Mientras se preparaba el proceso contra Jonathan Hazelstone, el Kommandant van Heerden se debatía con el problema planteado por la desaparición de la hermana del detenido. Pese a una búsqueda minuciosa, la señorita Hazelstone seguía eludiendo a la policía. El Kommandant van Heerden aumentó la recompensa ofrecida, pero, a pesar de ello, no llegó a la comisaría de policía de Piemburgo ninguna información digna de mención. El único consuelo que pudo hallar el Kommandant fue que la señorita Hazelstone no había aumentado sus problemas poniéndose en contacto con su abogado ni con periódicos de fuera de su jurisdicción.
—Esa vieja es lista como el diablo —le dijo al Luitenant Verkramp y apreció, alarmado, que había vuelto a sentir la admiración que antes sentía por ella.
—Yo no me preocuparía por la vieja, lo más probable es que aparezca durante el juicio —contestó optimista Verkramp.
La caída que había sufrido el Luitenant no le privaba, advirtió el Kommandant, de su capacidad para decir cosas que parecían calculadas para inquietar a su superior.
—Si es usted tan listo, ¿dónde cree que hemos de buscarla? —gruñó el Kommandant.
—Probablemente esté sentada en su mansión de Jacaranda Park riéndose a carcajadas —dijo Verkramp, y salió a hacer una lista de cocineros negros partidarios del Pollo Maryland.
—Cabrón sarcástico —masculló el Kommandant—. Un día de éstos alguien le dará su merecido.
Fue en realidad el Konstabel Els quien propició la detención de la señorita Hazelstone. Desde su pelea con el doberman, Els seguía lamentando su decisión de dejar el cadáver de su enemigo en Jacaranda Park.
—Debería haberlo hecho disecar. Quedaría precioso en el vestíbulo —le sugirió al Kommandant en un momento de ocio.
—Vamos —dijo el Kommandant—, ¿a quién se le ocurre disecar un perro?
—Pues allí en el vestíbulo de la mansión de Jacaranda hay montones de leones disecados, y jabalíes verrugosos. ¿Por qué no iba a poder tener yo un perro disecado en el vestíbulo de mi casa?
—Se plantea usted cosas que no corresponden a su posición —dijo el Kommandant.
Els se había ido a preguntarle al guardián de la cárcel cómo se podían disecar perros. El viejo parecía saber mucho de estas cosas.
—Tienes que llevarlo a un taxidermista —le dijo el guardián—. Hay uno en el museo, pero yo pediría antes presupuesto. Disecar cuesta mucho.
—No me importa tener que gastar un poco de dinero en eso —dijo Els, y ambos fueron a preguntarle al obispo cosas del perro.
—Creo que tenía pedigree —les contestó el obispo.
—¿Qué es eso? —preguntó Els.
—Un árbol genealógico —le informó el obispo, preguntándose si matar al perro iría a añadirse a la lista de delitos que había cometido él, supuestamente.
—Pues vaya perro más fino, con árbol genealógico y todo —le dijo Els al guardián—. Y parecía que era un perro que meaba en las farolas, como los demás.
—Un perro mimado, sin duda —dijo el guardián—. Parece más propio de un perro faldero que de un doberman de verdad. No me choca que pudieras matarlo tan fácilmente. Debió morirse de miedo.
—Nada de eso. Luchó como un loco. Era el perro más feroz que he visto en mi vida —protestó Els, enojado.
—Cuando lo vea, lo creeré —dijo el guardián. Y Els había decidido de inmediato ir por el doberman para limpiar aquella mancha sobre su honor.
—Quiero que me dé permiso para visitar Jacaranda Park —le dijo al Kommandant aquel mismo día, más tarde.
—¿Permiso para qué? —preguntó incrédulo el Kommandant.
—Para subir a Jacaranda Park. Quiero recoger el cadáver de aquel perro.
—Usted está chiflado, Els —dijo el Kommandant—. Yo creí que estaba ya bastante harto de aquel maldito lugar.
—No es un mal sitio —dijo Els, cuyos recuerdos del parque eran muy distintos a los del Kommandant.
—Es un sitio horroroso, y ya ha hecho usted bastante daño allá arriba —sentenció el Kommandant—. No meta usted la nariz allí, ¿me ha oído?
Els hubo de desahogar su cólera con unos presos negros en el patio de la cárcel.
