Su fracaso con el arma de tiro rápido en el pasillo, que no pudo silenciar el estruendo de las ametralladoras ni los gritos y gruñidos que formaban parte de todos los enfrentamientos del Konstabel Els con el doberman, obligó a la señorita Hazelstone a admitir que sus planes no se desarrollaban según lo previsto. A medida que las repetidas andanadas de proyectiles atravesaban sus barricadas Luis XV y salpicaban con una autenticidad nueva varias piezas de muebles jacobinos de imitación, y un escritorio dieciochesco único, anteriormente taraceado de marfil, el estruendo de la batalla en el descansillo aumentaba. Sobre la cabeza de la señorita Hazelstone, arrancadas por el impacto de las balas de ametralladora, estallaron en el aire, en un chorro como de surtidor, las tejas, que volvieron a caer de nuevo sobre el tejado, como gigantesca granizada. La señorita Hazelstone renunció a su intento de ver a través de la niebla de yeso y volvió al dormitorio.
En seguida se dio cuenta de que también allí había pasado algo. La habitación estaba absolutamente a oscuras y un objeto grande bloqueaba totalmente la visión que, del parque, había gozado hasta entonces por aquella ventana. La señorita Hazelstone encendió la luz y contempló la parte inferior del lecho, en el cual sólo unos minutos antes había estado sentada animando al Kommandant van Heerden a ser un hombre. Contemplando el enorme lecho, la señorita Hazelstone comprendió por primera vez que el Kommandant era un hombre extraordinariamente vigoroso. Habían hecho falta diez hombres para subir aquella cama por las escaleras y para llevarla por el pasillo, y ahora un solo hombre la había alzado y la había llevado hasta la ventana, y allí estaba, evidentemente, de pie en el alféizar sujetándola con los brazos, una demostración de fuerza que la señorita Hazelstone jamás habría creído posible. Mientras contemplaba admirada aquella hazaña, le llegó a través del colchón un grito ahogado.
—Ayúdenme a bajar —gritaba el Kommandant—. Ayúdenme a bajar, ayúdenme. Esa mujer maldita será mi muerte.
La señorita Hazelstone sonrió.
—Tú lo has dicho —murmuró, y apuntó con el arma de dispersión al colchón.
Al apretar el gatillo, pensó que era muy propio que el Kommandant recibiera al Creador ataviado con un camisón de goma y atado a un colchón que se llamaba, según la etiqueta, Descanso Eterno, y cuando los muelles del colchón se dispararon y volaron las plumas, la señorita Hazelstone se volvió y salió al pasillo con un gemido.
Y este gemido fue, con toda seguridad, lo que llevó a la muerte a su amado Toby. El doberman, que estaba hasta entonces muy seguro de la presa que había hecho en la cara del Konstabel Els, la aflojó durante un segundo fatídico. Alzó la cabeza, alzó las orejas, por última vez, inducido por su lealtad, y en aquel segundo, Els, medio asfixiado por la presa obstinada del perro en su nariz, aprovechó la oportunidad y le clavó los dientes en la garganta. Con una mano apretó al animal contra sí y con la otra le asió por el escroto y empezó a apretar. Apretar no era, ni mucho menos, un término adecuado para describir la inmensa presión que ejercía.
El perro, que, a causa de la presión que ejercía Els sobre su tráquea, no podía protestar por esta infracción de las normas de Queensberry, se lanzó hacia un lado y empezó a debatirse furioso con las cuatro patas, intentando liberarse. Arrastrando tras de sí a Els, que permanecía pegado a él como una lapa, se lanzó hacia el borde de la escalera y, un instante después, los dos animales, enloquecidos, rodaron por ella llegando en avalancha hasta el vestíbulo, mientras los retratos de Sir Theophilus y del juez Hazelstone contemplaban adustos el sórdido espectáculo. Sólo el jabalí, inmovilizado por un implacable entramado de acero, podía apreciar lo que estaban padeciendo sus colegas modernos.
