17

El alcaide Schnapps se quedó también pasmado y aturdido cuando se enteró de que le correspondería la tarea de presidir la primera ejecución que se realizaba en la prisión de Piemburgo desde hacía veinte años. No se trataba de que le inquietara o repugnase la idea de tener que asistir a una ejecución. En sus tiempos como funcionario de prisiones, había asistido a muchos ahorcamientos, sobre todo ahorcamientos extraoficiales organizados por presos negros deseosos de escapar de una vez por todas al régimen que él les había prescrito, pero aun así, los ahorcamientos y la perspectiva de tener al menos una ejecución oficial en su hoja de servicio le llenaban de satisfacción. El aturdimiento y el pasmo se debían a consideraciones completamente distintas.

Estaba, por una parte, la cuestión de la horca, que hacía veinte años que no se usaba más que como cobertizo para almacenamiento. El alcaide la inspeccionó y, por lo poco que pudo ver por encima de los cubos y rodillos de jardín allí amontonados, llegó a la conclusión de que la horca no estaba en condiciones de poder ser utilizada. Lo mismo podía decirse de los presuntos verdugos. El viejo guardián se ofreció voluntariamente a asesorar a quien eligiesen como verdugo, pero se negó en redondo a asistir en persona a la ejecución, basándose en que la horca no era segura. Y aunque el alcaide intentó convencer a unos de los otros guardianes para que aceptase el puesto de verdugo, no lo consiguió. Nadie parecía deseoso de acompañar a Jonathan Hazelstone en su último paseo si esto entrañaba tener que subir las rechinantes escaleras del patíbulo.

El alcaide telefoneó, desesperado, al verdugo oficial de Pretoria para preguntarle si podría acercarse a Piemburgo el día señalado, pero el verdugo estaba ocupadísimo.

—Es completamente imposible —le dijo—. Precisamente ese día tengo treinta y dos clientes y, además, nunca hago ejecuciones individuales. Ya ni recuerdo la última que hice. Siempre las hago en grupos, seis de cada vez, porque, claro, ha de comprender usted que tengo que pensar en mi reputación. Ejecuto más personas por año que ningún otro verdugo del mundo, más que todos los otros verdugos del mundo juntos, en realidad, y si se propagase la noticia de que había hecho un ahorcamiento individual, la gente creería que estoy perdiendo facultades.

Como último recurso, el alcaide planteó la cuestión del privilegio ante el fiscal del Estado.

—No veo por qué este señor Hazelstone ha de tener privilegios —dijo—. A todos los demás se les ahorca en Pretoria. A mí no me parece bien que un tipo que ha liquidado a veintiún policías tenga derecho a privilegios que se les niegan a los criminales comunes y corrientes.

—Lo siento, pero creo que no puedo hacer nada —le dijo el fiscal del Estado—. El juez permitió que se mantuviera el privilegio y yo no puedo cambiar su decisión.

—Pero, dígame, ¿cómo logró la familia Hazelstone ese derecho a la ejecución en Piemburgo?

El fiscal del Estado repasó los archivos.

—Data del discurso que pronunció Sir Theophilus cuando se inauguró la cárcel en mil ochocientos ochenta y ocho —le explicó al alcaide—. En ese discurso, Sir Theophilus dijo, cito sus palabras: «La pena capital y la flagelación son elementos básicos para conseguir que paz y tranquilidad imperen en Zululandia. Imponen a las razas indígenas el sentido de la superioridad innata del hombre blanco y, al declarar inaugurada esta prisión, me gustaría añadir que, según mi meditada opinión, el futuro mismo de la civilización blanca en este continente negro depende del frecuente uso del patíbulo que hoy tenemos el privilegio de ver aquí instalado. Será un día triste para este país aquél en el que la trampilla de la horca se abra por última vez y confío en que ningún miembro de mi familia viva para ver ese triste día».

—Un discurso muy encomiable —dijo el alcaide—, pero no entiendo por qué se deduce de él que haya que conservar la horca para uso exclusivo de la familia Hazelstone.

