19
Parado frente a Mary, Rhage se dijo a sí mismo que tenía que terminar con el trabajo. Simplemente debía borrarse de la memoria de la joven como quien quita una mancha de una superficie inmaculada.
Eso era doloroso, pero fácil. Lo complicado era lo otro.
Había dejado vivos por lo menos a uno o dos de los restrictores en el parque, cuando fue tras ella. Si esos hijos de perra cogían su bolso, y no podía menos que suponer que lo habían hecho, ahora estaría en el punto de mira de esos bastardos. La Sociedad ya estaba raptando civiles que no sabían nada de la Hermandad, no le importaría liquidar a humanos, y ella fue vista con él.
¿Pero qué diablos iba a hacer ahora? No podía dejarla sola en su casa, porque su dirección estaría en el permiso de conducir y sería el primer lugar donde los restrictores la buscarían. Llevarla a un hotel no era una alternativa razonable, porque no había manera de estar seguros de que ella se quedaría allí; no entendería por qué tenía que permanecer lejos de su casa si no tenía recuerdos del ataque.
Lo mejor era llevarla a la mansión, por lo menos hasta que pudiera pensar en cómo controlar toda aquella tormenta de mierda. El problema era que, tarde o temprano, alguien descubriría que la mujer estaba en su habitación de la mansión, y eso significaría malas noticias para todos. Aunque la orden de Tohr de borrarle la memoria ya estaba cumplida, los humanos estaban prohibidos en su mundo. Demasiado peligroso. Lo último que la Hermandad necesitaba era que la existencia de la raza y su guerra secreta contra los restrictores se conociera entre los Homo sapiens.
No obstante, él era responsable de la vida de Mary. Y las reglas se habían hecho para violarse…
Quizás podría convencer a Wrath de que tolerase su presencia. La shellan de Wrath era medio humana, y desde que se habían unido, el Rey Ciego era más blando en lo referente a las hembras. Tohr no podía anular las órdenes del rey. Nadie podía.
Mientras tanto, Mary necesitaba protección urgente.
Pensó en la casa de Mary. No estaba situada en un lugar muy concurrido, de modo que si la cosa se ponía peliaguda, él podía defenderla sin preocuparse mucho de que la policía humana interfiriese. Tenía abundantes armas en su coche. Podía instalarla, defenderla si llegaba el caso, y llamar a Wrath.
Rhage le limpió la mente, eliminó todos sus recuerdos desde el momento en que se bajaron del coche. Ni siquiera recordaría los besos.
Lo cual, bien mirado, era algo bueno, aunque le doliera. Qué imbécil había sido. La había presionado demasiado. Él mismo había estado a punto de estallar también. Mientras su boca y sus manos estuvieron sobre ella, el zumbido, la vibración de su cuerpo se elevaron hasta casi convertirse en un alarido. En especial cuando le tomó la mano para colocarla entre sus muslos.
—¿Hal? —Mary lo miraba fijamente, confundida—. ¿Qué está pasando?
Se sintió fatal cuando se miró en sus grandes ojos. Había borrado los recuerdos de incontables hembras humanas y nunca lo había pensado dos veces. Pero con Mary, sintió que le estaba quitando algo, que violaba su intimidad, que la traicionaba.
Se pasó una mano por la cabeza, tomó un mechón y sintió ganas de arrancárselo de la cabeza.
—¿Prefieres no cenar y volver a tu casa? No me importa, si es lo que deseas. Me encantaría pasar un rato tranquilo.
—Bien, pero… —Bajó la vista para mirarse y empezó a sacudirse el césped pegado a la ropa—. Considerando lo que le hice a esta falda cuando salimos de mi casa, quizá no debería presentarme así en público. Ya sabes, quiero quitarme la hierba de encima… Espera, ¿dónde está mi bolso?
—Tal vez lo dejaste en el coche.
—No, yo… Por Dios. —Empezó a temblar incontrolablemente, se le aceleró la respiración. Los ojos se desorbitaron—. Hal, lo lamento, yo… no sé qué me pasa, necesito… mierda.
Era la adrenalina, que fluía sin control por su cuerpo. La mente podía hallarse en calma, pero el organismo aún estaba dominado por el miedo.
—Ven aquí —dijo él, apretándola contra su cuerpo—. Déjame abrazarte hasta que se te pase.
