Pocas personas más de Piemburgo se quedaron dormidas tan fácilmente aquella noche. Sucedían a su alrededor demasiadas cosas inquietantes para que su sueño no fuera un sueño inquieto. En la parte alta de Piemburgo giraban despacio los focos siguiendo el perímetro de Jacaranda Park, iluminando con una claridad absolutamente asombrosa los grandes carteles que anunciaban la llegada de la muerte por dos de sus medios más sobrecogedores. Los focos, destinados en principio al ejército y entregados luego a la policía, hacían bastante más que eso. Al atravesar el parque, los suburbios contiguos y la propia ciudad, convertían la noche en un día claro con ciertos resultados notables, particularmente en el caso de una serie de granjas de pollos cuyas gallinas ponedoras se encontraban al borde de la crisis nerviosa al descubrir que sus ya cortas noches disminuían de pronto hasta ser más o menos de unos cuatro minutos.
Familias que habían tomado la precaución de cerrar a sus perros en el patio de atrás y de rociar las sábanas con DDT, y cuyos dormitorios se hallaban en la trayectoria de los focos, se encontraron con que el amanecer caía sobre ellos con una rapidez y una claridad que jamás habían visto, y que le sucedía una noche sin oscuridad, y que el proceso se repetía interminablemente mientras ellos se agitaban y daban vueltas en sus lechos. Fuera, por las carreteras, trajinaban los coches blindados y los camiones de la policía y las andanadas de las armas de fuego quebraban el silencio de la noche, mientras las fuerzas policiales seguían las instrucciones del Kommandant de disparar contra cualquier pequeño matorral que se pareciese al Luitenant Verkramp.
La central telefónica del hospital de Piemburgo estaba desbordada por las llamadas de preocupados ciudadanos deseosos de saber cuáles eran los síntomas de la peste bubónica y de la rabia y cómo había que tratar ambas enfermedades. Al final, la telefonista, frenética, se negó a atender más llamadas, un abandono del deber que tuvo fatales consecuencias en dos casos de ataque cardíaco.
Sólo el Konstabel Els durmió profundamente en el hospital de cuarentena. De vez en cuando se estremecía en el sueño, pero sólo porque soñaba con batallas y muerte súbita. En la carretera de Vlockfontein las familias cuyos coches se habían averiado en la larga caravana caminaban lentamente hacia Piemburgo. Era una noche calurosa y, mientras caminaban, sudaban.
El Kommandant van Heerden sudaba también, aunque por una razón muy distinta. Cuando se metió en la cama estaba demasiado agotado para fijarse bien en el entorno. Se había dado cuenta de que las sábanas tenían una textura peculiar, pero había atribuido su suavidad al hecho de que la ropa de cama de la señorita Hazelstone tenía que ser, naturalmente, de la mejor calidad y distinta a las sábanas corrientes del propio Kommandant.
El Kommandant van Heerden durmió como un bendito durante una hora. Cuando se despertó, se encontró con que la cama rezumaba humedad. Se levantó embarazadísimo.
«Es como si hubiera estado dándole al trago», murmuró mientras cogía una toallita del lavabo y comenzaba a secar la cama preguntándose cómo podría explicarle aquel hecho a la señorita Hazelstone por la mañana. Se imaginaba ya el tipo de comentarios cáusticos que haría la señorita Hazelstone.
«Gracias a Dios las sábanas parecen impermeables», dijo, y volvió a meterse en la cama, para secarlas. «Es una noche verdaderamente sofocante», se dijo moviéndose y dando vueltas. No había forma de estar cómodo allí. Se adormiló un poco y despertó de nuevo y volvió a adormilarse y llegó un momento en que tuvo la clara impresión de que la cama no estaba más seca. En realidad, estaba cada vez más húmeda. Notaba cómo le corría el sudor por la espalda mientras se movía de un lado a otro y daba vueltas en aquellas sábanas diabólicamente pegajosas.
