11

En el piso de abajo, el Konstabel Els sostenía una discusión acalorada con el sargento de Kock.

—De veras —gritaba—. Yo no me parezco absolutamente nada a un obispo.

—¿Acaso se parece él? —preguntó el sargento, señalando al esposado Jonathan—. Tampoco él parece un obispo.

El Konstabel Els tuvo que admitir que era verdad.

—Me da igual. De todos modos, no estoy dispuesto a salir vestido con sus ropas. Ella se dará cuenta en seguida.

—¿Y qué? Es sólo una anciana. No podría acertarle a usted si disparase, por mucho que quisiese —dijo el sargento.

—¿Está usted loco? —gritó Els—. He visto lo que esa pájara es capaz de hacer con un arma. Hizo pedazos al cocinero zulú sin pestañear. Y bien lo sabe usted, que tuvo que recoger los restos.

—Escúcheme, Els —dijo el sargento—. Ella no tendrá tiempo ni para dispararle un tiro a voleo a usted. Saldrá a la ventana para mirar y…

—Y un instante después estaré esparcido en pedacitos por todo el parque. No, gracias. Si alguien tiene que recoger pedazos después, prefiero ser yo quien recoja los de usted. Tengo más experiencia.

—Déjeme terminar —dijo el sargento—. En cuanto ella salga a la ventana, nosotros entraremos en el dormitorio. No tendrá tiempo de disparar contra usted.

—¿Por qué no le dejan salir entonces a él? —preguntó Els—. Yo estaré cubriéndole, y, cuando ustedes hayan cogido a su hermana, nosotros volveremos a cogerle a él.

El sargento de Kock no se dejó convencer.

—Ese cerdo mató ya a veintiún hombres. No estoy dispuesto a quitarle las esposas por nada —dijo.

El Konstabel Els tenía una respuesta para eso, pero decidió no hacer uso de ella.

—¿Qué le pasará al Kommandant mientras tanto? —preguntó—. Ella le matará seguro.

—Pues que lo mate —dijo el sargento—. Fue él quien se puso en sus garras. ¡Qué se las arregle!

—En tal caso, ¿por qué no nos limitamos a vencer a la vieja por hambre?

El sargento de Kock sonrió.

—El Kommandant se alegrará mucho cuando se entere de que usted quería que la dejásemos liquidarle. Vamos, vamos, cállese de una vez y póngase la ropa.

El Konstabel Els comprendió su error. Sin la incompetencia del Kommandant van Heerden era probable que él tuviera que responder a la acusación de haber liquidado a veintiún funcionarios de policía, colegas suyos. Decidió que lo mejor era procurar que no liquidasen al viejo. No quería que ocupara su puesto un funcionario eficiente. Empezó a ponerse la ropa del obispo.

Arriba, la señorita Hazelstone tenía casi las mismas dificultades para desnudar al Kommandant van Heerden que el sargento para conseguir que Els se pusiera la ropa del obispo. No era que el Kommandant opusiera resistencia; pero su volumen y su inconsciente falta de cooperación no ayudaban nada. Cuando consiguió al fin desnudarle, se acercó al armario ropero y sacó un camisón rosa de goma con un gorro a juego y se lo puso al Kommandant. Estaba dando precisamente los últimos toques a su propio atuendo, cuando oyó un movimiento en la cama. El Kommandant van Heerden empezaba a volver en sí.

En los días siguientes, el Kommandant diría que fue esta experiencia nueva y espantosa la que dio origen a sus trastornos cardíacos. Cuando recuperó la conciencia, el primer pensamiento que penetró en el desordenado laberinto de su mente fue que no volvería a beber ni una gota de alcohol. Sólo una botella de Old Rhino Skin podía explicar el dolor de cabeza que tenía y la horrible sensación de algo cálido y pegajoso y opresivo en la cara. Aún fue peor cuando abrió los ojos. Era evidente que se hallaba bajo los efectos de un ataque de delirium tremens o quizá la fiebre que durante la noche había sospechado que tenía, le había sumido al fin en un delirio. Cerró los ojos e intentó descubrir qué pasaba. Parecía tener los brazos atados a algo por encima de la cabeza y el cuerpo envuelto en algo muy prieto y elástico. Intentó abrir la boca para hablar, pero cierto material espantoso impedía que saliera el sonido. Incapaz de moverse o hablar, alzó la cabeza y examinó la aparición que estaba sentada en la cama, a su lado.