Tres minutos después, el Konstabel Els, tumbado en el suelo de mármol del vestíbulo, se dio cuenta de que había ganado. El doberman estaba inmovilizado por la muerte y Els aflojó la presa que había hecho en el cuello del perro y se levantó tambaleante. A su alrededor, las cabezas disecadas de búfalos y jabalíes verrugosos eran el único público de aquel momento de triunfo. Arrastrando al perro por el rabo, el Konstabel salió fuera de la casa en busca del buitre. El animal le había mirado bastante vorazmente y el Konstabel pensaba que quizás le apeteciera cambiar de dieta. Tuvo ciertas dificultades para encontrarlo y, cuando lo encontró, hasta el Konstabel Els pudo darse cuenta de que no se había muerto de hambre.
Los disparos que habían conducido indirectamente a la muerte de Toby habían estado casi a punto de causar la muerte del Kommandant van Heerden. Le habían pasado cerca los proyectiles, algo altos, pues el Kommandant había tenido la buena suerte de estar colgando de las muñecas de lo que era ahora la parte inferior de la cama. Había logrado rasgar a mordiscos la capucha y miraba hacia el sargento de Kock, que parecía, por la pinta, haber sufrido un desagradable accidente en un matadero de pavos. Esto no parecía una explicación probable del estado del sargento, pero el Kommandant, después de su reciente experiencia de perversión, no se habría sorprendido lo más mínimo si le hubieran dicho que el sargento de Kock había estado entregándose a alguna obsesión depravada relacionada con su nombre.
Estaba cavilando sobre este asunto cuando dispersó sus pensamientos el estruendo de un arma que sonó justo sobre su cabeza, y oscureció bruscamente su visión del jardín una nube de plumas.
—¡Gallina! —gritó, al ver desaparecer al sargento por la esquina de la casa, y aún seguía gritando unos minutos después cuando reapareció el sargento seguido de varios konstabels. Parecía que su voz, al tener que salir a través del agujero que había logrado practicar con los dientes en la capucha de goma, transmitía una cuota de autoridad inferior a la normal. El grupito de policías reunidos bajo él parecían más animados a reírse de sus órdenes que inclinados a obedecerlas.
—¡Bájenme de aquí! —gritaba el Kommandant—. ¡Bájenme de aquí!
Con este fondo de instrucciones ignoradas, el sargento de Kock explicaba a los jóvenes konstabels los hechos más repugnantes de la vida.
—Lo que están viendo ustedes —decía siniestramente— es un travesti.
—¿Qué significa eso, sargento? —preguntó un konstabel.
—Significa un hombre al que le gusta vestirse con ropa de mujer. Este travesti es también un pervertido.
—¡Bájeme de aquí, cerdo! —gritó el Kommandant.
—Es un pervertido —siguió el sargento—, porque es homosexual; y es doblemente pervertido porque es un fetichista de la goma.
—¡Le quitaré los galones si no me baja ahora mismo de aquí!
—¿Qué es un fetichista de la goma, sargento?
—Es una persona que se viste con camisones de goma y se cuelga de las ventanas de los dormitorios de otras personas haciendo proposiciones inmorales a la gente que hay abajo —prosiguió el sargento, sacudiéndose plumas del uniforme—. Es también un producto de la sociedad permisiva; y, como todos ustedes saben, Sudáfrica no es una sociedad permisiva. Lo que está haciendo este cerdo infringe las leyes de este país. Lo que propongo es que le metamos unas cuantas balas por el culo para que se muera de gusto.
La propuesta fue recibida con cabeceos de aprobación de los konstabels y un crescendo de alaridos del individuo que se balanceaba encapuchado junto a la ventana. Sólo un konstabel ingenuo puso objeciones.
—¿Pero eso no sería un asesinato, sargento? —preguntó.