Empezó a preguntarse si no habría caído enfermo con fiebres producidas por la tensión del día. Desde luego, se sentía febril, y sus pensamientos mostraban todos los indicios del delirio. Sin saber bien si soñaba o recordaba lo que había pasado concretamente, perseguido por rifles de cazar elefantes, por la señorita Hazelstone con una cimitarra, por Ming, y por un Konstabel Els enloquecido, el Kommandant van Heerden trajinaba en la noche envuelto en una espuma de agitación.
A las dos de la mañana apartó las sábanas de la cama. A las tres, volvió a secar el lecho. A las cuatro, convencido de que estaba muriéndose de una fiebre atroz y de que tenía una temperatura de cuarenta y cinco, entró en el baño tambaleante en busca de un termómetro. Había empezado a pensar que había demostrado una notable previsión al ordenar que instalaran alrededor del parque los carteles de la peste. Fuera cual fuese la enfermedad que había contraído, no le cabía duda de que debía ser infecciosa y mortal al mismo tiempo. Pero cuando se tomó la temperatura, descubrió que era inferior a la normal.
«Qué extraño», pensó. «Muy extraño, sí», y después de beber varios vasos de agua, volvió a su habitación y se metió otra vez en la cama. A las cinco abandonó toda idea de dormir y volvió al cuarto de baño y se dio un baño de agua fría. Aún estaba intentando descubrir qué era lo que le pasaba cuando empezó a vestirse. Percibió entonces que la habitación olía un poco raro y, por un momento, se miró receloso los calcetines. «No es ese tipo de olor», se dijo y, acercándose a las ventanas, descorrió las cortinas.
Fuera, el sol estaba ya alto y los Jacarandas relumbraban llenos de flores a la luz matutina. Pero el Kommandant van Heerden no sentía interés alguno por la vista que podía contemplarse desde la ventana. Le preocupaban más las cortinas. Tenían la misma textura que las sábanas. Las palpó de nuevo. «Esos malditos chismes se estiran», pensó, y descubrió que las sábanas eran también elásticas. Las olió detenidamente y reconoció entonces el olor. Las sábanas y las cortinas estaban hechas de caucho. Todo lo que había en la habitación estaba hecho de una goma azul fina.
Abrió el armario ropero y palpó los trajes y vestidos que había colgados dentro. También estaban hechos de goma. El Kommandant van Heerden se sentó en la cama, atónito. Nunca en toda su vida se había topado con algo semejante. Desde luego, su relación anual con el caucho no le había preparado precisamente para aquel encuentro, y allí sentado empezó a pensar que aquella habitación tenía algo claramente siniestro. Examinó por fin el contenido del mueble de cajones y descubrió lo mismo. Camisas, calzoncillos y calcetines eran todos de goma. En un cajoncito encontró varios gorros de goma y dos pares de esposas. Era evidente que la habitación tenía una finalidad siniestra, pensó, mientras bajaba al piso de abajo a desayunar.
—¿Qué tal el preso? —preguntó el Kommandant al sargento de Kock una vez terminó su café con tostadas.
—A mí me parece que está loco. No hace más que hablar de animales todo el rato. Al parecer, cree que Dios es un perro guardián o un buitre, o algo así —dijo el sargento.
—No le ayudará mucho. ¿Cuántos hombres perdimos ayer?
—Veintiuno.
—Veintiuno y un cocinero zulú. Digamos, veintiuno y un cuarto. Ningún hombre que liquide a veintiún policías puede alegar locura.
El sargento de Kock no parecía muy convencido.
—Un hombre que mata a veintiún policías y se deja olvidada la cartera en el escenario del crimen, yo creo que tiene que estar loco.
—Todos cometemos errores —dijo el Kommandant, y subió al piso de arriba a iniciar el interrogatorio.
Abajo, en el sótano, el obispo de Barotselandia se había pasado la noche encadenado a una tubería. Había dormido aún menos que el Kommandant y habían estado custodiándole cuatro policías y dos perros. Durante aquellas horas insomnes se había debatido con el problema intelectual y moral que implicaba su situación, y al fin había llegado a la conclusión de que se le estaba castigando por no salir con la suficiente rapidez de la piscina. Durante un rato, había considerado incluso la posibilidad de que lo que parecía estar sucediéndole fuese un síntoma de delirium tremens provocado por el hecho de haberse bebido una botella entera de coñac barato. Cuando por fin le pusieron de pie y le subieron al piso de arriba y le llevaron por el pasillo hasta el despacho de su padre, estaba ya absolutamente seguro de que todo aquello era una alucinación.
