Las cavilaciones de Jonathan Hazelstone sobre su próximo sermón le habían quitado de la cabeza la trágica muerte de Cinco Peniques. Acababa de decidir el título: «Los rinocerontes de la cólera son más blancos que los caballos de la destrucción», de una perorata sobre los males del alcohol, y estaba secándose después del baño cuando recordó que se había dejado la ropa en el vestuario de la piscina. Grogui aún por los efectos del coñac, bajó al piso de abajo distraído, sin quitarse el gorro de baño y envuelto sólo en una voluminosa toalla. En las escaleras de la entrada principal se detuvo y respiró el aire fresco de la noche. Se veían bajar por el camino faros que avanzaban lentamente.
«Visitantes», pensó. «No deben cogerme así», y, ciñéndose más la toalla, cruzó corriendo el camino y desapareció tras el seto de aligustre mientras el convoy del Kommandant van Heerden se aproximaba a la casa. Jonathan Hazelstone entró en el vestuario de la piscina y, un momento después, salió de nuevo sintiéndose peor que nunca: el olor a Old Rhino Skin era tan intenso dentro del vestuario, que le entraron náuseas. Plantado allí al borde de la piscina, murmuró una oración silenciosa al Todopoderoso pidiéndole que le ayudara, por cualquier medio, aunque fuese drástico, a no incurrir de nuevo en el pecado y, un momento después, el obispo de Barotselandia se zambullía quebrando la imagen reflejada de la luna en el agua fría de la piscina. Nadó toda la longitud de la piscina por debajo del agua, salió un instante a la superficie y luego volvió a nadar por el fondo, y mientras nadaba le pareció al obispo que estaba llamándole el Señor. Débilmente, muy débilmente, sí, pero con una claridad como nunca había experimentado, oía a través del gorro de baño la voz del Señor: «Jonathan Hazelstone, sé que está ahí. No ofrezca resistencia. Entréguese» y, casi a dos metros por debajo de la superficie del agua, el buen reverendo Jonathan Hazelstone supo por primera vez que estaba verdaderamente destinado a grandes cosas. La llamada que tanto tiempo había esperado oír, había llegado al fin. Se giró y afloró a la superficie y se dispuso a meditar sin ninguna resistencia bajo el cielo de la noche. Ahora sabía que se le había perdonado su falta de la tarde.
—Oh señor, tú sabes bien que se me provocó —murmuró, flotando en la superficie quieta de la piscina; y caía sobre él mientras rezaba una sensación de paz, una paz de dulzura y perdón.
La paz no había descendido sobre el resto de la mansión de Jacaranda Park. Rodeada por cien hombres armados que se acuclillaban en las sombras del jardín con el dedo en el gatillo de los Stens, por sesenta y nueve perros policías que gruñían y babeaban con ansia de matar, y por cinco coches blindados Saracen que habían sido conducidos despreocupadamente por entre setos de flores y césped para tomar posiciones, la mansión de Jacaranda Park se alzaba en la noche silenciosa e indiferente.
El Kommandant van Heerden decidió intentar una vez más que aquel pedazo de animal saliese sin problemas. No deseaba, en modo alguno, otra batalla a tiros. Asomó la cabeza por la torreta y alzó el megáfono.
—Jonathan Hazelstone, le doy a usted una última oportunidad —atronó su voz amplificada cien veces en la noche—. Si sale usted pacíficamente, no le pasará nada. De lo contrario, entraré yo a sacarle.
El obispo de Barotselandia, que estaba de espaldas meditando silenciosamente y mirando fijo al cielo de la noche donde un ave grande volaba despacio sobre él, oyó las palabras con más claridad que antes. Sabía que Dios se manifestaba de muchas formas misteriosas, pero nunca había pensado que pudiera manifestarse en la forma de un buitre. El Todopoderoso había hablado otra vez, con más claridad, con muchísima más claridad.
