2
–¿Qué diablos vamos a decirle? ¡Llegará en veinte minutos!
El señor O contempló los ademanes teatrales de su colega con una mirada aburrida, pensando que si el restrictor daba otro saltito, el muy idiota se transformaría en canguro.
Ciertamente, E era todo un imbécil. Por qué lo había llevado su patrocinador a la Sociedad Restrictiva, y encima el primero, era un misterio. El hombre tenía muy poco carácter. Carecía de concentración y de estómago para afrontar las nuevas tareas en la guerra contra la raza de los vampiros.
—¿Qué vamos a…?
—No vamos a decirle nada —dijo O mientras lanzaba una mirada al sótano. Cuchillos, navajas y martillos yacían esparcidos, sin orden ni concierto, sobre un rústico aparador colocado en una esquina. Había charcos de sangre aquí y allá, pero no bajo la mesa, donde deberían estar. Y, mezclada con el líquido rojo, había una sustancia de color negro brillante, gracias a las heridas superficiales de E.
—¡Pero el vampiro escapó antes de que le sacáramos alguna información!
—Gracias por recordármelo.
Acababan de empezar a «trabajar» con el macho cuando O tuvo que salir por una llamada de asistencia. Cuando regresó, E había perdido el control sobre el vampiro, tenía un par de cortes y estaba completamente solo, sangrando en un rincón.
Ese cabrón de su jefe se volvería loco de la ira, y aunque O lo despreciaba, él y el señor X tenían una cosa en común: el descuido los sacaba de quicio.
O miró a E mientras bailaba otro poco. De pronto, encontró en los movimientos espasmódicos la solución, tanto para el problema inmediato como para los del futuro. Cuando O sonrió, E, el idiota, pareció aliviado.
—No te preocupes por nada —murmuró O—. Le diré que llevamos el cuerpo afuera y lo dejamos bajo el sol, en el bosque. Fácil.
—¿Hablarás con él?
—Claro, amigo. Pero será mejor que te vayas. Se pondrá hecho una fiera.
E asintió y corrió hacia la puerta.
—Nos vemos.
«Sí, que duermas bien, cabrón», pensó O mientras empezaba a limpiar el sótano.
La casucha donde estaban trabajando no era muy visible desde la calle, emparedada como estaba entre el cascarón quemado de lo que había sido un restaurante de parrilladas y una pensión declarada en ruinas. Esta parte de la ciudad, una mezcla de zona residencial miserable y barrio comercial de mala muerte, era perfecta para ellos. Por allí la gente no salía después de que oscureciese, los disparos eran tan comunes como el ruido de las alarmas de los automóviles, y nadie decía ni hacía nada si alguien daba un grito o dos.
También ir y venir era fácil para ellos. Gracias a los maleantes del vecindario, todos los faroles de la calle estaban rotos y la luz ambiental procedente de los otros edificios era insignificante. Como ventaja adicional, la casa contaba con una mampara exterior de entrada al sótano. Meter o sacar un cuerpo en una bolsa no era ningún problema.
Incluso en el caso de que alguien viera algo, sería cuestión de un momento eliminar la amenaza. No causaría ninguna sorpresa entre la comunidad. La basura blanca tenía la rara costumbre de hacerse matar precozmente. Junto con golpear a la esposa y tragar cerveza, buscar la muerte parecía su principal afición.
O recogió un cuchillo y secó la sangre negra de E de la hoja.
El sótano era pequeño y de techo bajo, pero había suficiente espacio para la vieja mesa que usaban como lugar de trabajo y para el abollado aparador donde guardaban sus instrumentos. Aun así, O no pensaba que aquella fuera la infraestructura adecuada. Era imposible mantener allí un vampiro de manera segura, y eso significaba que perdían un importante medio de persuasión. El tiempo desgastaba las facultades mentales y físicas. Si se administraba correctamente, el paso de los días era tan poderoso como cualquier instrumento de tortura.
Lo que O quería era algún escondite en medio del bosque, algo lo suficientemente grande como para poder mantener a sus cautivos durante algún tiempo. Debido a que los vampiros se volvían humo a la luz del alba, debían ser protegidos del sol. Pero si únicamente se les encerraba en una habitación, se corría el riesgo de que se desmaterializaran en las narices del restrictor. Necesitaba un recinto de acero para enjaularlos…
Se oyó cómo se cerraba una puerta en el piso superior. Luego, pasos bajando por la escalera.
El señor X quedó iluminado por un foco.
El Restrictor Jefe medía dos metros y tenía la constitución física de un defensa de fútbol americano. Como todos los cazavampiros que pasaban en la Sociedad mucho tiempo, había palidecido. Su cabello y su piel eran del color de la harina y los iris parecían tan transparentes e incoloros como el vidrio. Igual que O, iba vestido con la ropa que usaban todos los restrictores, pantalones con bolsillos y suéter negro de cuello de cisne, con armas ocultas bajo una chaqueta de cuero.
—Entonces, señor O, ¿cómo va el trabajo?
Como si el caos en el sótano no fuera explicación suficiente.
—¿Estoy a cargo de esta casa? —preguntó O.