Parecía ser un hombre ya de edad con indefinibles características femeninas, que vestía un traje cruzado de goma rosa salmón, con finas rayas amarillas. Por si esto no bastase, llevaba una camisa de caucho blanquecino y una corbata de goma malva con lunares. El Kommandant examinó asombrado unos instantes aquella criatura y comprobó horrorizado que le miraba con lujuria. El Kommandant cerró los ojos e intentó borrar la aparición, pensando en su dolor de cabeza, pero cuando volvió a abrirlos aún seguía allí, y aún seguía sonriendo. El Kommandant van Heerden no era capaz de recordar cuándo le había mirado lujuriosamente por última vez una persona de edad, pero sabía que tenía que hacer muchísimo de eso, y, desde luego, cuando había sucedido por última vez, si es que había sucedido, no le había causado, ni mucho menos, el grado de aversión que ahora sentía. Iba a cerrar los ojos por segunda vez cuando los abrió aun más precipitadamente, horrorizado. Se le había posado en las rodillas una mano suave que empezaba a cosquillearle el muslo. La repugnancia que le causaba aquel contacto impulsó al Kommandant a agitar las piernas en el aire y, por primera vez, se dio cuenta de lo que tenía puesto y de lo que no. Llevaba un camisón de goma color rosa con volantes. El Kommandant se estremeció al pensarlo y, consciente de que se hallaba a merced de cualquier ataque, de las depredaciones que tuviera previstas aquel viejo espantoso, estiró bruscamente las piernas y se juró que ninguna tentación le haría abrirlas de nuevo. La aparición seguía mirando lujuriosamente y haciéndole cosquillas, y el Kommandant apartó rápidamente la cara de la mirada y la volvió hacia la pared.

Directamente enfrente de su cara había una mesita y en ella algo que hacía que pareciese preferible, y hasta atrayente incluso, la mirada, y que indujo al Kommandant a intentar chillar. Abrió la boca, pero no brotó ningún sonido de ella. Por el contrario, sintió la boca invadida por una goma fina que salió otra vez, inmediatamente, de ella y le dejó sin aliento y estaba justo recuperándose de aquel intento cuando se oyó un gruñido en el pasillo que atrajo la atención del viejo. Éste se levantó de la cama, cogió un arma y se dirigió hacia la puerta.

El Kommandant van Heerden aprovechó la oportunidad para intentar soltarse de la cama. Saltó y se debatió, olvidando el dolor de cabeza, y vio de pronto que el viejo asomaba por la puerta y le apuntaba el cañón del arma. Ante tal amenaza, se quedó inmóvil e intentó olvidar lo que había visto, dispuesto para el uso, en la mesita que había junto a la cama. Era una jeringuilla hipodérmica y una ampolla en la que decía: «Novocaína».

Las dificultades que había tenido desde el principio el Konstabel Els para embutirse en la ropa del obispo, no se habían reducido tras el descubrimiento de que las prendas no eran precisamente de su talla. La chaqueta seguía siendo el abrigo que era la noche anterior, y los pantalones le hacían parecer una foca. Hacían absolutamente impracticable su plan de bajar por el camino corriendo. Era un plan que no había mencionado al sargento que, estaba seguro, lo tomaría a mal, pero ahora que tenía aletas donde debería haber tenido botas, lo de correr quedaba definitivamente descartado. Dadas las circunstancias, tendría que considerarse afortunado si era capaz de desplazarse a saltitos, y era inconcebible de todo punto de vista correr, y Els, que había tenido una vez el privilegio de abatir a un cafre que tenía una pata de palo, sabía que los blancos móviles de aquel género eran tan buenos como los muertos. Fue entonces cuando Els tuvo el segundo ataque de rabia.

Fue tan ineficaz como el primero, y después de recibir vigorosas patadas por morder al sargento de Kock en el tobillo y de perder varios dientes por morder una pata de hierro forjado de una mesa, que creyó erróneamente de madera, desistió de su tentativa de engaño y se dejó guiar afuera para iniciar su imitación del obispo.