El Kommandant van Heerden no había elegido por casualidad el despacho del juez Hazelstone para interrogar al detenido. Su infalible sentido de la psicología le había dicho que el despacho, que evocaba la severidad judicial y estaba lleno de asociaciones de la infancia, predispondría a Jonathan Hazelstone para el severo interrogatorio a que pensaba someterle el comandante. Éste, sentándose a la mesa en una silla grande tapizada de cuero, asumió una actitud y un porte que, estaba seguro, le recordarían a su padre. Con ese fin, jugueteaba con una horca de bronce en miniatura, con trampilla y todo, y víctima balanceante, que había encontrado en la mesa y que hacía la función de pisapapeles. Pudo ver que era un obsequio de «El verdugo, en gratitud por los muchos favores del juez Hazelstone». Seguro de parecerse mucho al gran legislador cuando interrogaba a su hijo sobre alguna travesura infantil, el Kommandant ordenó que hicieran pasar al detenido.
Fuera cual fuese la semejanza que pudiera haber entre el Kommandant y el juez Hazelstone, magistrado del tribunal supremo, y no la había prácticamente, no había ninguna, en absoluto, entre la criatura esposada y desnuda que entró tambaleante en el despacho, aún con aquel ridículo gorro de baño puesto, y un dignatario de la High Church. Mirando al Kommandant con ojos extraviados, el obispo parecía la imagen de la depravación.
—¿Nombre? —dijo el Kommandant, posando el pisapapeles y cogiendo una pluma.
—No oigo bien —dijo el obispo.
—Tampoco yo —dijo el Kommandant—. Es por disparar ese maldito rifle de cazar elefantes.
—Le repito que no puedo oír lo que me dice.
El Kommandant van Heerden levantó la vista de la mesa.
—¿Por qué demonios lleva usted puesto ese gorro? —preguntó, e indicó a un Konstabel que se lo quitara.
El Konstabel dejó el gorro de baño en la mesa y el Kommandant van Heerden lo miró con recelo.
—¿Tiene usted la costumbre de llevar prendas de goma? —preguntó.
El obispo decidió ignorar la pregunta. Ya bastaba de pesadillas. Quería volver al mundo normal.
—Quiero protestar por las ofensas que se han hecho a mi persona —comenzó, y le dejó muy sorprendido la reacción que provocó una afirmación tan simple.
—¿Qué dice usted que quiere hacer? —gritó el Kommandant.
—He sido agredido por varios de sus hombres —continuó el obispo—. Me han tratado de un modo abominable.
El Kommandant van Heerden no podía creer lo que oía.
—¿Y qué me dice de lo que les estuvo haciendo usted a ellos ayer por la tarde? ¿Acaso cree que aquello era jugar a besar el jodido anillo? Liquidó usted a la mitad de mis hombres, destrozó un Saracen en perfecto estado y asesinó a ese maldito cocinero de su hermana y aún tiene el descaro de entrar aquí y protestar por las agresiones.
El Kommandant van Heerden no encontraba palabras. Cuando se controló, continuó más sosegadamente.
—¿Quiere usted decirme algo más? —preguntó.
—Sí —dijo el obispo—. Quiero ver a mi abogado.
El Kommandant movió la cabeza.
—Primero la confesión —dijo.
—Tengo derecho a ver a mi abogado.
El Kommandant van Heerden tuvo que sonreír.
—No lo tiene.
—Tengo derecho a consultar a mi abogado, según la ley.
—Ya tendrá tiempo después de balar por el habeas corpus.
—Desde luego que sí, a menos que me lleve usted ante un magistrado en un plazo de cuarenta y ocho horas.
El Kommandant van Heerden se retrepó en su asiento y sonrió alegremente.