El fiscal del Estado cogió otro documento:

—Veamos, aquí está la declaración que hizo el difunto juez Hazelstone cuando se transfirieron a Pretoria todas las ejecuciones. Le preguntaron qué creía que había querido decir su padre en su discurso y el juez dijo lo siguiente: «Es claro y evidente. La horca y la familia Hazelstone se mantienen o caen juntas. Mi padre creía, con toda razón, que nuestra familia debía dar ejemplo a toda Zululandia. Y no puedo imaginar mejor ejemplo que el de tener nuestro propio patíbulo particular en la prisión de Piemburgo». Es concluyente, ¿no le parece a usted?

El alcaide hubo de admitir que lo era y volvió a la prisión debatiéndose aún con el problema de encontrar verdugo.

Al final, fue el Konstabel Els quien se convirtió en verdugo oficial. El Konstabel seguía pensando muy satisfecho en cómo iba a gastar el dinero de la recompensa que se había ganado con la captura de la señorita Hazelstone, y estaba deseando que llegara el día de la ceremonia en que le entregarían el cheque en el patio de ejercicios del cuartel de la policía. Efectuaría la entrega el comisario general. Els había decidido que merecería la pena pagar el precio que había pedido el taxidermista del museo de Piemburgo por disecar a Toby.

—He mandado que me disequen el doberman —comunicó un día al Kommandant van Heerden.

—Entonces, supongo que no le vendría mal ganarse un poquito de dinero extra —dijo el Kommandant.

—¿Cómo? —preguntó Els, receloso.

—No es nada pesado —dijo el Kommandant—. Desde luego, no exigirá ningún esfuerzo por su parte. De hecho, cuando lo pienso me pregunto por qué no lo habrá intentado usted ya antes. Creo que es usted el hombre más indicado para la tarea.

—Mmmmm —dijo Els, a quien no le gustaba el tono meloso del Kommandant.

—Yo diría que es probable que posea usted un talento natural para ello.

Els intentó adivinar qué trabajos sucios habría que hacer en la comisaría de policía.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Es el tipo de trabajo que a usted le gusta realmente —dijo el Kommandant—. Y, por una vez, lo haría legalmente.

Els intentó pensar en algo que le gustase realmente y que no fuese legal. Las relaciones con mujeres negras parecían la posibilidad más obvia.

—Recibiría usted la paga establecida, claro está —continuó el Kommandant.

—¿La paga establecida?

—Veinticinco rands, según creo —dijo el Kommandant—, aunque tal vez lo hayan subido.

—Mmmmm —dijo Els, que estaba empezando a pensar que le engañaban sus oídos.

—No está mal por un poco de diversión —dijo el Kommandant, que sabía que Els había liquidado por lo menos a quince personas en el desempeño de su cargo y a veintiuna por puro placer—. Claro que tendría usted que hacer alguna práctica para acostumbrarse al método.

El Konstabel Els hurgó en su memoria buscando algún método que no hubiera utilizado. Que él supiera, había utilizado todas las posiciones del manual y algunas más.

—¿En qué método había pensado usted? —preguntó.

El Kommandant estaba empezando a hartarse del apocamiento de Els.

—El de una cuerda alrededor del cuello y una caída de tres metros —masculló—. Eso valdría como principio.

Els se quedó sobrecogido. Si el principio era así, no quería siquiera pensar como sería el final.

—¿No le parece un poco peligroso? —dijo.

—Claro que no. Es absolutamente seguro.

Al Konstabel Els no le parecía seguro en absoluto.

—Claro que si a usted le asusta… —comenzó el Kommandant.

—No es que me asuste, no —dijo Els—. Si quiere usted realmente que lo haga, lo haré; pero no me responsabilizo de lo que pueda pasarle a la pobre zorra. En fin, no se puede arrojar a una mujer desde tres metros con una cuerda atada al cuello sin que sufra algo, aunque se trata de una cafre. Y, en cuanto a lo de disecar…

—¿Pero de qué diablos habla usted, Els? —preguntó el Kommandant—. ¿Quién ha dicho nada de mujeres? Yo estoy hablando de ahorcar a Jonathan Hazelstone. Estoy ofreciéndole el puesto de verdugo y usted se pone a hablar de mujeres como un maníaco. ¿Se encuentra usted bien?

—Sí señor. Ahora sí —dijo Els.

—Bueno, ¿está dispuesto a hacerlo o no?