Al anochecer, el Kommandant van Heerden decidió hacer una comprobación en los puestos de control montados alrededor de Piemburgo. Estaba empezando a sospechar que su obligada ausencia del mundo exterior producía efectos negativos en la moral de sus hombres, y como juzgaba improbable que la señorita Hazelstone estuviera fuera, siendo ya las once de la noche, y considerando que no podría verle en un coche celular de todos modos, decidió hacer la ronda en el momento en que le parecía más probable que sus hombres pudieran dormirse en pleno servicio.
—Vaya despacio —le dijo a Els cuando se sentó en la parte trasera del coche—. Sólo quiero echar un vistazo.
Durante una hora, los hombres que estaban de servicio en los cruces de las calles y en los puestos de control de las carreteras se vieron asediados por las preguntas de van Heerden.
—¿Cómo sabe usted que no ha pasado por aquí disfrazada de negro? —le preguntó al sargento de guardia en la carretera de Vlockfontein, que se le había quejado de los muchos vehículos que había tenido que registrar.
—Los hemos registrado todos, señor —dijo el sargento.
—¿Los han registrado? ¿Y cómo han comprobado?
—Les hicimos la prueba de la piel, señor.
—¿La prueba de la piel? Nunca he oído hablar de ella.
—Utilizamos un poquito de papel de lija, señor. Se les frota la piel y si el negro se va, son blancos. Si no se va, no lo son.
Esto le impresionó muchísimo al Kommandant van Heerden.
—Eso demuestra iniciativa, sargento —dijo y continuaron la ronda.
Poco después de esto, cuando subían hacia Town Hill a inspeccionar el control que había allí, el Konstabel Els se dio cuenta de que el Kommandant se había quedado dormido.
—Es sólo el viejo haciendo la ronda —le dijo Els al konstabel que estaba de servicio en el control, y cuando iba ya a dar la vuelta para regresar a la cárcel, cayó en la cuenta de que estaba muy cerca de Jacaranda Park. Miró por encima del hombro y vio que el Kommandant seguía dormido.
—¿Me da usted permiso para subir hasta Jacaranda Park, señor? —preguntó en voz baja. El Kommandant roncaba sonoramente atrás.
—Gracias, señor —dijo Els, con una sonrisa, y el coche pasó ante el control de carretera y enfiló la cuesta hacia la mansión de Jacaranda. Los faros iluminaron a ambos lados de la carretera los carteles que se alzaban como anuncios de lugares macabros de vacaciones: «Peste Bubónica», alguna playa siniestra, y «Rabia», una reserva de caza. El Kommandant van Heerden, ignorante de su destino, dormía ruidosamente en el asiento trasero del coche cuando cruzaron la entrada de Jacaranda Park y bajaron lentamente, con un rechinar de neumáticos sobre grava, por el largo camino de coches.
Els aparcó el vehículo delante de la casa y bajó sigilosamente y se perdió en la noche buscando su trofeo. Era una noche oscura, las nubes tapaban la luna, y tuvo ciertas dificultades para hallar el cadáver del doberman.
«Es curioso», se dijo, mientras buscaba por el césped. «Yo habría jurado que dejé por aquí a ese maricón», y continuó buscando al animal.
El Kommandant van Heerden roncaba más escandalosamente que nunca en la parte de atrás del coche. De pronto, se deslizó hacia un lado y fue a dar con la cabeza en la ventanilla. Inmediatamente despertó y miró a su alrededor en la oscuridad.
—¡Els! —gritó sonoramente—. ¿Por qué se ha parado y por qué están apagados los faros?
No llegó ninguna respuesta tranquilizadora del asiento del conductor, y mientras el Kommandant van Heerden, aterrado allí en el asiento de atrás del coche, se preguntaba dónde demonios había ido Els, la nube se apartó suavemente de la luna y el Kommandant vio ante sí la entrada principal de la mansión de Jacaranda Park. El Kommandant, con un gemido, se encogió en el asiento y maldijo su propia estupidez por salir de la cárcel.
Sobre él, la fachada de la mansión se recortaba amenazadora, y la sensación de amenaza aumentaba aún más por las ventanas sin luz. Gimiendo de terror, el Kommandant abrió la puerta y salió. Al cabo de un momento estaba otra vez dentro del coche, en el asiento del conductor, buscando las llaves. Habían desaparecido.
—Debería haber supuesto que ese cerdo iba a hacerme algo así —masculló el Kommandant y se prometió darle una lección a Els en cuanto regresase. Pero pasaban los minutos y Els seguía su búsqueda del escurridizo Toby, y el terror del Kommandant iba en aumento.
