18

El obispo estaba aún de buen humor cuando le visitó el verdugo Els para pesarle.

—Puede sonreír usted, sí —dijo Els, mientras le sacaba de la celda y le colocaba en la máquina—. No tiene usted problema. No tendrá que hacer nada. Yo haré todo el trabajo.

—Los dos tenemos nuestro pequeño papel que jugar —dijo el obispo.

—¿Jugar? —dijo Els—. Yo no llamo jugar a lo que estoy haciendo. Estoy reventado.

—Siempre que no logre usted conmigo el mismo resultado —dijo el obispo, inquieto—. Por cierto, ¿cómo le va con esos sacos?

—He estado practicando con ellos hasta caerme de cansancio —dijo Els—. Y no hay manera de que salga bien. El problema es el peso y la altura de caída —intentó leer la escala—. No soy capaz de descifrar esas cosas —dijo, por fin—. ¿Cuánto cree usted que pesa?

El obispo acudió en su ayuda.

—Ciento sesenta kilos —dijo.

Els consultó un librito negro titulado Manual del verdugo, que le había prestado el viejo guardián.

—Pesa usted demasiado —dijo al fin—. Esto sólo llega a los ciento veinte kilos. ¿Está usted seguro que es ése el peso que indica la máquina?

El obispo comprobó.

—Ciento sesenta kilos exactamente.

—En fin, no sé lo que voy a hacer. Parece que no necesita usted caída siquiera.

—Un pensamiento agradable —dijo Jonathan, añadiendo esperanzado—: Quizá los gordos no cometan asesinatos.

—Bueno, si los cometen, al parecer no les ahorca nadie —dijo Els—. Quizá los fusilen.

Él, en líneas generales, prefería el fusilamiento. Era más rápido y le exigía mucho menos esfuerzo.

—No, no —dijo apresuradamente el obispo—. Se les ahorca, sin duda.

Se quedó pensando un momento.

—¿Qué caída es la que indica para un hombre que pesa ochenta kilos? —preguntó.

Els consultó el manual.

—Uno ochenta —dijo al fin.

—Entonces bastarían noventa centímetros —dijo el obispo.

—¿Por qué? —a Els no le gustó nada que indicara una caída tan corta. Le parecía una tentativa demasiado evidente de eludir la muerte.

—El doble de peso y la mitad de altura de caída —explicó el obispo.

Els no era tan tonto como para caer en aquella trampa.

—Doble del peso y doble de altura de caída querrá decir usted.

El obispo intentó explicar.

—Cuanto más pesa un individuo, de menos altura necesita caer para romperse el cuello. El que pesa poco necesita una caída mucho mayor para alcanzar el impulso necesario.

Els intentó comprenderle. Le resultaba muy difícil.

—¿Qué es eso del impulso necesario? —preguntó—. Nadie me ha dicho que tuviera que utilizar eso.

—El impulso es el producto de la masa de un cuerpo en movimiento por su velocidad. Eso es lo básico.

—Yo creí que lo básico era la muerte —dijo Els.

—Sí, pero no hay muerte si no se da este proceso. No es posible.

—¿De veras? —dijo Els—. En fin, se puede añadir un tiro de propina, no se preocupe.

El obispo lo intentó de nuevo.

—Cuando se ahorca a un hombre, ¿cómo muere? —preguntó.

Els lo pensó.

—Ahorcado —dijo al fin.

—¿Y ahorcarle significa hacer qué?

—Tirarlo por un agujero con una soga al cuello.

—¿Y qué pasa entonces?

—Que se muere.

—Sí —dijo pacientemente el obispo—. Pero ¿qué es lo que hace la cuerda?

—Le sostiene.

—No, no, le rompe el cuello.

Pero Els sabía más.

—Ah no, ni hablar —dijo—. He estado practicando con sacos y lo que se rompe no es el cuello. Se les rompe el trasero. Y lo ponen todo perdido.

El obispo se estremeció.

—Me lo imagino —dijo—. Pero no queremos que me suceda a mí eso, ¿verdad? Por eso nos esforzamos por saber cuál es la altura necesaria de caída.

—Oh, a usted no le pasaría eso —le aseguró Els—. El viejo guardián dice que con usted pasará al contrario. Dice que en su caso, la cabeza…

El obispo no quería saber lo que había dicho el viejo guardián. Ya estaba harto de su mórbida curiosidad anatómica.

—Mire, si tiene usted de veras tantas ganas de conseguir un puesto permanente como verdugo, esta ejecución tendrá que ser un éxito. Nadie le dará trabajo si no consigue usted realizar con éxito su primer ahorcamiento.

Els miró patéticamente al obispo.

—Ya lo sé —dijo—, pero ¿qué puedo hacer yo si su peso no viene en el manual?

—Podría usted aligerarlo un poco —sugirió el obispo mirando cadenas y grilletes.

—Hecho —dijo encantado Els—. Le pondré a usted inmediatamente a dieta absoluta.

—No me refería a eso —dijo el obispo, que no podía concebir dieta más absoluta que la que ya le administraban—. Yo pensaba que podía quitarme estas cadenas y pesarme sin ellas. Creo que me encontraría usted mucho más ligero.

—Dudo que le encontrase a usted siquiera —dijo Els.

—Bueno, si no me quita estas cadenas, no sé cómo voy a poder ayudarle —dijo cansinamente el obispo.

