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Cuando Bella llegó a su casa no pudo tranquilizarse. Después de escribir en su diario durante una hora, se mudó de ropa. Se puso unos pantalones vaqueros, una camiseta y la parka. Fuera caía una débil nevada entre remolinos de aire frío.

Se subió el cierre de la parka y se adentró en la parte más alta y agreste del prado.

Zsadist. No podía cerrar los ojos sin verlo tumbado en aquel baño.

Destrozado.

Se detuvo a mirar la nieve.

Le había dado su palabra de que no lo molestaría, pero no quería cumplir la promesa. Que Dios la ayudara, pero tenía que intentarlo de nuevo…

Notó que, a lo lejos, alguien caminaba alrededor de la casa de Mary. Bella se quedó paralizada de miedo, pero luego vio el cabello oscuro del individuo y supuso que no era un restrictor.

Obviamente, Vishous estaba trabajando en la instalación del sistema de seguridad. Lo saludó con la mano y se acercó.

Al hablar con V en la fiesta, le pareció tremendamente agradable. Tenía la clase de agudeza que realzaba la sociabilidad de un vampiro de inmediato. Pero no era su única virtud: ese guerrero era completo. Sexy, inteligente, poderoso, la clase de macho que hacía pensar en tener bebés sólo para que les transmitiera sus genes.

Se preguntaba por qué llevaba siempre ese guante negro de cuero. Y qué significaban los tatuajes que tenía a un lado de la cara.

—Pensé que ya habías terminado —dijo en voz alta cuando llegó a la terraza—. Ya que Mary…

La figura de cabello oscuro que se paró frente a ella no era Vishous. Y no estaba viva.

—¿Jennifer? —dijo el restrictor, sorprendido.

Bella se paralizó una milésima de segundo. Luego dio la vuelta y corrió, moviéndose rápido sobre el césped. No tropezó, no flaqueó. Corrió veloz y segura, aunque aterrorizada. Si podía llegar a su casa, se encerraría y dejaría al restrictor afuera. Para cuando él rompiera las ventanas, ella estaría en el sótano, donde nadie podía entrar. Llamaría a Rehvenge y tomaría el túnel subterráneo hasta el otro lado de la propiedad.

El restrictor estaba detrás de ella. Podía oír el ruido de sus pasos y el roce de su ropa; pero no lograba acercarse en su carrera a través del césped cubierto de escarcha. Con los ojos fijos en las alegres luces de su casa, obligó a sus músculos a desarrollar más velocidad.

Sintió la primera punzada de dolor en el muslo. La segunda en medio de la espalda, a través del chaquetón.

Las piernas le flaquearon y los pies se le convirtieron en insoportables pesos. Luego, la distancia le pareció mayor, aumentó hasta el infinito, pero aun así continuó. Al llegar a la puerta trasera, se tambaleaba. No supo cómo entró, pero tuvo dificultades para correr el cerrojo con los dedos, que también eran ahora torpes, como las piernas.

Mientras giraba sobre sí misma y corría hacia el sótano, el sonido de las patadas contra las puertas de vidrio era extrañamente sordo, como si estuviera sucediendo en algún lugar muy distante.

Una mano se cerró sobre su hombro.

El instinto de lucha la hizo reaccionar, y lanzó su ataque golpeando al restrictor en la cara con el puño cerrado. Él quedó momentáneamente aturdido y luego le devolvió el golpe, enviándola al suelo. Le dio la vuelta y la golpeó de nuevo con la palma abierta en la mejilla, haciéndole rebotar la cabeza contra el piso.

Ella no sintió nada. Ni la bofetada, ni el impacto del cráneo. Lo cual fue algo bueno, porque no se distrajo cuando lo mordió en el brazo.

En el violento forcejeo, chocaron contra la mesa de la cocina, desparramando las sillas. Ella se liberó, agarró una y lo golpeó en el pecho. Desorientada, jadeante, se alejó gateando.