El señor X caminó de manera casual hasta el aparador y tomó un cincel.
—Hasta cierto punto, sí.
—¿Entonces se me permite hacer lo pertinente para que esto… —señaló con la mano el desorden que había a su alrededor—, no suceda de nuevo?
—¿Qué sucedió?
—Los detalles son aburridos. Se escapó un civil.
—¿Sobrevivirá?
—No lo sé.
—¿Estabas tú aquí cuando eso sucedió?
—No.
—Cuéntamelo todo. —El señor X sonrió cuando el silencio duró más de la cuenta—. ¿Sabes una cosa, señor O? Tu lealtad te puede causar problemas. ¿No quieres que castigue al culpable?
—Quiero encargarme yo mismo.
—Estoy seguro de eso. Pero si no me lo cuentas, quizá tenga que cargar el costo del fracaso en tu cuenta. ¿Vale la pena?
—Si se me permite hacer lo que quiero con el responsable de lo ocurrido, sí.
El señor X rio.
—Ya imagino lo que tramas.
O esperó, observando el tenue brillo del cincel mientras el señor X caminaba alrededor de la habitación.
—Te asigné de compañero al hombre equivocado, ¿no es así? —murmuró el señor X mientras recogía un par de esposas del suelo. Luego, las dejó caer sobre el aparador—. Pensé que el señor E podía alcanzar tu nivel. No ha sido así. Y me complace que hayas decidido consultarme antes de castigarlo. Ambos sabemos lo mucho que te agrada trabajar por tu propia cuenta. Y cuánto me molesta eso.
El señor X miró fijamente a O con sus escalofriantes ojos muertos.
—A la luz de todo esto, y en particular porque acudiste a mí primero, puedes disponer del señor E.
—Quiero hacerlo en público.
—¿Ante tu escuadrón?
—Y otros.
—¿Tratas de probarte a ti mismo de nuevo?
—Quiero sentar un precedente.
El señor X sonrió fríamente.
—Eres un pequeño bastardo arrogante, ¿no?
—Estoy a su altura.
De repente, O se sintió incapaz de mover brazos o piernas. El señor X ya había puesto en práctica otras veces su truco de la paralización, así que no le sorprendió demasiado. Pero el jefe aún tenía el cincel en la mano y se estaba aproximando.
O luchó contra la invisible fuerza y rompió a sudar mientras forcejeaba sin éxito alguno.
X se inclinó hasta que los pechos de ambos se tocaron. O sintió que algo rozaba sus nalgas.
—Diviértete, hijo —susurró el hombre en el oído de O—. Pero hazte un favor. Recuerda que no importa lo fuerte que te creas, tú no eres yo. Nos vemos.
El hombre salió del sótano a grandes zancadas. La puerta del piso superior se abrió y se cerró.
En cuanto O pudo moverse, se llevó la mano al bolsillo trasero.
El señor X le había dado el cincel.
‡ ‡ ‡
Rhage salió del Escalade y exploró con la vista la oscuridad reinante en torno a One Eye, temiendo que un par de restrictores los atacaran. No esperaba tener mucha suerte. Él y Vishous habían caminado durante varias horas esa noche, y no habían conseguido absolutamente nada. Ni siquiera un avistamiento. Era algo sobrecogedor.
Y para alguien como Rhage, que dependía de la lucha por razones personales, también era muy frustrante.
Sin embargo, la guerra entre la Sociedad Restrictiva y los vampiros era cíclica, y actualmente se hallaban en una fase de baja intensidad. Lo cual tenía sentido. El pasado julio, la Hermandad de la Daga Negra había destruido el centro local de reclutamiento de la Sociedad, liquidando a una decena de sus mejores hombres. Estaba claro que los restrictores estaban realizando un reconocimiento táctico.
Gracias a Dios, había otras formas de calmar sus ansias.
Observó el desenfrenado nido de depravación que era el lugar que actualmente frecuentaba la Hermandad. One Eye estaba en los límites de la ciudad, y los parroquianos habituales eran moteros y trabajadores de la construcción, tipos rudos que tendían a la intolerancia más que a la persuasión. Era un edificio de un solo piso rodeado por un cinturón de asfalto. Había aparcados camiones, turismos estadounidenses y Harleys. Desde diminutas ventanas, anuncios de cervezas brillaban en rojo, azul y amarillo, los logotipos de Coors, Bud Light y Michelob.
Ni Corona ni Heineken para esos chicos.
Cuando cerró la puerta del coche, su cuerpo parecía hervir de ansiedad, sentía picor en la piel, los fuertes músculos estaban crispados. Estiró los brazos buscando un poco de alivio. No le sorprendió no sentir ninguna mejoría. Su maldición le arrastraba el cuerpo de un lado a otro, llevándolo a un territorio muy peligroso. Si no encontraba pronto alguna válvula de escape, tendría graves problemas. A decir verdad, él se iba a convertir en un grave problema.
«Muchas gracias, Virgen Escribana», se dijo.
