Para el Kommandant van Heerden, el traslado de la señorita Hazelstone, su paso de dueña de la mansión de Jacaranda Park a la condición de interna en el manicomio de Fort Rapier, fue un asunto triste. Mientras contemplaba la camilla en la que llevaban a la vieja dama por última vez por entre los retratos de sus antepasados del vestíbulo infestado de helechos, el Kommandant van Heerden se daba cuenta de que concluía una época. La mansión de Jacaranda Park ya no se alzaría como bastión supremo a los ojos de la sociedad de Zululandia, como símbolo de todo lo mejor de la ocupación británica en África y como emblema de un género de vida aristocrática. No habría ya más fiestas en sus jardines, no habría ya grandes bailes, no habría ya aquellos banquetes que habían hecho tan famosa a la señorita Hazelstone, no sucedería ya nada importante entre aquellas cuatro paredes. La casa se quedaría vacía, sepulcral, hasta que las hormigas blancas o los equipos de derribo la barrieran para dejar sitio a una nueva urbanización. El Kommandant van Heerden, mientras apagaba las luces y veía cómo la casa se sumía en la oscuridad bajo la luz de la luna, se sentía embargado por una gran sensación de vacío, de pérdida. La vieja arrogancia en la que se había apoyado para aguzar su servilismo había desaparecido. Era un hombre libre, y era el arquitecto de su propia libertad. Y eso era lo que menos deseaba.
Era un cortejo lo que subió por el camino de coches y salió por los portones retorcidos, un cortejo fúnebre de motos y coches celulares que acompañaban a la ambulancia en que la señorita Hazelstone dormía el sueño de los potentemente sedados. Al volante del primer vehículo iba el Konstabel Els, feliz por la certeza de que había ganado una justa recompensa y, tras él, en la oscuridad, el Kommandant van Heerden ponderaba las paradojas del destino que había hecho que una criatura como Els fuese el instrumento de la caída de la casa Hazelstone.
Eso no significaba que Els fuera más listo, pensaba el Kommandant, mientras la procesión se abría paso tortuosa a través de las oscuras calles de Piemburgo, ni que hubiese nada vagamente intencional siquiera en sus actividades que explicase los efectos de éstas. Els era tan sólo azar, casualidad y trivialidad en todos sus actos.
«La entropía hizo al hombre», se dijo el Kommandant, y abrió la ventanilla.
El coche había empezado a oler de un modo insoportable.
—Els —dijo el Kommandant—, a ver si se baña usted.
—¿Yo, señor? —preguntó Els.
—Usted, Els, apesta.
—Yo no, señor. Eso es Toby.
—¿Y quién diablos es Toby?
—El doberman, señor. Huele un poco.
—¿Quiere decir usted que ha metido el cadáver putrefacto de un perro en el coche? —gritó Kommandant.
—Oh no, señor —dijo Els—. Está en el maletero.
El Kommandant estaba a punto de decir que no estaba dispuesto a compartir su coche con un doberman en estado de descomposición, cuando cruzaron ya la entrada de Fort Rapier y enfilaron la cuesta hacia el hospital.
A la luz de la luna, los edificios de Fort Rapier se parecían mucho al aspecto que habían tenido cuando la guarnición ocupaba los cuarteles. Habían añadido unos cuantos barrotes aquí y allá, para convertir un establecimiento proyectado para que la gente no entrase en otro que servía para que no saliese. Pero la atmósfera no se había alterado. Seguía imperando allí el irracionalismo.
«Las viejas tradiciones tardan en morir» pensó el Kommandant cuando el coche paró al borde de la zona de instrucción. El Kommandant salió del vehículo y acarició un cañón de campaña que había servido en Paardeberg, donde su abuelo se había quedado dormido durante el combate y que ahora estaba allí plantado como un vigía de hierro dominando a los lunáticos de otra generación.
Mientras llevaban a la señorita Hazelstone a un pabellón reservado a los locos peligrosos, el Kommandant van Heerden explicó su caso al director, el doctor Herzog, al que habían levantado de la cama para ponerle en antecedentes del caso.
—¿No podía haber esperado usted hasta mañana? —preguntó, malhumorado—. Me acosté a la una.
—Pues yo no me he acostado todavía —dijo el Kommandant—, y, de cualquier modo, se trata de una emergencia. La señorita Hazelstone es una personalidad célebre y su ingreso puede provocar comentarios públicos.
—Lo es, desde luego, y los provocará sin duda —dijo el médico—. Además, es la principal benefactora de este centro.