—Cree usted conocer la ley, ¿eh? Siendo hijo de juez, tiene que conocerla, ¿no?
El obispo no estaba dispuesto a ceder.
—Conozco mis derechos elementales.
—Bien, permítame decirle algo. Le detengo a usted aplicándole la Ley Antiterrorista, y eso significa que no puede ver usted a un abogado, que no hay habeas corpus ni nada de nada —hizo una pausa para dejarle asimilar esto—. Puedo tenerle detenido hasta el día de su muerte, y no tendrá usted ni esto así siquiera de abogado; y en cuanto a lo de llevarle ante un magistrado, para eso puedo esperar cuarenta y ocho años o cuatrocientos ochenta si me da la gana.
El obispo intentó decir algo, pero el Kommandant prosiguió:
—Le diré algo más. Según la Ley Antiterrorista, tiene que demostrar usted que es inocente. Yo no tengo que molestarme en demostrar su culpabilidad. Lo cual es muy ventajoso, desde mi punto de vista —y el Kommandant cogió el pisapapeles con lo que esperaba que fuese un gesto significativo.
El obispo no sabía qué decir.
—Pero la Ley Antiterrorista no se aplica en mi caso. Yo no soy un terrorista.
—¿Y qué es entonces una persona que va y se liquida a veintiún policías? ¿Acaso no es un terrorista?
—No sé de qué me habla.
—Le diré de qué le hablo —gritó el Kommandant—. Se lo diré bien claro. Ayer por la tarde intentó usted destruir las pruebas de un crimen salvaje cometido en la persona del cocinero zulú de su hermana disparando contra él con un monstruoso rifle de cazar elefantes. Luego, obligó a su hermana a confesarse autora del crimen para salvar usted el pellejo, y luego se fue a la entrada principal y liquidó a tiros a veintiuno de mis hombres cuando intentaban entrar en el parque.
El obispo miró desconcertado en su derredor, intentando serenarse.
—Está usted en un error —dijo al fin—. Yo no maté a Cinco Peniques…
El Kommandant van Heerden le interrumpió rápidamente.
—Gracias —dijo, y empezó a escribir—. Confiesa haber matado a veintiún agentes de policía.
—Yo no he dicho eso —gritó el obispo—. Le he dicho que no había matado a Cinco Peniques.
—Niega haber matado al cocinero zulú —continuó el Kommandant, escribiendo laboriosamente.
—Niego también haber matado a veintiún policías —gritó el obispo.
—Se retracta de la confesión anterior —dijo el Kommandant.
—No ha habido confesión anterior de ningún tipo. Yo no he dicho en ningún momento que hubiera matado a los policías.
El Kommandant van Heerden miró a los dos Konstabels.
—Ustedes le oyeron confesar que mató a veintiún agentes de policía, ¿no es cierto? —dijo.
Los dos konstabels no estaban seguros de lo que habían oído. Pero sabían lo suficiente para no arriesgarse a llevarle la contraria al Kommandant. Asintieron.
—Ahí tiene usted —continuó el Kommandant—. Ellos le oyeron.
—Pero no lo he dicho —aulló el obispo—. ¿Para qué iba a querer yo matar a veintiún policías?
El Kommandant consideró el asunto.
—Para ocultar el crimen del cocinero zulú que había cometido —dijo al fin.
—¿Y cómo me iba a ayudar a ocultar el asesinato de Cinco Peniques el matar a veintiún policías? —chilló el obispo.
—Eso debería haberlo pensado usted antes de hacerlo —dijo limpiamente el Kommandant.
—Pero es que no lo hice, ¿cómo quiere que se lo diga a usted? Ayer por la tarde no me acerqué siquiera a la entrada principal. Estaba demasiado borracho para moverme.
El Kommandant empezó a escribir de nuevo.
—Afirma haber actuado bajo la influencia del alcohol —dijo.
—No, ni hablar. Dije que estaba demasiado borracho para ir a ninguna parte. No podría haber llegado hasta la entrada principal aunque hubiese querido.
El Kommandant van Heerden posó la pluma y miró al detenido.
