17
Mary no fue a trabajar. En lugar de eso, se dirigió a su casa, se desnudó y se metió en la cama. Una corta llamada a la oficina y ya tenía, no sólo el día libre, sino también toda la semana siguiente. Iba a necesitar ese tiempo. Después del largo fin de semana del Día de la Raza se sometería a una multitud de pruebas, y luego ella y la doctora Della Croce se reunirían para hablar de las distintas posibilidades que había.
Lo más extraño era que Mary no estaba sorprendida. Siempre supo en lo más profundo de su corazón que sólo habían intimidado a la enfermedad, forzándola a una retirada temporal, no a una rendición definitiva.
O quizá simplemente estaba conmocionada y la enfermedad era para ella algo familiar.
Cuando pensaba en lo que le esperaba, lo que más le asustaba no era el dolor, sino la pérdida de tiempo. ¿Cuánto pasaría hasta que controlaran la enfermedad de nuevo? ¿Cuánto duraría la última tregua? ¿Cuándo podría volver a su vida normal?
Se negó a pensar que había una alternativa a la remisión. No llegaría a ese punto.
Se colocó de costado, se quedó mirando la pared del otro lado de la habitación y pensó en su madre. La vio pasando las cuentas del rosario con las yemas de los dedos, murmurando palabras devotas mientras yacía en cama. La combinación de manoseo y susurros la había ayudado a encontrar un alivio mucho mayor del que la morfina podía darle. Porque, de alguna manera, incluso en medio de su infierno, aun en el clímax del dolor y del miedo, su madre había creído en los milagros.
Mary siempre quiso preguntarle a su madre si en realidad pensaba que se salvaría, y no en el sentido metafórico, sino de una manera práctica. ¿En verdad había creído Cissy que si decía las palabras correctas y tenía a su alrededor los objetos adecuados se curaría, caminaría de nuevo, viviría de nuevo?
Jamás le hizo tales preguntas. Un interrogatorio semejante habría sido cruel, y de todos modos Mary ya sabía las respuestas. Siempre tuvo el presentimiento de que, hasta el mismo fin, su madre esperaba una redención temporal.
Pero también pensaba a veces que ella, Mary, simplemente había proyectado sus propios deseos. Para ella, la gracia salvadora significaba que había que vivir la vida como una persona normal: como si uno fuera saludable y fuerte, y la perspectiva de la muerte algo muy lejano, una hipótesis poco menos que descabellada. Una deuda que se pagaría en un futuro remoto.
Tal vez su madre lo había visto de una forma diferente, pero una cosa sí era segura: el desenlace fue el previsto. Sus oraciones no la habían salvado.
Mary cerró los ojos, y el agotamiento la invadió. A medida que la envolvía completamente, se sintió agradecida por el vacío temporal que se avecinaba. Durmió varias horas, perdiendo y recuperando la conciencia, revolviéndose en la cama.
Despertó a las siete, extendió la mano en busca del teléfono y marcó el número que Bella le había dado para llamar a Hal. Colgó sin dejar un mensaje. Probablemente, cancelar la cita era lo correcto, porque no iba a ser una compañía muy agradable, pero se sentía egoísta. Quería verlo. Hal la hacía sentirse viva, y en ese preciso momento necesitaba como nunca tal estímulo.
Tras darse una ducha rápida, se puso una falda y un suéter de cuello de cisne. En el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño vio que ambas prendas le quedaban más holgadas que antes, y pensó en la balanza del consultorio de la doctora. Esa noche probablemente iba a comer con el mismo apetito de Hal, porque Dios sabía que no había razón alguna para moderarse. Si lo que se avecinaba era otra tanda de quimioterapia, lo mejor sería engordar unos cuantos kilos.
Ese pensamiento la dejó helada.
Se pasó las manos por el pelo y tiró del cuero cabelludo. Dejó escurrir el cabello entre los dedos. Pensó que era muy vulgar, con aquel triste color castaño. Qué más daba.
La idea de perderlo otra vez, por la quimioterapia, la puso al borde de las lágrimas.
Con una expresión sombría, se recogió el cabello, lo retorció en un moño, y lo sujetó con una horquilla.
Minutos más tarde había salido por la puerta principal y esperaba en el camino de entrada. El frío la sorprendió y se dio cuenta de que había olvidado ponerse un abrigo. Regresó adentro, tomó una chaqueta de lana negra, y en ese proceso perdió las llaves.
¿Dónde estaban las llaves? ¿Las había dejado en la…?
Sí, las llaves estaban en la puerta.
Cerró la puerta al salir, giró la llave en la cerradura y luego la guardó en el bolsillo del abrigo.
Mientras esperaba, pensó en Hal.
«Lleva el pelo suelto para mí».
Muy bien.
Soltó el pasador y se peinó con los dedos lo mejor que pudo. Y luego se quedó inmóvil.
La noche estaba muy tranquila, pensó. Y por eso vivía en una granja; no tenía más vecino que Bella.
