19

A Jonathan Hazelstone le negaron la mañana de su ejecución el privilegio habitual de elegir un buen desayuno, alegando que antes de todas las operaciones importantes, los pacientes tenían que contentarse con un ligero refrigerio. En vez de los huevos con jamón que había pedido, le permitieron tomar una taza de café y recibir la visita de un capellán anglicano. A Jonathan le resultaba difícil decidir qué era más desagradable. Pero, en realidad, le parecía que era preferible el café.

Sus lazos con la Iglesia se habían cortado durante el juicio y el obispo había llegado a la conclusión de que la negativa de las autoridades eclesiásticas a intervenir en su favor se debía a la envidia que sabía que le tenían muchos de sus colegas por la rapidez con que había ascendido al obispado. No tenía ni idea de qué partes de su confesión, especialmente elegidas por el Konstabel Els, habían sido enviadas al arzobispo.

—Yo sabía que el tipo era progresista —murmuró el arzobispo al leer aquel documento extraordinario—. Pero la verdad es que esta vez ha ido demasiado lejos.

Y recordó cómo Jonathan había admitido que había utilizado todos los métodos posibles para atraer a la gente a la Iglesia. «High Church en ritual, Low Church en el enfoque, ése es mi sistema», había dicho Jonathan, y el arzobispo comprendía ahora lo que había querido decir. Combinar sodomía con genuflexión era ser High Church y Low Church y no era sorprendente qué sus congregaciones hubieran crecido tan de prisa.

«Creo que cuanto menos se hable de este asunto, mejor», había decidido el arzobispo, y la Iglesia le había abandonado por completo.

El capellán que fue a visitarle en sus últimas horas no era sudafricano. No habían podido convencer a ningún párroco respetable para que atendiera a las necesidades espirituales de un hombre que había deshonrado a la institución, y hasta el obispo de Piemburgo había rechazado la invitación.

—Hay momentos en que un hombre necesita estar solo —explicó por teléfono al alcaide de la prisión—. Y éste es sin duda uno de ellos —y había vuelto a la tarea que estaba realizando, que era redactar un sermón sobre la hermandad del hombre.

Al final, fue a un capellán de Cambridge, que estaba visitando Piemburgo durante sus largas vacaciones, al que engatusaron y llevaron a la prisión de Piemburgo para atender a las necesidades espirituales del preso.

—Tengo entendido que hay unas chumberas sumamente interesantes en el huerto de la cárcel —le explicó el vicario de Piemburgo al capellán, al que le interesaban mucho más las necesidades físicas de las plantas de terreno pedregoso que las espirituales de sus semejantes, y el capellán había querido aprovechar la oportunidad que le brindaba la ejecución para ver aquellas magníficas chumberas.

Una vez en la celda, el capellán no sabía muy bien qué decir.

—¿No estuvo usted por casualidad en la marina? —preguntó por fin.

Jonathan negó con un gesto.

—Es que me parecía —continuó el capellán—. Había un guardia-marina en el Clodius en el cuarenta y tres, creo que fue, o quizá fuera en el cuarenta y cuatro. Se llamaba Hazelnut.

—Yo me llamo Hazelstone —dijo el obispo.

—Así se llamaba. Qué olvidadizo soy. En mi profesión, conoce uno tanta gente.

—Me lo imagino —dijo el obispo.

El capellán hizo una pausa y contempló cadenas y grilletes.

—¿Lleva usted eso siempre? —preguntó—. Debe ser incomodísimo.

—Sólo cuando me van a ahorcar —dijo el obispo.

El capellán creyó detectar cierta aspereza en el comentario y recordó la razón de su visita.

—¿Le gustaría decirme algo? —preguntó.

El obispo pensó que le gustaría decirle muchísimas cosas pero no le parecía que tuviera mucho sentido hacerlo.

—No —dijo—, ya me he confesado.

El capellán suspiró aliviado. Aquellos trances eran tan embarazosos, pensó.

—Yo, en realidad, nunca he asistido a una ejecución —murmuró al fin.

—Tampoco yo —dijo el obispo.

—Cosas desagradables —continuó el capellán—, desagradables pero necesarias. Y, de todos modos, dicen que la horca es rápida e indolora. Estoy seguro de que se quedará usted muy aliviado cuando termine todo.

El obispo, cuya esperanza en la vida eterna se había esfumado junto con su fe, no estaba seguro de que «aliviado» fuera la palabra correcta. Intentó cambiar de tema.

—¿Viene usted a menudo aquí? —preguntó.

—¿A la cárcel?

—A Sudáfrica, aunque es más o menos lo mismo.

El capellán ignoró el comentario. Era un firme defensor del punto de vista sudafricano en su facultad, y no hacía caso a los liberales.