El sargento de Kock lo miró con dureza.
—¿Va usted a decirme —preguntó— que cree que debe dejarse a estos tipos andar por ahí vestidos con camisones de mujer?
—No, sargento. Eso es contrario a las leyes.
—Pues eso es lo que acabo de decir, así que si le pegamos un tiro no haremos más que cumplir con nuestro deber.
—¿Pero no podríamos simplemente detenerle? —preguntó el policía.
—¡Soy su superior, y les ordeno que me bajen de aquí!
—Ahora ha cometido otro delito, sargento —dijo otro konstabel—. Quiere hacerse pasar por oficial de policía.
—Ustedes, jóvenes konstabels, ya saben cuál es el procedimiento a seguir, o deberían saberlo —continuó el sargento—. ¿Qué tienen que hacer ustedes en caso de que sorprendan a un delincuente cuando está cometiendo un delito?
—Detenerle —dijeron a coro los konstabels.
—¿Y si no puede usted detenerle? ¿Y si intenta escapar?
—Pues se le da un aviso.
—¿Y si sigue intentando escapar?
—Se le dispara, sargento.
—Muy bien —dijo el sargento—. ¿Va usted a decirme que ese cabrón no es un delincuente sorprendido en pleno delito, y que no está intentando escapar?
Los konstabels hubieron de aceptar que el sargento tenía razón y habían llegado justamente a este punto de sus deliberaciones cuando asomó por la esquina, cojeando triunfalmente, el Konstabel Els, arrastrando tras sí al doberman.
—Mirad lo que he cazado —proclamaba orgulloso.
El grupito del sargento de Kock no parecía muy impresionado.
—Mira lo que tenemos nosotros —dijeron, y el Konstabel Els hubo de admitir que lo que colgaba retorciéndose de la ventana eclipsaba bastante su propio trofeo.
—Vamos a liquidar a un marica —dijo el sargento de Kock—. ¿Quiere usted ayudarnos, Els, o no es lo suyo?
—No es lo mío, no —dijo Els examinando al individuo que colgaba de la ventana—. Es el Kommandant van Heerden, él mismo en persona. Le conocería en cualquier sitio.
Mientras se disolvía la fiesta del tiroteo entre la confusión de la noticia de que era el Kommandant quien estaba colgando allí, la principal responsable de la situación del Kommandant cavilaba qué hacer a continuación. Creía que había conseguido al fin meter en la cabeza dura del Kommandant que ella era capaz de matar a Cinco Peniques, y aunque comprendía que la opinión del Kommandant van Heerden no importaba ya, tenía la esperanza de que su sucesor sería un hombre con suficiente sentido como para detenerla de inmediato.
Bajó a la planta inferior a buscar a un policía que la condujese a una celda de la comisaría de policía de Piemburgo, pero la casa parecía estar desierta.
«He debido asustarles y se han escapado» se dijo, y fue por el coche. A mitad del camino del garaje, cayó en la cuenta de que era Cinco Peniques quien tenía las llaves, así que se metió en uno de los Land Rovers de la policía y lo puso en marcha.
Los konstabels del otro lado de la casa estaban ayudando al Kommandant a bajar por la escalerilla y no prestaron atención al Land Rover que enfiló vacilante el camino de coches. El centinela apostado en la entrada del parque dejó pasar el coche, y ése desapareció doblando la curva y siguió carretera abajo hacia Piemburgo.
La mayoría de los acontecimientos del día no habían afectado al obispo de Barotselandia. Esposado y desnudo, yacía en la bodega intentando concentrarse en cuestiones espirituales, menos dolorosas que las de la carne. No tenía demasiado éxito en sus propósitos. El hambre y el dolor competían con el miedo para ocupar su atención, y por encima de todo se cernía el horrible temor a estar volviéndose loco. En realidad, era menos el miedo ante la idea de estar volviéndose loco que el miedo a haberse vuelto loco ya. En veinticuatro horas había visto profanados los dogmas inamovibles de su mundo de un modo que, tenía que admitirlo, mostraba todos los indicios de la locura.