—Oh sí. Le ahorcaré, por supuesto. No me importa hacerlo —y se fue a practicar con el patíbulo de la prisión de Piemburgo.

—Soy el verdugo Els —proclamó presuntuosamente a la entrada, dirigiéndose al guardián—. El verdugo oficial.

Cuando el Kommandant van Heerden se quedó solo en su despacho, se puso a escuchar su corazón. Desde la noche en que se había encontrado de pronto solo en el jardín de la mansión de Jacaranda, sabía que a su corazón le pasaba algo grave.

«Esto es de tanto andar corriendo por ahí y saltando ventanas —se decía—. Para un hombre de mi edad eso no puede ser bueno».

Había visitado varias veces a su médico, que se había limitado a decirle que necesitaba hacer más ejercicio.

—Está usted loco —le dijo el Kommandant—. He estado corriendo sin parar por todas partes.

—Le sobran kilos. Ése es su único problema —dijo el médico.

—Me he desmayado dos veces —insistió el Kommandant—. Una vez en Jacaranda Park y otra en el juzgado.

—Mala conciencia, probablemente —dijo alegremente el médico, y el Kommandant había salido de la visita de mal humor y había ido a desahogarlo con el Luitenant Verkramp.

El tercer ataque del Kommandant van Heerden tuvo lugar en el patio de ejercicios durante la ceremonia de entrega de la recompensa al Konstabel Els. El Kommandant había lamentado otorgarle la recompensa a Els tan pronto, en cuanto se enteró de que la entregaría el comisario general ante un público de quinientos setenta y nueve policías y sus familias. La perspectiva de Els allí plantado pronunciando un discurso de agradecimiento realmente no entusiasmaba al Kommandant van Heerden.

—Escúcheme, Els —dijo antes de subir al estrado en que aguardaba el comisario—. Usted sólo tiene que decir «Muchas gracias». Nada de discursos largos.

El Konstabel Els asintió. No haría discursos, ni largos ni cortos. Entraron los dos en el patio.

Lo cierto es que la velada fue incluso peor de lo que el Kommandant había previsto. El comisario acababa de enterarse del nuevo honor otorgado al Konstabel Els y decidió terminar su discurso comunicando la noticia a los presentes.

—Así pues, pido al Konstabel Els que suba aquí a recibir su recompensa —dijo finalmente—. O quizá debiera decir al verdugo Els.

Una algarabía de risas y aplausos celebró el comentario.

—Eso es, llámele verdugo Els —gritó alguien.

—Els Matacafres —gritó otra voz.

El comisario alzó la mano pidiendo silencio, mientras Els subía al estrado.

—Todos conocemos la aportación vital del Konstabel Els a la solución del problema racial en Sudáfrica —continuó, entre risas—. Creo poder decir honradamente que pocos hombres en la policía sudafricana han despejado más obstáculos para el establecimiento de una patria sudafricana racialmente pura y auténticamente blanca que el Konstabel Els. Pero ahora no me refiero a la magnífica puntería del Konstabel Els ni a los sacrificios que ha juzgado oportuno hacer en la consecución de nuestro sueño común, una Sudáfrica sin negros. Ahora hablo de su nueva tarea. El Konstabel Els ha sido elegido para cumplir la misión de ahorcar al hombre al que tenemos que agradecer que nuestras filas estén mermadas aquí esta noche.

Hizo una pausa, se volvió al Konstabel Els y dijo:

—Tengo la enorme satisfacción de hacerle entrega del cheque como recompensa por la captura de una peligrosa delincuente —y estrechó la mano de Els y añadió—: Verdugo Els, es usted el orgullo de las fuerzas policiales.

Una gran salva de aplausos saludó la noticia del nombramiento de Els. Este cogió el cheque y se dio la vuelta, dispuesto a volver a su asiento.

—Gracias a Dios —dijo el Kommandant en voz alta, pero inmediatamente se oyeron gritos de «que hable, que hable, que pronuncie un discurso». Y «Explícanos cómo matarás a ese cabrón». Els se irguió torpemente en el borde del estrado y al fin cedió a pronunciar unas palabras.

—Bueno —dijo, titubeante, una vez acallados los gritos—, supongo que todos ustedes querrán saber cómo voy a gastar el dinero.

