13

La cárcel de Piemburgo se halla situada a las afueras de la población. Es vieja y no resulta demasiado fea vista desde fuera. Impregna sus paredes estucadas un aire de rancia severidad. Encima del inmenso portón de hierro están escritas las palabras «Calabozo y prisión de Piemburgo», y la puerta propiamente dicha pintada de un alegre color negro. A ambos lados, las ventanas enrejadas del edificio de oficinas rompen la monotonía de las paredes delicadamente coronadas con cactus de hierro forjado que dan a todo el edificio un aire vagamente horticultícola. Los que visitan la ciudad y pasan ante el gran rectángulo de albañilería pueden suponer con razón que se hallan en las proximidades de un enorme huerto, si no fuese por los frecuentes y persistentes gritos que brotan del hierro forjado ornamental y sugieren que ha cerrado su boca sobre una víctima algo más voraz que un atrapamoscas.

En el interior, la impresión es menos engañosa. Inaugurada por Sir Theophilus en 1897, el virrey felicitó al arquitecto en su discurso al descubrir el poste de flagelación por «crear en este edificio una sensación de seguridad que es difícil de encontrar hoy en el mundo», comentario que, procediendo como procedía de un hombre en el que era tan manifiesta la sensación de inseguridad, hablaba por sí solo. La mayoría de la gente que ingresaba en la prisión de Piemburgo no compartía el entusiasmo de Sir Theophilus. Famosa en toda Sudáfrica por la severidad de su director, el alcaide Schnapps, tenía también fama de que era imposible fugarse de ella y de que era la que contaba con el menor número de reincidentes.

Si la prisión era a prueba de fugas, el edificio de seguridad máxima lo era por partida doble. Este bloque de seguridad estaba situado junto al lugar donde se efectuaban las ejecuciones y donde se alzaba el viejo patíbulo.

—No es un espectáculo alentador —comentó el obispo al guardián que le metió en su pequeña celda.

—Podría contarle a usted algunas cosas de ese patíbulo —dijo el guardián a través de la rejilla.

—De eso estoy seguro —se apresuró a decir el obispo. Su experiencia con el individuo encapuchado del coche le había enseñado a no hacer preguntas innecesarias.

—Siempre he reservado esta celda para los asesinos —continuó el guardián—. Es muy adecuada para ellos, por la puerta, ¿comprende?

—Pues yo había pensado que era una desventaja en el caso de presos que han de tener motivos tan poderosos para querer fugarse —dijo el obispo, resignándose a la idea de que era ya un oyente cautivo.

—Oh, no, no escapaban. Resultaba más fácil para trasladarles luego al lugar de la ejecución. Les llevábamos por el corredor, subíamos la escalera y, antes de que se dieran cuenta, estaban ya allí.

El obispo se sintió aliviado al oír esto.

—Me alegra que utilice usted el pasado —dijo—. Tengo entendido que hace mucho que no se ahorca a nadie.

—Veinte años. En Piemburgo, claro. Ahora los ahorcan a todos en Pretoria. Están acabando con todas las alegrías de la vida.

El obispo estaba considerando el horror de una vida en la que los ahorcamientos significaban una alegría, cuando el guardián prosiguió:

—No se preocupe, en su caso será distinto. Usted es un Hazelstone, es un privilegiado —dijo envidioso el guardián.

Por una vez en su vida, el obispo dio gracias por ser un Hazelstone.

—¿Por qué lo dice? —preguntó, esperanzado.

—Tiene usted derecho a que le ahorquen en Piemburgo. Es por algo relacionado con su abuelo. No sé la razón, pero veré si puedo enterarme para decírselo —y se fue pasillo adelante, dejando al obispo maldiciéndose por haber hecho otra pregunta estúpida. Mientras paseaba por su celda, oyó fuera ruido de vehículos y atisbo por la ventanita enrejada y vio que había llegado el Kommandant.

El Kommandant había tenido la precaución de bajar de Jacaranda Park en un coche blindado, y estaba explicándole afanosamente al alcaide Schnapps que se hacía cargo de su despacho.

—No puede usted hacerlo —protestaba el alcaide.