—Si lo hace usted la mitad de bien que hace lo del perro rabioso, le nombrarán arzobispo, Els —dijo el sargento dándole un empujón que le puso en marcha. Mientras el sargento y sus hombres subían sigilosamente la escalera, Els, tambaleante y abatido, inició lo que sabía que iba a ser su último paseo. El sombrero le quedaba demasiado grande y apenas podía saber por dónde iba. Y cuando intentó correr, todo cuanto logró fue caerse de bruces. Abandonó la tentativa considerando que era muy probable que tuviera consecuencias más terribles que el intentar desplazarse a saltitos. Oyó detrás las risas de un policía. Se sintió ofendido. Sabía que debía parecer un gran pato negro. Estaba seguro de que pronto sería un pato muerto.

La señorita Hazelstone, avisada por el gruñido del doberman, se asomó al pasillo y oyó el crujir de las botas por las escaleras. Detrás de ella, el Kommandant, evidentemente en éxtasis ante la perspectiva de los placeres que le aguardaban, se debatía fieramente en la cama. La señorita Hazelstone asomó el cañón por la puerta y le apuntó, y las agitaciones anticipatorias cesaron bruscamente. Alguien gritó desde las escaleras.

—Ha salido ya. El obispo está bajando ya por el camino.

—Iré a echar un vistazo —contestó la señorita Hazelstone, quedándose donde estaba.

Es difícil saber quién se quedó más atónito ante lo que siguió. Desde luego, el sargento de Kock se quedó asombrado al ver que seguía en la tierra de los vivos después de que la señorita Hazelstone lanzase su primera andanada, cuando la fuerza de asalto intentó tomar la primera barricada. No sabía que la señorita Hazelstone había disparado alto menos por evitar víctimas que por preservar sus defensas. Esta vez aparecieron sesenta y cuatro agujeros grandes en el techo y el pasillo se llenó de una fina niebla de yeso en polvo. Bajo la protección de esta pantalla de humo, el sargento y sus hombres retrocedieron agradecidos y se agruparon entre las plantas enmacetadas del vestíbulo.

La señorita Hazelstone, por su parte, examinó su obra un momento, muy satisfecha, y volvió a la ventana del dormitorio para ver qué era lo que intentaba subir por el camino.

Que no se trataba de su hermano, era evidente a primera vista. Con el enorme sombrero encasquetado sobre las orejas, que le impedía ver a dónde se dirigía, y los extremos de las perneras del pantalón que arrastraban a cada paso que daba, Els caminaba a saltitos cruzando el parque. La señorita Hazelstone rompió a reír y, al oír su risa, el Konstabel Els redobló sus esfuerzos para ganar la carrera de sacos. Cuando la señorita Hazelstone disparó, Els cayó involuntariamente de bruces. No tenía por qué haberse molestado. La señorita Hazelstone se reía demasiado para que pudiese apuntar correctamente. Las balas atravesaron las hojas de un árbol que quedaba a cierta distancia del Konstabel Els y sólo hirieron a un buitre grande y bien alimentado que estaba allí digiriendo el desayuno. Cuando revoloteó hasta el suelo y se posó cerca de él y eructó, el Konstabel Els, que yacía inerme en la yerba, le miró caviloso. No había nada en el mundo que le indujese a reír.

El Kommandant van Heerden sentía exactamente lo mismo respecto a la risa. Reflejaba demasiado todas las características de la persona experta en vida refinada para que le cupiese duda alguna de quién era la criatura del traje rosa salmón. Ninguna otra persona que conociese él se reía de aquel modo, disparaba de aquel modo o tenía una propensión tan marcada a administrar inyecciones intramusculares de novocaína.

La señorita Hazelstone volvió a sentarse en la cama y cogió la hipodérmica.

—No sentirá usted nada —dijo, insertando la ampolla—. Absolutamente nada.

—Ya lo sé —gritó el Kommandant dentro del gorro de goma—. Eso es lo que me fastidia.

Pero la señorita Hazelstone no le oía. Los gruñidos y los gritos apagados que salían del gorro no podían diferenciarse del todo como palabras.

—Sólo un pequeño picor al empezar —dijo suavemente la señorita Hazelstone.

Luego, le alzó la falda del camisón y el Kommandant se estremeció. Mirar la aguja era el mejor medio de mantener la flaccidez, y se concentró en ella con hosca resolución.