«Yo soy un obispo y mi hermana es una asesina», se dijo tranquilizadoramente. «Si mi hermana no es una asesina, es posible que yo no sea un obispo». Esta vía de razonamiento no pareció ayudarle mucho y la abandonó pensando que alteraba el escaso equilibrio mental que le quedaba aún. «Alguien está loco», concluyó, y empezó a preguntarse si las voces que había oído en las profundidades de la piscina no serían, en realidad, síntomas de la locura que parecía estar padeciendo.
Por otra parte, su firme creencia en la intervención del Señor en los asuntos del mundo le inducía a preguntarse cómo habría podido transgredir tan gravemente las normas divinas como para merecer el castigo que había caído sobre él. Llegó a la conclusión de que había sido culpable de hubris. «El orgullo precede a la caída», dijo, pero no podía concebir una cuantía de orgullo que pudiese justificar las profundidades a las que había caído. Desde luego, el pequeño orgullo que había sentido con su nombramiento en Barotselandia, difícilmente justificaba el terrible castigo que estaba padeciendo. Prefería creer que sus padecimientos eran una preparación para cosas mejores que habrían de venir, y una manera de poner a prueba su fe. Se consoló con la idea de que debía haber personas en el mundo en situaciones aún peores, aunque no podía imaginar quiénes o qué podían padecer.
«Soportaré mis tribulaciones con alegría y mi espíritu se renovará con ello», dijo pulcramente y se entregó a la meditación.
El Kommandant van Heerden había llegado a conclusiones completamente distintas. Había soportado suficientes tribulaciones en las últimas veinticuatro horas como para que le durasen toda una vida. Ahora sabía que había tres cosas que no quería volver a ver. Los camisones de goma, al sargento de Kock y la mansión de Jacaranda Park. Estas tres cosas habían perdido el atractivo que pudiesen haber poseído para él, y que en el caso de las dos primeras había sido inexistente.
En cuanto a la mansión de Jacaranda, tenía que admitir que le había gustado, pero ahora se daba cuenta de que era un sentimiento no correspondido. La casa, evidentemente, reservaba sus favores para los de posición social impecable y ascendencia británica. Para mortales inferiores, albergaba terrores. El Kommandant se clasificaba, en la escala social, el primero, luego a Els, el doberman, Cinco Peniques y el buitre. Él había sido encadenado, aterrorizado y amenazado de muerte. A Els le habían atacado en dos ocasiones distintas. El doberman había perecido a mordiscos. A Cinco Peniques le habían esparcido por todo el jardín y al buitre por todo el sargento de Kock. En conjunto, tales indignidades habían estado demasiado estrechamente relacionadas con la clase de los que las habían padecido para que cupiese duda alguna de que la reputación de presunción aristocrática de que gozaban los Hazelstone no carecía de fundamento, en realidad. El Kommandant pensaba que, en conjunto, Els había salido bastante bien librado, considerando sus orígenes y su posición social.
Por otra parte, tenía motivos para sospechar que la dosis de desdicha de Els no se había completado todavía. Aunque era cierto que había ayudado a salvar la vida del Kommandant en dos ocasiones, el Kommandant tenía que admitir que la intervención del Konstabel en el descansillo le había dado tiempo para saltar por la ventana y, una vez allí, había sido Els quien había impedido que el sargento de Kock se excediese en el cumplimiento de su deber. Pero no podía olvidar de ningún modo aquel asuntillo de la trifulca en la entrada del parque; había demasiados indicios de la participación de Els para que pudiera ignorarse por completo. Els tenía que dar alguna explicación.