«No puedo pasarme toda la noche aquí sentado», pensaba. «Tendré que salir a buscarle», y se apeó del coche, y avanzando cautelosamente, entró en el jardín. A su alrededor, matorrales y arbustos asumían formas extrañas y terribles y la luna, que, sólo unos minutos antes, había resultado tan iluminadora, descubrió una nube oportuna para esconderse detrás. Sin ver nada y sin atreverse a gritar, el Kommandant van Heerden tropezó con un seto de flores y cayó al suelo de bruces. «Rosas caninas», pensó irritado, llevándose la mano a la cara y poniéndose de pie torpemente. Y en ese momento, los oídos y los ojos del Kommandant van Heerden captaron una visión y un sonido de dos cosas que le pusieron a cabalgar el corazón desbocado en el pecho. El coche se había puesto en marcha. Els había encontrado el doberman y se iba. Mientras los faros giraban y bañaban de luz la fachada de la mansión, el Kommandant, plantado allí, rígido entre las flores, mirando fijamente al cielo nocturno, vio algo mucho más siniestro que la casa misma. Una nubécilla de humo se alzaba despacio, pero firme, por una de las chimeneas de la mansión abandonada. El Kommandant van Heerden no estaba solo.
Llevándose las manos al pecho, el Kommandant cayó de espaldas entre las rosas y se desmayó. Cuando volvió en sí de lo que decidió llamar su primer ataque cardíaco, oyó una voz que había tenido la esperanza de no volver a oír más.
—Noches de vino y rosas, ¿eh Kommandant? —preguntaba, y el Kommandant alzó la vista y vio perfilada contra móviles nubes, la elegante silueta de la señorita Hazelstone. Vestía como la primera vez que la había visto y no llevaba, y el Kommandant dio gracias al cielo por ello, aquel traje rosa salmón tan horroroso.
—Supongo que no pensará pasarse toda la noche ahí —continuó la señorita Hazelstone—. Vamos a casa, le prepararé un café.
—No quiero café —masculló el Kommandant, librándose de las ramas del rosal.
—Quizás usted no lo quiera, pero es, evidentemente, lo que necesita para despejarse. No estoy dispuesta a dejar que policías borrachos anden dando tumbos por mi jardín y destrozándome los setos de flores a estas horas de la noche —e inclinándose a aquella autoridad a la que nunca era capaz de oponerse, el Kommandant van Heerden se vio una vez más en el salón de la mansión de Jacaranda. La habitación estaba a oscuras salvo por la lámpara que había sobre un proyector cinematográfico instalado en una mesa pequeña.
—Estaba precisamente viendo unas películas antiguas que tomé, antes de quemarlas —dijo la señorita Hazelstone, y el Kommandant comprendió el origen de la nubécilla de humo que había visto salir por la chimenea—. En la cárcel no podré verlas, y, además, creo que es mejor olvidar el pasado, ¿no cree usted, Kommandant?
El Kommandant estaba de acuerdo, por supuesto. El pasado era algo que él habría pagado una fortuna por olvidar. Por desgracia, estaba demasiado presente en su pensamiento. Atrapado entre su propio terror y una sensación de respeto que hacía mucho más persuasivo el errático latir de su corazón, el Kommandant aceptó sentarse en un sillón del que esperaba no levantarse nunca, mientras la señorita Hazelstone encendía una lamparita.
—Queda un poco de café de la cena —dijo la señorita Hazelstone—. Creo que tendré que calentarlo. Normalmente habría tenido café recién hecho, pero en este momento, estoy sin servicio, prácticamente.
—No necesito café —dijo el Kommandant, y lamentó de inmediato haberlo dicho. Podría haber tenido ocasión de escapar si la señorita Hazelstone se hubiera ido a la cocina. Pero, en vez de eso, le miró dubitativa y se sentó frente a él, en el sillón de orejas.
—Como guste —contestó—. No parece estar usted demasiado borracho. Sólo un poco pálido.
—No estoy borracho. Es el corazón.
—En ese caso, el café es lo peor para usted. Es un estimulante, sabe. Debe usted procurar evitar todo tipo de estimulación.
—Ya lo sé, ya.
Luego hubo una pausa que rompió al fin la señorita Hazelstone.
—Supongo que ha venido usted por fin a detenerme —dijo.