—Tendrá que mejorar usted un poco esto —dijo la señorita Hazelstone, tras cavilar un poco y pensando evidentemente con un objetivo distinto al del Kommandant.

El Kommandant continuaba intentando explicar desde dentro del gorro, que él no padecía el mismo trastorno que el cocinero zulú.

—A mí me pasa lo contrario —gritaba—. Demoro horas y horas.

—Es que usted es un hombre tímido —dijo la señorita Hazelstone, y se quedó pensando un momento—. Quizás unos latigazos le ayudasen. Pasa con algunos hombres, sabe.

Y se levantó de la cama, y hurgó en el armario ropero, sacando al fin una fusta que tenía un aspecto de lo más horroroso.

—No, nada de eso —gritó el Kommandant—. Eso no me ayudaría en absoluto.

—¿Sí o no? —dijo la señorita Hazelstone cuando cesaron los gritos apagados—. Mueva la cabeza arriba y abajo para decir sí y de izquierda a derecha para decir no.

El Kommandant van Heerden movió la cabeza de izquierda a derecha con todo el vigor que pudo.

—No es su caprichito, ¿eh? —dijo la señorita Hazelstone—. Bueno, bien, ¿qué le parecen entonces unas fotos pornográficas?

Sacó del armario ropero una carpeta y el Kommandant se vio de pronto mirando fascinado unas fotos que, evidentemente, había sacado algún lunático aficionado a los contorsionistas y a los enanos.

—¡Aparte de mi vista esas cosas repugnantes! —gritó el Kommandant mientras la señorita Hazelstone llamaba su atención hacia una excepcionalmente perversa.

—Ésta, le gusta, ¿a que sí? —dijo la señorita Hazelstone—. Es una postura que le gustaba muchísimo a Cinco Peniques. Voy a ver si puedo colocarle a usted en la posición correcta.

—No, ni hablar —gritó el Kommandant—. Es repugnante. Es horrible.

Pero antes de que pudiera mover la cabeza de izquierda a derecha para indicar que no quería que le partieran la espalda, la señorita Hazelstone había asido el gorro con una mano y una de las piernas del Kommandant con la otra, e intentaba unir ambas cosas. Con un empujón desesperado, el Kommandant se soltó y lanzó a la señorita Hazelstone tambaleante al centro de la habitación.

Fuera, en el parque, Els había recuperado la compostura. Una vez convencido de que no estaba a punto de convertirse en parte de la ingestión diaria de proteínas del buitre, decidió que su representación del obispo había durado ya suficiente. Se levantó y se encaminó a saltitos hasta un árbol y se liberó tras él de aquellos pantalones ridículos. Luego, ataviado con camiseta y calzoncillos, propios en este caso, volvió a la casa y halló al sargento de Kock cubierto de polvo blanco y víctima de una conmoción.

—No sé qué hacer —gimió el sargento—. Ha construido barricadas allá arriba y no hay quien las pase.

—Yo sé algo que puede traspasarlas —dijo él—. ¿Dónde está ese rifle de cazar elefantes?

—No le permitiré utilizar ese trasto maldito —le dijo el sargento de Kock—. Echaría usted abajo todo el edificio, y, además, es material de prueba.

—¿Eso qué más da, si conseguimos atrapar a la vieja?

—Lo de menos es ella, si dispara usted el rifle ése dentro de la casa, echaría abajo la pared del fondo y probablemente muriese también el Kommandant.

Els se sentó caviloso.

—Está bien —dijo al fin—. Déjeme sacar las ametralladoras de las tórrelas del Saracen y la liquidaré, puede estar seguro.

El sargento de Kock tenía sus dudas.

—Tenga cuidado, Els —dijo—. Y procure no herir al Kommandant.

—Lo procuraré, pero no puedo prometerle nada —dijo Els, y, una vez desmontadas las cuatro ametralladoras Browning de los coches blindados, subió sigilosamente las escaleras con ellas. Las colocó, las cuatro, sobre una mesita de café, apuntando al fondo del pasillo y las ató allí. El Konstabel Els había aprendido el valor de la potencia de fuego abrumadora en el bunker y aplicaba convenientemente la experiencia adquirida. Las Brownings no tenían, desde luego, ni mucho menos, la potencia de fuego del rifle de cazar elefantes, pero lo que les faltaba en calibre lo compensaban en rapidez de fuego.