Al tiempo que murmuraba, procuró sujetarla disimuladamente, para que no palpase el puñal que llevaba en una funda bajo su brazo, ni la Beretta de nueve milímetros que llevaba en la espalda. Recorrió los alrededores con la mirada, escrutando las sombras del parque a la derecha y el restaurante a la izquierda. Urgía subirla al coche.
—Estoy muy avergonzada —dijo ella, apretando la cara contra su pecho—. No había tenido ataques de pánico desde hace mucho tiempo.
—No te preocupes por eso. —En cuanto la chica dejó de temblar, él retrocedió—. Vamos.
La llevó deprisa hasta el vehículo y se sintió mejor cuando metió la primera marcha y salió del aparcamiento haciendo chirriar los neumáticos.
Mary buscó por todo el coche.
—Mi bolso no está aquí. Me lo habré dejado en casa. Llevo todo el día hecha un manojo de nervios. —Se recostó en el asiento y se registró los bolsillos—. Bueno, por lo menos tengo mis llaves.
El viaje fue rápido y sin incidentes. Cuando el coche se detuvo frente a su casa, Mary reprimió un bostezo y se dirigió a la puerta. Él puso una mano sobre su brazo.
—Permíteme que sea un caballero y haga eso por ti.
Ella sonrió y bajó la mirada, como si no estuviera acostumbrada a que los hombres se afanaran por complacerla.
Rhage salió. Husmeó el aire con todos sus sentidos alerta, escudriñando la oscuridad. Nada. Absolutamente nada.
Se dirigió al maletero de su coche y lo abrió. Sacó una bolsa de lona y volvió a escuchar, atento. Todo estaba tranquilo, incluso sus agudos sentidos.
Cuando le abrió a Mary la puerta, ella vio la bolsa que colgaba de su hombro y arrugó la frente.
Él meneó la cabeza.
—No planeo pasar la noche contigo ni nada parecido. Acabo de ver que mi maletero no cierra bien, y no quiero dejar esto a merced de los ladrones.
Detestaba mentir a Mary. Literalmente, le revolvía el estómago.
La chica se encogió de hombros y caminó hasta su puerta.
—Debe de haber algo importante dentro de esa bolsa.
Tenía razón, había suficiente potencia de fuego para demoler un edificio de oficinas de diez pisos. Y aun así no estaba seguro de que fuera suficiente para protegerla.
Parecía incómoda mientras abría la puerta y entraba. Él la dejó pasar de una habitación a otra, encendiendo luces y desahogando su nerviosismo, pero se mantuvo a su lado a cada paso. Mientras la seguía, revisaba puertas y ventanas. Todas estaban cerradas. El lugar era seguro, por lo menos el primer piso.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó ella.
—No, estoy bien.
—Yo tampoco tengo hambre.
—¿Qué hay arriba?
—Pues… mi habitación.
—¿Te importa mostrármela? —Tenía que revisar el segundo piso.
—Tal vez después. Es decir, ¿en realidad tienes que verla? Quiero decir… —Dejó de caminar y lo miró fijamente con las manos en las caderas—. Seré completamente sincera contigo. Nunca he tenido un hombre en esta casa. Y estoy falta de práctica en eso de la hospitalidad.
Él dejó caer al suelo la bolsa de lona. Aunque estaba listo para la batalla y tenso como un gato, le quedaba la energía mental suficiente para sentirse conmovido por las tribulaciones de la joven. Saber que nunca había habido otro macho en su espacio privado le complacía tanto que el pecho le rebosaba.
—Creo que lo estás haciendo muy bien —murmuró. Extendió la mano y le acarició la mejilla con el pulgar, pensando en lo que querría hacer con ella arriba, en esa habitación.
Inmediatamente, su cuerpo empezó a encenderse, un extraño ardor interno se condensó a lo largo de su espina dorsal.
Procuró controlarse.
—Tengo que hacer una llamada rápida. ¿Te importa si voy arriba para hacerla en privado?
—Por supuesto que no me importa. Yo… esperaré aquí.
—No tardaré mucho.
Mientras subía trotando a la habitación, sacó del bolsillo el teléfono móvil. La cubierta del aparato estaba rota, probablemente por alguna patada de un restrictor, pero aún se podía marcar. Cuando oyó el buzón de voz de Wrath, le dejó un mensaje corto y rezó para que le respondiera pronto.