El Kommandant no podía pensar en nada que le gustase más que detenerla, pero no parecía tener energía suficiente. Hipnotizado por la casa y el aire de elegante melancolía de aquella mujer que tanto le fascinaba, siguió allí sentado escuchando el palpitar de su corazón.
—Supongo que Jonathan ya habrá confesado —dijo la señorita Hazelstone en el tono de quien inicia una charla social. El Kommandant asintió.
—Qué lástima —continuó la señorita Hazelstone—. Ese pobre chico padece de complejo de culpabilidad. No entiendo por qué. Sospecho que es porque ha tenido una niñez impecable. La culpa suele ser tantas veces un sustituto de la maldad honrada y decente. Supongo que eso debe verse muy a menudo en su profesión, Kommandant.
El Kommandant hubo de aceptar que era muy frecuente en su profesión, pero no podía entender la importancia que podía tener en el caso de un hombre que tenía varias penas de cárcel a la espalda. Sintió que sucumbía una vez más no sólo al respeto sino también a una sensación de desasosiego que parecía provocar en él la conversación de la señorita Hazelstone.
—Yo jamás he padecido esa debilidad —continuó tranquilamente la señorita Hazelstone—. En realidad, me resultaba difícil encontrar cosas que hacer que no fueran deprimentemente buenas. Yo, como el diablo, he sentido también lo horroroso que es el bien. Es tan aburrido. Pero estoy segura de que usted no tiene la misma posibilidad de que le repugne.
—Creo que tiene usted razón —dijo el Kommandant, a quien le causaban repugnancia otras cosas muy distintas.
—Como debe haber deducido usted, he hecho todo lo posible por introducir un poquito de alegría en mi vida —continuó la señorita Hazelstone—. Escribo para los periódicos, sabe.
El Kommandant van Heerden lo sabía demasiado bien.
—Una columnita de vez en cuando sobre moda y sobre la vida elegante.
—He leído algunos artículos suyos —dijo el Kommandant.
—Espero que no haya seguido mis consejos —continuó la señorita Hazelstone—. Los escribí irónicamente. Y lo pasé muy bien imaginando las combinaciones más espantosas de colores. Además, todo el mundo se tomó mis consejos en serio. Creo que puedo decir honradamente que he hecho inhabitables más hogares de Sudáfrica que todas las termitas juntas.
El Kommandant van Heerden la miró asombrado.
—¿Y por qué demonios quiso hacer una cosa así? —preguntó.
—Por una sensación de deber moral —murmuró la señorita Hazelstone—. Mi hermano ha consagrado su vida a propagar la luz y el bien, yo he buscado sólo equilibrar la balanza. Si la gente decide seguir mis consejos de poner un empapelado marrón con cortinas naranja, ¿quién soy yo para decirles que no lo hagan? La gente que cree que por tener la piel de color rosa es civilizada mientras que tenerla negra le convierte a uno en un salvaje, puede creer cualquier cosa.
—¿Quiere usted decir que no cree en el apartheidt? —preguntó atónito el Kommandant.
—Kommandant, por Dios, qué pregunta tan tonta —contestó la señorita Hazelstone—. ¿Me comporto como si creyera en él?
El Kommandant van Heerden hubo de admitir que no.
—No se puede vivir con un zulú ocho años y seguir creyendo en la segregación —prosiguió la señorita Hazelstone—. En realidad, las películas que acabo de ver son unas que le hice a Cinco Peniques. ¿Le gustaría ver una?
El Kommandant van Heerden vaciló. Lo que había visto ya del cocinero no le predisponía a querer ver más.
—Admiro sus delicados sentimientos —dijo la señorita Hazelstone—, pero no tiene por qué vacilar. No me importa en absoluto compartir mis recuerdos con usted.
Y, dicho esto, puso el proyector en marcha.
Al cabo de un momento, el Kommandant vio en la pantalla del fondo de la estancia el objeto de la pasión de la señorita Hazelstone moviéndose por el jardín de Jacaranda Park tal como era hacía unos cuantos veranos. La película se había tomado desde el mismo ángulo y en el mismo rincón del jardín en que había perecido su actor casi una década después. Al principio, el Kommandant tuvo la ilusión de que no había habido ningún asesinato y que había soñado los sucesos de los días precedentes. Fue una ilusión que no duró mucho. Cuando la imagen de Cinco Peniques se hizo mayor en la pantalla, el Kommandant decidió que prefería la realidad que había conocido a la escena fantástica que estaba presenciando. Había habido, consideró, algo casi saludable en el cadáver de Cinco Peniques. Pero, vivo, el cocinero zulú resultaba un ser patentemente enfermo.