—Si yo se las quitase, estoy absolutamente seguro de que tampoco me ayudaría usted —dijo Els.

—En tal caso, no sé qué proponer. Con las cadenas puestas no podrá usted saber cuánto peso, en realidad. Y si no me las quita usted…

El obispo hizo una pausa, al recordar otra escena del ventanal de la capilla.

—Supongo que no pretenderá ahorcarme con las cadenas puestas —dijo.

—No —dijo Els—. Hay unas correas especiales y una bolsa de tela para taparle la cabeza.

—Dios santo, qué modo de morir —murmuró el obispo.

—He limpiado las correas con betún y las he dejado brillantes. Quedan elegantísimas —continuó Els.

El obispo no le escuchaba. Se le había ocurrido de pronto un medio de resolver el problema del peso.

—Ya sé lo que podemos hacer —dijo—. Traiga usted otras cadenas como éstas y las pesaremos.

—No sé de qué nos serviría eso —dijo Els—. Acabo de decirle que no vamos a usar cadenas el día de la ejecución. ¿Para qué se cree usted que he estado yo limpiando las correas?

El obispo empezaba a pensar que jamás lograría hacerle entender nada a Els.

—En cuanto sepamos lo que pesan las cadenas solas, podemos restar ese peso de los ciento sesenta kilos y sabremos lo que peso yo solo.

Els consideró la propuesta unos instantes, pero al final movió la cabeza y dijo:

—No serviría de nada.

—¿Por qué demonios no iba a servir?

—Porque no aprendí a restar en la escuela —confesó al fin Els.

—Eso no importa —dijo el obispo—. Yo aprendí muy bien y haré yo la resta.

—¿Y cómo sé que no me engañará?

—Mi querido Verdugo —dijo el obispo—. Puedo darle dos buenas razones por las que estoy tan deseoso como usted de que la ejecución salga bien. Posiblemente, tres. Una, que si hace usted la caída demasiado corta, moriré estrangulado y no me apetece, francamente. Dos, que si la hace demasiado larga, lo más probable es que acabe decapitado.

—No lo haré —dijo Els—. Se le soltaría la cabeza.

—Claro —dijo rápidamente el obispo—. No hay nada como llamarle espada a una pala condenada, ¿verdad?

—¿Cuál es la tercera razón? —preguntó Els, al que le daba igual cómo se llamase a las palas condenadas.

—Ah sí, tres. Me había olvidado de la tercera. Bueno, pues la tercera es que usted es, sin lugar a dudas, un verdugo nato y aunque tenga que aprender todavía mucho sobre la horca, me satisface ver a un hombre utilizar los dones que se le han otorgado. Sí, sé lo de la bolsa de tela —continuó el obispo, mientras Els intentaba interrumpir con la noticia de que no vería nada en el patíbulo—. Pero hablo metafóricamente y, hablando metafóricamente, tengo la esperanza de que llegará usted a hacer grandes cosas, casi me atrevería a decir que llegará usted a la cúspide de su profesión.

—¿De veras lo cree, cree que seré un buen verdugo? —preguntó Els ávidamente.

—Estoy seguro de ello —dijo el obispo—. Estoy seguro de que se hará usted famoso entre los verdugos del mundo entero.

Y, tras proporcionarle la seguridad que Els necesitaba tan desesperadamente, el obispo volvió a su celda, mientras Els iba a por otro juego de cadenas y grilletes. Al final, descubrieron que Jonathan Hazelstone pesaba setenta y dos kilos y necesitaba una caída de dos metros diez centímetros.

Si al obispo le resultaba difícil persuadir a Els de que le matase correctamente, al Kommandant van Heerden le estaba resultando casi tan difícil convencer a los cirujanos del hospital de Piemburgo de que iniciasen la operación que él necesitaba para salvar la vida. Los cirujanos parecían insistir en plantear objeciones absolutamente intrascendentes, y al Kommandant le resultaba particularmente irritante su insistencia en que no tenía ningún trastorno cardíaco. Una vez eliminada esta dificultad mediante el procedimiento de amenazar con acusarles de intento de asesinato si no confirmaban su diagnóstico, perdieron otra hora discutiendo los problemas éticos planteados por el hecho de trasplantar el corazón de un asesino en el cuerpo de un hombre que, como indicaban ellos, era manifiestamente no homicida. El Kommandant les tranquilizó en seguida en tal sentido, y sólo cuando plantearon los problemas técnicos del análisis de tejidos y del rechazo e intentaron explicar lo improbable que era que los tejidos del condenado correspondiesen a los de un afrikaaner de pura raza como el Kommandant van Heerden, perdió éste el control.

—¿Quieren decirme con esto que no soy un ser humano? —gritó el Kommandant al doctor Erasmus, que dirigía el equipo de trasplante—. ¿Quiere usted decir que soy un jodido babuino?

—Yo no digo nada de eso —protestó el doctor Erasmus—. Usted al parecer no entiende. Los seres humanos tenemos tipos distintos de tejidos, y el suyo puede que no sea del mismo tipo que el del donante.

—Usted lo que quiere decir es que yo tengo sangre negra —gritó el Kommandant—. Lo que dice es que no puedo ponerme el corazón de un inglés porque soy cafre en parte. ¿Eso es lo que quiere decir, verdad?