—Puedo hacerlo y lo haré —dijo el Kommandant—. Tengo Poderes Especiales: se ha declarado situación de emergencia. Veamos, tenga usted la bondad de indicarme dónde está su despacho. Haré que trasladen allí mi lecho de campaña y así podremos empezar a trabajar en este asunto.

Y, dejando al alcaide escribiendo una carta de queja a Pretoría, el Kommandant se instaló en la oficina de éste y mandó llamar al Konstabel Els.

—¿Dónde está el Luitenant Verkramp? —preguntó—. Eso es lo que quiero saber.

Por una vez, el Konstabel Els estaba mejor informado.

—Está en el hospital —dijo—. Resultó herido allá en la entrada del Parque.

—Le hirió el tipo ése, ¿verdad? Se merece una medalla.

Els se quedó sorprendido. Las pruebas de valor que había visto del Luitenant Verkramp no le parecían dignas de medallas.

—¿Quién? ¿Verkramp? —preguntó.

—No, por supuesto que no. El tipo que le hirió.

—Pero si no le hirieron —dijo Els—. Se tiró él mismo en un foso.

—Típico —dijo el Kommandant—. En fin, quiero que vaya usted al hospital y me lo traiga aquí. Dígale que tiene que interrogar al preso. Quiero una confesión completa y rápida.

El Konstabel Els vaciló. No estaba precisamente ansioso por renovar su relación con el Luitenant.

—No aceptará órdenes mías —dijo—. Además, quizá se haya causado heridas graves al caer en aquel foso.

—Ojalá fuera yo tan optimista como usted, Els —dijo el Kommandant—. Lo dudo. Ese cerdo está fingiéndose enfermo.

—¿Por qué no le deja dónde está? A mí no me importa sacarle la confesión al preso.

El Kommandant movió la cabeza. Era un caso demasiado importante para que Els aplicase sus terribles métodos chapuceros.

—Le agradezco su ofrecimiento —dijo—, pero creo que se lo dejaremos para el Luitenant Verkramp.

«Vaya modo de agradecer las cosas», pensó Els, mientras se iba a sacar a Verkramp del hospital.

Encontró al Luitenant tumbado boca abajo tomando alimento a través de una paja. Al parecer, las heridas que tenía en la espalda no le permitían comer en otra posición.

—¿Sí? —preguntó malhumorado cuando se presentó ante él el Konstabel Els—. ¿Qué quiere usted?

—Vine a ver cómo estaba —dijo prudentemente Els.

—Ya ve cómo estoy —contestó Verkramp, mirando críticamente las botas sucias de Els—. Tengo heridas muy graves.

—Ya veo, ya —dijo Els, agradeciendo que el Luitenant no pudiera haberle visto la cara; lamentaba haberse asomado al foso—. Le hirieron en la espalda, ¿verdad?

—Me atacaron por detrás —contestó el Luitenant, al que no le gustaba su insinuación de que había intentado huir.

—Desagradable. Muy desagradable. Bueno, supongo que le agradará saber que hemos detenido a ese cabrón. El Kommandant quiere que empiece usted a interrogarle de inmediato.

Verkramp se atragantó.

—¿Qué quiere qué? —gritó hacia las botas del Konstabel.

—Dice que tiene usted que venir inmediatamente.

—Bueno, él puede decir lo que guste, pero yo no puedo moverme. Además —añadió—, los médicos no me dejarían salir del hospital.

—¿No preferiría decírselo usted mismo? —preguntó Els—. A mí no me creerá.

Al final, trajeron un teléfono a la cama del Luitenant y el Kommandant habló unas palabras con él. Fueron bastantes palabras y al final el Luitenant Verkramp se convenció de que tenía que incorporarse al servicio. O, de lo contrario, enfrentarse a un tribunal militar acusado de cobardía, deserción frente al enemigo e incompetencia, una incompetencia que había sido causa de que pereciesen veintiún policías a su mando. No podía, pues, permitirse seguir en el hospital. Cuando llegó a la cárcel a interrogar a Jonathan Hazelstone, Verkramp estaba de pésimo humor y no tenía la cabeza despejada del todo.