—Procuro desplazarme a climas veraniegos por lo menos una vez al año —dijo—. Los pregraduados son tan irreligiosos en estos tiempos… Y, además, lo que a mí me interesa de veras es la horticultura y la jardinería. Y Sudáfrica está llena de huertos y jardines maravillosos.

—Entonces quizá sea capaz usted de apreciar este poema —dijo el obispo, y empezó a recitar «Los heraldos»:

Lenguaje encantador y delicioso, caña de azúcar,

Miel de rosas, ¿a dónde marchito vuelas?

Aún seguía recitando cuando llegaron el alcaide y el verdugo Els. Mientras le quitaban las cadenas y le colocaban el arnés para sujetarle los brazos, el obispo prosiguió:

La auténtica belleza mora en lo alto: la nuestra es una llama,

Pero de allí tomada para allá iluminarnos.

La belleza y las bellas palabras deberían ir unidas.

—Estas hebillas cabronas —decía Els, que tenía dificultades con las correas.

La solemne procesión salió a la luz del sol, a la claridad del patio de la cárcel. Jonathan, tambaleante, entre Els y el viejo guardián, miró por última vez a su alrededor. Frente a la pintura negra de la Casa de la Muerte había una ambulancia blanca incongruente. Para desconcierto de todos, el condenado se echó a reír.

—Lúgubre palidez mancha la puerta —gritó.

Los heraldos vienen. Ved, ved su señal;

blanco es su color y miran mi cabeza.

Los dos hombres de la ambulancia miraban horrorizados a aquel hombre que daba gritos y cuyo cadáver tenían que recoger y trasladar al hospital para la operación de trasplante.

¿Pero han de llevarse mi corazón? ¿Deben apagar

esos encendidos sentimientos que allí se engendraron?

El grupito subió las escaleras del patíbulo precipitadamente. El viejo guardián ayudó a Els a colocar al obispo sobre la trampilla y bajó luego la escalera apresurado y cruzó el patio y se metió en su despacho. No es que fuese melindroso, pero no quería estar cerca de la horca cuando él accionase la palanca, y, además, tenía una buena excusa para justificar su ausencia. Tenía que telefonear al hospital en el momento en que la ambulancia saliera de la cárcel.

El obispo seguía recitando allí sobre la trampilla. El alcaide le preguntó al capellán qué era un heraldo. El capellán le dijo que creía que debía ser un miembro del género Hydrangea, aunque le parecía recordar haber servido a las órdenes de un capitán Heraldo durante la guerra. Els intentaba colocarle la bolsa de tela en la cabeza al obispo. Le resultaba un poco difícil porque el obispo era muy alto y evidentemente la bolsa había sido hecha para una cabeza mucho más pequeña. Els no podía obligar al obispo a doblar las piernas, porque las correas le impedían todo movimiento. Al final, el alcaide tuvo que aupar a Els para que pudiera colocar bien la capucha. Y tuvo que repetir la suerte cuando llegó el momento de poner el lazo corredizo alrededor del cuello del condenado y entonces Els apretó tanto el nudo que el obispo se vio obligado a interrumpir su recitado.

—Ha de transformarme la torpeza en un ne… —y ahí se detuvo.

—Pero por Dios, Els, aflójelo un poco —gritó el alcaide al interrumpirse el poema—. Tiene usted que ahorcarle, no que estrangularle.

—Creo que crecen mucho mejor en terreno arenoso —dijo el capellán.

—¿Le parece que queda suficientemente flojo así? —preguntó Els después de aflojar el lazo hasta el punto de que colgaba inerte sobre los hombros del obispo. Estaba harto de que la gente le dijese cómo tenía que hacer su trabajo. Si el alcaide sabía tanto de horcas y ahorcamientos, por qué no hacía él mismo el trabajo.

—¿Qué dice? —preguntó el alcaide al capellán.

—Las hydrangeas.

—Necio —dijo el obispo reanudando el recitado.

Els se acercó a la palanca.

—Aún me han dejado —continuó la voz apagada del obispo a través de la bolsa de tela.

Els accionó la palanca y el encapuchado desapareció por la trampilla y su voz, confusa ya, quedó silenciada por el golpe aterrador que siguió. Mientras la tapa de la trampilla caía de golpe y el patíbulo se balanceaba inquietantemente por el impacto, el capellán, al que los indicios de mortalidad que acababa de presenciar le recordaron el objetivo de su visita, rezó una oración por el muerto.

—Recemos por el alma de los que han partido aunque no sepamos hacia dónde —dijo, y bajó la cabeza.

El alcaide y Els cerraron los ojos y escucharon con la cabeza baja, mientras él rezaba. El capellán murmuró durante varios minutos, hasta que concluyó al fin:

—Y que tu siervo pueda partir en paz, amén.

—Amén —dijeron a la vez el alcaide y Els.

