Cuando el Luitenant Verkramp llegó del hospital para iniciar el interrogatorio del preso, encontró al Kommandant esperándole. Entró, pues, vacilante en el despacho del alcaide a recibir órdenes.
—Estoy enfermo —dijo, malhumorado—. Los médicos no querían dejarme salir del hospital.
—Muy bien, Luitenant —dijo alegremente el Kommandant—. Muy bien, pero ahora ya está usted aquí. No perdamos tiempo. Necesito su ayuda.
—¿De qué se trata esta vez? —preguntó Verkramp.
El Kommandant van Heerden siempre necesitaba ayuda, pero ésta era la primera vez que reconocía el hecho.
—Tengo aquí la ficha de la familia Hazelstone —dijo el Kommandant—. Está incluido en ella el informe de seguridad que envió usted al Departamento de Seguridad del Estado. Lo he leído detenidamente. Y he de decir, Luitenant, que demostró usted más perspicacia de la que yo le atribuía.
El Luitenant Verkramp sonrió. El Kommandant nunca había sido tan amable con él.
—Dice usted aquí —continuó el Kommandant, indicando el informe— que los Hazelstone son conocidos por sus tendencias comunistas e izquierdistas. Me gustaría saber por qué escribió usted eso.
—Todo el mundo sabe que son marxistas —dijo Verkramp.
—Yo no —dijo el Kommandant—. Y me gustaría saber por qué lo sabe usted.
—Bueno, por una parte el sobrino de la señorita Hazelstone está en la universidad.
—Pero por eso no se es rojo.
—Cree en la evolución.
—Mmmm —dijo el Kommandant, dubitativo. Sabía que era una doctrina subversiva, pero con Els por allí, le parecía irrefutable.
—¿Qué más? —preguntó.
—Registré la biblioteca. Está llena de literatura comunista. Tienen La enseña roja del valor, Belleza negra, las obras completas de Dostoievski. Tienen incluso el libro prohibido de Bertrand Russel, Porqué no soy cristiano. Todos son libros peligrosos, puede estar bien seguro.
El Kommandant van Heerden se quedó impresionado. Era evidente que Verkramp había investigado el asunto más meticulosamente de lo que había supuesto él.
—Parece bastante concluyente —dijo—. Y, respecto al hermano, a Jonathan Hazelstone. Dice usted aquí que tiene antecedentes penales.
—Eso es. Vive en Rhodesia y ha estado en la cárcel.
—Él dice que es obispo.
—Él puede decir lo que le dé la gana —dijo Verkramp—. Eso no cambia las cosas. Hice una comprobación con la policía rhodesiana. Ahí en la ficha está el telegrama que me mandaron.
El Kommandant van Heerden sacó el telegrama.
—La verdad es que no entiendo ni palabra de este telegrama —dijo—. Está en clave o algo por el estilo. Léalo usted —y le entregó el telegrama.
El Luitenant examinó los jeroglíficos.
—Pero si está clarísimo —dijo, al fin—. «Jonathan Hazelstone 2 años Bulawayo 3 años Barotse titular asamblea 3 semanas Umtali». Hasta un imbécil puede entenderlo —comentó.
—Bueno, pues éste no —masculló el Kommandant—. Explíqueme usted qué quiere decir.
Verkramp suspiró. Ésas eran las consecuencias de tener un Kommandant analfabeto.
—Es muy sencillo. Ha estado dos años en la cárcel de Bulawayo. Luego, tres años en la de Barotse y luego tres semanas en la de Umtali por asamblea.
El Kommandant van Heerden se lo pensó un momento.
—¿Qué es eso de asamblea? —preguntó.
—Pues es convocar a la gente para acciones subversivas.
—Ah, ¿así que es eso? ¿Y cómo es que le condenaron sólo a tres semanas por algo así? —preguntó Kommandant, aliviado al saber que había apresado al verdadero delincuente. Ya no le cabía duda alguna de que podía resolver el caso. Un individuo con tales antecedentes no era muy probable que vacilase a la hora de matar a un cocinero zulú.
—Bueno, lo único que necesitamos ya es una buena confesión —dijo—. Espero tenerla lista en mi mesa por la mañana.
El Luitenant Verkramp se encogió de hombros.
—Si la necesita con tanta urgencia, habría sido mejor que se la encargase a Els. Según mis métodos, hay que mantener al preso por lo menos tres días despierto y con un profesional de experiencia como ese tipo, es muy posible que lleve aún más tiempo.
—No puedo encargarle este asunto a Els. No podemos permitir que un Hazelstone aparezca en la sala del juicio cojeando, sin uñas en los pies y con las pelotas del tamaño de calabazas. Piense lo que podría decir el abogado defensor. Hay que usar la cabeza. No, el interrogatorio ha de hacerse de modo discreto y le encargo a usted de él —dijo el Kommandant, recurriendo al halago—. Haga con él lo que guste, pero procure que siga entero y de una pieza cuando haya terminado.
Con esta carta blanca, el Kommandant concluyó la entrevista y pidió la cena.
