25

Cuando menguó la luz vespertina que se filtraba a través del bosque, O hizo retroceder el Toro, esquivando el montón de tierra que había creado él mismo.

—¿Listo para las tuberías? —gritó U.

—Sí. Deja caer una pieza. Veamos si encaja.

Un tubo de desagüe, de aleación metálica, de un metro de diámetro por dos y medio de longitud, fue metido en el agujero y quedó erguido sobre uno de sus extremos. Encajaba a la perfección.

—Meted los otros dos —ordenó O.

Veinte minutos después, las tres secciones de tubería estaban alineadas. Con el Dingo, O empujó la tierra, mientras otros dos restrictores mantenían los tubos en su lugar.

—Queda bien —dijo U, caminando alrededor—. Muy bien. Pero ¿cómo introducimos y sacamos a los civiles?

—Con un sistema de arneses. —O apagó el Dingo y fue a asomarse al interior de uno de los tubos—. Se consiguen en la sección de artículos deportivos de Dick, donde venden material de escalada. Somos lo suficientemente fuertes para alzar a los civiles, aunque sean pesos muertos y estén drogados, doloridos o exhaustos. Pesarán, pero no se resistirán mucho.

—Es una gran idea —murmuró U—. Pero ¿cómo los taparemos?

—Las tapas serán de malla metálica con un peso en el centro.

O miró hacia arriba y vio el cielo azul.

—¿En cuánto tiempo crees que quedará instalado el techo?

—Construiremos el último muro ahora mismo. Luego, lo único que tendremos que hacer será erigir las vigas y bajar las claraboyas. Las tejas no tardarán mucho, y ya hay tablillas en los tres muros que tenemos. Trasladaré aquí las herramientas, conseguiré una mesa y estaremos listos para comenzar mañana por la noche.

—¿Tendremos las mamparas de las claraboyas para entonces?

—Sí. Y son retráctiles, para poder abrirlas y cerrarlas.

—Desde luego, nos van a ser útiles. Un poco de luz solar es la mejor ayuda que puede tener un restrictor. Entra, resplandece un instante, y ni rastro de lo que fue un vampiro.

O inclinó la cabeza en dirección a la camioneta.

—Devolveré el Toro al alquiler de coches. ¿Necesitas algo de la ciudad?

—No. Tenemos de todo.

En su camino a Caldwell, O debería haber estado de buen humor. La edificación iba bien. El escuadrón aceptaba su liderazgo. El señor X no había vuelto a tratar el tema de los Betas. Pero se sentía… muerto. Una sensación tremendamente irónica para alguien que llevaba muerto tres años.

Ya se había sentido así una vez.

Fue en Sioux City, antes de convertirse en restrictor. Odiaba su vida. Acabó la secundaria con mucho esfuerzo, pero su familia no tenía dinero para enviarlo a la universidad, ni siquiera a una universidad pública, de modo que sus opciones profesionales habían sido limitadas. Cuando trabajó como gorila de bar intentó sacar provecho de su tamaño y su vena agresiva, pero la diversión fue moderada, pues los borrachos no solían defenderse, y golpear a los inconscientes no costaba más trabajo que golpear a una oveja.

Lo único bueno fue conocer a Jennifer. Ella lo había salvado del tedio irreflexivo, y él la había amado por ello. Aquella mujer representaba drama, emoción e incertidumbre en el insípido paisaje de la vida. Y cada vez que sufría uno de sus arrebatos de ira, ella se defendía a golpes, aunque era más pequeña y sangraba más fácilmente que él. Nunca supo si lanzaba los golpes por ser demasiado estúpida para saber que él siempre ganaría al final, o porque estaba demasiado acostumbrada a que su padre la maltratara. De cualquier manera, por estupidez o hábito, aguantaba los golpes que ella podía darle y luego la aporreaba hasta abatirla. Cuidarla después, cuando su ímpetu se había apagado, le proporcionó los momentos más tiernos de su vida.

Pero como todas las cosas buenas, ella también se terminó. Dios, cómo la extrañaba. Fue la única que entendió cómo convivían el amor y el odio, mezclados en lo más profundo de su corazón; la única que podía manejar ambos sentimientos al unísono. Pensando en su largo cabello negro y su esbelto cuerpo, la extrañaba tanto que casi podía sentirla junto a él.

