10

En el momento en que el Luitenant Verkramp ingresaba en el hospital de Piemburgo, salía de él, dado de alta, el Konstabel Els.

—Le aseguro que tengo la rabia —gritaba Els al médico que le dijo que no sufría ningún trastorno físico—. Me mordió un perro rabioso y estoy muriéndome.

—No tendremos tanta suerte —dijo el médico—. Vivirá usted para morder otro día —y dejó a Els plantado en las escaleras, maldiciendo la ineficacia de los médicos.

Estaba intentando determinar lo que debía hacer, cuando se detuvo a su lado el coche policial que había acompañado a la ambulancia que llevaba al Luitenant Verkramp al hospital.

—Vaya, Els, ¿dónde demonios has estado? —preguntó el sargento que iba al lado del conductor—. El viejo se puso a dar voces porque no aparecías.

—He estado en el hospital —dijo Els—. Posible caso de rabia.

—Será mejor que subas al coche. Tenemos que ir a la comisaría a recoger tu juguetito.

—¿Qué juguetito? —preguntó Els, esperando que no se tratara del rifle de cazar elefantes.

—La máquina de los electrochoques. Te hemos conseguido un cliente allá arriba en Jacaranda Park.

Mientras subían la cuesta, Els guardó silencio. No le apetecía gran cosa tener que ver al Kommandant y explicarle por qué había abandonado su puesto. Cuando pasaron por delante del Saracen destrozado, Els no pudo contener una risilla.

—No sé de qué te ríes —dijo el sargento con acritud—. Podrías haber estado tú ahí dentro.

—Yo no —dijo Els—. Yo no me dejaría cazar en uno de esos chismes. Son trampas mortales.

—Normalmente son muy seguros.

—No cuando se enfrentan a un hombre con valor y que tenga el tipo de armamento adecuado —dijo Els.

—Parece que tuvieras algo que ver con el asunto, sabes tanto…

—¿Quién? ¿Yo? Yo no tengo nada que ver con eso. ¿Por qué iba a cargarme yo un Saracen?

—Sabe Dios —dijo el sargento—, pero es exactamente el tipo de estupidez del que tú serías capaz.

El Konstabel Els se maldijo por haber abierto la boca. Tendría que tener más cuidado con el Kommandant. Empezó a preguntarse cuáles serían los síntomas de la peste bubónica. Quizá tuviera que fingirlos, como último recurso.

El interrogatorio de la señorita Hazelstone había tenido un mal principio. Nada de lo que pudiera decir el Kommandant van Heerden podía convencerla de que no había matado ella a Cinco Peniques.

—Está bien, supongamos por el momento que le disparó usted —dijo por enésima vez el Kommandant—. ¿Qué motivos tenía para hacerlo?

—Era mi amante.

—La mayoría de la gente quiere a sus amantes, señorita Hazelstone. Usted, sin embargo, dice que le mató a tiros.

—Correcto. Eso hice.

—No es una reacción normal, precisamente.

—Yo no soy una persona normal —dijo la señorita Hazelstone—. Ni lo es usted. Ni lo es el konstabel que está a la puerta. Ninguno de nosotros es gente normal.

—Pues yo diría que soy bastante normal —dijo el Kommandant pulcramente.

—Ése es exactamente el tipo de comentario estúpido que yo esperaba que hiciera usted, y lo único que viene a demostrar es lo anormal que es usted. A la mayoría de las personas les gusta pensar que son seres únicos. A usted, evidentemente, no. Y como parece usted pensar que la normalidad consiste en ser como otras personas, en la medida en que posee usted cualidades que le hacen distinto a otras personas, es usted anormal. ¿Me he explicado bien?

—No —dijo el Kommandant—. No lo ha hecho.

—Déjeme que se lo explique de otro modo, entonces —dijo la señorita Hazelstone—. Normalidad es un concepto. ¿Me entiende?

—Estoy intentándolo —dijo el Kommandant, desesperado.

—Bueno. Como he dicho, normalidad es un concepto. No es una condición ni un modo de ser. Usted lo confunde con el deseo de adaptarse. Usted tiene un intenso deseo de adaptarse. Yo no tengo ninguno.

El Kommandant van Heerden se abría torpemente paso tras ella. No podía entender una palabra de lo que decía, pero no parecía muy halagador.