Lo cual le recordó que había tenido la intención de llamarla para contarle cómo fue la cita de la otra noche, pero luego no se sintió con fuerzas suficientes. Mañana. Hablaría con Bella mañana. Y le contaría las dos citas.
Vio las luces de un coche que se acercaba por el sendero, acelerando con un potente rugido que ella escuchó con claridad. Si no hubiera sido por los dos faros, habría pensado que lo que venía por la carretera era una Harley.
Cuando el coche acondicionado para carreras, de llamativo color púrpura, se detuvo frente a ella, Mary pensó que parecía un GTO de alguna clase. Lustroso, ruidoso, espectacular… totalmente adecuado para un hombre al que le gustaba la velocidad y se sentía cómodo llamando la atención.
Hal salió del puesto del conductor y dio la vuelta alrededor del capó. Llevaba puesto un traje negro, muy atildado, con una camisa oscura. Se había peinado el pelo hacia atrás y le caía en doradas mechas hasta la nuca. Parecía una aparición, tan sensual, poderoso y misterioso.
Pero su expresión no era de ensueño. Tenía los ojos, los labios y la mandíbula apretados.
Aun así, sonrió un poco cuando se aproximó a ella.
—Llevas el cabello suelto.
—Era lo acordado.
Alzó las manos como para tocarla, pero vaciló.
—¿Estás lista?
—¿Adónde vamos?
—Hice una reserva en el Excel. —Dejó caer el brazo y desvió la mirada, silencioso, inmóvil.
Dudó.
—Hal, ¿estás seguro de que quieres hacer esto? Es obvio que estás un poco indispuesto esta noche. Francamente, yo también.
Él dio un paso atrás y se quedó mirando el pavimento, rechinando los dientes.
—Podemos dejarlo para alguna otra ocasión —insistió ella, pensando que el tipo era demasiado amable como para marcharse sin prometerle alguna compensación—. No tiene import…
Él se movió tan rápido que ella no pudo seguirlo. En un momento estaba a un metro de distancia; al siguiente, pegado a su cuerpo. Le tomó la cara entre las manos y colocó los labios en los suyos. Con las bocas juntas, la miró directamente a los ojos.
No había pasión en él, sólo una sombría determinación que convirtió el gesto en una especie de promesa solemne.
Cuando la soltó, ella salió despedida hacia atrás. Y cayó al suelo de culo.
—Ay, por Dios, Mary, lo siento. —Se arrodilló—. ¿Estás bien?
La joven asintió, aunque no lo estaba. Se sentía torpe y ridícula, allí despatarrada en el suelo.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí. —Haciendo caso omiso de la mano que le ofrecía, se levantó y se sacudió los restos de césped. Gracias a Dios, la falda era de color marrón y el suelo estaba seco.
—Venga, vayamos a cenar, Mary. Vamos.
Una mano grande se deslizó alrededor de su nuca y la guio hasta el coche sin dejarle más opción que seguirlo.
De todas formas, no se le había pasado por la cabeza resistirse. Estaba abrumada por toda una serie de cosas, él entre ellas, y demasiado cansada como para oponer cualquier resistencia. Además, algo había pasado entre ellos en el instante en que sus bocas se tocaron. No tenía idea de lo que era o significaba, pero se trataba de una atracción muy fuerte.
Hal abrió la puerta y la ayudó a entrar en el coche. Cuando él se acomodó en el asiento del conductor, Mary se volvió a contemplar el impecable interior, para no tener que mirar el perfil del hombre.
El vehículo rugió cuando lo puso en marcha, y tomaron el sendero que iba de la casa hasta el stop de la carretera 22. Miró a ambos lados y luego aceleró hacia la derecha. El rugido del motor subía y bajaba como una respiración, a medida que cambiaba de marcha una y otra vez.
—Es un coche espectacular —dijo ella.
—Gracias. Mi hermano lo hizo para mí. A Tohr le encantan los automóviles.
—¿Qué edad tiene tu hermano?
Hal sonrió ligeramente.
—La edad suficiente.
—¿Es mayor que tú?
—Sí.
—¿Tú eres el menor?
—No, pero no se trata de lo que piensas. No somos hermanos porque hayamos nacido de la misma hembra.
Hembra. Por Dios, a veces tenía una manera de hablar bastante especial.
—¿Os adoptó la misma familia?
Él negó con la cabeza.
—¿Tienes frío?
—Eh, no. —Se miró las manos. Estaban incrustadas en su regazo tan profundamente que los hombros se le habían encorvado hacia delante. Lo cual explicaba por qué pensaba él que tenía frío. Trató de relajarse—. Estoy bien.
Miró por el parabrisas. La doble línea amarilla en el centro de la carretera brillaba, iluminada por los faros. Y el bosque llegaba hasta el borde mismo del asfalto. En la oscuridad, la ilusión óptica de que estaban en un túnel era hipnótica. Se diría que aquella carretera era infinita.
—¿Qué velocidad alcanza este coche? —preguntó con un murmullo.