Su cuerpo sucumbió al final de la escalera del sótano.

Allí tumbada, estaba consciente, pero incapaz de moverse. Tuvo la vaga impresión de que algo le goteaba en los ojos. Probablemente su propia sangre, o tal vez la del restrictor.

Su campo de visión giró cuando le dieron la vuelta.

Miró al restrictor a la cara. Cabello oscuro, ojos pardos, claros.

Santo Dios.

El cazavampiros lloraba mientras la levantaba del suelo y la acunaba en sus brazos. Lo último que vio fueron sus lágrimas cayendo sobre su cara.

No sintió absolutamente nada.

‡ ‡ ‡

O sacó cuidadosamente a la hembra de la cabina de su furgón. Deseó más que nunca no haber accedido a entregar su casa para irse a vivir al centro de persuasión. Habría preferido mantenerla lejos de los demás restrictores, pero allí podía asegurarse de que no escapara. Y si cualquier otro restrictor se le acercaba… bueno, para eso se habían hecho los cuchillos.

Mientras la cargaba por la puerta, le miró la cara. Era muy parecida a Jennifer. Los ojos tenían diferente color, pero el rostro en forma de corazón, el espeso cabello oscuro y el esbelto cuerpo, perfectamente proporcionado…

De hecho, era más hermosa que Jennifer. Y también pegaba más fuerte.

Acostó a la hembra sobre la mesa y tanteó con el dedo la magulladura de su mejilla, el labio roto, las marcas de la garganta. La lucha había sido tremenda: sin restricciones, sin piedad, sin detenerse hasta que él ganó y pudo cargar con su cuerpo inerte.

Observando a la vampiresa, pensó en el pasado. Siempre había temido ser él quien matara a Jennifer, que alguna noche las palizas sobrepasaran el límite. En lugar de eso, terminó asesinando al conductor ebrio que había chocado contra el coche de ella. Aquel bastardo estaba borracho a las cinco de la tarde, y ella volvía a casa después del trabajo.

Matar al asesino resultó fácil. Averiguó dónde vivía y esperó a que regresara a su casa. Lo golpeó en la cabeza con una palanca y lo tiró escaleras abajo. Con el cuerpo aún enfriándose, O lo llevó en su coche hacia el noreste, cruzando todo el país.

Al final del viaje encontró a la Sociedad.

Un coche se detuvo enfrente. Rápidamente, recogió a la hembra y la llevó junto a los agujeros. Tras colocarle un arnés, abrió la tapa de uno de ellos y la dejó caer dentro.

—¿Tienes otro? —preguntó U al entrar.

—Sí. —O desvió su atención mirando, en el otro agujero, al macho con el que el señor X había trabajado la noche anterior. El civil se movía dentro del tubo, emitiendo aullidos de temor.

—Entonces, pongámonos a trabajar en la captura fresca —dijo U.

O puso una bota sobre la cubierta de la hembra.

—Esta es mía. Si alguien la toca, lo despellejaré con mis propios dientes.

—¿Hembra? Excelente. El señor se pondrá contento.

—No le digas nada de esto. ¿Está claro?

U arrugó la frente, luego se encogió de hombros.

—Claro. Lo que mandes. Pero sabes que lo averiguará tarde o temprano. Cuando lo haga, no será por mí.

O sabía que U guardaría el secreto. En un arrebato de gratitud, le dio al cazavampiros la dirección del granero convertido en casa que había violentado. Una pequeña dádiva a cambio de la complicidad del restrictor.

—La hembra que vive allí se llama Mary Luce. Fue vista con un hermano. Ve a por ella.

U asintió.

—Lo haré, pero va a amanecer, y necesito descansar. No he dormido en dos noches y me estoy debilitando.

—Mañana entonces. Ahora, déjanos solos.

U alzó la cabeza y volvió la vista hacia el agujero.

—¿Déjanos?

—Lárgate de aquí, U.

Satisfecho, miró la cubierta de malla metálica. Y no pudo parar de sonreír.