Ya era malo haber nacido atolondrado y con demasiado poderío físico, imprudente y dotado de una fuerza que nunca había apreciado ni controlado. Después no se le ocurrió nada mejor que fastidiar a la mística hembra que gobernaba a su raza. Desde luego, ella se sintió feliz de poner otra capa de excremento sobre el montón de mierda en que él había nacido. Ahora, si no dejaba escapar la presión que le agobiaba de forma regular, se volvía letal.
La lucha y el sexo eran sus desahogos, los dos únicos tranquilizantes que funcionaban en él, y los usaba como un diabético usa la insulina. Dosis constantes de ambos le ayudaban a mantenerse equilibrado. Pero el remedio no siempre funcionaba. Y cuando perdía el control, las cosas se ponían muy feas para todos, incluido él.
Estaba harto de la cárcel de su cuerpo, de la necesidad de dominar sus exigencias, del esfuerzo eterno para no caer en una brutal inconsciencia. Claro, el hermoso rostro y la fuerza desmedida estaban bien. Pero con gusto habría aceptado convertirse en un enano informe y horroroso, si eso le reportara algo de paz. Ni siquiera recordaba cómo era la serenidad. Ni siquiera recordaba quién era él.
La desintegración de su propio yo se produjo con bastante rapidez. Sólo un par de años después de sufrir la maldición ya había abandonado toda esperanza de un alivio verdadero y simplemente trataba de vivir sin herir a nadie. Fue entonces cuando empezó a morir internamente, y ahora, que ya habían transcurrido más de cien años, era en su mayor parte un ser insensible, nada más que un escaparate ostentoso y en realidad vacío.
Ya no trataba de convencerse de que era algo más que una amenaza. Porque la verdad era que nadie estaba seguro a su alrededor. Y eso era lo que en verdad lo estaba matando, aún más que el abuso físico que tenía que soportar cuando la maldición emergía de él. Vivía con el temor de lastimar a alguno de sus hermanos. Hacía sólo un mes, había estado a punto de herir a Butch.
Rhage caminó alrededor del SUV y miró a través del parabrisas al macho humano. Nunca hubiera pensado que alguna vez haría buenas migas con un Homo sapiens.
—¿Te veremos más tarde, policía?
Butch se encogió de hombros.
—Quién sabe.
—Buena suerte, viejo.
—Será lo que será.
Rhage soltó una maldición en voz baja cuando el Escalade arrancó y él y Vishous cruzaron el aparcamiento caminando.
—¿Quién es ella, V? ¿Una de nosotros?
—Marissa.
—¿Marissa? ¿Como la ex shellan de Wrath? —Rhage meneó la cabeza—. Oh, por todos los cielos, quiero detalles. V, tienes que contármelo todo.
—No bromeo con eso. Y tú tampoco deberías hacerlo.
—¿No sientes curiosidad?
V no replicó y llegaron a la entrada principal del bar.
—Ah, claro. Tú ya lo sabes, ¿no es así? —dijo Rhage—. Ya sabes lo que va a pasar.
V se limitó a encogerse de hombros y tendió el brazo para abrir la puerta.
Rhage plantó una mano sobre la madera para detenerlo.
—Oye, V, ¿alguna vez sueñas conmigo? ¿Has visto mi futuro?
Vishous giró la cabeza. Bajo el brillo del neón de un anuncio de Coors, su ojo izquierdo, el que estaba rodeado de tatuajes, se puso negro. La pupila se expandió hasta inundar el iris y la parte blanca, hasta que no hubo nada más que un agujero oscuro.
Era como mirar fijamente al infinito. O quizás al destino cuando uno muere.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó el hermano.
Rhage dejó caer la mano a un costado.
—Sólo me importa una cosa. ¿Viviré lo suficiente para deshacerme de mi maldición? Ya sabes, ¿encontraré un poco de paz?
La puerta se abrió de golpe y un hombre ebrio salió dando tumbos, como un furgón con el eje roto. El sujeto se dirigió a los arbustos, vomitó, y luego se quedó boca abajo sobre el asfalto.
La muerte es una forma segura de hallar la paz, pensó Rhage. Y todos morían. Incluso los vampiros.
No miró a su hermano a los ojos de nuevo.
—Olvídalo, V. No quiero saberlo.
Tenía ante sí otros noventa y un años antes de quedar libre de la maldición. Noventa y un años, ocho meses y cuatro días faltaban para que terminara su castigo y la bestia ya no fuera parte de él. ¿Por qué habría de prestarse voluntariamente a sufrir un revés cósmico, como saber que no viviría el tiempo suficiente para verse libre de la maldita condena?
—Rhage.
—¿Qué?
—Te diré una cosa. Tu destino viene a por ti. Y ella vendrá pronto.
Rhage rio.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es la hembra? Las prefiero…
—Es una virgen.
Un escalofrío descendió por la espina dorsal de Rhage.
—Estás bromeando, ¿no?
—Mira mi ojo. ¿Crees que te estoy tomando el pelo?
V hizo una pausa y luego abrió la puerta, dejando salir una oleada de olor a cerveza y a cuerpos humanos, junto con el compás de una vieja canción de Guns N’ Roses.
Cuando entraron, Rhage murmuraba:
—Eres muy extraño, hermano. De verdad que sí.