—No hay duda de que ha estado proveyendo para su propio futuro, que será vivir aquí hasta que decida morir —dijo el Kommandant.
—¿Quién ha diagnosticado eso? —preguntó el doctor Herzog.
—Yo —dijo el Kommandant.
—No me parece que esté usted cualificado para hacer tal cosa.
—Conozco a un criminal lunático en cuanto lo veo. El médico de la policía y su propio médico vendrán por la mañana y los documentos reglamentarios llegarán a su debido tiempo.
—Todo eso parece un poco irregular —dijo el médico.
—En realidad, lo es —corroboró el Kommandant—. Pero, si quiere usted saber la verdad, tenemos pruebas absolutamente irrefutables de que ha asesinado a una persona. No entraré en detalles, pero puedo asegurarle que tenemos pruebas suficientes para que se la juzgue por asesinato. Creo que comprenderá usted que el juicio de una persona tan distinguida sería contrario al interés público.
—¡Dios santo! —exclamó el médico—. ¿En qué se está convirtiendo Zululandia? Primero su hermano y ahora la señorita Hazelstone.
—Desde luego, sí —dijo el Kommandant—. Es un reflejo de los tiempos.
Tras asegurarse de que no se permitiría a nadie visitar a la señorita Hazelstone y que ésta no tendría acceso a la prensa ni a sus abogados, el Kommandant se fue. Había amanecido ya cuando cruzó la gran explanada donde hacían instrucción las tropas en otros tiempos, y habían surgido unas cuantas figuras grises de los pabellones del hospital que paseaban tristes a la primera luz del día.
«Pensar que iba a acabar así», pensó el Kommandant, y se refería no tanto a la señorita Hazelstone como al esplendor imperial que, invicto y supremo, había desfilado con casaca roja por la plaza. Se paró un momento e imaginó los regimientos que habían desfilado ante el estrado en el que el abuelo de la señorita Hazelstone les pasaba revista antes de ir a morir en Majuba Hill y en Spion Kop y luego dio la vuelta y subió a su apestoso vehículo.
La señorita Hazelstone se encontró, al despertar, en la cama de un pabellón hospitalario. No tuvo, sin embargo, muchas dificultades para hacerse cargo de dónde se encontraba. La decoración y la hilera de camas volvieron a traerle recuerdos del colegio donde había estado interna, aunque sus acompañantes no fuesen, precisamente, las chicas alegres y despreocupadas de su juventud. Ni era tampoco que hubieran sido alegres, en realidad, pensaba ella, allí echada y mirando al techo, sino meramente expectantes, lo cual pasaba por alegría. No había nada que fuese remotamente alegre ni expectante en las personas que podía ver ahora. Retirados en las regiones remotas de su propia imaginación, los pacientes vagaban inertes entre los obstáculos que les interponía la realidad. La señorita Hazelstone les miraba y sentía la tentación de seguir su ejemplo. Sólo el orgullo se lo impedía. «Qué falta de estilo», se dijo, y, sentándose al borde de la cama, miró alrededor buscando su ropa.
En los días que siguieron, la señorita Hazelstone se aferró hoscamente a su orgullo, rechazando con firmeza los mundos irreales que los demás pacientes pretendían imponerle.
—Puede que lo sea —le dijo a una paciente que se le presentó como Napoleón—, aunque lo dudo. Yo soy la señorita Hazelstone de Jacaranda Park.
Y hasta el personal de la institución aprendió que era imprudente dirigirse a ella llamándola simplemente Hazelstone.
—Señorita Hazelstone para usted —le dijo a una monja que cometió este error.
