las ideas. De hecho, será mejor que me eche un minuto. Siento que voy a desmayarme, y no quiero caer sobre ti.

Mary se pasó el pesado brazo del macho sobre el hombro y lo sujetó por la cintura.

En cuanto Rhage estuvo acostado, se arrancó las fajas blancas de las muñecas y el cuello. Fue entonces cuando ella vio unos destellos de luz mezclados con la sangre que manaba de las heridas rodillas. Se volvió a mirar la losa negra. Había sobre ella algo parecido a trozos de vidrio. ¿O eran diamantes? Con razón tenía laceraciones.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó.

—Guardando luto.

—¿Por qué?

—Más tarde te lo diré. —Tiró de ella para echársela encima y la abrazó con fuerza.

Al sentirle debajo, Mary se preguntó si era posible que los milagros sucedieran. Pensó en los médicos corriendo de aquí para allá con sus análisis y sus radiografías. Sintió el choque eléctrico que le pasó por el brazo hasta el pecho, cuando la figura de toga negra la había tocado.

Y pensó en las desesperadas oraciones que había elevado al cielo.

Sí, decidió. Los milagros existían.

Empezó a reír y a llorar al mismo tiempo, y pensó, emocionada, en la serena reacción de Rhage ante su arrebato.

—Sólo mi madre habría creído esto —dijo después de unos instantes.

—¿Creer qué?

—Mi madre era una buena católica. Tenía fe en Dios, en la salvación y la vida eterna. —Lo besó en el cuello—. Ella lo creería instantáneamente. Y estaría convencida de que la madre de Dios era quien estaba bajo esa túnica negra hace un momento.

—Esa era la Virgen Escribana. Es muchas cosas, pero no la madre de Jesús. Por lo menos, no según lo que dicen nuestros textos.

Ella levantó la cabeza.

—Mi madre siempre me dijo que me salvaría, creyera en Dios o no. Estaba convencida de que yo no podría escapar de la Gracia Divina a causa del nombre que me puso. Solía decir que cada vez que alguien me llamara, o escribiera mi nombre, o pensara en mí, yo estaría protegida.

—¿Tu nombre?

—Mary. Me llamó así en honor a la Virgen María.

Rhage contuvo la respiración. Y luego rio por lo bajo.

—¿Qué te parece tan gracioso?

Sus ojos eran de un brillante verde azulado.

—Es que V… bueno, Vishous, nunca se equivoca. Oh, Mary, mi hermosa virgen, ¿me dejarás amarte hasta que muera? Y cuando me vaya al Fade, ¿vendrás conmigo?

—Sí. —Le acarició la mejilla—. Pero ¿no te importa que no pueda tener hijos?

—Te tengo a ti, eso es lo único que importa.

—Siempre queda la adopción —murmuró la mujer—. ¿Los vampiros adoptan hijos?

—Pregúntale a Tohrment y a Wellsie. Puede decirse que ya piensan en John como en su propio hijo. —Rhage sonrió—. Si quieres un bebé, yo te conseguiré uno. Puede que sea un buen padre.

—Creo que serás mejor que bueno.

Cuando ella se inclinó para besarlo, él la detuvo.

—Ah, hay otra cosa.

—¿Qué?

—Bueno, la bestia se quedará con nosotros. Hice una especie de pacto con la Virgen Escribana…

Mary se echó hacia atrás.

—¿Hiciste un trato?

—Tenía que hacer algo para salvarte.

Ella se lo quedó mirando, pasmada, y luego cerró los ojos. Él había puesto en marcha la maquinaria; él la había salvado.

—Mary, tenía que dar algo a cambio.

Ella lo besó fuertemente.

—Oh, Dios, te amo —susurró.

—¿Aunque tengas que vivir con la bestia? Porque ahora la maldición es perpetua. Para siempre.

—Me parece bien —sonrió—. Piensa. No deja de ser bonita, me recuerda a Godzilla. Y yo veo el asunto como una promoción: me llevo dos por el precio de uno.

Los ojos de Rhage brillaron, blancos, mientras la besaba en el cuello.

—Me alegra que te agrade —murmuró mientras introducía una mano por debajo de su blusa—. Porque ambos somos tuyos. Por el tiempo que quieras tenernos.

—Será eternamente —dijo ella, dejándose ir.

Y deleitándose en el inmenso amor.