—Mucha.
—Hazme una demostración.
Sintió que los ojos del hombre la perforaban desde el otro lado del asiento. Luego cambió a la marcha anterior, pisó el acelerador, y salieron disparados.
El motor rugía como un ser vivo y el coche vibraba mientras los árboles pasaban como rayos, en una imagen borrosa, similar a un muro negro lleno de rayas blancas. Avanzaban cada vez más rápido, pero Hal conservó un total control del vehículo, tomando las curvas apretadamente, saliendo del carril y volviendo a él con un movimiento zigzagueante y seguro.
Cuando empezó a disminuir la velocidad, ella colocó una mano sobre uno de sus gruesos muslos.
—No te detengas.
Él vaciló un instante. Luego extendió el brazo y encendió el equipo de sonido. «Dream Weaver», el himno de los años setenta, inundó el interior del coche. El volumen parecía estar al máximo, era ensordecedor. Pisó el acelerador y el coche casi explotó, llevándolos a una velocidad suicida por el interminable camino libre de tráfico.
Mary bajó la ventanilla para dejar entrar el aire. El viento le enredó el cabello y heló sus mejillas, despertándola del relativo aturdimiento en que había estado desde que salió del consultorio médico. Empezó a reír, y aunque notaba el dejo de histeria que había en su voz, no le importó. Asomó la cabeza, exponiéndola al gélido viento ululante.
Y dejó que el hombre y el coche la llevaran a su antojo.
‡ ‡ ‡
El señor X vio a sus dos nuevos escuadrones de élite entrar en la cabaña para celebrar otra reunión. Los cuerpos de los restrictores ocuparon el espacio libre, reduciendo el tamaño de la habitación y haciéndole sentirse satisfecho de tener suficiente fuerza para cubrir la vanguardia. Les había ordenado presentarse para mantener la rutina disciplinaria, pero también quería ver personalmente cómo habían reaccionado ante la noticia de que el señor O era ahora su jefe directo.
Este fue, precisamente, el último en entrar, y se encaminó directamente a la puerta de la alcoba, apoyándose contra el quicio con naturalidad, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su mirada era aguda, pero ahora había en ella algo de reserva, una reticencia que le era mucho más útil de lo que antes había sido su furia. Parecía como si el peligroso cachorro hubiera sido amaestrado, y si esa tendencia continuaba, ambos, él y el jefe, habrían sido afortunados. El señor X necesitaba un segundo en el mando.
Con las bajas que habían sufrido últimamente, tenía que concentrarse en el reclutamiento, y eso requería dedicación completa. Escoger los candidatos correctos, atraerlos a la causa, amoldarlos; cada paso del proceso exigía concentración y dedicación. Pero mientras él se encontraba renovando las filas de la Sociedad, no podía permitir que la estrategia de rapto y persuasión que había establecido perdiera impulso. Además, el desorden, la anarquía entre los cazavampiros era algo que no podía tolerar.
O tenía buenas condiciones para llegar a ser su mano derecha. Era entregado, despiadado, eficiente, inteligente: un factor de poder, que motivaba a los demás mediante el miedo. Si el Omega había conseguido eliminar sus tendencias rebeldes, estaría cerca de la perfección.
Era hora de empezar la reunión.
—Señor O, háblenos de las propiedades.
El restrictor comenzó a dar su informe sobre los dos terrenos que había visitado durante el día. El señor X ya había decidido comprar ambos, pagando en efectivo. Y mientras se cerraban esas transacciones, quería que los escuadrones erigiesen un centro de persuasión en un terreno de treinta hectáreas que ya poseía la Sociedad. El señor O se haría cargo del lugar al final, pero debido a que el señor U había supervisado proyectos de construcción en Connecticut, él sería quien dirigiese la fase de edificación del centro.
Las características principales de la misión serían la velocidad y la idoneidad. La Sociedad necesitaba otros sitios donde trabajar, lugares que fueran aislados, seguros y aptos para su trabajo. Y los necesitaban cuanto antes.
Cuando el señor O terminó su exposición, X delegó la responsabilidad de la edificación del centro a él y al señor U, y a continuación ordenó a los hombres que salieran a las calles durante la noche.
El señor O se quedó tras la reunión.
—¿Tenemos asuntos pendientes? —preguntó el señor X—. ¿Algún problema que requiera la intervención de su querido Omega?
Los pardos ojos del señor O brillaban, pero no perdió el control. Más pruebas de su mejoría.
—Quiero construir algunas áreas de almacenamiento en las nuevas instalaciones.
—¿Para qué? Nuestro propósito no es conservar a los vampiros como mascotas.
—Espero tener más de un sujeto a la vez y quiero conservarlos el mayor tiempo posible. Pero necesito recintos de los que no puedan salir desmaterializándose y que los protejan de la luz solar.
—¿Qué tienes en mente?
La solución que el señor O expuso en detalle no sólo era factible, sino económicamente viable.
—Hazlo —dijo el otro, sonriendo.