En el edificio de máxima seguridad no hubo cena para Jonathan Hazelstone, y, de haberla habido, es dudoso que hubiera tenido muchas ganas de ella. Acababa de enterarse por el viejo guardián de que disfrutaba del insólito privilegio de poder dejarse ahorcar allí mismo.
—Tiene que ver con algo que dijo su abuelo en su discurso inaugural de la prisión —le explicó el guardián—. Dijo que quería que se mantuviese en buen estado el patíbulo por si su familia quería utilizarlo.
—Estoy seguro de que su intención era buena —dijo con tristeza el obispo, asombrado ante aquel legado sobrecogedor que su abuelo había dejado a la familia.
—Su padre, el difunto juez, era muy partidario de la horca. En fin, algunos de los hombres que han hecho su última cena en esta celda, donde está usted ahora, me dijeron que estaban seguros de que iban a salir libres como el aire, y, maldita sea, vino su papá y les puso encima el capuchón negro y les condenó.
—Siempre he lamentado la reputación de mi padre.
—Yo no me preocuparía ya por eso —dijo el guardián—. Si yo estuviera en su pellejo, lo que ahora me preocuparía sería la horca.
—Tengo absoluta fe en la justicia del tribunal —dijo el obispo.
—Hace veinte años que no se utiliza —prosiguió el guardián—. No es segura.
—¿No? —preguntó el obispo—. ¿Es insólito eso?
—Suerte tendrá si logra subir esas escaleras con vida, la verdad —dijo el guardián, y se alejó por el pasillo para abrirles al Luitenant Verkramp y al Konstabel Els. Estaba a punto de iniciarse el interrogatorio.
Pese al hecho de que aún sentía los efectos de sus heridas, el Luitenant Verkramp estaba decidido a aplicar al preso la técnica sudafricana habitual.
—Yo le daré coba —le explicó al Konstabel Els— y procuraré caerle simpático y parecer comprensivo; usted será el hombre duro y le amenazará.
—¿Puedo utilizar la máquina eléctrica? —preguntó ávidamente Els.
—Es un tipo demasiado importante —dijo Verkramp—. Y tampoco podrá usted pegarle demasiado.
—¿Y entonces qué vamos a hacer? —dijo Els, que no podía entender cómo iban a conseguir que confesara un inocente sin algo de violencia.
—Mantenerle despierto hasta que esté a punto de desmayarse. Es un método infalible.
El Luitenant Verkramp se sentó en el escritorio y ordenó que le trajesen al preso, adoptando lo que él suponía una actitud cordial y comprensiva. Al obispo, cuando entró en la habitación, la expresión del Luitenant le pareció sólo de hostilidad tortuosa y malévola. En las horas que siguieron se demostró que esta primera impresión había sido, en realidad, demasiado optimista. Las tentativas del Luitenant Verkramp de mostrarse comprensivo y afable, inspiraron al obispo la certeza de que estaba encerrado a solas en una habitación con un homosexual sádico que padecía una sobredosis de diversas drogas alucinógenas potentísimas. Desde luego, ninguna otra cosa podía explicar las insinuaciones que le estaba haciendo el Luitenant ni la versión deformada de su propia vida, que Verkramp insistía en que corroborase. Todo cuanto el obispo imaginaba haber hecho adquiría un carácter totalmente contrario a los ojos de Verkramp.
No había sido, por ejemplo, un pregraduado de Cambridge que había estudiado arqueología. Había sido, según pudo saber, adoctrinado en teoría marxista-leninista por un individuo al cual previamente él había supuesto destacado profesor anglocatólico, pero que, al parecer era, en realidad, un teórico adiestrado en Moscú. A medida que pasaban las horas, el débil asidero que tenía el obispo en la realidad, iba debilitándose más y más. Las ilusiones que había alimentado durante toda una vida, se escurrían y se esfumaban, sustituidas por las nuevas realidades que su trastornado interrogador insistía en obligarle a suscribir.
Cuando llegaron a los acontecimientos del día anterior, el obispo, que llevaba treinta y seis horas sin probar bocado, y seis de pie con las manos encima de la cabeza, estaba dispuesto a admitir haber asesinado a todas las fuerzas policiales de Sudáfrica, si haciéndolo lograba sentarse cinco minutos.
—Les disparé con un lanzacohetes de varios cañones suministrado por el cónsul chino de Dar-es-Salaam —repitió lentamente mientras Verkramp anotaba la confesión.
—Bueno —dijo al fin el Luitenant—. Esto parece bastante concluyente.
—Me alegro de oírlo. Ahora, si no le importa, me gustaría tener un poco de tiempo para pensar en mi futuro —dijo el obispo.
—Yo creo que eso puede dejarlo en nuestras manos sin problema —dijo el Luitenant—. Hay sólo una cosa más que quiero aclarar. ¿Por qué mató usted al cocinero de su hermana?
—Descubrí que era agente de la CÍA —contestó el obispo, que para entonces sabía ya cuál era la trayectoria que seguía el pensamiento de Verkramp. Había descubierto hacía mucho que no tenía objeto discutir con aquel hombre y, dado que la imaginación de Verkramp había sido alimentada, evidentemente, con novelas de espías, aquello parecía el tipo de explicación que él podía tragarse.