—¿Y el motivo? —preguntó, intentado volver a un terreno más familiar.

—¿Qué me dice usted de eso? —replicó la señorita Hazelstone.

—Si mató usted a Cinco Peniques, tuvo que tener un motivo para hacerlo.

La señorita Hazelstone se quedó un momento pensando.

—No es preciso —dijo al fin—. Aunque supongo que podría usted argüir que un acto inmotivado es imposible porque presupone inevitablemente una intención de actuar sin motivación, lo cual es una motivación en sí.

El Kommandant van Heerden miró a su alrededor desesperado. Aquella mujer le estaba volviendo loco.

—¿No tenía usted ninguno, entonces? —preguntó, tras contar despacio hasta veinte.

—Si insiste usted en que lo tenga, supongo que tendré que darle uno. Puede decir usted que fueron los celos.

El Kommandant se animó un poco. Aquello estaba mejor. Volvía a pisar terreno familiar.

—¿Y de quién estaba usted celosa?

—De nadie.

—¿De nadie?

—Eso dije.

El Kommandant van Heerden se asomó y miró por el borde de un abismo.

—¡De nadie! —chilló casi—. ¿Cómo demonios puede estar usted celosa de nadie?

Hizo una pausa y la miró con recelo. Luego dijo:

—Nadie no será el nombre de otro cafre, ¿verdad?

—Pues claro que no. Significa exactamente lo que es. Nadie, nadie.

—No puede usted estar celosa de nadie. Eso no es posible. Tiene usted que estar celosa de alguien.

—Pues no lo estoy, ya ve usted —dijo la señorita Hazelstone mirándole compasivamente.

El Kommandant sintió abrirse bajo él un abismo que iba haciéndose cada vez mayor. Era el más abismático de todos los abismos.

—Nadie. Nadie —repitió casi patéticamente, moviendo la cabeza—. A ver quién me explica a mí cómo puede estar alguien celoso de nadie.

—Pero si es muy simple —continuó la señorita Hazelstone—. Yo estaba simplemente celosa.

—Simplemente celosa… —repitió lentamente el Kommandant.

—Eso es. Yo no quería perder al buen Cinco Peniques.

Tambaleándose sobre un vacío insondable de abstracción, el Kommandant se asió a Cinco Peniques. Había habido algo sustancial en el cocinero zulú, y el Kommandant necesitaba algo sustancial a lo que asirse.

—¿Tenía usted miedo a perderle? —caviló en voz alta y luego comprendió la terrible contradicción en que estaba incurriendo—. Pero dice usted que le pegó un tiro. ¿No era ése el mejor medio de perder a aquel animal? —estaba casi fuera de sí.

—Era el único medio que tenía de asegurarme de que le conservaba —replicó la señorita Hazelstone.

El Kommandant van Heerden huyó del vacío. Estaba perdiendo el control del interrogatorio. Empezó de nuevo desde el principio.

—Olvidemos por un instante que mató usted a Cinco Peniques para no perderle —dijo, despacio, con mucha paciencia—. Empecemos por el otro extremo. ¿Por qué motivo se enamoró usted de él?

No era un tema que deseara particularmente investigar, pues no creía, ni por un instante, que ella hubiera estado enamorada en ningún momento de aquel cerdo, pero era mejor aquello que insistir en lo de nadie. Además, estaba bastante seguro de que ahora ella cedería ya. Los Hazelstone no podían enamorarse de los cocineros zulúes.

—Cinco Peniques y yo teníamos algunas cosas en común —dijo lentamente la señorita Hazelstone—. Por un lado, teníamos el mismo fetiche.

—Vaya. ¿El mismo fetiche?

El Kommandant conjuró en su pensamiento la imagen de pequeños ídolos nativos que había visto en el museo de Piemburgo.

—Naturalmente, eso establecía un lazo entre los dos —dijo la señorita Hazelstone.

—Sí, es natural, supongo que le sacrificaban cabras —dijo sarcásticamente el Kommandant.

—¡Qué ocurrencia tan extraña! —dijo la señorita Hazelstone, que parecía desconcertada ante el comentario del Kommandant—. Claro que no hacíamos tal cosa. No era ese tipo de fetiche.