—No quiero decir nada de eso. No hay ningún motivo por el que no pudiera usted tener el corazón de un cafre —dijo el doctor Erasmus desesperado.

La violencia del Kommandant van Heerden le resultaba absolutamente enervante.

—Eso es. Usted lo ha dicho. Usted dice que yo podría tener el corazón de un cafre —gritó el Kommandant.

—No quería decir que tuviera usted que tener un corazón de cafre. No hay ningún motivo por el que no se le pueda poner el corazón de un negro en el cuerpo de un blanco, como no hay ninguna razón por la que los órganos de un blanco no puedan trasplantarse a un negro.

El Kommandant van Heerden no había oído jamás en su vida una violación tan flagrante de los principios básicos del Apartheid.

—Hay todas las razones —gritó— para no trasplantarle a un negro órganos de un blanco. No se permite a ningún blanco introducir ninguna porción de su cuerpo en un negro. Va contra la ley jodida.

El doctor Erasmus no había oído nunca hablar de la Ley Jodida, pero supuso que era un término coloquial que utilizaba la policía para referirse a la Ley de Inmoralidad.

—Me interpreta usted mal —dijo—. Yo no me refería a órganos sexuales.

—Ya está usted de nuevo —gritó el Kommandant—. Le acusaré de fomentar la homosexualidad interracial si no se calla de una vez.

El doctor Erasmus se calló.

—Cálmese usted, Kommandant —dijo suavemente—. Por amor de Dios, cálmese. Le va a dar un ataque si sigue así.

—El ataque lo sufrirá usted, cabrón —gritó el Kommandant, que no admitía que le diese órdenes ningún médico asqueroso como aquél que se había atrevido a decirle que tenía sangre negra—. Conozco muy bien a los de su tipo. Es usted enemigo de Sudáfrica, ¿me ha oído? Es usted un condenado comunista. Le detendré aplicándole la Ley Antiterrorista y verá muy pronto cómo le gustan los trasplantes de órganos.

—Piense usted en su salud, Kommandant, y cálmese y deje de gritar —suplicó el médico.

—¿Mi salud? ¿Habla usted de mi salud? De su salud deberá preocuparse usted si no hace lo que le digo —gritó el Kommandant—, hasta que comprendió qué era lo que quería decirle exactamente el doctor Erasmus. Con un gran esfuerzo de voluntad, logró calmarse. Ya no tenía la menor duda de que necesitaba un trasplante de corazón. El doctor Erasmus lo había admitido claramente.

Con voz queda y con la autoridad que aún poseía, dado que aún seguía vigente el Estado de Excepción y disponía de Poderes Especiales, el Kommandant van Heerden dio órdenes al equipo quirúrgico. Debían tomar todas las medidas precisas para efectuar la operación de trasplante y no debían, además, informar de nada ni a la prensa ni al público ni a sus familias. Debía realizarse toda la operación en el más absoluto secreto. Fue la única noticia agradable para los médicos de todo el comunicado del Kommandant.

El único consuelo que tuvieron, aparte de éste fue la certeza casi absoluta de que el organismo del Kommandant van Heerden rechazaría el trasplante. Como le había dicho el doctor Erasmus, probablemente estuviese cometiendo un suicidio. Pero el Kommandant no era tan tonto. Llevaba años comiendo en la cantina de la policía y si su estómago era capaz de aguantar la comida que servían allí, era inconcebible que su cuerpo rechazase un corazón perfectamente sano.

Al salir del hospital, aún le dolía aquella afrenta a sus orígenes y al buen nombre de la familia, pero estaba contento de cómo había manejado la situación. De pronto, decidió que había llegado el momento de hacer una visita a Fort Rapier. Su interés por la suerte de la señorita Hazelstone no había disminuido por los acontecimientos del último mes y su respeto había aumentado, en realidad, ante la notable flexibilidad que había mostrado la señorita Hazelstone frente a las desdichas que se habían abatido sobre su familia. Los informes que le llegaban de Fort Rapier indicaban que la señorita Hazelstone había mantenido su dignidad y su sentido de la distinción social en una situación que habría producido una sensación de abatimiento e incluso de inferioridad en una mujer más débil. La señorita Hazelstone no había sucumbido a ninguna de las tentaciones de la locura. Ni vagaba perdida por algún páramo interior ni imaginaba ser otra persona que la que era.

—Soy la señorita Hazelstone de Jacaranda Park —insistía frente a las tentativas de convertirla en una paciente modelo con problemas asequibles a la psicoterapia, y en vez de adaptarse a la indolencia que caracterizaba la vida de los demás pacientes, había hallado muchas cosas en que ocupar su tiempo. La historia de Fort Rapier y el papel que habían jugado sus antepasados en la creación de la guarnición era un tema que la fascinaba particularmente.

—Mi abuelo era C-in-C de Zululandia cuando se construyó este fuerte —le dijo al doctor Herzog cuando le encontró un día cruzando la zona de instrucción, y luego asombró al director por sus conocimientos de historia militar.

—En este mismo terreno de instrucción, en mil ochocientos setenta y seis, desfilaron ante mi abuelo antes de partir para la guerra zulú los Grays, el regimiento de Gales y el Doceavo de Húsares —le explicó al asombrado doctor Herzog, y siguió luego dando detalles de los diversos uniformes y del carácter de los oficiales.