Y, tras decir esto, hizo una pausa. El Kommandant cerró los ojos.

—Bueno, en primer lugar, voy a disecar un doberman.

El público aprobó esto con gritos, y el Kommandant abrió los ojos un instante para ver cómo se lo tomaba el comisario general. El comisario no se reía.

—Es un perro, señor —cuchicheó precipitadamente el Kommandant.

—Ya sé que es un perro. Sé lo que es un doberman —dijo el comisario gélidamente, y antes de que el Kommandant pudiera explicar el verdadero carácter de las intenciones de Els, éste había retomado la palabra.

—Es un doberman negro, grande —dijo Els—. Y lleva ya unas cuantas semanas muerto, así que no será un trabajo fácil.

El público estaba encantado. Gritos y pateos saludaban las palabras de Els.

—¿Tienen sus hombres por costumbre disecar perros? —preguntó el comisario general.

—Él no está utilizando la palabra en su sentido habitual, señor —dijo desesperadamente el Kommandant.

—Me doy perfecta cuenta de ello —dijo el comisario general—. Sé muy bien lo que quiere decir.

—No creo que lo sepa usted, señor —empezó el Kommandant, pero Els estaba hablando de nuevo, y tuvo que callarse.

—Está un poco rígido —dijo Els— y eso hace que resulte más difícil llegar a dentro.

—Dígale que se calle —gritó el comisario general al Kommandant van Heerden, mientras la algarabía de risas histéricas inundaba el patio.

—No entiende usted, señor —gritó el Kommandant—. Él mató al perro y…

—No me sorprende, no. Es una lástima que no se matara él también, al mismo tiempo.

El estruendo llenaba el patio. El Konstabel Els no podía ver nada gracioso en lo que había dicho.

—Pueden reírse —gritó por encima de la algarabía—. Ríanse cuanto quieran. Pero apuesto a que ninguno de ustedes tiene un perro con árbol genealógico. El mío tiene un árbol especial…

El resto de la frase quedó ahogado por las risas.

—No estoy dispuesto a seguir aquí sentado oyendo estas porquerías —gritó el comisario general.

—Aguarde un momento, señor —chilló el Kommandant—. Puedo explicarle lo que significa. Es que va a llevar el perro a un taxidermista.

Pero el comisario general ya se había levantado y había abandonado el estrado.

—¡Qué asco! —le dijo a su ayudante al entrar en el coche—. Ese tipo es un maníaco sexual.

En el patio, Els había dejado el estrado y estaba diciéndole a un secreta de la primera fila que si seguía riéndose le disecaría a él. El Kommandant van Heerden sufrió allí en el estrado el tercer ataque al corazón.

En la prisión de Piemburgo, Jonathan no compartía la fe de su hermana en la dignidad de Dios. Tras una vida entera consagrado al servicio del Señor y un mes en la cárcel, ya no se sentía capaz de creer que lo que había decidido revelársele en las profundidades de la piscina hubiera tenido un carácter ni siquiera vagamente benéfico. En cuanto a su cordura, dada la perspectiva que el mundo y sus acciones le ofrecían, Jonathan pensaba que su Hacedor tenía que estar completamente loco.

—Desde luego debió necesitar un descanso el séptimo día —le dijo al viejo guardián, que insistía en consolarle—. Y en cuanto a lo de que es bueno, creo que los hechos hablan por sí solos. Fuese quien fuese el responsable de la Creación, es seguro que no pensó en el bien. Yo creo que debió pensar exactamente en lo contrario.

El viejo guardián estaba muy impresionado por estas consideraciones.

—Es usted el primer hombre que ocupa esta celda que no se convierte antes de que le ahorquen.

—Quizá se deba en parte al hecho de que soy inocente —dijo el obispo.

—Oh, sí, claro —dijo el viejo guardián, con un bostezo—. Todos dicen lo mismo —y se alejó, para aconsejar al Konstabel Els que estaba practicando con el patíbulo.

Solo en su celda, el obispo se echó en el suelo y escuchó los ruidos que le llegaban del patíbulo. A juzgar por los sonidos parecía más probable que muriese de alguna espantosa hernia que de rotura de cuello por ahorcamiento.