Los hombres que estaban en el patíbulo alzaron la cabeza y Els dio un paso al frente para atisbar por la trampilla. La soga había dejado de balancearse y colgaba más bien flácidamente, pensó Els, considerando el peso de su carga. Cuando se le acostumbró la vista a la oscuridad de abajo, Els empezó a darse cuenta de que faltaba algo. El lazo corredizo de la soga colgaba vacío y suelto. La oración del capellán había tenido éxito. El siervo de Dios había partido sin lugar a dudas, y, evidentemente, en una pieza, además, Dios sabía hacia dónde. La parte inferior del patíbulo estaba absolutamente vacía.

El obispo, mientras caía hacia la eternidad, pensaba que eran muy correctas las últimas palabras que había dicho y se alegraba de no haber llegado al verso siguiente que decía: «Vos aún sois mi Señor», porque ya no creía. Se preparó para el terrible golpe en el cuello, pero el dolor llegó de otra extremidad completamente distinta. «Los callos», pensó, al dar en el suelo con un golpe tremendo. Rodó luego de costado, atravesó la puerta y salió al patio iluminado por el sol. La bolsa de tela se había rasgado y tenía dolores intensos en las piernas, pero era evidente que no tenía el cuello roto, aunque pudiera tener rotas otras partes del cuerpo. Permaneció inmóvil, esperando a que Els bajara a recogerlo para un segundo intento y no se sorprendió en absoluto cuando sintió que unas manos le agarraban por los pies y los hombros.

Instantes después se encontraba en una camilla y le metían en una ambulancia. Se cerraron las puertas, la ambulancia arrancó, se detuvo un momento mientras abrían las puertas de la prisión, y luego se lanzó a la calle, con la sirena aullando.

Atrás, la Casa de la Muerte había comenzado a cumplir las predicciones del viejo guardián. Bajo el impacto de la estampida que se produjo en el patíbulo cuando el aturdido verdugo que atisbaba por la trampilla resbaló y se agarró a las piernas del alcaide para no caer, las paredes del patíbulo se inclinaron lentamente hacia dentro y, con estruendo de paredes que se desmoronaban, alcaides, verdugos y capellanes desaparecieron de la vista en una densa nube de polvo negro. El viejo guardián, sentado en su despacho, dio gracias al cielo por su buena suerte.

—Yo ya dije que no era segura —murmuró, y cogió el teléfono para llamar al hospital.

Mientras la ambulancia recorría veloz las calles de Piemburgo, Jonathan Hazelstone sentía que en el enfermero iba soltándole las correas que le sujetaban brazos y piernas. Notó que se deslizaba una mano bajo su camisa y le palpaba el pecho.

—Está perfectamente. Aún late —oyó que le decía el enfermero al chofer. Jonathan contuvo el aliento hasta que la mano se retiró. Entonces, se relajó lentamente. A su alrededor se filtraban los ruidos de la ciudad a través de la bolsa de lona y mientras estaba tendido allí, Jonathan Hazelstone comprendió por vez primera que, ante lo que le esperaba, morir ahorcado podría resultar infinitamente preferible.

«No puedo permitir que me roben el corazón», se dijo, mientras la ambulancia cruzaba las puertas del hospital de Piemburgo y se paraba a la entrada del depósito de cadáveres.

Dentro del hospital la noticia de la ejecución había llegado acompañada de la petición del viejo guardián de que enviaran a la cárcel varias ambulancias más para llevarse a las víctimas del desastroso derrumbamiento de la Casa de la Muerte. La atmósfera tensa del hospital se convirtió en un estado de pánico absoluto. Al Kommandant, preparado ya para la operación, le administraron un anestésico general y le llevaron inconsciente al teatro de operaciones. Mientras los cirujanos se preparaban para el trasplante, los conductores de ambulancias corrían a sus vehículos y se hacían preparativos para recibir el esperado aflujo de víctimas de la cárcel. Enfermeras aturdidas ya por haber tenido que tratar con todos los lunáticos heridos en la matanza de Fort Rapier, se preparaban para afrontar el nuevo desastre. Cuando llegó la ambulancia con Jonathan Hazelstone al depósito, la recibió un desconcierto general.

—Vuelvan a la cárcel —gritó un enfermero desde una ventana cuando los dos camilleros llevaban al donante al depósito—. Ha habido una gran catástrofe.

Los dos hombres regresaron rápidamente a su ambulancia y se pusieron en marcha. Solo en el depósito de cadáveres y tras unos instantes de inmovilidad, el obispo saltó de la camilla y se quitó la bolsa de tela de la cabeza y miró a su alrededor. Bajo las sábanas que cubrían formas inmóviles, descubrió lo que buscaba, y cuando los dos enfermeros llegaron a llevarse al donante para el trasplante, el cadáver que yacía bajo la sábana blanca, con la cabeza cubierta con una bolsa de tela gris, contenía un corazón que estaba demasiado frío e inmóvil para poder servir de mucho al Kommandant van Heerden.