Mientras se vestía en el despacho, el Kommandant van Heerden miraba receloso a Els. El Konstabel se echaba antiséptico en la nariz y jugueteaba con el pisapapeles. Cuando terminó de ponerse los pantalones, el Kommandant había llegado a ciertas conclusiones definidas. La señorita Hazelstone había dado su versión de los hechos y el Kommandant estaba convencido de que había sido ella, con toda seguridad, quien había matado a Cinco Peniques. Por desgracia, ella no podía, y él lo sabía, haber liquidado a los policías a la entrada del parque. Tenía que haber otro responsable de eso; y aunque las pruebas acusaban a Jonathan Hazelstone, el Kommandant le había visto dormido en la cama poco antes de iniciarse el tiroteo. De lo que se deducía que si Jonathan era inocente, el culpable era Els. Sólo había un paso de esta conclusión a la cuestión de la responsabilidad. ¿Quién, preguntarían, había permitido que un maníaco homicida como Els pudiera tener en sus manos un rifle de matar elefantes de varios cañones y le había dado permiso para usarlo?
Sopesando las diversas deudas que había contraído con el Konstabel Els y las desagradables posibilidades que amenazaban su carrera, el Kommandant tomó una rápida decisión.
—Els —dijo quedamente, sentándose tras el escritorio—. Quiero que piense bien antes de contestar a la pregunta siguiente: Piénselo con toda la calma posible.
El Konstabel Els alzó la vista nervioso. No le gustaba el tono de voz del Kommandant.
—¿Qué hora era cuando abandonó usted su puesto a la entrada del recinto ayer por la tarde? —continuó el Kommandant.
—Yo no abandoné mi puesto, señor —aseguró Els.
El Kommandant se estremeció. Aquello era peor de lo que esperaba. El muy idiota iba a decir que había estado allí todo el tiempo.
—Yo creo que abandonó usted su puesto, Els —dijo—. En realidad, sé que lo hizo. A las tres y media, para ser exactos.
—No, señor —dijo Els—. Me relevaron.
—¿Le relevaron?
—Sí, señor, un konstabel alto de pelo negro que se había dejado el revólver en la comisaría.
—¿Un konstabel alto de pelo negro que se había dejado el revólver en la comisaría? —repitió despacio el Kommandant, preguntándose dónde estaría la trampa.
—Eso es. Eso fue lo que me dijo, señor. Que se había dejado el revólver en la comisaría. Me pidió prestado el mío.
—¿Le pidió prestado el suyo?
—Sí, señor.
El Kommandant van Heerden sopesó esta información mentalmente antes de seguir. Hubo de admitir que se apreciaba en ella el sello de la utilidad.
—¿Sería usted capaz de identificar a ese konstabel alto de pelo negro si lo viera? —preguntó.
—Oh, sí, señor —dijo Els—. Está sentado abajo en el sótano.
—Así que sentado en el sótano, ¿eh? —el Kommandant van Heerden miró por la ventana, caviloso. Fuera patrullaba por el camino, subiendo y bajando, el sargento de Kock. Contemplando al sargento, el Kommandant empezó a pensar que podría tener una utilidad para él después de todo. Se asomó a la ventana y gritó:
—Sargento de Kock —ordenó—, acérquese ahora mismo a paso ligero.
Al cabo de un momento, el sargento estaba plantado ante el escritorio del juez, lamentando haber confundido al Kommandant con un travesti.
—¿Cuántas veces le he dicho a usted, sargento —comenzó con aspereza el Kommandant—, que no estoy dispuesto a que mis hombres anden por ahí con los uniformes sucios y arrugados? Usted tiene que dar ejemplo, además. Fíjese en ese uniforme que lleva. Es repugnante. Es usted una vergüenza para la policía de Sudáfrica.
—Me ensucié en el cumplimiento del deber, señor —se disculpó el sargento—. Se me murió encima un buitre, señor.
—Dios los cría y ellos se juntan, sargento de Kock —sentenció el Kommandant.
—Muy divertido, señor —dijo irritado el sargento.