Al verdugo Els no le resultaba nada fácil su nuevo trabajo. Por un lado, estaba harto del esfuerzo que exigía aquella tarea. Había tenido que vaciar el cobertizo del patíbulo de todos los trastos que habían ido acumulándose allí a lo largo de veinte años. Con ayuda de media docena de presos negros, había sacado de allí varias toneladas de muebles viejos, rodillos de jardín, látigos en desuso y cubos corroídos antes de poder empezar a disponer el patíbulo para su tarea; y una vez vaciado el cobertizo, no estaba seguro de lo que tenía que hacer.

—Tira de la palanca le dijo el viejo guardián cuando Els le preguntó cómo funcionaba aquel chisme, y el nuevo verdugo había vuelto al cobertizo y había tirado de la palanca. Después de caer al suelo desde una altura de seis metros al abrirse la trampilla bajo sus pies, Els empezó a pensar que estaba cogiéndole el tranquillo al aparato. Lo probó con varios presos negros a los que pilló desprevenidos y que desaparecieron satisfactoriamente, en apariencia. Era decepcionante, pensó, que no le permitiesen probar con ellos como era debido.

—No puedes hacerlo —le dijo el viejo guardián—. No es legal. Lo mejor para eso es un saco de arena.

«Maldita sea», se dijo Els, y envió a los presos negros a llenar sacos de arena. Resultaban muy satisfactorios como sustitutos y no se quejaban cuando se les ponía la soga al cuello, cosa que no podía decirse de los presos negros. El problema era que los sacos se rompían por el fondo al ahorcarlos. Els volvió a la cárcel a consultar con el viejo guardián.

—Ya no está aquí —le explicó el obispo.

—¿A dónde se ha ido? —preguntó Els.

—Ha pedido baja por enfermedad —dijo el obispo—. Tenía problemas de vientre.

—Lo mismo les pasa a los sacos —dijo Els, y dejó al obispo, preguntándose qué sería peor, si morir ahorcado o morir destripado.

«No creo que haya mucha diferencia», pensó al fin. «En cualquier caso, nada puedo hacer al respecto».

El Kommandant van Heerden no compartía el fatalismo del obispo. Su tercer ataque cardíaco le había convencido de que también él estaba condenado a muerte, pero había decidido que podía hacer algo para salvarse. Le había ayudado a llegar a esta conclusión el Konstabel Oosthuizen, cuya experiencia quirúrgica le convertía en fuente inagotable de información médica.

—Lo más importante es conseguir un donante sano —explicó—. Una vez conseguido eso, ya no hay problemas, es coser y cantar, comparado con mi operación.

El Kommandant van Heerden había huido rápidamente para evitar una descripción de la operación en la que figuraba tan memorablemente la mayor parte del tracto digestivo del Konstabel Oosthuizen.

Sentado en su despacho, el Kommandant oyó al Luitenant Verkramp explicar a voz en grito el caso de su tío que había muerto de un ataque cardíaco. El Kommandant se había dado cuenta de que últimamente una proporción extraordinariamente grande de la familia Verkramp había sucumbido a lo que sin duda alguna era un defecto hereditario y la forma de fallecimiento había sido en todos los casos tan atroz que sólo cabía esperar que Verkramp falleciese del mismo modo. La actitud solícita de Verkramp le sacaba de quicio, y también estaba ya harto de sus preguntas de cómo se sentía y cómo estaba de salud.

—Me siento perfectamente, demonios —le dijo un centenar de veces.

—Bueno —dijo tristemente Verkramp—, eso es lo que parece muchas veces. Recuerdo que mi tío Piet se sentía muy bien el día que murió. Se sentía muy bien, pero, de pronto…

—No creo que fuese tan rápido —dijo el Kommandant.

—Oh no. Fue muy lento y muy doloroso.

—Ya suponía que lo había sido —dijo el Kommandant.

—Una cosa horrible —dijo Verkramp—. Resulta que…

—¡No quiero saber más de ese asunto! —gritó el Kommandant.

—Bueno, bueno, yo creí que le gustaría saber… —dijo Verkramp, y se fue a explicarle a Konstabel Oosthuizen que la irritabilidad era un síntoma seguro de trastorno cardíaco incurable.