—Qué memoria tan notable tiene usted —dijo el médico— no sé cómo puede recordar esas cosas.

—Es una parte de la historia de mi familia —dijo la señorita Hazelstone, y luego se había puesto a explicar los errores cometidos en la campaña, y, en particular, en la Batalla de Isandhlwana. Al doctor Herzog le impresionó tanto el interés de la señorita Hazelstone en aquel tema, y, en especial, lo mucho que sabía sobre la guerra de los boers y el papel que había jugado en ella el abuelo del propio doctor Herzog, que la invitó a tomar el té a su casa y la charla se prolongó hasta la cena.

—Qué cosa tan extraordinaria —le explicó a su esposa cuando la señorita Hazelstone volvió a su pabellón—. No tenía ni idea de que se debiese a mi abuelo nuestra victoria en Magersfontein.

Al día siguiente envió un memorándum a todo el personal dándoles instrucciones de que se prestase a la señorita Hazelstone la ayuda y el estímulo necesarios para que prosiguiese sus estudios sobre la historia militar del país y el papel que había jugado en ella Fort Rapier.

—Tenemos el deber de animar a nuestros pacientes a practicar sus aficiones, sobre todo cuando muy bien pueden significar un beneficio para el hospital —le explicó a la doctora von Blimenstein, que se quejaba de que la señorita Hazelstone había dejado de asistir a sus clases de terapia.

—La señorita Hazelstone espera publicar la historia de Fort Rapier, lo cual redundará, sin duda, en beneficio nuestro. No aparecen todos los días chiflados que publiquen libros de historia militar.

La doctora von Blimenstein tenía sus reservas a este respecto, pero se las guardaba para sí, y la señorita Hazelstone había continuado sus investigaciones con un entusiasmo creciente. Había descubierto documentos diversos en un baúl del sótano de lo que era ahora la cantina del personal, pero que había sido en otros tiempos el comedor de oficiales. Estos documentos la habían llevado a desenterrar reliquias aún más interesantes, consistentes en uniformes desechados de los almacenes de Intendencia.

—Deberíamos hacer una representación —le dijo al director—. Tenemos los uniformes, y aunque haya que remendar algunos, porque los han roídos un poco las cucarachas, no hay duda de que son auténticos y les dará a los pacientes algo en que ocuparse. Es tan importante para la moral crear un objetivo común y una esperanza en algo…

Al doctor Herzog le había impresionado mucho la idea.

—Una representación de la historia de Fort Rapier —dijo—. Qué idea tan espléndida.

Y acarició mentalmente la idea de una fiesta abierta al exterior, en la que el público y la prensa pudieran ver la obra maravillosa que estaban haciendo en beneficio de la salud mental de Zululandia.

—Yo he pensado que podríamos empezar con un desfile —continuó la señorita Hazelstone—. Seguido de varios cuadros escénicos conmemorativos de hazañas particularmente memorables de la historia de Sudáfrica.

El doctor Herzog vacilaba.

—No quiero batallas simuladas —dijo, inquieto.

—Oh no, nada de eso —le tranquilizó la señorita Hazelstone—. Yo pensaba más bien en representaciones puramente estáticas de los acontecimientos.

—Es que no podemos poner demasiado nerviosos a los pacientes.

—Claro, claro —dijo la señorita Hazelstone, que hacía mucho que había dejado de considerarse una paciente—. Le comprendo perfectamente. Tendremos que procurar que se haga todo con una disciplina auténticamente militar. Yo pensaba incluir como una de las piezas clave la defensa heroica que hizo su bisabuelo de su hacienda durante la sexta guerra contra los cafres.

El doctor Herzog se sintió halagado.

—¿De veras? —dijo—. No tenía ni idea de que mi familia hubiera jugado un papel tan importante en la historia militar del país.

—Los Herzog fueron prácticamente la contrapartida afrikaaner de los Hazelstone —le dijo la señorita Hazelstone, y con la seguridad de que la representación aumentaría la fama de la familia Herzog, además de la del hospital, el director dio permiso para que se celebrara la representación.

En las semanas siguientes, la señorita Hazelstone se consagró a los preparativos con un entusiasmo que contagió a los demás internos. Tomó el mando de la organización con toda la autoridad natural de la nieta de sir Theophilus, demostrando toda la atención a los detalles que le permitía su riqueza personal. Se pidieron balas de tela roja a Durban, a cargo de la señorita Hazelstone, y las pacientes de la sala de costura estuvieron ocupadas fabricando nuevos uniformes.

—Desde luego, esto alegra el lugar —le dijo el doctor Herzog a la doctora von Blimenstein, mientras observaban a la señorita Hazelstone, que estaba enseñando instrucción a un escuadrón de maniaco-depresivos.

—Pues yo estoy inquieta, no puedo evitarlo —dijo la doctora von Blimenstein—. ¿Es necesario incluir la batalla de Blood River en el programa? Estoy segura de que tendrá efectos negativos en los pacientes negros.

—Nuestra principal responsabilidad es con los blancos —dijo el doctor Herzog—, y les ayudará sin duda ver representados aquí los grandes acontecimientos del pasado. Tengo la esperanza de que, participando en ello, nuestros pacientes lleguen a ver que aún hay sitio para los enfermos mentales en la Sudáfrica moderna. Me gusta enfocar esta representación como una especie de terapia teatral a gran escala.