Cuando entró en los límites de Caldwell, se acordó de la prostituta de la otra mañana. Después de todo, había acabado dándole lo que él necesitaba, aunque tuvo que entregar su vida para hacerlo. Y ahora, mientras conducía, buscó en las aceras otro desahogo. Por desgracia, las putas trigueñas eran mucho más escasas que las rubias. Tal vez debía comprar una peluca y pedir a las rameras que la usaran.

O pensó en las personas que había matado. La primera vez lo hizo en defensa propia. La segunda por error. La tercera a sangre fría. Cuando llegó a la Costa Este, huyendo de la ley, ya sabía bastante de la muerte.

Por aquel entonces, Jennifer acababa de morir y su dolor era como un ser vivo, un perro furioso que necesitaba emerger, o de lo contrario lo destruiría. La aparición de la Sociedad fue un milagro. Lo había salvado de un torturante desarraigo, dándole un objetivo y un propósito, así como una válvula de escape a su agonía.

Pero ahora todos esos beneficios habían desaparecido y se sentía vacío. Igual que cinco años atrás en Sioux City, justo antes de conocer a Jennifer.

Bueno, casi igual, pensó, mientras aparcaba en el alquiler de coches.

En esa época, aún estaba vivo.

‡ ‡ ‡

—¿Ya has salido de la bañera?

Mary rio, se pasó el teléfono al otro oído, y se enterró entre las almohadas. Ya eran más de las cuatro.

—Sí, Rhage.

No recordaba haber tenido un día más completo en su vida. Durmió hasta tarde. Le llevaron la comida a la habitación, así como libros y revistas. Usó el jacuzzi.

Era como estar en un hotel de lujo. Bueno, un hotel donde el teléfono sonaba todo el tiempo. Había perdido la cuenta de cuántas veces la había llamado él.

—¿Fritz te llevó lo que le dije?

—¿Cómo hace para encontrar fresas frescas en octubre?

—Tenemos nuestros métodos.

—Y las flores son preciosas. —Miró el ramo de rosas, dalias y tulipanes. Primavera y verano en un jarrón de cristal—. Gracias.

—Me alegra que te gusten. Hubiera querido escogerlas yo mismo. Habría disfrutado seleccionando las mejores. Le dije que fueran brillantes y olieran bien.

—Misión cumplida.

Sonaron voces masculinas de fondo. La voz de Rhage perdió intensidad.

—Oye, policía, ¿te importa que use tu habitación? Necesito un poco de intimidad.

La respuesta sonó amortiguada y luego se escuchó el ruido de una puerta cerrándose.

—Dime —dijo Rhage con voz cansina—. ¿Estás en la cama?

—Sí. —El cuerpo de Mary se movió, calentándose.

—Te echo de menos.

Ella abrió la boca. Pero no pronunció palabra.

—¿Aún estás ahí, Mary? —Oyó suspirar a la joven—. Eso no suena muy bien. ¿Estoy siendo demasiado crudo contigo?

«He tenido ocho hembras diferentes sólo esta semana».

No quería enamorarse de él. Simplemente no podía permitírselo.

—¿Mary?

—No me… digas esas cosas.

—Soy así.

Ella no respondió. ¿Qué podía decir? ¿Que se sentía igual? ¿Que lo extrañaba, aunque había hablado con él mil veces durante el día? Era verdad, pero no la enorgullecía. Él era demasiado hermoso… y diablos, podía dejar a Wilt Chamberlain en la cola de una lista de amantes. Aunque la relación fuera físicamente saludable, él sólo significaba problemas para ella. Además, ¿acaso era sano todo lo que estaba afrontando?

Atarse emocionalmente a él era absurdo.

Al prolongarse el silencio, él soltó una maldición.

—Tenemos muchos asuntos de los que ocuparnos esta noche. No sé a qué hora volveré, pero ya sabes dónde encontrarme si me necesitas.

Cuando se cortó la conexión telefónica, ella se sintió fatal. Y sabía que los buenos propósitos de mantener la distancia en realidad no estaban funcionando.