Entretanto, el Kommandant había intentado distraerse ideando una respuesta adecuadamente cáustica al comisario general de policía, que había escrito ordenándole que procurase que los hombres que estaban a su mando hicieran mucho ejercicio al aire libre y hasta llegaba a insinuar incluso que podría ser aconsejable organizar un burdel para el cuerpo policial de Piemburgo. El Kommandant se daba cuenta de que la confesión del Konstabel Els torturaba aún al comisario general de policía.

—¿Cómo se escribe exactamente taxidermista? —le preguntó al Konstabel Oosthuizen.

—Oh, yo no iría a uno de ésos —contestó él—. Necesita usted un buen cirujano.

—No estaba pensando en ir yo a un taxidermista —gritó el Kommandant—. Sólo quiero saber cómo se escribe la palabra.

—Lo primero que tiene que hacer usted es encontrar un donante adecuado —continuó Oosthuizen y el Kommandant renunció a su intento de terminar la carta—. ¿Por qué no habla usted con Els? Seguro que él puede proporcionarle alguno.

—Si es de un cafre, ni hablar —dijo el Kommandant con firmeza—. Prefiero morir.

—Eso mismo dijo mi primo el mismo día que falleció —comenzó Verkramp.

—Cállese —gruñó el Kommandant, y entró en su despacho y cerró la puerta. Se sentó a la mesa y empezó a pensar en las posibilidades de Els de proporcionarle un donante. Al cabo de media hora, agarró el teléfono.

A Jonathan Hazelstone le sorprendió mucho que el Kommandant van Heerden solicitase verle.

—Viene a disfrutar, imagino —dijo, cuando el alcaide le llevó la nota del Kommandant. Le sorprendió aún más la redacción de la nota. El Kommandant van Heerden no suplicaba, en realidad, al obispo que le concediera audiencia, sino que su nota hablaba de «una entrevista quizás en la intimidad de la capilla de la prisión, para tratar de un asunto de mutuo interés». Jonathan se estrujaba los sesos pensando en algún asunto de interés común entre él y el Kommandant, y, aparte de su inminente ejecución, en la que el Kommandant van Heerden debía haber tenido considerable interés a juzgar por lo mucho que se había esforzado en lograrla, no veía ninguna otra cosa, no caía en ninguna cuestión que pudiera compartir con el Kommandant. Al principio, sintió deseos de rechazar la petición, pero el viejo guardián se había librado de sus problemas intestinales, después de que Els hubiera dejado de romper sacos.

—Uno nunca sabe. Quizá le traiga buenas noticias —dijo el guardián, y el obispo aceptó la entrevista.

Se entrevistaron en la capilla de la cárcel, una tarde, una semana antes de la fecha prevista para la ejecución. El obispo apareció lleno de cadenas y esposado, y se encontró al Kommandant esperándole sentado en un banco. A propuesta del Kommandant, caminaron ambos por el pasillo y se arrodillaron, hombro con hombro, ante la barandilla del altar, fuera del campo de audición de los guardianes que estaban apostados a la puerta de la capilla. Sobre ellos, en las ventanas, escenas de horror edificante, hechas en vidrieras esmaltadas de finales del siglo diecinueve, filtraban la luz del sol que lograba atravesar los densos colores y las rejas de detrás del cristal, hasta que toda la capilla brilló con una claridad parda como de sangre coagulada.

Mientras el Kommandant van Heerden rezaba una breve oración, el obispo, que rechazó la invitación del Kommandant a rezar, miraba hacia las vidrieras sobrecogido. Nunca había caído en la cuenta, hasta aquel momento, de cuántas formas había de ejecutar a la gente. Las vidrieras aportaban un amplio catálogo de ejecuciones, que abarcaban desde la simple crucifixión a la quema en la hoguera. Santa Catalina en la rueda merecía sin discusión su fama como alarde pirotécnico, decidió el obispo, mientras que San Sebastián habría sido una marca ideal para alfileteros o acericos. Uno tras otro, los mártires encontraban sus terribles destinos con un grado de realismo que parecía indicar que el artista era un genio y, además, un genio demente. Al obispo le gustaba en especial aquella silla eléctrica de una de las vidrieras. Con una obsesión verdaderamente victoriana por el naturalismo combinado con la solemnidad dramática, el individuo de la silla aparecía envuelto en un aura de chispas de un azul eléctrico. Contemplándolo, el obispo se alegraba de haber aceptado aquella entrevista. Haber visto aquellas vidrieras era saber que su propio fin en la horca, por muy mal que la manejase el incompetente Els, sería placentero, sin lugar a dudas, comparado con los sufrimientos que se representaban allí.