—¿No lo era? ¿Qué clase de fetiche era entonces? ¿De madera o de piedra?

—Goma —dijo secamente la señorita Hazelstone.

El Kommandant van Heerden se retrepó furioso en su asiento. Estaba harto ya de que la señorita Hazelstone le tomara el pelo. Si se suponía en serio que él era capaz de creerse historias absurdas sobre un ídolo de goma, estaba lista.

—Escúcheme usted, señorita Hazelstone —dijo muy serio—. Soy capaz de apreciar lo que intenta usted hacer. Y he de decirle que la admiro por ello. La lealtad a la familia es algo magnífico, e intentar salvar a su hermano es algo muy encomiable también, pero yo tengo que cumplir con mi deber, y nada de lo que usted diga me impedirá hacerlo. Pero si fuese usted tan buena que se decidiese a admitir que no ha tenido nada que ver con el asesinato de su cocinero y que jamás estuvo enamorada de él, ni muchísimo menos, la dejaré irse. De lo contrario, me veré obligado a tomar algunas medidas drásticas contra usted. Está obstaculizando la acción de la justicia y no me deja alternativa. Vamos, sea razonable y admita que toda esta historia de los fetiches es un disparate.

La señorita Hazelstone le miró gélidamente.

—¿Se estimula usted fácilmente? —preguntó—. Desde el punto de vista sexual, quiero decir.

—Eso es algo que no tiene nada que ver con usted.

—Tiene mucho que ver con este caso —dijo la señorita Hazelstone, y vaciló. El Kommandant van Heerden se movió inquieto en su asiento. Había empezado a darse cuenta de que las vacilaciones de la señorita Hazelstone solían augurar alguna revelación nueva e inquietante.

—He de admitir que no me excito fácilmente —dijo por fin la señorita Hazelstone. Al Kommandant le encantó oír esto—. Necesito goma para estimular mi impulso sexual.

El Kommandant estaba a punto de decir que en su caso la presencia de goma producía un efecto contrario, pero se lo pensó mejor.

—Soy, en realidad, una fetichista de la goma —continuó la señorita Hazelstone.

El Kommandant van Heerden intentó captar las implicaciones del comentario.

—¿De veras? —preguntó.

—Tengo pasión por la goma.

—¿De veras?

—Sólo puedo hacer el amor cuando estoy vestida de goma.

—¿De veras?

—Fue la goma lo que nos unió, a Cinco Peniques y a mí.

—¿Sí?

—Cinco Peniques tenía la misma tendencia.

—¿Sí?

—Cuando le conocí estaba trabajando en un taller de recauchutado de neumáticos.

—¿De veras?

—Yo había llevado los neumáticos a recauchutar y allí estaba Cinco Peniques. En cuanto le vi, me di cuenta de que era el hombre que llevaba buscando toda la vida.

—¿De veras?

—Casi podría decir que nuestra relación amorosa se apoyó en una Michelin X.

—¿De veras?

La señorita Hazelstone se detuvo. La incapacidad del Kommandant para responder más que con una o dos palabras, en forma, además, de pregunta, a una pregunta que ella había contestado ya, empezaba a irritarla.

—¿Tiene usted idea de las cosas de las que estoy hablando? —preguntó.

—No —dijo el Kommandant.

—No sé qué más puedo hacer para explicar claramente las cosas —dijo la señorita Hazelstone—. He intentado explicar lo más llanamente posible lo que me atraía de Cinco Peniques.

El Kommandant van Heerden cerró la boca que tenía abierta e intentó concentrar el pensamiento en algo comprensible. Lo que acababa de decirle con tanta sencillez la señorita Hazelstone no había sido, tenía que admitirlo, un concepto abstracto, ni mucho menos, pero si un momento antes se había visto al borde de vacíos de abstracciones insondables, los simples hechos que ella le había explicado ahora estaban tan alejados de todo aquello para lo que le había preparado su experiencia, que empezó a pensar que prefería en realidad el abismo conceptual. Intentando recuperar su sentido de la realidad, recurrió a la sana grosería.

—¿Acaso intenta usted decirme —dijo, cogiendo el gorro de baño de encima de la mesa y balanceándolo en un dedo a unos centímetros de la cara de la señorita Hazelstone— que este gorro de goma produce en usted un deseo abrumador de acostarse conmigo?