—Entonces, quizá sea usted capaz de decirme —dijo— por qué sesenta y nueve perros rastreadores siguieron el olor en cuanto les di su pista hasta la entrada principal y luego volvieron a la piscina donde estaba usted desembarazándose de las armas del crimen.
—No sé, francamente.
—Testigos especialistas, perros rastreadores —dijo el Kommandant—. Y quizá pueda también explicarme cómo es que su cartera y su pañuelo estaban en el bunker desde el que fueron abatidos mis hombres.
—Pues no tengo ni idea.
—Eso es, ahora, si es tan amable, firme aquí —dijo el Kommandant ofreciéndole la declaración.
El obispo se inclinó y leyó la declaración. Era una confesión de que había asesinado a Cinco Peniques y a veintiún agentes de policía.
—No firmaré, por supuesto —dijo irguiéndose al fin—. No tengo nada que ver con ninguno de los delitos que menciona usted.
—¿No? Muy bien, entonces dígame quién los cometió.
—Mi hermana mató a Cinco Peniques… —comenzó el obispo, y comprendió que estaba cometiendo un error. El Kommandant se había puesto rojo de furia.
—¡Cabrón, asqueroso! —gritó—. Pretende ser un caballero inglés e intenta echar la culpa de un asesinato que usted ha cometido a su pobre hermana querida. ¿Qué clase de hombre es usted? ¿No significa nada para usted el honor de la familia?
A una señal del Kommandant, los dos policías agarraron al obispo y le derribaron. En una algarabía de botas y porras, el obispo rodó por el suelo del despacho. En el momento en que pensaba que ya estaba a punto de morir, le levantaron otra vez y le pusieron frente a la mesa.
—Continuaremos esta conversación cuando se sienta usted con ánimos —dijo el Kommandant, más tranquilo, y el obispo dio gracias a Dios por ahorrarle otra entrevista con el Kommandant van Heerden.
Sabía que nunca se sentiría con ánimos para soportarlo.
—Y entre tanto, le mandaré con el Luitenant Verkramp. Se trata, evidentemente, de un caso político y en el futuro le interrogará él —y con esta terrible amenaza, el Kommandant ordenó a los dos oficiales que volvieran a llevarse al prisionero al sótano.
El Kommandant van Heerden, mientras esperaba que llevaran a su presencia a la señorita Hazelstone, acariciaba pensativo el gorro de baño y se preguntaba qué habría sido del Luitenant Verkramp. No albergaba demasiadas esperanzas de que el Luitenant estuviera muerto. «Seguro que ese cerdo astuto se ha escondido en algún sitio», pensó, metiendo caviloso un dedo en el gorro de baño. Empezaba a desear tener al Luitenant al lado para consultarle sobre el caso. El Kommandant van Heerden no era muy bueno elaborando teorías y el interrogatorio no se había convertido tan fácilmente como esperaba en una confesión. Tenía que admitir, aunque sólo fuera para él, que había ciertos aspectos de la versión de los hechos que daba Jonathan, que tenían un aire de verosimilitud. Era cierto que estaba borracho en la cama en la mansión de Jacaranda Park. El Kommandant le había visto allí con sus propios ojos, y, sin embargo, el tiroteo en la entrada había empezado sólo unos minutos después. El Kommandant no podía entender cómo un hombre que estaba borracho perdido en determinado momento, a medio kilómetro del bunker, podía estar al instante siguiente disparando con notable precisión contra los policías de paisano. ¿Y dónde demonios se había metido Els? Todo aquello era un terrible misterio.
«Bueno, en fin, a caballo regalado no le mires el diente», pensó. «Después de todo, lo que está en juego es mi carrera, no se puede ser tan puntilloso».
El Kommandant no se había equivocado mucho al valorar la posición del Luitenant Verkramp. Estaba realmente escondido, sí. De toda la gente que dormía en Piemburgo aquella noche, el Luitenant Verkramp quizá fuera el menos inquieto y desde luego el que menos repuesto se sentía cuando llegó el amanecer. Había tenido un sueño agitado, muy agitado, pero a pesar de su desasosiego no se había atrevido a moverse. Debajo de él y en ciertos casos realmente dentro, las terribles estacas puntiagudas hacían que el más leve movimiento fuese una experiencia excesivamente desagradable.