«Supongo que puedo estar agradecido por estas pequeñas mercedes», se dijo, mientras el Kommandant murmuraba su última oración, que, dadas las circunstancias, le parecía al obispo un tanto extraña.

—Por lo que voy a recibir, y por que sepa agradecérselo verdaderamente al señor. Amén —dijo el Kommandant.

—¿Sí? Dígame —dijo el obispo, tras una leve pausa.

—Supongo que le alegrará saber que su hermana se encuentra muy bien en Fort Rapier —cuchicheó el Kommandant.

—Me alegro de saberlo, sí.

—Sí, está muy bien de salud —dijo el Kommandant.

—Mmmm —dijo el obispo.

—Ha engordado un poco —dijo el Kommandant—. Pero eso es natural, es la comida del hospital.

El Kommandant hizo una pausa y el obispo empezó a preguntarse cuándo iría de una vez al grano:

—Hay que procurar no engordar demasiado —dijo el Kommandant—. La obesidad provoca más muertes prematuras que el cáncer.

—Ciertamente, sí —dijo el obispo, que había perdido más de diez kilos desde que estaba en la cárcel.

—Sobre todo en la mediana edad —cuchicheó el Kommandant.

El obispo volvió la cabeza y le miró. Empezaba a sospechar que el Kommandant se estaba permitiendo una broma de bastante mal gusto.

—Usted no ha venido aquí a hablarme de los peligros de la obesidad, supongo —dijo—. En su nota, me decía que quería discutir algo de interés mutuo y, francamente, la obesidad no es uno de mis problemas.

—Sí, ya me lo imagino, claro —dijo con tristeza el Kommandant.

—¿Entonces?

—Yo tengo problemas con la obesidad.

—No veo que eso tenga nada que ver conmigo —dijo el obispo.

—Bueno, puede crear muchas complicaciones. Es una de las causas principales de las enfermedades cardíacas —dijo el Kommandant.

—Cualquiera diría oyéndole que yo corriese peligro de sufrir un infarto, cuando no creo, en realidad, que se me permita ese lujo.

—Bueno, en realidad, no pensaba en usted —dijo el Kommandant.

—Ya me lo imaginaba.

—Pensaba más en mi obesidad —continuó van Heerden.

—Bueno, si ése es el único tema del que ha venido a hablarme, creo que me volveré a la celda. Tengo mejores cosas en que pensar en las horas que me quedan, que en su estado de salud.

—Ya me temía yo que me dijera eso —dijo quejumbrosamente el Kommandant.

—No puedo entender qué otra cosa podría hacer. No ha venido usted aquí, supongo, por simpatía. Por un buen corazón.

—Gracias —dijo el Kommandant.

—¿Qué dice?

—Gracias —dijo el Kommandant.

—¿Gracias por qué?

—Por el corazón.

—¿Por qué?

—Por un corazón.

El obispo le miró incrédulo.

—¿Un corazón? —dijo al fin—. ¿Pero de qué demonios me habla usted?

El Kommandant van Heerden vaciló antes de continuar.

—Es que necesito cambiar de corazón —dijo al fin.

—Ya me he dado cuenta —dijo el obispo— de que un cambio de corazón le haría a usted mucho bien, pero creo, la verdad, que ha ido ya demasiado lejos para que puedan ayudarle mis oraciones. Y, de todos modos, creo que he perdido la fe en el poder de la oración.

—He intentado ya rezar —dijo el Kommandant—, pero no ha servido de nada. Sigo teniendo palpitaciones.

—Quizá si se arrepintiese sinceramente —dijo el obispo.

—De nada vale. Soy un hombre condenado —dijo el Kommandant.

—Metafóricamente, supongo que lo somos todos —dijo el obispo—. Forma parte de la condición humana, en realidad, pero si me permite decirle, yo estoy mucho más condenado que usted, y gracias a usted, precisamente, me ahorcarán el próximo viernes.