—Pero bueno, doctor, ¿no cree usted que la locura es simplemente una cuestión de moral? —dijo la doctora von Blimenstein.

—Sí que lo creo, y si no lo es, debería serlo. Además, —continuó el doctor—, la representación les ayudará a sublimar parte de su agresividad.

El escuadrón de la señorita Hazelstone pasaba en aquel momento ante la tribuna que habían levantado los carpinteros entre los dos cañones.

—Vista a la derecha —gritó la señorita Hazelstone, y doscientos pares de ojos se clavaron demencialmente en el doctor Herzog. El director saludó.

—Vista al frente —y el escuadrón siguió su marcha.

—Muy impresionante —dijo el doctor Herzog—. Qué lástima que no se nos ocurriera esto antes.

—Sólo espero que no tengamos que lamentarlo —dijo, pesimista, la doctora von Blimenstein.

Cuando ya se acercaba el día de la representación, la señorita Hazelstone tuvo que enfrentarse con varios problemas. Uno de ellos era la cuestión de las azagallas de los guerreros zulúes. El doctor Herzog se mostró inflexible.

—No estoy dispuesto a permitir que cientos de pacientes negros anden por ahí sueltos blandiendo lanzas. Sabe Dios lo que podría pasar.

Al final, se resolvió el problema comprando mil lanzas de goma que se habían usado en una película uno o dos años atrás.

Otro problema fue el de la música y los efectos sonoros que habrían de acompañar a la representación.

—Yo había pensado en la Obertura, 1812 —explicó la señorita Hazelstone al director de la banda del hospital.

—No podemos llegar a niveles tan altos —objetó el director de la banda—. Y no tenemos cañón, además.

—Podríamos utilizar los cañones de campo antiguos que tenemos —dijo la señorita Hazelstone.

—No podemos andar soltando cañonazos en el interior del recinto del hospital. Afectaría mucho a los casos de angustia y ansiedad.

Se acordó al final que la banda se limitase a marchas sencillas como Colonel Bogey y melodías como Godby Dolly Grey y que se pusiera por los altavoces para acompañar las escenas de combate una grabación de la Obertura 1812.

Se celebró un ensayo general el día antes de la representación y asistieron el director del hospital, el doctor Herzog, y todo el personal a su cargo.

—Sencillamente espléndido —dijo después el doctor Herzog—. Tiene uno la sensación de estar presente de verdad, es tan real.

Fue pura casualidad el que el Kommandant van Heerden eligiese la tarde de la representación para hacer su visita al hospital. No había sido invitado, a diferencia del alcalde de Piemburgo y otros notables, por considerar que quizá no le gustase a la señorita Hazelstone.

—No queremos hacer nada que contraríe a la señorita, y la presencia de la policía le recordaría la ejecución de su hermano —dijo el director del hospital.

El Kommandant van Heerden notó, al entrar el coche en el recinto de Fort Rapier, que parecía haber invadido el hospital una atmósfera nueva de fiesta.

—Espero que no sea demasiado libre —le dijo al conductor que había sustituido al Konstabel Els, cuando el coche pasó bajo un cartel que anunciaba Día Libre. Subieron hasta la zona de instrucción, que estaba salpicada de banderas y el Kommandant van Heerden se bajó del vehículo.

—Me alegro de que haya venido, Kommandant —dijo el doctor Herzog, conduciéndole hasta la tribuna donde estaban ya sentados el alcalde y su grupo. El Kommandant se sentó mirando nervioso alrededor.

—¿Pero qué pasa? —le preguntó a uno de los concejales.

—Es una especie de montaje publicitario para fomentar el interés del público por la salud mental —explicó el concejal.

—Pues es un lugar un poco raro para hacerlo —dijo el Kommandant—. Yo pensaba que aquí estaban todos chiflados. Dios Santo, fíjese en aquello cafres.

Un destacamento de zulúes esquizofrénicos cruzaba la zona de instrucción, para ocupar su lugar en la representación.

—¿Quién demonios les dio esas lanzas?

—Oh, sólo son de goma, no hay problema —dijo el concejal.

El Kommandant se hundió horrorizado en su asiento.

—No me diga que todo este asunto lo ha organizado la señorita Hazelstone.

—Acierta usted por primera vez —dijo el concejal—. Puso ella misma el dinero. Y sabe Dios lo que costaron todas estas cosas.

El Kommandant van Heerden no escuchaba. Se levantó de su asiento y miró desesperadamente a su alrededor, buscando una vía de escape, pero la multitud que rodeaba el estrado era demasiado densa para pasar, y delante se había iniciado ya el desfile. Volvió a hundirse en su asiento, desesperado.