Pero, de todos modos, su humor no era peor que el del Kommandant van Heerden. Tras un breve arrebato de optimismo, propiciado por la idea de que el caso estaba prácticamente cerrado ahora que tenían al preso en la cárcel, el Kommandant había caído en un estado de pesimismo extremo al enterarse de que la señorita Hazelstone seguía en libertad. Nadie la había visto desde que había abandonado Jacaranda Park. El Land Rover lo habían encontrado abandonado, pero de la señorita Hazelstone no había ni rastro, y, mientras el Kommandant no estuviera bien seguro de que la señorita Hazelstone no irrumpiría en la prisión para reanudar sus relaciones, no le cabía duda alguna de que lo que ella pudiera hacer allí fuera igualmente podría amenazar a su futuro y a su carrera.

Por una parte, el Kommandant no podía permitirse dejarla andar suelta explicando a todo el mundo que le había tenido atado a una cama, vestido con un camisón de goma y que él no había sido lo bastante hombre como para dejarse poner una inyección. Estaba precisamente consolándose con la idea de que el círculo de amistades de la señorita Hazelstone era un círculo muy selecto, cuando recordó que además de otros bienes, como minas de oro, la familia Hazelstone era propietaria del periódico local, cuyo director nunca había mostrado gran respeto por la policía. El Kommandant van Heerden no tenía ninguna gana de proporcionar material informativo al Natal Chronicle, y se le helaba la sangre en las venas imaginar titulares como: «El Pollapequeña. El Comandante del camisón de goma dice no a la jeringa».

Dio orden de que se montaran controles de carretera por todas las vías públicas que salían de Piemburgo y que se registrasen todos los domicilios de todas las amistades de la señorita Hazelstone. Ordenó registrar también todos los hoteles y casas de huéspedes de la población, así que a las masas de compradores de tiendas y almacenes se sumaron numerosos agentes de la policía secreta. Por último, el Kommandant ordenó colocar carteles prometiendo una recompensa cuantiosa para quien facilitase información que permitiese capturar a la señorita Hazelstone, pero, sólo para asegurarse de que las confesiones de la señorita Hazelstone no llegaran al público, reunió el valor suficiente para abandonar la seguridad de la cárcel y hacer una visita personal al director del Natal Chronicle.

—Estoy actuando con Poderes Especiales. Se ha proclamado el estado de excepción —le explicó—. Le ordeno que no publique nada que pueda presentarle la señorita Hazelstone. Y más aún, si llega a sus manos algo escrito por ella, debe entregármelo a mí sin leerlo.

El director del periódico se vio obligado además a paralizar las colaboraciones de la señorita Hazelstone en la página femenina, la última de las cuales se titulaba «Cómo transformar un corral zulú en una casa de campo». El Kommandant lo leyó detenidamente para ver si contenía algo subversivo. Pero, aparte de la recomendación de utilizar cobertores de goma, no pudo hallar nada insólito en aquel escrito. En cualquier caso, el director estaba muy ocupado intentando descubrir cuántas víctimas había de las epidemias de la peste bubónica y rabia que habían invadido, al parecer, a la comunidad. Por lo que había podido averiguar hasta el momento, los únicos que mostraban síntomas de rabia eran los agentes de la policía de Piemburgo. La búsqueda de la señorita Hazelstone se prolongó durante toda la noche y el día siguiente. Cientos de agentes de la policía secreta recorrían la ciudad o vagaban indecisos por tiendas y almacenes planteando graves problemas a los vigilantes de estos establecimientos encargados de controlar a los ladrones. Muchas señoras de edad se vieron de pronto esposadas y conducidas a gran velocidad en coches celulares al manicomio de Fort Rapiers, donde hubieron de quedar ingresadas varias de ellas con crisis nerviosas como resultado de la experiencia.