Hubo un largo silencio en la capilla, mientras los dos hombres consideraban su futuro. Lo rompió el Kommandant.

—Supongo que no querrá usted hacer nada por mí —dijo al fin—. Un legado final.

—¿Un legado final?

—Una cosita que en realidad a usted no le servirá de nada.

—Tiene usted el descaro de venir aquí a pedirme que le incluya en mi testamento —dijo irritado el obispo.

—No se trata de su testamento —dijo desesperado el Kommandant.

—¿No? ¿Entonces, de qué?

—De otra cosa. De algo que está en su pecho.

—¿Qué es?

—Su corazón.

—No hace más que hablar de mi corazón —dijo el obispo—. Quiero que deje usted de hacerlo. Ya es bastante terrible saber que va a morirse uno, sin necesidad de que alguien esté hablándole y hablándole del corazón. Cualquiera pensaría que quiere usted quedarse con él.

—Quiero, sí —dijo sencillamente el Kommandant.

—¿Qué? —gritó el obispo, poniéndose de pie con un tintineo de cadenas—. ¿Qué quiere usted qué?

—Sólo su corazón —dijo el Kommandant—. Lo necesito para un trasplante.

—Estoy volviéndome loco —gritó el obispo—. Tengo que estar volviéndome loco. No es posible. ¿Quiere usted decir que ha venido aquí y se ha tomado tantas molestias sólo para poder conseguir mi corazón para un trasplante?

—No ha sido ninguna molestia —dijo el Kommandant—. No tenía nada que hacer esta tarde.

—No estoy hablando de esta tarde —gritó el obispo—. Hablo de los asesinatos y el juicio, y del haberme condenado a muerte por delitos que sabía usted que yo no podía haber cometido. ¿Hizo usted todo eso sólo para poder arrebatarme el corazón del pecho y meterlo en el suyo? Es increíble. Es usted un vampiro. Es usted…

El obispo no encontraba palabras que pudieran expresar el horror que sentía.

También el Kommandant van Heerden estaba horrorizado. Nunca jamás, en toda su vida, le habían acusado de cosas tan terribles.

—¡Dios santo! —respondió a gritos—. ¿Por quién me toma?

Se dio cuenta de que había sido un error preguntarlo. Era evidente y obvio por lo que le tomaba el obispo. Durante un instante terrible, pareció que el preso esposado y encadenado fuera a lanzarse sobre él. Luego, bruscamente, la furia del obispo se evaporó y el Kommandant vio que miraba hacia arriba fijamente, hacia una de las vidrieras. Siguiendo la mirada del obispo, el Kommandant contempló el retrato particularmente lúgubre de un mártir en proceso de ser colgado, destripado y descuartizado. Para el Kommandant van Heerden, el cambio de conducta del preso sólo podía explicarse por una intervención milagrosa. De algún modo extraño, la vidriera había infundido en su alma una sensación de paz y sosiego.

Y esto, en cierto modo, era verdad, pues Jonathan Hazelstone había comprendido de pronto que el segundo verso de «Los precursores» necesitaba una corrección. Lo que ellos querían no era su cerebro, era su corazón.

Sed buenos, pues, dejadme la mejor estancia,

Dejadme mi corazón entero, y lo que en él hay.

Volviéndose al Kommandant, el obispo era una imagen de auténtica generosidad cristiana.

—Sí —dijo quedamente—. Si quiere mi corazón, por supuesto, puede disponer de él.

Y, sin decir más, se apartó de la barandilla del altar y bajó por el pasillo hacia la puerta. Y, mientras caminaba, iba componiendo de nuevo los versos.

Malos sois, sí, por robarme mi estancia mejor

Y mi corazón entero, incluso…

El obispo se sonreía, feliz. Era muy razonable, sí, pensaba, y aún seguía sonriendo beatíficamente cuando le alcanzó el Kommandant van Heerden y, lleno de emoción, asió su mano encadenada y la estrechó con fuerza.

—Es usted un auténtico caballero —jadeó—. Un auténtico caballero inglés.

Noblesse oblige —murmuró el obispo, que tenía una afección cardíaca crónica por haber padecido de niño fiebres reumáticas.