Alto y corpulento, cabrioleaba por el césped como una sobrecogedora ninfa negra, y paraba un momento a acariciar el busto de Sir Theophilus antes de besarlo apasionadamente en la boca inmóvil. Se alejaba luego revoloteando por el jardín y desplegando sus encantos repugnantes en una serie de giros y contorsiones destinados a exhibir sus prendas del modo menos atractivo. Llevaba un vestido muy corto color carmesí guarnecido de violeta. Como podría haber supuesto el Kommandant, era de goma. Cuando Cinco Peniques ejecutó la última pirueta y concluyó su representación con un saludo, el Kommandant comprendió por qué le había asesinado la señorita Hazelstone. Y si la película era indicativa, él se lo había merecido, en realidad lo estaba pidiendo.
Concluyó la película y la señorita Hazelstone apagó el proyector.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—Ahora entiendo por qué le mató.
—No entiende usted nada —replicó la señorita Hazelstone—. Lo que acaba de ver le parece a usted horroroso por la tosquedad de su mente. Para mí, es bello —hizo una pausa—. Eso es la vida, un negro que pretende ser una mujer blanca, dando pasos de baile de un ballet que no ha visto jamás, ataviado con ropas hechas de un material totalmente impropio de un clima cálido, en un césped importado de Inglaterra, y besando el rostro pétreo de un hombre que destruyó su nación, filmado por una mujer a quien se considera el árbitro del buen gusto. Nada podría expresar mejor el carácter de la vida en Sudáfrica.
El Kommandant van Heerden estaba a punto de decir que no la consideraba muy patriota, cuando la señorita Hazelstone se levantó.
—Iré a por la maleta. Ya la tengo preparada —dijo, y se dirigía ya hacia la puerta cuando una forma obscura irrumpió por la puertaventana, derribando a la señorita Hazelstone.
El Konstabel Els había demorado un rato en localizar el cuerpo del doberman en la oscuridad y, al final, se había orientado más por el olor que por la vista para llegar al estercolero que había detrás de la casa, donde la señorita Hazelstone había depositado al perro. Agarrándolo con cuidado, Els había vuelto al coche y lo había metido en el maletero. Luego, se había puesto al volante y había prendido el motor y se había alejado de allí despacio, dando gracias porque el Kommandant no se hubiera despertado. Hasta que no iba ya a medio camino de la ciudad, la ausencia de ronquidos atrás le llevó a pensar que se había equivocado.
Con una maldición, dio la vuelta y enfiló de nuevo hacia la mansión. Paró en el camino de coches e investigó. El Kommandant van Heerden no aparecía por ninguna parte. Els dejó el coche y dio una vuelta a la casa y de pronto se vio frente al salón iluminado donde hablaban el Kommandant y la señorita Hazelstone. Els se preguntó, en la oscuridad, qué demonios pasaría. «Ese viejo zorro», pensó al fin. «Ahora entiendo por qué no me daba permiso para venir aquí», y Els empezó a pensar que entendía ya por qué el Kommandant estaba allí sentado charlando muy amistosamente con una mujer a cuya cabeza había puesto precio. Ahora sabía por qué el Kommandant tenía tantas ganas de colgarle el asesinato de Cinco Peniques a Jonathan Hazelstone.
«Ese viejo cerdo está cortejándola», pensó, y sintió un nuevo respeto por el Kommandant. Porque Els, cuando solicitaba a una mujer, acompañaba siempre su solicitud con amenazas de violencia o chantaje y parecía evidente que el Kommandant, cuya falta de encanto igualaba casi a la de Els, tenía que haber empleado métodos muy drásticos para resultar atractivo de algún modo a una mujer de la riqueza y posición social de la señorita Hazelstone.
«El tipo va y detiene a su hermano por asesinato, y luego pone precio a la cabeza de la vieja. Vaya sistema para conseguir una dote», exclamó Els, e inmediatamente pensó en cómo podría desbaratarle el plan. Rápidamente, cruzó el césped e irrumpió en la habitación. Mientras se lanzaba sobre la prometida del Kommandant, gritó:
—Reclamo la recompensa. La capturé yo.
Y alzó la vista del suelo y se preguntó por qué parecería tan aliviado el Kommandant.