En las carreteras que salían de Piemburgo, las caravanas de coches y camiones se prolongaron durante horas, mientras los policías registraban todos los vehículos. Hubo retrasos particularmente tediosos en la carretera de Durban, donde hubo que revisar los camiones que llevaban restos del matadero de la empresa enlatadora de carne Jojo, especializada en alimentos para perros y criados. Como el Kommandant van Heerden había insistido mucho en la necesidad de que todos los vehículos fueran revisados meticulosamente y centímetro a centímetro, por muy improbable que pareciese el que se ocultase en ellos la señorita Hazelstone, y dado que los camiones de la empresa enlatadora transportaban veinticinco toneladas de sesos de cerdo, vísceras de buey y las entrañas incomestibles y dudosamente nutritivas de todos los animales enfermos imaginables que aportaban su cuota a los manjares que la empresa preparaba para perros y criados, los agentes del puesto de control de la carretera de Durban tuvieron que superar considerables obstáculos para asegurarse plenamente de que la señorita Hazelstone no estaba oculta entre aquella masa repugnante que les aguardaba cada vez que paraban uno de los camiones. Los ocupantes de los coches que hacían cola detrás se quedaron asombrados al ver a unos policías ataviados sólo con trajes de baño, gafas de bucear y tubos de respiración que subían a bordo de los camiones y se sumergían en las pilas de carne semilíquida, tan nauseabundas que hasta el difunto y nada llorado buitre las habría rechazado como alimento. Los policías que afloraban al fin de su prolongada e infructuosa búsqueda, no eran en modo alguno una visión tranquilizadora que convenciese a los ciudadanos de Piemburgo de que la policía estaba velando por sus intereses, y, ante la perspectiva de unos registros tan meticulosos, buen número de automovilistas decidieron suspender el viaje que habían emprendido y volver sigilosamente a casa. Los que se quedaron, acabaron con la tapicería de los coches irremediablemente embadurnada por obra de los policías semidesnudos y cubiertos de sangre que entraron a investigar debajo de los asientos y dentro de las guanteras en busca de la escurridiza señorita Hazelstone.

Entretanto, fueron registrados con la misma meticulosidad los domicilios de las amistades de la señorita Hazelstone, y muchas personas que se habían ufanado de mantener una relación con ella, que de hecho nunca habían tenido, descubrieron que la amistad de la señorita Hazelstone traía consigo ciertas consecuencias embarazosas, una de las cuales, y no la menor, era la de pasar a ser considerado sospechoso de dar cobijo a una criminal perseguida por la justicia.

A pesar de todas estas medidas drásticas, la señorita Hazelstone seguía en libertad y alegremente ignorante de que fuese objeto de una persecución tan encarnizada.

Cuando salió de Jacaranda Park con el Land Rover de la policía, siguió la carretera principal hasta la población, aparcó el vehículo en la calle principal y se dirigió a la comisaría de policía con el fin de entregarse.

—Soy la señorita Hazelstone, de Jacaranda Park; y vengo a que me detenga —le dijo al viejo konstabel que estaba de guardia, precisamente uno de los recién operados a los que el Kommandant van Heerden había obligado a reincorporarse al servicio. El policía, que había perdido la vesícula y la parte inferior de los intestinos en la operación, no había perdido el juicio y llevaba tiempo suficiente en el cuerpo policial como para haber llegado a acostumbrarse a los extraños individuos que aparecían con regularidad a hacer confesiones falsas. El konstabel examinó al viejo caballero del traje rosa salmón durante un minuto, antes de contestar.

—Vaya, vaya —dijo, comprensivo—. ¿Es usted la señorita Hazelstone, verdad, caballero? ¿Y por qué quiere que le detengan?

—He asesinado a mi cocinero.

—Es una suerte tener uno para poder asesinarlo —dijo el viejo konstabel—. Mi vieja es la que me hace a mí la comida, y si el estado de mis tripas o de lo que queda de ellas demuestra algo, es que lleva años intentando asesinarme. Y si no lo ha conseguido, es sólo gracias a los milagros de la cirugía moderna. Los cirujanos —continuó confidencialmente—, sabe usted, tardaron cuatro horas en eliminar todo el material podrido que tenía dentro. Me quitaron la vesícula y luego…

—No he venido a hablar de su salud —masculló la señorita Hazelstone—. No me interesa lo más mínimo.

Esto no le agradó nada al Konstabel Oosthuizen.

—Si se pone usted en este plan —dijo—, de acuerdo. Lárguese.

La señorita Hazelstone no estaba dispuesta a que la echasen tan fácilmente.