Mientras tocaba la banda, los regimientos formaban y marchaban hacia el estrado. Con sus casacas rojas y sorprendentemente bien adiestrados para su salud mental, pasaban ante el director del hospital y a su cabeza iba la imagen familiar de la señorita Hazelstone. El Kommandant pensó por un instante que estaba de nuevo en el salón de la mansión de Jacaranda, y que contemplaba una vez más el retrato de Sir Theophilus. El uniforme de la señorita Hazelstone era una réplica del que llevaba el Virrey en el cuadro. La señorita Hazelstone tenía la cara parcialmente oscurecida por un casco emplumado de médula, pero llevaba al pecho las estrellas y medallas de las campañas desastrosas de su abuelo. Detrás del primer regimiento, que era el de los guardias galeses, venían los otros, los regimientos de los condados de Inglaterra, que, muy propiamente, llevaban peor el paso que los guardias (había sido difícil encontrar un número suficiente de enfermos compulsivos lo bastante elegantes) pero que avanzaban con resolución, de todos modos. Tras ellos, iban los regimientos escoceses, reclutados entre las pacientes, ataviadas con las típicas faldillas y dirigidas por una depresiva crónica que tocaba la gaita. Por último, cerrando la marcha, iba un pequeño destacamento de hombres rana con trajes de goma y aletas que hacían muy difícil y trabajoso mantener el paso.

—Un delicioso toque de modernidad, ¿no le parece? —murmuró el doctor Herzog al alcalde, cuando veinte rostros enloquecidos giraron sus máscaras hacia la tribuna.

—Espero que esos cafres no se acerquen demasiado —dijo angustiado el alcalde.

No había necesidad de preocuparse. A los locos negros no se les concedía el privilegio de desfilar ante la tribuna. La señorita Hazelstone estaba situándolos para la primera representación.

En el intermedio, el Kommandant van Heerden dejó su asiento y habló con el director del hospital.

—Creo haberle dicho que debía tener vigilada a la señorita Hazelstone —dijo furioso.

—Bueno, es que ha hecho unos progresos notables en el tiempo que lleva aquí —contestó el doctor Herzog—. Nos agrada que nuestros pacientes se tomen interés por sus aficiones.

—Quizás a ustedes les agrade —dijo el Kommandant—, pero a mí no. La señorita Hazelstone suele incluir el asesinato entre sus aficiones, y usted va y le permite que organice un desfile militar. Está usted mal de la cabeza.

—Es muy aconsejable permitir a los pacientes representar sus tendencias agresivas y darles salida —dijo el director.

—Ella ya les ha dado salida. Suficientemente —dijo el Kommandant—. Mi consejo es que interrumpa esto de inmediato, antes de que sea demasiado tarde.

Pero se había iniciado ya la primera representación. En el centro del terreno de instrucción había un grupo de carros de bueyes de cartón y a su alrededor se agrupaban los esquizofrénicos zulúes blandiendo sus lanzas. Tras varios minutos, los zulúes se tendieron en el suelo asfaltado en actitudes que, supuestamente, representaban la agonía de la muerte.

—Blood River —dijo el director.

—Muy realista —dijo el alcalde.

—Una locura —dijo el Kommandant van Heerden.

Una salva cortés de aplausos saludó el final de la batalla. Durante la hora siguiente, se desplegó ante los espectadores la historia de Sudáfrica en una serie de batallas estremecedoras y horripilantes, en que los blancos masacraban invariablemente a los negros.

—Tienen que cansarse de tanto tirarse al suelo y levantarse y tirarse otra vez —dijo el alcalde, cuando los zulúes habían pasado ya por la agonía y la muerte por enésima vez—. Debe mantenerles físicamente en forma, imagino.

—Mientras no ganen los muy cabrones, estoy contento —dijo el Kommandant.

—Creo que tienen un momento de triunfo al final —dijo el doctor Herzog—. En la Batalla de Isandhlwana. Los ingleses se quedaron sin municiones y los masacraron.

—¿Va a decirme —dijo el Kommandant— que ha permitido usted que los negros derroten a los blancos? Eso es un disparate. Más aún, es ilegal. Está usted fomentando el odio racial.

Pero el doctor Herzog se quedó un tanto desconcertado ante estas palabras del Kommandant.

—Vaya, yo no lo había enfocado de ese modo —dijo.

—Bueno, pues debía haberlo hecho. Está usted quebrantando la ley. Tiene que parar esto. No estoy dispuesto a estar sentado aquí viendo una cosa tan ofensiva —dijo con firmeza el Kommandant.

—Ni yo —dijo el alcalde.

Algunos concejales asintieron, indicando su coincidencia de criterio.

—Es que no voy a poder —dijo el doctor Herzog—. Ya está a punto de empezar.

La señorita Hazelstone había organizado en el centro de la zona de instrucción el campamento inglés y estaba supervisando el emplazamiento de los dos viejos cañones de campo. El ejército zulú se agrupaba a unos cientos de metros de distancia, disponiéndose para su momento de triunfo.

—Insisto en que pare el combate —dijo el Kommandant.

—Y yo también —dijo el alcalde, que seguía sintiéndose intranquilo con aquellas lanzas de goma.

El doctor Herzog vaciló.

—Oh, querido, ojalá me hubiera dicho usted antes que esto era ilegal. Ahora ya no sé lo que podré hacer —dijo angustiado.

—Bueno, si no interrumpe usted esto, lo haré yo mismo —dijo el Kommandant.

—Eso es, sí —dijo el alcalde, secundado por los concejales.

Antes de que pudiera pensar en las posibles consecuencias de su intervención, el Kommandant van Heerden se encontró con que le ayudaban a bajar de la tribuna y avanzaba por el terreno de instrucción. Avanzaba despacio, hacia los dos ejércitos, y, al hacerlo, iba tomando conciencia poco a poco de su situación. En medio de las dos fuerzas opuestas de locos, empezó a lamentar su precipitada decisión de intervenir. A un lado, quinientos zulúes esquizofrénicos pateaban el suelo y esgrimían feroces sus lanzas, mientras que al otro un número idéntico de locos blancos aguardaban la derrota con una resolución que resultaba aún más sobrecogedora por lo prevista.