Sobre él, el dedo móvil de una luz enorme se balanceaba extrañamente a través de una gran nube de humo grasiento. Llenaba el aire un olor nauseabundo a carne quemada, y el Luitenant Verkramp empezó a creer, en su delirio, en el infierno que los sermones de su abuelo habían prometido a los pecadores. Se despertó a intervalos durante la larga noche, pensando qué habría hecho para merecer tan espantoso destino, y se le llenaba la cabeza de visiones de los presos que había torturado, metiéndoles la cabeza en bolsas de plástico o administrándoles descargas eléctricas en los genitales. Si le dieran otra oportunidad en la vida, prometía no volver a torturar jamás a ningún sospechoso, y al hacerlo comprendía que era una promesa que nunca podría cumplir.
Sólo había una porción de su anatomía que podía moverse sin demasiado dolor. Tenía el brazo izquierdo libre y, mientras estaba allí tumbado mirando fijamente hacia arriba, hacia el humo y las llamas del infierno, utilizó la mano para tantear alrededor. Tocó las estacas puntiagudas de hierro y descubrió debajo de él el cuerpo rígido y frío de otra alma condenada. El Luitenant Verkramp envidió a aquel hombre. Era evidente que había pasado a otro lugar más agradable, como el olvido, y le envidió aún más un momento después, cuando atrajo su atención hacia posibilidades nuevas y aún más horrorosas un sonido sumamente desagradable que procedía del extremo de la fosa.
Al principio pensó que estaban desvistiendo a alguien muy de prisa y que lo hacía alguien que manifestaba muy poco respeto por sus ropas. Quienquiera que estuviera allí al fondo trajinando, no se molestaba, desde luego, en desabotonar las prendas con cuidado. Parecía que estuvieran realmente arrancándole la ropa a algún pobre diablo sin ceremonia de ningún tipo. El Luitenant Verkramp estaba seguro de que aquellas prendas no podrían volver a usarse. «Probablemente estén preparando a algún pobre diablo para asarle», pensó, albergando la esperanza de que su camuflaje permitiese evitar durante algún tiempo el que le hallasen.
Alzando la cabeza centímetro a centímetro, miró hacia el fondo del foso. Al principio, no podía ver nada por la oscuridad. El rumor aquel de desvestir había cesado y fue seguido de ruidos más horribles, Verkramp no había oído en su vida ruidos tan espantosos. Fuera lo que fuese lo que pasaba allá abajo, debía ser algo inconcebible e insoportable, pero, de todos modos, se sentía extraordinariamente fascinado y siguió atisbando en la oscuridad. Arriba, sobre él, la gran luz tanteante giraba lenta de nuevo hacia el foso, y, cuando pasó por encima del Luitenant Verkramp, supo que su encuentro con la vida salvaje del seto en la forma de la araña gigante había sido como nada frente a los sobrecogedores calvarios que le tenía reservados la muerte. Al fondo del foso había un gran buitre cubierto hasta el cuello de policías vestidos de paisanos. El Luitenant Verkramp se desmayó otra vez.
Cuando amaneció sobre los variados restos de la defensa que el Konstabel Els había hecho de Jacaranda Park, los policías que vigilaban la entrada descubrieron el foso y a sus habitantes vivos y muertos, y bajaron cautelosamente a recogerlos. Tuvieron ciertas dificultades al principio para reconocer al Luitenant Verkramp bajo su vegetación y, cuando decidieron por fin que era al menos parcialmente humano, tuvieron más dificultades aún para determinar si estaba vivo o muerto. Desde luego, la criatura a la que izaron hasta el césped parecía más muerta que viva y padecía, evidentemente, una manía persecutoria muy aguda.
—No me asen, por favor, no. Prometo que no volveré a hacerlo —chillaba el Luitenant Verkramp, y aún seguía gritando cuando le metieron en la ambulancia para llevarle al hospital.