—Hay que mantener las apariencias —le dijo a la doctora von Blimenstein, la psiquiatra a la que habían asignado la nueva paciente y que intentaba en vano conseguir que la señorita Hazelstone reconociese los orígenes sexuales de su enfermedad. La doctora von Blimenstein era tan desmesuradamente ecléctica en su enfoque, que resultaba difícil determinar por qué escuela de psicología se inclinaba más. Era notorio que prescribía electrochoques en dosis ilimitadas a los pacientes negros, pero con los blancos insistía en la culpabilidad sexual como causa de psicosis. Tenía tanto éxito en su actividad, que en cierta ocasión había logrado incluso curar a un guarda del Serpentario de Durban de su neurosis de ansiedad relacionada con las serpientes. Él decía que su fobia se debía al hecho de que le habían mordido en cuarenta y ocho ocasiones diferentes serpientes tan venenosas y variadas como víboras del desierto, cobras, víboras del Gabón, y áspides, cada una de las cuales le había puesto al borde de la muerte. La doctora von Blimenstein había convencido al pobre hombre de que sus temores tenían un origen puramente sexual y eran consecuencia de una sensación de desajuste provocada por la idea de que su pene no era tan largo ni tan potente como una pitón adulta y le había enviado de nuevo a trabajar en el serpentario, donde, tres semanas después, le había mordido, esta vez con fatales consecuencias, una mamba negra cuya longitud intentaba él comparar con la de su propio miembro erecto, el cual sabía que alcanzaba los dieciocho centímetros de longitud. «Treinta y cinco centímetros», acababa de deducir, apoyando la cabeza de la mamba contra su glans penis. Fue prácticamente lo último que pudo decir, pues la mamba, con ferocidad plenamente justificada por la absurda comparación, hundió los colmillos en su contrapartida simbólica. Tras lo cual, la doctora von Blimenstein se había apartado del psicoanálisis y se había decidido por un enfoque más conductista.
Con la señorita Hazelstone la doctora decidió que no había peligro alguno de que pudieran darse resultados tan trágicos, y había animado a la paciente a explicar sus sueños de modo que pudiese examinarlos y extraer el significado simbólico que explicaría todos los problemas de la paciente. El problema era que la señorita Hazelstone jamás soñaba, y los sueños inventados que suministró a la doctora eran sumamente realistas y vulgares. Estaban, por una parte, salpicados de falos y vaginas, que ninguna cuantía de interpretación simbólica podía convertir en algo diferente.
—¿Y serpientes, o campanarios? —preguntó la señorita Hazelstone, cuando la doctora explicó lo difícil que era.
—Nunca en mi vida he oído que alguien sueñe con penes —dijo la doctora.
—Probablemente sean sueños de cumplimiento de deseos —dijo la señorita Hazelstone, y continuó describiendo un sueño en que una criatura llamada Els había luchado con un perro negro en el césped de un jardín.
—Extraordinario —dijo von Blimenstein—, absolutamente arquetípico.
Y luego, se había puesto a hablar del Espíritu luchando con la Libido Instintiva.
—Sí, eso mismo me pareció a mí en el momento —dijo crípticamente la señorita Hazelstone.
Después de varias semanas de sueños de este tipo, la doctora había empezado a pensar que podía escribir una monografía sobre «El arquetipo del policía en la psicología sudafricana», utilizando aquel material.
Para la señorita Hazelstone, estas entrevistas constituían una diversión frente al aburrimiento de la existencia en Fort Rapier.
—La locura es tan monótona —le explicaba a la doctora—. En principio, uno piensa que las fantasías pueden resultar más interesantes que la realidad, pero, al final, llegas a la conclusión de que la locura es un pobre sustituto de la realidad.
Por otra parte, cuando miraba en torno suyo, no parecía existir ninguna diferencia significativa entre la vida en un manicomio y la vida en Sudáfrica en su conjunto. Todo el trabajo lo hacían los locos negros, mientras que los locos blancos vagaban por allí imaginándose que eran Dios.
«Estoy segura de que el Todopoderoso tiene más dignidad», se decía la señorita Hazelstone, observando a aquellos sujetos que vagaban sin rumbo por el recinto del manicomio. «Estoy segura, además, de que Él no tiene delirios de grandeza».
La noticia de que al fin habían encontrado a su hermana y de que la habían internado en el manicomio de Fort Rapier no fue ninguna sorpresa para el obispo de Barotselandia.
—Mi hermana nunca estuvo bien de la cabeza —le dijo al Kommandant, que fue a verle personalmente para darle la noticia, y una vez más demostró aquella falta de lealtad familiar que tan deplorable consideraba el Kommandant en alguien que pertenecía a una estirpe tan ilustre; añadió—: Para ella es el mejor sitio. Hace años que debería estar internada.
El obispo abandonaba todas sus ilusiones, al parecer, y desde luego, había dejado de sentir aprecio por su hermana y de considerarla sólo un poco excéntrica.
—Yo siento una gran admiración por la señorita Hazelstone —dijo fríamente el Kommandant—. Fue una mujer notable y una gran pérdida para Zululandia.
—Habla usted de ella como si hubiera muerto —dijo el obispo, que pensaba mucho más en la mortalidad desde que se encontraba en la cárcel—. Supongo que, en cierto modo, ha pasado a mejor vida.