—Mmmmm —prosiguió el Kommandant—. Bueno, a mi modo de ver, es imperdonable.
—Yo no decidí estar allí.
—No invente excusas. Yo no elegí estar donde estaba tampoco, y no vi que tuviese usted en cuenta en ningún momento mi situación, así que no tiene por qué esperar nada de mí. Quítese inmediatamente ese uniforme asqueroso. Konstabel Els, traiga al preso.
Mientras el sargento se desvestía, el Kommandant continuó con su conferencia, y cuando acabó de quitarse el uniforme sabía muchísimo más de sí mismo, muchas cosas que habría preferido seguir ignorando.
—¿Y qué voy a ponerme para volver a la comisaría? —preguntó.
El Kommandant van Heerden le tiró el camisón de goma.
—Pruébese eso, a ver si le sirve —masculló.
—¿No esperará usted que baje a la ciudad con eso puesto? —dijo, incrédulo, el sargento de Kock. El Kommandant asintió.
—Lo que es bueno para el pato… —insinuó.
—No estoy dispuesto a ser el hazmerreír del cuerpo de policía —insistió el sargento.
—Nadie sabrá quién es usted. También llevará usted puesto esto —y el Kommandant le dio la capucha.
El sargento de Kock vacilaba angustiado.
—No sé… —decía.
—¡Yo sí que lo sé! —gritó el Kommandant—. Póngase esa ropa. Es una orden.
Y mientras el sargento, cediendo ante su cólera, se ponía aquellas prendas repugnantes y se preguntaba cómo podría explicarle su presencia dentro de ellas a su esposa, el Kommandant prosiguió:
—Ahora va usted de absoluto incógnito, sargento, y si mantiene usted la boca cerrada, nadie se enterará, aunque siga usted con ese atuendo.
—Por supuesto que no —dijo el sargento—. No seguiré así. Me quitaré estas cosas repugnantes en cuanto pueda. No sé cómo demonios piensa usted mantener la disciplina si me convierte en el hazmerreír de todos.
—Tonterías —dijo el Kommandant—. La capucha es un disfraz perfecto. Debería usted saberlo bien. Y otra cosa, mucho cuidado con explicar por ahí lo que ha visto; yo no diré tampoco nada de usted. ¿De acuerdo?
—Supongo que así tendrá que ser.
En los minutos siguientes, el sargento de Kock supo que nunca jamás había visto un buitre y que no había visitado Jacaranda Park. Había estado, al parecer, en un permiso de caridad filial, visitando a su madre enferma. El que su madre hubiera muerto hacía diez años era algo que, al parecer, no merecía la pena mencionar. Era seguro que sería el hazmerreír del cuerpo durante el resto de su vida, a menos que hiciera lo que le decían. El sargento no creía estar en posición de discutir con el Kommandant.
El obispo de Barotselandia había llegado a una conclusión muy parecida. Todo aquello era un error, y la policía descubriría pronto su error, se decía mientras el Konstabel Els le conducía al despacho a buen paso. Le complació mucho hallar al Kommandant, que parecía hallarse en un estado de ánimo mucho más amistoso que el del día anterior.
—Puede usted quitarle las esposas, Els —dijo el Kommandant—. Bueno, veamos, señor Hazelstone —continuó, una vez hecho eso—. Sólo queremos hacer un pequeño experimento. Con este uniforme.
Y alzó la guerrera del uniforme del sargento de Kock, manchada de sangre.
—Tengo razones para creer —continuó el Kommandant— que el responsable de los asesinatos de ayer llevaba este uniforme. Sólo quiero que se lo pruebe usted para ver si es su talla. Si no lo es, y no es que yo piense ni mucho menos que lo sea, tendrá usted libertad para irse de aquí.
El obispo miró titubeante el uniforme. Era patente que necesitaba una talla bastante mayor.