—Vaya, ¿de veras? —dijo Verkramp, y tomó nota mentalmente de que tenía que investigar a los cocineros de Piemburgo para descubrir cuántos más recibían dinero de los norteamericanos.
Cuando Verkramp terminó con él, el obispo había decidido ya que su única esperanza de eludir la ejecución en aquel patíbulo reservado para él por su abuelo, era hacer una confesión tan absurda que o bien el juez le hacía expulsar de la sala del juicio, o bien le permitía alegar locura. «Me da igual que me ahorquen por uno que por mil» se dijo, cuando Els pasó a hacerse cargo del interrogatorio, y se preguntó qué nuevos delitos podría añadir a la listas de los que había confesado ya. El Konstabel Els sugirió muy gustoso unos cuantos.
—Tengo entendido que quiere usted que andemos por ahí casándonos con los cafres —comenzó Els.
Els sabía que la persona a la que estaba interrogando era comunista, y lo único que sabía él de los comunistas era que querían que los blancos se casaran con los negros.
—No recuerdo haber abogado por eso en público —dijo cautamente el obispo.
—Ya me supongo que no lo haría usted en público —respondió Els, que sólo había abogado por el contacto sexual con gentes de raza negra en la intimidad más estricta—. Le habrían detenido.
El obispo se quedó perplejo.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por abogar a una mujer negra en público. ¿Pero qué me dice en privado?
—No le negaré que he pensado algunas veces en el asunto.
—Vamos, admítalo. No sólo ha pensado en ello. Lo ha hecho, también.
El obispo no veía que pudiera perjudicar mucho admitirlo.
—Bueno, una o dos veces he planteado el asunto. Lo he sacado a colación en asambleas del consejo parroquial.
—¿En asambleas, eh? —dijo Els—. ¿Una especie de grupos de magreo, verdad?
—Supongo que sí, que podría expresarse en esos términos, —dijo el obispo, que nunca había oído aquella expresión.
Els le miró con una sonrisilla.
—¿Supongo que usted lo expresa de otro modo también?
—No, yo lo digo directamente, de hombre a hombre —dijo el obispo, preguntándose qué podía tener que ver todo aquello con el asesinato de los policías.
Al Konstabel Els le resultaba difícil entender cómo se podía decir de hombre a hombre y hacerlo directamente al mismo tiempo.
—No me ando por las ramas.
—Supongo que no, con los hombres —aceptó Els.
—Oh, había también mujeres presentes —dijo el obispo—. Son asuntos en los que suele resultar útil el punto de vista de la mujer.
—Sí claro, por supuesto.
—Es curioso, las mujeres suelen ser más receptivas a la idea que los hombres.
—Es natural, claro.
—Por supuesto, no es algo que la gente acepte de un modo inmediato. Yo procuro introducirlo de modo gradual, pero, en conjunto, todos se hicieron cargo de que era una cuestión que había que considerar.
—Demonios —dijo Els—, vaya fiestas que ha debido celebrar usted.
—Espero no aburrirle —dijo esperanzado el obispo.
—A mí las cosas sexuales nunca me aburren —dijo Els.
—¿Le importa que me siente? —preguntó el obispo, sin pensarlo, aprovechando el evidente interés de Els.
—Haga lo que quiera —a Els le emocionaban aquellas historias de magreo de grupo y perversiones similares del obispo.
—Bueno, veamos —prosiguió el obispo, una vez sentado—. ¿Dónde estaba yo?
—Estaba usted explicando lo de que a las mujeres les gustaba mucho —dijo Els.
—¿De veras? —dijo el obispo—. Qué extraordinario. No tenía ni idea.
El Konstabel Els, mientras pasaba la noche, oía admirado y extasiado al preso. Tenía ante sí a un hombre que seguía por lo menos los dictados de su corazón, un hombre que no se planteaba vergüenzas ni remordimientos, que no lamentaba nada, que estaba consagrado y dedicado a la lujuria y el placer. Els no había conocido a nadie igual en toda su vida.
El problema que tenía el obispo era que su imaginación no se adaptaba muy bien a la tarea que le marcaba Els. Frente a una curiosidad tan voraz, se atuvo a su vocación y Els escuchó fascinado descripciones de orgías a medianoche con casullas y albas. Entre las otras valiosas informaciones que el Konstabel recogió, había tres hechos particularmente notables. El obispo, según pudo saber el Konstabel, llevaba a veces un vestido talar, poseía una lúbrica y era propietario de un birrete.
—¿Qué demonios es una lúbrica? —preguntó el Kommandant van Heerden por la mañana, cuando leyó la confesión firmada por el obispo.
—Ya lo dice la palabra —dijo Els—. Lúbrica. La utiliza para la genuflexión.
—¿De veras? —dijo el Kommandant, y leyó por segunda vez aquel documento asombroso. Si era verdad la mitad de lo que había confesado el obispo, pensó van Heerden, deberían haber ahorcado a aquel cerdo hacía años.