—No saldrá de allí hasta su muerte —dijo lúgubremente el Kommandant—. Por cierto, su juicio se celebrará la semana que viene, de modo que si tiene algo que decir en su defensa, será mejor que empiece a pensar en ello —y el Kommandant se había ido convencido de que Jonathan Hazelstone se merecía su destino.
Al quedarse solo en la celda, el obispo decidió que nada podía hacer, en realidad, para modificar la confesión que ya había hecho. Le parecía una defensa perfectamente razonable en sí misma. Nadie en el mundo podía llegar a creer que él hubiera cometido los crímenes que confesaba, y dudaba de que alguien que no fuera un especialista en el ritual de la High Church pudiera diferenciar las infracciones penales de las prácticas eclesiales. Ningún juez digno de tal nombre podría condenarle jamás por latitudinarismo. El obispo se tumbó en el colchón que había en el suelo de la celda, que le servía de cama, deseoso de que llegase el veredicto que, estaba seguro, dispondría su puesta en libertad.
«Seguramente ni se llegue siquiera a eso», pensó alegremente. «El juez sobreseerá el caso sin más».
Los pronósticos del obispo de Barotselandia, como siempre, resultaron totalmente erróneos. Se eligió para ver el caso al juez Schalkwyk, cuya madre había muerto en un campo de concentración inglés, y famoso por su sordera y por su desprecio a todo lo británico. El abogado defensor, el señor Leopold Jackson, también tenía cierta limitación física, consistente en una fisura palatina que hacía casi inaudibles sus discursos, y era también famoso por su tendencia a someterse a la autoridad de los jueces. Le habían elegido para llevar la defensa los herederos del acusado, primos lejanos que vivían en un barrio pobre de Ciudad del Cabo y que albergaban la esperanza de acelerar el curso de la justicia para evitar más publicidad desagradable que empañaría el buen nombre de la familia. Al señor Jackson sólo le permitieron ver a su cliente unos días antes de iniciarse el juicio, y, además, sólo en presencia del Konstabel Els.
La entrevista tuvo lugar en la cárcel y se distinguió, desde un principio, por la falta de comunicación entre los interlocutores.
—Y dice uztez que firmó una confeción. Qué láztima —dijo el señor Jackson.
—Se hizo bajo coacción —corrigió el obispo.
—No es verdad —dijo Els—. Se hizo aquí.
—Bajo coacción —dijo el señor Jackson—. Entoncez no cervirá.
—No creo —dijo el obispo.
—Cómo no va a servir —dijo Els—. Pues claro que sí.
—¿Cómo le coaccionaron para que confezara?
—Me obligaron a mantenerme de pie.
—No es verdad —dijo Els—. Yo le dejé sentarse.
—Sí, eso es cierto —admitió el obispo.
—Ací que no hubo coacción —dijo el señor Jackson.
—Acabo de decírselo. Se hizo aquí —dijo Els.
—Hubo coacción en parte —dijo el obispo.
—No le haga caso —dijo Els—. Yo sé dónde se hizo. Se hizo aquí.
—¿Ce hizo aquí? —preguntó el señor Jackson.
—Sí —dijo el obispo.
—Ahí tiene. ¿Qué le dije yo? —dijo Els.
—Parece que ecizte una confución —dijo el señor Jackson—. ¿Qué confezó uztez?
—Genuflexión con una lúbrica —se apresuró a decir Els, desechando delitos menores.
—¿Genufleción con qué? —preguntó el señor Jackson.
—Quiere decir rúbrica, creo —dijo el obispo.
—No no. Quiero decir lúbrica —dijo Els indignado.
—Qué delito tan eztraño —dijo el señor Jackson.
—Y que lo diga —dijo Els.
—Yo creía que ce trataba de un cazo capital —dijo el señor Jackson.
—Lo es —dijo Els—. Yo estoy disfrutándolo muchísimo.
—Genufleción no ez un delito, cegún el derecho zuzafricano.
—Es con una lúbrica —dijo Els.
—Hay más delitos en mi confesión —dijo el obispo.
—¿Cuález?
—Asesinato —dijo el obispo.
—Lesbianismo —continuó Els.
—¿Lezbianizmo? Ezo ez impocible. Un hombre no puede cometer lezbianizmo. ¿Eztá uztez ceguro de que ez el cazo correcto?
—Segurísimo —dijo Els.
—¿Le importaría dejar que mi cliente hablaze por zí mizmo? —preguntó el señor Jackson a Els.
—Yo sólo intento ayudar —dijo Els, ofendido.