—No creo que pueda ponérmelo —dijo.
—Bueno, usted póngaselo y veremos —dijo el Kommandant, alentándole, y el obispo se puso el uniforme. En el rincón una figura lúgubre de camisón y capucha sonreía para sí. El sargento de Kock había empezado a ver la luz.
El obispo podía, por fin, demostrar su inocencia. Los pantalones le quedaban demasiado cortos, le faltaban por lo menos treinta centímetros. No podía abotonarse la bragueta y las mangas de la guerrera le llegaban a los codos. Era evidente que nunca jamás había utilizado aquel uniforme. Apenas podía moverse con él puesto.
El obispo se volvió muy satisfecho al Kommandant.
—Ve, ve usted —dijo—. Ya le dije yo que no me cabía.
El Kommandant van Heerden le puso en la cabeza la gorra del sargento y allá quedó precariamente encaramada. Luego, retrocedió y le miró calculadoramente.
—Sólo falta una cosa —dijo—. Haremos una identificación en regla.
A los cinco minutos, el obispo se hallaba en una hilera de veinte policías, que el Konstabel Els iba recorriendo lentamente. Para que resultase más verosímil, Els decidió dudar frente a varios hombres antes de detenerse finalmente delante del obispo.
—Éste fue el hombre que me relevó, señor —exclamó enfáticamente—. Le conocería en cualquier parte que le viera. Yo nunca olvido una cara.
—¿Está usted completamente seguro de eso? —preguntó el Kommandant.
—Del todo, señor —dijo Els.
—Justo lo que yo pensaba —dijo el Kommandant—. Pónganle las esposas a ese cerdo.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba, el obispo estaba esposado una vez más y le metían de nuevo en la parte trasera de un coche celular. A su lado, sudando y encapuchado, iba un lúgubre personaje, el mismo del rincón del despacho.
—¡Es mentira! ¡Es un error! —gritaba el obispo mientras el coche se ponía en marcha—. Me han tendido una trampa.
—Y que lo diga —murmuró el personaje de la capucha.
El obispo se volvió hacia él.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Yo soy el verdugo —dijo el hombre encapuchado, y se echó a reír.
El obispo de Barotselandia se desmayó en el asiento trasero del coche celular.
El Kommandant van Heerden estaba en la escalera de entrada de la mansión de Jacaranda Park, dando órdenes. Se trataba de órdenes muy explícitas. Localizar, detener y trasladar a la señorita Hazelstone al manicomio de Fort Rapier. Localizar, reunir y trasladar al arsenal de la policía todas las armas mortíferas que pudiera haber en la mansión de Jacaranda Park. Localizar, reunir y trasladar todos los artículos de goma, alfombrillas de baño, impermeables incluidos, a la comisaría de policía de Piemburgo. Reunir, en suma, todas las pruebas y poner al descubierto todo el pastel. No, los carteles de la peste bubónica y de la rabia se podían dejar allí donde estaban. Tenía su sentido nacerlo así, y en cualquier caso no exageraban en modo alguno los peligros que acechaban a los que visitasen Jacaranda Park. En el futuro, el Kommandant van Heerden pensaba dirigir el caso desde una base más segura. Instalaría su cuartel general en la propia cárcel de Piemburgo, de donde Jonathan Hazelstone no podía salir y, aún más importante, su hermana no podría entrar. Y dijo que apartasen aquella maldita jeringuilla hipodérmica de su vista. No quería volver a ver una jeringuilla en su vida.
Cuando los hombres se dispersaban para cumplir sus órdenes, el Kommandant llamó otra vez al Konstabel Els.
—Muy bien, Els —dijo, bondadosamente—. Cometió usted sólo un pequeño error.
—¿Error? ¿Qué error?
El Kommandant sonrió.
—No fue un konstabel el que le relevó a usted a la entrada, fue un sargento.
—Oh sí, claro. Ahora caigo. Fue un sargento.