El Kommandant van Heerden se detuvo y alzó una mano. Se hizo el silencio en ambos ejércitos.

—Les habla el Kommandant van Heerden —gritó—. Les ordeno que se dispersen y vuelvan a sus pabellones. Esto es una reunión ilegal y va contra la Ley de Asambleas Tumultuosas.

No dijo más; aguardó a que los ejércitos se retirasen. Pero no se veían indicios de que los combatientes fueran a hacerle caso. Cuando se apagó el eco de sus palabras, ambos bandos se miraban demencialmente y recorrían sus filas los murmullos. La señorita Hazelstone terminó de colocar los cañones y avanzó. Un guerrero enorme siguió su ejemplo, en el bando zulú.

—¿Qué significa todo este disparate? —gritó la señorita Hazelstone.

—Ya me ha oído —dijo el Kommandant—. Este combate constituye una alteración del orden. Insisto en que se dispersen.

El Kommandant van Heerden, allí en aquel espacio entre los dos ejércitos, veía que iba resultando cada vez más difícil su papel de mantenedor de la paz.

—No tiene usted ningún derecho a venir aquí a interrumpir nuestra representación —insistió la señorita Hazelstone—. No estamos alterando el orden.

—Ganamos nosotros —dijo el jefe zulú—. La batalla de Isandhlwana la ganamos nosotros, y ahora volveremos a ganarla.

—Tendréis que pasar por encima de mi cadáver —dijo el Kommandant, y lamentó estas palabras nada más decirlas.

Los murmullos que recorrían las filas de ambos bandos indicaban con demasiada claridad que se extendía el espíritu bélico.

En la tribuna, los espectadores ya estaban nerviosos con los locos.

—¿Son de goma también las hachas? —preguntó el alcalde, al ver a varios zulúes esgrimiendo hachas en vez de lanzas.

—Espero que sí —dijo el director del hospital.

—Parece que los ingleses están cargando sus cañones —dijo el alcalde.

—Imposible —dijo el director—. No tienen nada con que cargarlos.

—Pues están metiendo algo por el cañón —dijo el alcalde—. Y parece que esos zulúes están poniendo algo en la punta de las lanzas. Parecen agujas de hacer punto. O eso o radios de bicicleta.

La alarma del alcalde no era nada comparada con el pánico que empezaba a sentir el Kommandant van Heerden. La señorita Hazelstone y el jefe zulú estaban enzarzados en una feroz discusión sobre quién había ganado la batalla de Isandhlwana.

—Mi abuelo estuvo allí —dijo la señorita Hazelstone.

—Y el mío también —dijo el zulú.

—El mío no estaba —dijo el Kommandant—. Y, de todos modos, me importa un carajo quién ganara la batalla. Aquí no va a ganarla nadie. Les exijo que retiren sus fuerzas.

—Ganaremos nosotros —dijo el zulú—. Llevamos toda la tarde perdiendo y tenemos derecho a ganar.

—Tonterías —dijo la señorita Hazelstone—. Mi abuelo alcanzó la victoria y no hay más que decir.

—Mi abuelo le dijo a mi padre y mi padre me dijo a mí que el abuelo de usted huyó —dijo el zulú.

—¿Cómo te atreves? —gritó la señorita Hazelstone—. ¿Cómo te atreves a insultar a una Hazelstone?

También el Kommandant van Heerden estaba horrorizado. Sabía, por experiencia, cuál sería el resultado probable de un enfrentamiento entre la señorita Hazelstone y un zulú. Mientras la señorita Hazelstone se debatía con la espada que llevaba al cinto y el jefe zulú se refugiaba tras su enorme escudo, el Kommandant van Heerden hizo un último esfuerzo por restaurar la armonía.

—Les ordeno que abandonen este terreno de instrucción —gritó, sacando el revólver de la funda, pero ya era demasiado tarde. La señorita Hazelstone dio un mandoble en el brazo al Kommandant. El revólver disparó inofensivo al cielo y, con gran estruendo, los dos ejércitos de locos avanzaron para enfrentarse.

Mientras la espada de la señorita Hazelstone lanzaba mandobles y el zulú los paraba con su escudo, el Kommandant van Heerden se volvió para huir. Tras echar una ojeada a los esquizofrénicos zulúes se convenció de que si en alguna parte había seguridad era en el ejército británico y corrió hacia las líneas de casacas rojas que avanzaban. Pero pronto lamentaría la decisión. Un regimiento de paranoicas de faldilla escocesa avanzaba a la carrera, dirigido por la gaitera maniaco depresiva que iba tocando The Road to the Isles, y alcanzó al Kommandant, que tuvo tiempo justo para volverse y correr con ellas hasta ser arrollado y derribado. Se quedó allí en el suelo inmóvil y le pisaron varias veces antes de pasar todo el regimiento. Luego, alzó la cabeza y contempló la escena que se desarrollaba a su alrededor.