—Vamoz a ver —continuó el señor Jackson—. ¿Ez cierto que ha admitido uztez cer lezbiana?
—Pues sí, la verdad —dijo el obispo.
—¿Y acecino?
—Parece extraño, ¿verdad? —dijo el obispo.
—Parece fantáztico. ¿Qué máz confezó uztez?
El obispo vaciló. No quería que el señor Jackson pusiera objeciones a su confesión, antes de que la leyeran en el juicio. Todo se basaba en lo absurdo de tal documento y el señor Jackson no parecía un abogado capaz de entenderlo.
—Creo que preferiría que el caso siguiera adelante tal como está —dijo, y excusándose, con el pretexto de que estaba cansado, hizo salir al abogado de la celda.
—Le veré el día del juicio —dijo el señor Jackson alegremente, y se fue.
Sin embargo, no se debió al señor Jackson el que la confesión de Jonathan Hazelstone no llegara al juicio en su versión completa. Fue más bien, debido a la meticulosidad del Luitenant Verkramp, que, deseoso de halagar, había enviado la confesión al departamento de Segundad del Estado, a Pretoria. El jefe del departamento de seguridad del Estado encontró una mañana el documento en su escritorio y lo leyó con una creciente sensación de incredulidad. Estaba acostumbrado a leer confesiones extravagantes. En realidad, la sección de seguridad existía para manufacturarlas y él podía ufanarse de tener, a este respecto, una reputación superior a la de cualquiera. Ciento ochenta días en confinamiento solitario y días de pie sin dormir sin que cesasen los interrogatorios un instante, solían producir confesiones bastante curiosas, pero, de todos modos, la confesión que le había enviado Verkramp eclipsaba absolutamente todas las anteriores.
—Este hombre está loco —dijo después de repasar el catálogo de delitos entre los que se incluían la necrofilia, la flagelación y la liturgia, pero no estaba claro a qué hombre se refería. Tras una conferencia con miembros directivos del gobierno, el departamento de seguridad del Estado decidió intervenir para defender los intereses de la civilización occidental encarnada en la república de Sudáfrica y, utilizando los poderes otorgados por el parlamento, ordenó la supresión de nueve décimas partes de la confesión. El juez Schalkwyk debía juzgar y condenar al preso, sin posibilidad de apelación, por las acusaciones de asesinato de un cocinero zulú y cíe veintiún policías. Las demás acusaciones quedaban marginadas y no debía presentarse en juicio ninguna prueba que pusiera en peligro la seguridad del Estado. Furioso, el juez se vio obligado, de acuerdo con el derecho sudafricano a obedecer. Jonathan Hazelstone debía ser ahorcado, de eso no había duda, pero sería ahorcado sólo por una mínima parte de lo que declaraba en su confesión.
El juicio se celebró en Piemburgo y en la misma sala en la que el padre del acusado se había hecho tan famoso.
—El viejo orden cambia, ¿no le parece a uztez? —susurró Jonathan a su abogado cuando se sentó en el banquillo de los acusados. Al señor Jackson no le hizo gracia.
—No eztá bien que ce burle uztez de mi defecto. Ademáz, por lo que he oído, máz le valdría decir: «Aún no ha llegado lo bueno».
El señor Jackson tenía razón por una vez. El descubrimiento de que habían expurgado su confesión fue lo que más afectó al obispo de todo el juicio. En la suspensión que siguió al anuncio de que sólo iban a juzgarle por asesinato, Jonathan consultó con su abogado.
—Yo alegaría locura. Me parece que ez zu única oportunidad —aconsejó el señor Jackson.
—Pero soy absolutamente inocente. No tengo nada que ver con el asesinato de veintiún policías.
—Zí, zí, pero dezgraciadamente, ha confezado uztez los hechoz.
—Me obligaron. ¿Por qué demonios iba a querer matarles?
—No tengo ni idea —dijo el señor Jackson—. Loz motivoz de miz clientez zon ciempre un mizterio para mí. El problema ez que laz pruebaz que hay contra uztez zon baztante concluyentez. Tuvo uztez ocación de hacerlo y laz armaz ce hallaron en zu poder. Ademáz, lo ha admitido uztez en una confeción firmada. Le zugiero que ce declare culpable, pero loco.
—¡Pero ci no eztoy loco! —gritó el obispo.
—No he venido aquí a que ce rían de mí —dijo el señor Jackson.
—Lo ciento —dijo el obispo—. Quiero decir, lo siento.
—Cambiaremoz de táctica —dijo al fin el señor Jackson—. Alegaremoz locura.