«Cinco mil proyectiles por minuto harán astillas todos esos muebles y picadillo a la vieja», pensó feliz el Konstabel Els, y bajó a la planta baja por más municiones. En cuanto regresó, ató un cordel a los gatillos de las Brownings y se preparó para la maniobra siguiente.

El doberman estaba dormido en el sofá y soñaba con el combate que había librado con Els cuando olió que subía el Konstabel. El animal había acariciado durante mucho tiempo la esperanza de poder reanudar el combate que había librado con Els abajo en el jardín, y percibía que ahora había llegado la oportunidad. Se estiró perezosamente y bajó del sofá. Sin ningún gruñido de aviso, y con un sigilo y un silencio superiores incluso a los del Konstabel, bajó por el pasillo y se abrió paso a través de las barricadas de muebles.

La señorita Hazelstone no se había sentido defraudada, ni mucho menos, por el rechazo del Kommandant a sus intentos de colocarle en una postura interesante. La violencia misma y el vigor de los esfuerzos del Kommandant había hecho crecer la admiración que la señorita Hazelstone sentía por él.

—Qué chico tan fuerte es usted —dijo levantándose del suelo—. Un verdadero campeón de judo.

Y, durante unos minutos, el Kommandant hubo de soportar el estímulo manual a su virilidad, que parecía decidida a administrarle la señorita Hazelstone. Concentrándose en el Konstabel Els como objeto sexual, el Kommandant logró mantener su falta de interés y, por fin, la señorita Hazelstone hubo de confesarse derrotada.

—Se ve que no vale usted mucho como Don Juan —le dijo, y antes de que él pudiera protestar, ni siquiera con un gruñido incoherente, alegando que si ella se vestía de hombre no podía esperar otra cosa de él, la señorita Hazelstone había cogido de nuevo la hipodérmica.

—Puede que una inyección de novocaína ponga mina en su lápiz —le dijo—. Es muy posible que después de esto se sienta usted un hombre nuevo.

—Ya me siento un hombre nuevo —gritó el Kommandant a través de la capucha, agitándose furioso, pero la señorita Hazelstone estaba demasiado concentrada en sus tareas para percibir sus protestas. Cuando se aproximó la aguja, el Kommandant cerró los ojos y esperó, paralizado ya de terror por el pinchazo, y, en aquel preciso momento, se desencadenó fuera, en el rellano, un auténtico infierno. La señorita Hazelstone dejó la jeringuilla y tomó el arma y se dirigió hacia la puerta. Los sonidos que llegaban del pasillo indicaban que acababa de iniciarse allí un enfrentamiento terrible y brutal, y el Kommandant, aguijoneado por la hipodérmica que la señorita Hazelstone había dejado caer en su precipitación y que había aterrizado como un dardo en su entrepierna y estaba derramando novocaína en alguna arteria, hizo una última tentativa desesperada de fuga. Con un esfuerzo hercúleo, logró llegar al suelo y, arrastrando tras sí la cama, saltó por la ventana.

Si al Kommandant van Heerden y a la señorita Hazelstone les había asombrado el giro extraordinario que habían tomado los acontecimientos, aún le habían asombrado más al Konstabel Els. Cuando acababa de dar los últimos toques a lo que esperaba que fuera la ejecución de la señorita Hazelstone, tuvo la vaga conciencia de que se palpaba en el aire algo imprevisto. Vislumbró, como una oscura premonición, un manchón negro cuando el doberman saltó a través de la niebla de polvo de yeso que llenaba el pasillo. El perro tenía ya la boca abierta y los ojos prematuramente fijos en la vena yugular de Els. Els clavó el mentón con firmeza en el pecho y con la cabeza dio un topetazo en el hocico del animal. Los dientes del perro, al errar la yugular, se hundieron en el hombro de Els y, al cabo de un instante, los dos animales estaban enzarzados en su lucha interrumpida por la supremacía.