Se hizo patente en seguida que los zulúes no estaban dispuestos a renunciar a su victoria. Desconcertados por un momento, por la carga de las paranoicas, habían recuperado su brío y habían contraatacado con buenos resultados. Utilizando las lanzas de goma cortas, las azagallas, con agujas de tejer en la punta, se abrían paso a lanzazos con bastante éxito. En el flanco izquierdo, los guardias galeses se defendían a la desesperada, pero de nada valían sus fusiles de madera frente a las azagallas. Cuando la Patrulla Negra empezó a retroceder, el Kommandant van Heerden %se puso de pie y echó a correr delante de ellos. Por todas partes resonaba el grito de guerra de las hordas zulúes, junto con los chillidos de las mujeres heridas y los extraños sonidos que brotaban de las gaitas. Luego, al estruendo se añadió por los altavoces la Obertura 1812. Y en medio del combate podía verse subir y bajar flotando el casco de médula emplumado de la señorita Hazelstone. El Kommandant van Heerden logró llegar al campamento inglés y se desplomó dentro de una de las tiendas.

A los espectadores de la tribuna, aquella representación de la historia les parecía al principio muy convincente. El valeroso ataque de los británicos y su retirada posterior tenían un aire de autenticidad que no habían tenido las representaciones previas.

—Un realismo sorprendente —dijo el alcalde, que acababa de ver cómo atravesaban de un lanzazo a un guardia galés.

—Bueno, yo creo que la música ayuda mucho —dijo el director.

El alcalde tuvo que aceptar que así era.

—Parece que la gente grita mucho —dijo.

—Estoy seguro de que estas cosas ayudan a los pacientes —continuó el doctor Herzog—. Les separa el pensamiento de sus problemas.

—Supongo que sí —dijo el alcalde—. Y también otras cosas. Ahí hay un tipo que parece haber perdido una pierna.

Frente a ellos, comenzaban a verse escenas de una realidad terrible. Resultaba cada vez más difícil diferenciar fantasía de realidad. La historia y la tragedia presente se mezclaban inextricables. En algunos lugares, empezaba a remedarse la muerte con una serie de contorsiones violentas cuyo realismo sobrepasaba con mucho los calvarios agónicos de los que no habían ensayado su muerte. Al ritmo de la música de Tchaikovsky, los guerreros zulúes violaban y ultrajaban a pacientes de la Patrulla Negra, mientras un destacamento de hombres rana que jamás se había acercado por Isandhlwana se lanzaba al combate con todo el vigor que les permitían las aletas.

Al cobijo de la tienda de campaña en que se había refugiado, el Kommandant vio a los artilleros enfilar el cañón de campo contra, la multitud de combatientes y vio horrorizado a la señorita Hazelstone, sin el casco de médula emplumado y cubierta toda de sangre supervisando la operación.

—Más clorato y menos azúcar —oyó que le decía a un tipo que estaba llenando de pólvora lo que parecía la funda de una almohada. El Kommandant no esperó más. Conocía demasiado bien la notable habilidad de la señorita Hazelstone con armas de grueso calibre para arriesgarse a permanecer en la línea de fuego. Librándose de la lona y rechazando las propuestas apasionadas de un soldado de la Patrulla Negra que se había refugiado junto a él, el Kommandant buscó refugio en la tribuna de las autoridades. Cuando había recorrido unos veinte metros, oyó a la señorita Hazelstone dar la orden de abrir fuego, y un momento después una pantalla de llamas envolvió el campo británico. Una explosión enorme arrojó al Kommandant al suelo y el impulso le arrastró por el pavimento. El Kommandant cerró los ojos y rezó. Sobre su cabeza, se mezclaban fragmentos del cañón de campo mezclados con combatientes interrumpidos en sus luchas. La señorita Hazelstone no sólo había disparado el cañón, lo había hecho estallar. El Kommandant van Heerden se detuvo bajo la tribuna, alzó la cabeza y miró a su alrededor, contemplando el caos imperante. Los actores de la representación habían adoptado una inmovilidad nueva y absolutamente convincente y era evidente ya que la batalla de Isandhlwana no la había ganado nadie.

El terreno de instrucción estaba cubierto de cadáveres negros y blancos y los supervivientes que pudiera haber parecían haber perdido todo interés por la historia. Con todos los indicios de un instinto de auto conservación absolutamente cuerdo y sano, se arrastraban hacia la enfermería.

Sólo el personal de la institución parecía haber enloquecido. El Kommandant oyó arriba en el estrado de la tribuna al doctor Herzog que aún intentaba tranquilizar al difunto alcalde, explicándole que las lanzas eran de goma. Al Kommandant van Heerden esta insistencia le parecía absolutamente innecesaria. Lo que había herido al alcalde parecía hecho de algo mucho más mortífero.

El Kommandant esperó a que se llevasen al doctor Herzog para salir de su escondite debajo de la tribuna. Salió y miró a su alrededor. No sólo se había retratado la historia, pensó, sino que se había hecho historia. No sólo el pasado, sino el presente y el futuro de Sudáfrica podían verse en la devastación que se ofrecía a sus ojos. Caminando entre cadáveres, el Kommandant se abrió paso hacia un gran cráter que había en medio del terreno de instrucción. Junto a él, estaban los restos de un casco emplumado de médula y la estrella que había llevado la señorita Hazelstone.

—Un último recuerdo —murmuró, y recogió ambas cosas. Luego, aún conmocionado y aturdido, dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia su coche.