La señorita Hazelstone asintió, allí, delante de él.

—¿Y que si me lo pusiera, no podría usted controlar sus impulsos sexuales? —continuó.

—Sí —dijo frenéticamente la señorita Hazelstone—. Sí, por supuesto. Quiero decir, no, no podría.

Escindida entre un impetuoso torrente de deseo y una aversión horripilante a la persona del Kommandant, la señorita Hazelstone apenas sabía lo que le pasaba.

—Y supongo que me dirá usted que su cocinero zulú tenía la misma afición a la goma…

La señorita Hazelstone asintió de nuevo.

—Y supongo que todas las prendas de ropa que encontré arriba en el dormitorio le pertenecen a usted también —la señorita Hazelstone asintió también—. ¿Y Cinco Peniques se ponía un traje de goma y usted un vestido de noche de goma? ¿Es cierto eso?

El Kommandant van Heerden se daba cuenta, por la expresión de la señorita Hazelstone, que al fin había recuperado él la iniciativa: Ella estaba sentada allí, muda, mirándole como hipnotizada.

—¿Era eso lo que solía pasar? —continuó implacable.

La señorita Hazelstone movió la cabeza.

—No —dijo—. Era al revés.

—¿Ah sí? ¿Qué era al revés?

—Lo de la ropa.

—¿Quiere decir que la ropa se la ponían al revés?

—Sí.

—¿Lo fuera para dentro, o lo de atrás para delante?

—Bueno, no exactamente.

La experiencia que había tenido el Kommandant van Heerden con la goma durante la noche, no le había inducido a desear usarla de ninguna manera.

—¿Cómo, entonces? —preguntó.

—Yo me ponía los trajes de hombre y Cinco Peniques los vestidos de mujer —dijo la señorita Hazelstone—. Como habrá advertido usted ya, me imagino, yo tengo ciertas características masculinas marcadas y Cinco Peniques, pobrecillo, era travesti.

Mirándola fijamente con creciente repugnancia, el Kommandant pudo darse cuenta de lo que quería decir. ¡Características masculinas, sí! Un gusto por las historias increíbles y repugnantes, por una parte. Y, si por un momento había creído realmente que un gordo cocinero zulú se había dedicado a ponerse las ropas de su ama, no había duda de que era un zulú muy afortunado si había muerto de la forma en que parecía haber muerto. El Kommandant sabía muy bien lo que le habría hecho a cualquier criado suyo al que encontrase haciendo el payaso con ropa de mujer, fuese o no de goma.

Pero el Kommandant procuró apartar la atención de estas consideraciones e intentó pensar en el caso. Ya se había dado cuenta de que había algo siniestro en aquel dormitorio de las sábanas de goma, y ahora la señorita Hazelstone le había explicado su finalidad.

—Es inútil que siga intentando usted encubrir a su hermano —dijo—. Tenemos pruebas suficientes ya para ahorcarle. Lo que me cuenta usted de la ropa de goma no hace más que confirmar lo que ya sabíamos. Cuando detuvimos a su hermano anoche, llevaba este gorro puesto.

Y lo alzó ante ella de nuevo.

—Claro que lo llevaba —dijo la señorita Hazelstone—. No puede bañarse sin él. Padece de los oídos.

El Kommandant van Heerden sonrió.

—A veces, escuchándola, señorita Hazelstone, también yo tengo la sensación de que padezco de los oídos. Pero no ando siempre por ahí con un gorro de baño en la cabeza.

—Ni tampoco Jonathan.

—¿No? Bueno, entonces quizás pueda explicarme usted por qué aún lo llevaba puesto cuando le trajeron por la mañana aquí. Es evidente que a su hermano le gusta llevar cosas de goma.

—Lo más probable es que no se acordase de quitárselo —dijo la señorita Hazelstone—. Es muy distraído. Siempre se olvida de dónde deja las cosas.

—Sí, ya me he dado cuenta —dijo el Kommandant.

Luego hizo una pausa, se retrepó expansivo en su asiento, y añadió:

—El esquema del caso parece ser éste. Su hermano vuelve a casa de Rhodesia probablemente porque se pusieron las cosas calientes allá arriba.