Tras evaluar rápidamente la seguridad del segundo piso, regresó abajo. Mary estaba en el sofá, sentada, con las piernas encogidas.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó, esperando encontrar, no sabía por qué, caras pálidas en puertas y ventanas—. ¿Por qué estás mirando por toda la casa como si fuera un callejón de mala muerte?
—Lo siento. Es una vieja costumbre.
—Debes pertenecer a una unidad militar de todos los diablos. ¿Quieres que veamos alguna película? —Se dirigió hasta los estantes donde estaban alineados todos los DVD—. Elige lo que quieras. Yo voy a ponerme algo… —Se ruborizó—. Algo más cómodo. Y que no esté manchado de hierba.
Él esperó junto el primer escalón mientras ella se movía por la habitación. Cuando empezó a bajar la escalera, regresó rápidamente a los estantes.
Le bastó una mirada a la colección de películas para saber que tendría problemas para elegir. Había muchos títulos extranjeros y algunos muy americanos. Vio películas antiguas de la época dorada, como Tú y yo. Por Dios, si tenía Casablanca.
No vio nada de Sam Raimi o Roger Corman. ¿Acaso no había oído hablar de la serie Evil Dead? Le quedaba una esperanza. Sacó una de las cubiertas, Nosferatu, una sinfonía del horror, la película alemana clásica de vampiros, de 1922.
—¿Has encontrado algo que te guste? —preguntó ella.
—Sí.
Se volvió para mirarla y se quedó paralizado. Le pareció que estaba vestida para el amor. Pantalones de pijama de franela, con estrellas y lunas. Una pequeña camiseta sin mangas. Unos mocasines flexibles, de gamuza.
Coqueta, dio un tirón al dobladillo de la camiseta, tratando de bajarla todavía más.
—Pensé ponerme unos vaqueros, pero estoy cansada, y esto es lo que uso para la cama… eh, para relajarme. Ya sabes, nada extravagante.
—Me gustas así —dijo él en voz baja—. Me encantas.
Estaba para comérsela.
Puso la película, tomó la bolsa de lona, la llevó hasta el sofá, y se sentó en el extremo opuesto. Se desperezó, tratando de fingir que estaba relajado. La verdad era que se encontraba muy tenso. Entre el temor a que los restrictores irrumpieran en la casa, el deseo de que Wrath llamara cuanto antes, y el impulso de devorar lo que había entre aquellos muslos, estaba a punto de estallar.
—Puedes poner los pies sobre la mesa, si quieres —dijo ella.
—Estoy bien. —Extendió el brazo y apagó la lámpara que estaba a su izquierda, con la esperanza de que ella se durmiera. Por lo menos podría recorrer el lugar y vigilar el exterior sin irritarla ni intrigarla.
A los quince minutos de empezar la película, ella se rindió.
—Lo siento, pero me muero de sueño.
Hal la miró. El cabello le caía sobre los hombros y se abrazaba, de puro cansancio. Su piel relucía con un leve resplandor bajo la luz del televisor y tenía los párpados caídos.
«Así de hermosa debe de estar al despertarse, por las mañanas», pensó.
—Duerme, Mary. Pero yo me quedaré un poco más, ¿de acuerdo?
—Sí, por supuesto. Pero…, Hal…
—Espera. ¿Me harías el favor de llamarme por mi… otro nombre?
—Está bien, ¿cuál es?
—Rhage.
Ella frunció el ceño.
—¿Rhage?
—Sí.
—Ah, claro. ¿Es un apodo o algo así?
Él cerró los ojos.
—Sí.
—Bueno, Rhage… Gracias por esta noche. Por ser tan tolerante, quiero decir.
Él soltó una maldición por lo bajo, pensando que debería abofetearlo en lugar de sentirse agradecida. Casi había hecho que la mataran. Ahora era un objetivo de los restrictores. Y si supiera la mitad de las cosas que quería hacer con su cuerpo, seguramente se encerraría en el baño.
—Está bien, ¿sabes? —murmuró ella.
—¿Qué está bien?
—Sé que quieres que seamos sólo amigos.
—¿Amigos?
Ella esbozó una sonrisa.
—Lo que quiero decir es que no debes pensar que malinterpreté el beso que me diste cuando fuiste a recogerme. Sé que no fue… ya sabes. De todos modos, no tienes por qué preocuparte. No me hice una idea equivocada.