Mientras rodaban por el descansillo, derribando sillas y mesas a izquierda, derecha y centro, mientras la señorita Hazelstone abría fuego con su arma de dispersión y las barricadas empezaban a desintegrarse sobre ellos, las ametralladoras Browning, desviadas de todo objetivo posible y apuntando al techo, empezaron a escupir balas trazadoras al ritmo de cinco mil proyectiles por minutos, que atravesaron el techo de la mansión de Jacaranda Park. Un buitre cojo que sólo unos minutos antes había logrado tomar vuelo tras una carrera larga y dolorosa, y que aleteaba animosamente volando sobre la casa, aquella casa que ya le había proporcionado cena, desayuno y casi comida, se evaporó en la granizada de balas con una explosión de plumas y restos diversos. Fue la única víctima de la batalla que estalló en la mansión de Jacaranda Park.

Sólo otra persona estuvo a punto de recibir una andanada en sus partes vitales: el Kommandant van Heerden. La súbita erupción de violencia del descansillo, que le había permitido arrojarse, seguido del lecho matrimonial, por la ventana del dormitorio, había sorprendido al sargento de Kock aguardando en el jardín con la esperanza de tener la oportunidad de pegarle un tiro a la señorita Hazelstone desde abajo. El sargento lamentaba ya su decisión de permitir al Konstabel Els utilizar las ametralladoras y tenía la impresión de que aquel plan acabaría en desastre. Cuando se alzó el estruendo del tiroteo en la casa, el sargento se echó al suelo, y allá estaba tumbado cuando le llegó el estruendo de cristal roto seguido de un terrible golpe justo encima de su cabeza. El sargento se levantó y miró hacia arriba, hacia aquella cosa que colgaba balanceándose de la ventana encima de él.

El sargento no era, en modo alguno, un hombre melindroso, y no era contrario, ni mucho menos, a disparar contra las mujeres. Eran muchos los viudos zulúes que podían atestiguarlo. Y si hubiera sido capaz de imaginar por un instante que aquella criatura corpulenta del camisón rosa que se retorcía y se debatía contra la fachada de la casa a unos seis metros de altura era la señorita Hazelstone, le habría pegado un tiro sin pensarlo siquiera. Pero era demasiado evidente que lo que colgaba allá arriba no era la señorita Hazelstone. Ella no era tan gorda, ni tan peluda, y, sobre todo, el sargento estaba absolutamente seguro de que no tenía órganos reproductores como aquellos. Al sargento le costó bastante trabajo convencerse de que hubiera algo que pudiera tener aquel aspecto. El sargento de Kock se debatía angustiado con el problema de la identidad de aquella cosa. Le miró a la cara y vio que llevaba una máscara.

De todos los extraños acontecimientos que el sargento de Kock había presenciado desde que llegara a la casa, aquel era, sin lugar a dudas, el más extraño de todos. Fuera lo que fuese, lo que colgaba allí encapuchado y parcialmente vestido se exhibía de un modo tan vergonzoso e indecente que resultaba increíble. Al sargento no le gustaban los maricas en ninguna circunstancia, y, desde luego, no le emocionaba que uno de ellos le tentase de aquel modo repugnante. En el momento en que se disponía ya a poner fin a aquella obscena exhibición con una andanada de su Sten, le inmovilizó y le dejó sobrecogido algo que le cayó encima. Envuelto en una nube de plumas y cubierto por lo que parecía ser el contenido a medio digerir de un estómago al que se había administrado recientemente una enorme pitanza consistente en carne cruda, el sargento se alejó tambaleante por el jardín en un estado de conmoción.

Mientras intentaba desesperadamente desembarazarse de aquella masa de entrañas y plumas, dejó de momento a un lado la idea de librar al mundo de aquel frenético travesti que se agitaba espasmódicamente bajo la ventana del dormitorio. Al descubrir entre los detritos que le cubrían varios botones de bronce y una placa de la policía sudafricana, el sargento se preguntó qué demonios le habría caído encima. Aún estaba debatiendo este punto, cuando estalló una nueva andanada sobre su cabeza indicándole que la batalla no había terminado, ni mucho menos. Alzó la vista y vio que el colchón que había sobre la figura encapuchada estallaba en una erupción enorme, en una nube de plumas, y mientras éstas bajaban flotando y se adherían a la sangre y a las vísceras que le cubrían, el sargento de Kock se dio la vuelta y echó a correr. Una voz apagada gritó tras él: «Gallina».