Mientras se iniciaba la operación, lo que quedaba del difunto obispo de Barotselandia caminaba cuesta arriba con una leve cojera, hacia la mansión de Jacaranda y, mientras caminaba, cantaba lo siguiente:

Aunque os vayáis, yo no me voy; seguid vuestro camino:

Pues Tú aún eres mi Dios, es todo lo que vos

Quizá con más ornato podéis decir.

Marchad, aves de primavera: dejad sitio al invierno.

Dejad que una palidez lúgubre manche la puerta.

Para que todo lo que hay tras ella sea más vivo que antes.

Jonathan Hazelstone había empezado a pensar que quizá hubiera, en realidad, motivos para recuperar la fe.

El estado de pánico que reinaba en el hospital de Piemburgo cuando llegó la ambulancia que llevaba al obispo no fue nada comparado con el caos y la histeria que se desencadenaron en el escenario de operaciones cuando llegó el cadáver del donante. El Dr. Erasmus le había practicado ya una incisión en el pecho al Kommandant van Heerden cuando se descubrió que, quienquiera que fuese el responsable de la ejecución, había hecho un trabajo bastante criticable. El cadáver tenía heridas múltiples, y terribles además. Lo único que no parecía tener roto era el cuello. No sólo tenía fracturas múltiples, sino que, además, llevaba muerto cuarenta y ocho horas lo menos. Y cuando se descubrió luego, que era el cadáver de una mujer de ochenta y nueve años, los cirujanos comprendieron que lo que les había parecido estúpido desde el principio, por no decir criminal, había degenerado ya hasta el punto de la más completa locura.

El doctor Erasmus estaba frenético.

—¿Quién dijo que esto latía? —gritó, abofeteando el órgano marchito que colgaba fuera del pecho de la vieja. (En realidad la había atropellado un camión de veinticinco toneladas cuando cruzaba una carretera)—. Esto hace días que no late, y ya latía poco cuando latía. Algún guiño de cuando en cuando. No le pondría este corazón ni a un perro hambriento, no digamos ya a un loco.

Y tras decir esto, se sentó y se echó a llorar.

Al cabo de media hora, durante la cual se registró una y otra vez el depósito de cadáveres y varios posibles donantes de los pabellones del hospital vieron adelantadas sus muertes por los equipos de cirujanos desesperados que cayeron sobre ellos enmascarados y voraces para examinarles y tomarles el pulso esperanzados, el doctor Erasmus recuperó el control de sí mismo y, tras administrarse un poquito de éter, se dirigió al equipo de trasplantes.

—Señoras y señores —dijo—, lo que hemos presenciado esta tarde es de un carácter tan lamentable y horroroso que cuanto antes lo olvidemos mejor. Como ustedes saben, yo nunca quise realizar este trasplante. Nos obligaron a aceptarlo, nos obligó ese maldito loco que está ahí —y señaló el cuerpo inerte del Kommandant van Heerden—. Actuamos bajo una enorme presión y, gracias a Dios, con absoluto secreto. Y ahora, debido al retraso de las autoridades de la cárcel en la entrega de la donante y, dadas las heridas que presenta, está claro a qué se debió tal dilación, no podemos, en modo alguno, realizar la operación prevista. Me propongo, por tanto, volver a coser el pecho del paciente y dejarle su corazón, que funciona perfectamente.

Hubo murmullos de protesta de los otros miembros del equipo de trasplantes.

—Sí, ya sé lo que piensan ustedes y lo que sienten; y si se nos provoca más, yo también aceptaría amputarle el corazón y dejarle pudrirse. Pero he decidido no hacerlo. Gracias al secreto que rodea todo este asunto tan irregular, tengo un plan mejor. Creo que es preferible que el Kommandant no sepa nunca la buena suerte que ha tenido y que le ha impedido recibir esto —y el doctor Erasmus abofeteó de nuevo el corazón de la anciana—. Fingiremos que se ha realizado con todo éxito el trasplante y tengo confianza absoluta en que su estupidez es tan inmensa que nunca se le pasará por la cabeza poner en tela de juicio nuestra afirmación de que tiene un corazón nuevo.

Entre felicitaciones y unos cuantos vítores, el eminente cirujano se acercó al Kommandant van Heerden y le cosió.

Al cabo de una hora, el Kommandant despertó en su habitación. Se sentía desazonado e incómodo y le dolía la herida del pecho al moverse pero, por lo demás, no percibía ningún efecto negativo de la operación. Hizo una tímida inspiración y oyó su nuevo corazón. Funcionaba perfectamente.