—Está bien —dijo el obispo.
—Ez mejor que morir en la horca —dijo el señor Jackson. Volvieron a la sala de juntas.
El juicio se desarrolló con mucha rapidez. A última hora de la tarde, el fiscal había presentado sus conclusiones y el señor Jackson no había intentado siquiera una defensa razonada. Confiaba en que el tribunal tendría en cuenta la evidente locura del acusado.
En su resumen a un jurado elegido entre los parientes cercanos de los policías asesinados, el juez Schalkwyk habló con una brevedad y un nivel de imparcialidad insólitos en él.
—Ya han oído ustedes —masculló, aunque, debido a su sordera, él no lo había oído—, en el alegato de la acusación que el acusado cometió los crímenes que se le imputan. Han visto ustedes la confesión del acusado con sus propios ojos, y han oído que la defensa alega que su cliente está loco. Quizá consideren ustedes razonable la hipótesis de que un hombre que mata a veintiún policías y firma luego una confesión diciendo que lo ha hecho, no está, evidentemente, bien de la cabeza. Pero es mi deber indicarles que alegar locura frente a las pruebas abrumadoras que le acusan no es propio de un loco. Es un acto sumamente razonable y que indica un grado de percepción que sólo puede hallarse en una mente sana e inteligente. Creo, por tanto, que deben prescindir por completo de la cuestión de la locura en sus deliberaciones. Deben centrarse únicamente en la cuestión de la culpabilidad. No me cabe duda alguna de que el acusado cometió los crímenes que se le imputan. Poseía, como se ha visto por las pruebas periciales que ha presentado la acusación, la ocasión y los medios. Se le halló en posesión de las armas homicidas y en el momento en que intentaba deshacerse de ellas. Su cartera y un pañuelo suyo aparecieron en el escenario del crimen, y no ha podido explicar correctamente cómo llegaron allí. Por último, el acusado admite en una confesión firmada que es el responsable de esos asesinatos. Creo que no tengo que añadir nada más. Ustedes y yo sabemos que el acusado es culpable. Ahora vayan y reúnanse y vuelvan y díganlo así.
El jurado salió de la sala del juicio. Volvieron a los dos minutos. El veredicto fue unánime. Jonathan Hazelstone era culpable de veintiún asesinatos y cuarto.
Al leer la sentencia, el juez se permitió desviarse de la imparcialidad que había mostrado en su resumen. Tuvo en cuenta un hecho previo, relacionado con una infracción de tráfico. El acusado no había avisado correctamente de su intención de girar a la izquierda en un cruce y, tal como indicó el juez, esto ponía en peligro la existencia misma de la Constitución sudafricana, basada en una serie de sólidos giros a la derecha.
—Es usted un peligro para los valores de la civilización occidental —dijo el juez, y es deber de este tribunal acabar con el comunismo.
Y, tras decir esto, ordenó que se llevaran al preso y que le colgasen por el cuello hasta que muriera. Estaba a punto ya de abandonar la sala del juicio, cuando el señor Jackson pidió que le permitiera hablar con él un momento a solas.
—Quería llamar la atención de zu ceñoria zobre un privilegio de la familia Hazelctone —masculló.
—Tengo la satisfacción de decirle que la familia Hazelstone ya no tiene privilegios —dijo el juez.
—Ez una prerrogativa muy antigua. Data de loz tiempoz de Cir Theophiluz.
—¿Qué quiere decir usted con eso?
—Me refiero al privilegio de la familia de que zuz miembroz cean ahorcadoz en la prición de Piemburgo. Ce concedió ece privilegio a la familia a perpetuidad —intentó explicar el señor Jackson.
—Señor Jackson —gritó el juez—, está usted haciéndonos perder el tiempo a mí y a este tribunal, y no digamos ya a su cliente, al que le queda poquísimo, además. Perpetuidad significa la cualidad de preservar algo del olvido. La cualidad básica de la sentencia que acabo de aprobar tiene un sentido completamente distinto. Creo que no necesito añadir nada más, y le aconsejaría que hiciera otro tanto.
Sin embargo, el señor Jackson hizo un último esfuerzo.
—¿Puede cer ahorcado mi cliente en la prición de Piemburgo? —gritó.
—Por supuesto que puede —gritó el juez—. Tiene que ser así, además, es un antiguo privilegio de la familia Hazelstone.
—Graciaz —dijo el señor Jackson.
Cuando la sala se despejó, Jonathan Hazelstone, pasmado y aturdido, fue conducido a su celda.