—¡Qué disparate! —interrumpió la señorita Hazelstone—. En Barotselandia hace mucho calor, sí, pero Jonathan está acostumbrado al calor.

—Sí, sí, por supuesto —dijo el Kommandant—. En fin, fuera cual fuese el motivo, el caso es que se vino aquí. Se trajo consigo las ropas de goma que tanto le gustan y empezó a intentar seducir a su cocinero zulú.

—¡Qué disparate! —dijo la señorita Hazelstone—. A Jonathan no se le pasaría siquiera por la cabeza una cosa así. ¿Es que se olvida usted que es un obispo?

El Kommandant no había olvidado tal cosa, por el simple hecho de que nunca la había sabido.

—Eso es lo que él le ha dicho a usted —dijo—. Los informes que nosotros tenemos indican que es un delincuente convicto. Tenemos una ficha suya en la comisaría. El Luitenant Verkramp conoce los detalles.

—¡Pero esto es un disparate! Jonathan es obispo de Barotselandia.

—Probablemente sea su alias —dijo el Kommandant—. Bien. Hemos llegado a la parte en que él intenta hacerlo con Cinco Peniques. El cocinero no quiere y escapa al jardín, y su hermano lo mata de un tiro.

—Usted está loco —gritó la señorita Hazelstone levantándose—. Está loco de remate. Mi hermano estaba en la piscina cuando yo disparé contra Cinco Peniques. Vino corriendo cuando oyó el tiro e intentó administrarle los últimos ritos.

—Últimos ritos es un modo de expresarlo —dijo el Kommandant—. ¿Y fue así como se llenó todo de sangre?

—Exactamente.

—¿Y espera usted de veras que yo me crea que una señora como usted mató a su cocinero a tiros, y que su hermano, al que encontré borracho perdido en una cana, desnudo y cubierto de sangre, es un obispo y no tuvo nada que ver con el asesinato? La verdad, señorita Hazelstone, tengo la impresión de que me toma usted por un imbécil.

—Desde luego —dijo sencillamente la señorita Hazelstone.

—Y otra cosa —continuó el Kommandant precipitadamente—, un maníaco liquidó a veintiuno de mis hombres ayer por la tarde a la entrada del parque. Ahora intentará usted convencerme de que también los mató usted, ¿no?

—No sería por falta de ganas, desde luego —dijo la señorita Hazelstone.

El Kommandant van Heerden sonrió.

—Vamos, no diga eso. Ojalá se pudiera echar tierra al asunto. Quizá fuera posible si se tratase sólo de la muerte del cocinero, pero ahora ya no hay nada que hacer. La justicia debe seguir su curso.

Hizo girar en redondo su asiento y miró hacia las estanterías de libros. Estaba muy satisfecho de sí mismo. Todo se había aclarado en su cabeza y no le cabía la menor duda de que sería capaz de convencer al fiscal del Estado. La carrera del Kommandant van Heerden estaba salvada. Detrás de él, la señorita Hazelstone actuó rápidamente. Aprovechando la oportunidad que le proporcionaban la nuca del Kommandant y el pisapapeles de bronce, los unió a ambos con toda la fuerza de que fue capaz. El Kommandant se desplomó en el suelo.

La señorita Hazelstone enfiló ágilmente hacia la puerta.

—El Kommandant ha tenido un ataque —dijo a los dos konstabels que permanecían allí de guardia—. Ayúdenme a llevarle a su dormitorio —y les guió escaleras arriba.

Después de que los dos policías depositaran al Kommandant van Heerden en la cama del dormitorio azul, la señorita Hazelstone les mandó bajar a telefonear al hospital pidiendo una ambulancia, y los dos hombres, acostumbrados a obedecer órdenes sin hacer preguntas, enfilaron el pasillo y fueron a comunicarle la noticia al sargento de Kock. En cuanto salieron, la señorita Hazelstone se asomó a la puerta del dormitorio y silbó. El doberman, que estaba durmiendo en la alfombra del salón, oyó el silbido y abandonó su santuario. Subió silenciosamente las escaleras y recorrió el pasillo hasta donde estaba su dueña.

Cuando el sargento de Kock telefoneó al hospital de Piemburgo y consiguió que le enviasen una ambulancia a la casa, una llamada que exigió explicar a la telefonista que el Kommandant van Heerden era blanco y no necesitaba una ambulancia no europea, se hizo patente que el estado de van Heerden había empeorado.