—He venido a que me detengan por asesinato —insistió.

El Konstabel alzó la vista del diccionario médico que había estado leyendo.

—Mire —dijo—. Acaba de decirme que no le interesa nada mi salud. Pues bien, a mí no me interesa nada tampoco su estado mental. Así que lárguese.

—¿Quiere decir con eso que se niega a detenerme?

El Konstabel Oosthuizen suspiró.

—La detendré a usted por vagancia si no sale de aquí rápido.

—Bueno, a eso he venido, a que me detengan —la señorita Hazelstone se sentó en un banco que había pegado a la pared.

—Está usted molestando y fastidiando, ¿se ha enterado? Muy bien, vamos abajo a las celdas —y se levantó y se encaminó hacia el sótano y la encerró allí—. Cuando quiera salir, deme una voz —dijo, y volvió arriba a seguir leyendo sobre enfermedades del tracto intestinal. Cuando terminó el servicio estaba aún tan ensimismado en su propia patología, que se olvidó de mencionar la presencia del nuevo preso al agente que le relevó, así que la señorita Hazelstone seguía allí sentada muy tranquila con su traje de goma, cuando se incorporó de nuevo al servicio a la mañana siguiente.

Hasta media mañana no recordó que aún seguía abajo aquel señor mayor. Bajó a sacarle.

—¿Ha tenido ya bastante? —preguntó, abriendo la puerta.

—¿Viene usted a interrogarme? —preguntó esperanzada la señorita Hazelstone. Estaba deseosa de que la sometieran al tercer grado.

—No he venido a traerle el desayuno, si es eso lo que cree.

—Bueno —dijo la señorita Hazelstone—. Sigamos así, pues.

El Konstabel Oosthuizen miró desconcertado a su preso.

—Es usted un tipo raro —dijo—. Creo que está chocho, la verdad.

—¿Qué es lo que va a hacer?

—Sacarle de aquí a patadas —dijo el konstabel—. No hace más que estorbar aquí en la comisaría.

—Soy la señorita Hazelstone de Jacaranda Park y me buscan por asesinato. Su deber es detenerme.

—Yo soy la reina de Inglaterra —dijo el Konstabel Oosthuizen—. Vamos, lárguese de aquí antes de que me organice algún lío.

—Le repito que me buscan por asesinato —insistió la señorita Hazelstone.

—¿Está seguro de que no le buscan por ninguna otra cosa? —y el policía cogió su diccionario médico y empezó a leer lo que significaba ginecomastia.

La señorita Hazelstone intentó hacer entrar en razón a aquel konstabel.

—¿Qué es lo que tengo que hacer para que me detengan si no quiere detenerme usted por asesinato? —preguntó.

—Pruebe a tirarse a un cafre, por ejemplo —sugirió el konstabel—. Eso suele dar maravillosos resultados.

—Pues eso es precisamente lo que he estado haciendo en los últimos ocho años —le explicó la señorita Hazelstone.

—Sí claro, cómo no. Dudo que tenga usted los medios siquiera —fue toda la respuesta que obtuvo y, con el comentario final de que daba la impresión de que pudiera padecer ginecomastia, lo cual el Konstabel Oosthuizen acababa de enterarse que era un desarrollo insólito de los pechos del varón, el konstabel volvió a su lectura.

—Si no va a detenerme usted, exijo que me lleven a casa —dijo la señorita Hazelstone.

El Konstabel Oosthuizen sabía cuándo había que llegar a un compromiso.

—¿Dónde vive usted? —preguntó.

—En Jacaranda Park, por supuesto —dijo la señorita Hazelstone.

—Sí, claro, debería haberme dado cuenta —dijo el konstabel, y, satisfecho de poder librarse de ella, la sacó de la comisaría y la acompañó hasta el aparcamiento.

Una vez allí, le dijo al chofer de un coche celular que salía en aquel momento:

—Lleva a este señor hasta Jacaranda Park.

Y, con la velocidad y el respeto social a los que estaba habituada, la señorita Hazelstone fue conducida hasta la entrada de Jacaranda Park y depositada allí.

En los puestos de control policiales, no pararon el coche para registrarlo, por razones obvias.