Lamentación sobre la muerte

Oh mi amado, mi esposo, mi amigo,

oh gran sacerdote,

no te canses de beber y comer

de estar ebrio y de amar.

Da una bonita fiesta.

Día tras día obedece a tu corazón,

y no lo sumas en penas.

¿Qué son los años que no se pasan en la tierra?

Occidente es un país de sueño y de profundas tinieblas;

el lugar donde viven quienes un día se fueron,

y que ahora reposan en sus sarcófagos.

No se despiertan para ver a sus hermanos.

No ven ni a su padre, ni a su madre,

sus corazones olvidan a sus mujeres y a sus hijos.

El agua de la vida, de la que todas las bocas se nutren,

para mí es la sed.

Pues va hacia quienes están en la tierra.

La sed es mi parte.

El agua está cerca de mí,

y no sé dónde está,

desde que viene a este valle.

Dame a beber agua corriente.

Dime: «Que tu majestad no esté lejos del agua».

En la orilla, vuelve mi rostro hacia el viento del norte.

¡Ah, haz que en su dolor, mi corazón se refresque!

En cuanto a la muerte, un nombre tiene: «Ven».

Todos los a ella llamados,

hacia ella van sin tardanza.

Sus corazones se espantan, pues la temen.

No existe dios u hombre que la vea,

y sin embargo alcanza a mayores y chicos.

No hay quien pueda apartar su designio,

ni de sí mismo, ni de sus seres queridos.

A la madre arranca el hijo,

con más gusto que al anciano

que avanza hacia su vecindad.

Todos los temerosos ruegan ante ella:

y ella no los escucha. No viene a quienes la alaban,

no escucha a quien la celebra,

no mira lo que le es ofrecido.

¡Oh! Vosotros que vendréis a este país,

ofrecedme incienso, y agua, en todas las fiestas de Occidente.