El sargento encontró a la señorita Hazelstone esperándole al final del pasillo. Allí estaba con aire modesto y melancólico, aquel aire que el Kommandant había admirado tanto el día antes, y sostenía en sus manos algo que era decididamente melancólico y nada modesto. No era de las dimensiones del rifle de matar elefantes y no podía, desde luego, incapacitar a un elefante en pleno ataque a mil metros de distancia, pero, a su modo modesto, se ajustaba a los propósitos que, muy claramente, se había marcado la señorita Hazelstone.

—Está bien —dijo cuando el sargento se paró en el descansillo—. Quédese quieto y no sufrirá daño. Esto es un arma de dispersión y si quiere saber cuántos proyectiles hay en la recámara le sugiero que intente atacarme. Necesitará muchos hombres.

Junto a la señorita Hazelstone gruñía, alentadoramente, el gran doberman. Evidentemente estaba harto de policías, había tenido ya suficiente relación con ellos para toda su vida. El sargento de Kock se quedó muy quieto allí, en el descansillo. Era evidente, por el tono de voz de la señorita Hazelstone, que, fueran cuales fuesen las características de aquella arma que esgrimía, no parecía tener por costumbre repetirse.

—Muy bien —continuó, mientras el sargento la miraba fijamente—. Puede echar usted un vistazo a las armas que hay en las paredes. Están todas en perfecto estado y tengo suficientes municiones en mi dormitorio para que me duren bastante tiempo.

Hizo una pausa y el sargento examinó dócilmente las armas.

—Bueno, ahora baje la escalera y no intente volver a subirlas. Toby me lo indicará si lo intenta.

Él perro gruñó de nuevo, dándose por enterado.

—Y cuando baje usted —continuó la señorita Hazelstone—, tendrá que poner en libertad a mi hermano. Le daré bien minutos de plazo, transcurridos los cuales espero verle subir caminando hacia la salida del parque, libre y sin impedimentos ni obstáculos. De lo contrario, liquidaré al Kommandant van Heerden. Si tiene usted dudas sobre mi capacidad de matar, le sugiero que examine los troncos de las coníferas que hay en el jardín. Creo que encontrará en ellos las pruebas necesarias.

El sargento de Kock no necesitaba ninguna prueba. Estaba seguro de que la señorita Hazelstone era capaz de matar.

—Bien, parece que lo entiende usted. Ahora, yo seguiré aquí unida al Kommandant van Heerden hasta que reciba una llamada telefónica de mi hermano desde Barotselandia. Cuando reciba la llamada, pondré en libertad al Kommandant. Y si no recibo noticias de Jonathan en un plazo de cuarenta y ocho horas, soltaré al Kommandant, pero muerto, ¿me ha entendido?

El sargento asintió.

—Está bien, entonces lárguese.

El sargento bajó rápidamente las escaleras, y mientras las bajaba la señorita Hazelstone hizo un disparo de advertencia hacia el fondo del pasillo. Sus resultados justificaron cualquier hipótesis que el sargento hubiese elaborado sobre la capacidad mortífera del arma. De pronto aparecieron en la puerta del cuarto de baño sesenta y cuatro grandes agujeros.

La señorita Hazelstone contempló los agujeros muy satisfecha y volvió a entrar en el dormitorio. Después de encadenar al Kommandant a la cabecera de la cama con las esposas, aquellas que él había visto en la cómoda, recorrió silenciosamente el pasillo. Cinco minutos después había recogido un pequeño arsenal de las paredes y había alzado dos formidables barricadas que contendrían cualquier tentativa de ataque con antelación suficiente como para que pudiera empezar a utilizar el arma de dispersión y otras armas diversas que había apilado a la puerta del dormitorio. Por último, y por si acaso, arrastró varios colchones y un sofá por el pasillo y se construyó una barricada a prueba de balas.

Cuando terminó, examinó su obra y sonrió.

—No creo que nos molesten de momento, Toby —le dijo al doberman, que se había subido al sofá. Y, dándole unas palmaditas en la cabeza al animal, entró en el dormitorio y empezó a desvestir al Kommandant van Heerden.