—¿Por qué crees que me preocuparía que tú hicieras eso?
—Estás sentado en el otro extremo de este sofá, rígido como una tabla. Como si temieras que te saltara encima.
Él escuchó un ruido en el exterior y sus ojos se dirigieron raudos a la ventana de la derecha. Pero era sólo una hoja que el viento había hecho chocar contra el vidrio.
—No pretendía hacerte sentir incómodo —exclamó ella—. Sólo quería… ya sabes, tranquilizarte.
—Mary, no sé qué decir.
La verdad la aterrorizaría. Y ya le había mentido lo suficiente.
—No digas nada. Tal vez no debí traer eso a colación. Sólo quise decir que me alegra que estés aquí. Como amigo. Disfruté con ese paseo en tu coche. Y me gusta pasar el tiempo contigo. No necesito más de ti, honestamente. Eres un amigo excelente.
Rhage suspiró. En toda su vida adulta, ninguna hembra lo había llamado amigo. O había valorado su compañía por algo que no tuviera que ver con el sexo.
Susurró unas palabras en el antiguo idioma:
—Carezco de palabras, mi hembra. Porque ningún sonido de mi boca es digno de tu oído.
—¿Qué idioma es ese? —preguntó ella al oír la incomprensible parrafada.
—Es mi lengua materna.
Ella ladeó la cabeza, contemplándolo intrigada.
—Me recuerda al francés… aunque no, más bien parece eslavo. ¿Es húngaro o algo así?
Él asintió.
—Básicamente.
—¿Qué has dicho en ese idioma?
—A mí también me agrada estar aquí contigo. Eso he dicho.
Ella sonrió y bajó la cabeza. Se tapó con una manta y cerró los ojos.
En cuanto confirmó que se había quedado dormida, abrió el cierre de la bolsa de lona y verificó que las armas estaban cargadas. Luego recorrió la casa, apagando todas las luces. Cuando hubo total oscuridad, sus ojos se adaptaron a ella y sus sentidos se afinaron al máximo.
Exploró el bosque que había detrás de la casa. Y el prado de la derecha. Y la casona de la granja distante. Y la calle de enfrente.
Escuchó, rastreando las pisadas de animales sobre el césped, percibiendo el viento que azotaba los listones de madera del granero. Cuando la temperatura descendió en el exterior, escudriñó cada resquicio de la casa, tanteando, buscando una posible entrada. Rondó de una habitación a otra, hasta que quedó satisfecho.
Revisó el teléfono móvil. Estaba encendido, con el timbre activado. Y el aparato estaba recibiendo señal.
Soltó una maldición. Caminó un poco más.
La película terminó. La reinició por si ella se despertaba y quería saber por qué aún estaba allí. Luego recorrió de nuevo el primer piso.
Cuando regresó al salón recibidor, se frotó la frente y notó que estaba bañada en sudor. En la casa hacía demasiado calor, más del que estaba acostumbrado a soportar, o quizá sólo estaba nervioso. De cualquier modo, estaba sudando, así que se quitó la chaqueta y puso las armas y el teléfono móvil dentro de la bolsa de lona.
Mientras se subía las mangas, se situó junto a ella y se deleitó con su respiración lenta y uniforme. Parecía pequeña en aquel sofá, y aún más con sus grandes ojos grises de guerrera ocultos tras párpados y pestañas. Se sentó junto a ella y, con gran delicadeza, la cambió de posición de modo que quedara acomodada sobre su brazo.
Junto a sus músculos, se veía diminuta.
Despertó, levantó la cabeza.
—¿Rhage?
—Vuelve a dormirte —susurró él, atrayéndola contra su pecho—. Déjame abrazarte. Eso es todo lo que haré.
Absorbió su suspiro por la piel y cerró los ojos mientras ella le rodeaba la cintura con el brazo e introducía la mano entre el costado y el sofá.
Calma.
Todo estaba muy calmado. Calma en la casa. Calma en el exterior.
Tuvo el estúpido impulso de despertarla y cambiarla de posición otra vez, sólo para disfrutar una vez más la maravillosa sensación que le producía que se apretara contra él.
Pero no lo hizo, sino que se concentró en la respiración de la mujer, acompasando las contracciones y dilataciones de sus propios pulmones con los suyos.
Tanta… tranquilidad.
Y calma.