La primera parte del mensaje había sido absolutamente inequívoca. «Si sale pacíficamente, no le pasará nada», pero la segunda parte era mucho menos fácil de interpretar: «De lo contrario, entraré yo a sacarle». Jonathan Hazelstone nadó hasta el borde de la piscina y salió pacíficamente, según las instrucciones. Luego, se detuvo a mirar hacia atrás, al agua, para ver si el Señor había empezado a entrar ya para sacarle, y vio que el buitre giraba y aleteaba horriblemente alejándose por encima de los eucaliptos.
«Él me perseguía noche y día», murmuró, recordando el Perro del Cielo, y se dio cuenta de que aquella noche había sido testigo no sólo de la voz del Señor sino también de su forma. Si Dios podía aparecerse en la forma de una paloma o de un perro, ¿por qué no podía hacerlo en forma de buitre? Y murmurado otro poema que le había enseñado su abuelo de niño, un poema que nunca había entendido hasta aquellos últimos minutos, empezó a secarse.
Llegan los heraldos. Ved, ved, su señal;
negro es su color, y avistan mi cabeza.
Pero ¿deben tener mi cerebro? ¿Deben apagar
esas chispeantes ideas, que se engendraron allí dentro?
¿Debe el torpor convertirme en un zote?
Pero me han dejado. Tú aún eres mi Dios.
Se titulaba «Los precursores», y era de George Herbett, y aunque el viejo Sir Theophilus lo había revisado cambiando negro por blanco en el segundo verso, y había supuesto que «chispeantes ideas» se refería a su mortífero foso asesino, el obispo se daba cuenta ahora de que podía aplicarse perfectamente al buitre y advertía agradecido que el precursor le había dejado realmente. Con una oración silenciosa al Señor, para que asumiese en el futuro una forma menos lúgubre, el obispo de Barotselandia entró en el vestuario a recoger la ropa.
A unos cincuenta metros de distancia de allí, el Kommandant van Heerden intentaba decidirse a dar la orden de invadir la casa, cuando apareció en la entrada principal la señorita Hazelstone.
—No hay necesidad de gritar —dijo púdicamente—. Hay un timbre, sabe usted.
El Kommandant no estaba de humor para lecciones de urbanidad.
—He venido a por su hermano —gritó.
—Lo siento, pero creo que en este momento está ocupado. Tendrá que esperar. Puede entrar usted, si se limpia las botas y me promete no tirar nada.
El Kommandant entendía perfectamente lo ocupado que debía estar Jonathan Hazelstone y tenía el firme propósito de tirar cosas si tenía que entrar en la casa. Miró inquieto hacia las ventanas de la primera planta.
—¿Y en qué está tan ocupado? —como si hubiera necesidad de preguntarlo.
A la señorita Hazelstone no le gustó el tono de voz del Kommandant.
—Está con sus abluciones —replicó, y ya iba a marcharse cuando recordó el destrozo—. Respecto a ese Ming… —comenzó.
El Kommandant van Heerden desapareció con un estruendoso golpe de la tapa de la torreta. Del interior del coche blindado llegó el sonido apagado de su voz.
—No me hable del Ming —gritó—. Entre en la casa y dígale a su hermano que deje ese maldito trasto y salga con los brazos en alto.
La señorita Hazelstone había aguantado ya todo lo que podía aguantar.
—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —gritó—. No haré tal cosa —y se volvió para entrar de nuevo en la casa.
—Entonces lo haré yo —gritó el Kommandant, y ordenó a sus hombres entrar en la casa—. Saquen de ahí a ese cabrón —gritó, y esperó el estruendo del mortífero Ming.
Esperó en vano. Hombres y perros se abalanzaron sobre el cuerpo postrado de la señorita Hazelstone sin encontrar resistencia. El doberman, dándose cuenta ahora de la falta de previsión que había mostrado al disputar su sector de césped con el Konstabel Els, yacía en el suelo del salón fingiéndose alfombra. A su alrededor, irrumpían policías y perros, registrando la casa en busca de su presa. Los policías, que se lanzaron al piso de arriba y recorrieron pasillos y habitaciones buscando al asesino, no encontraron ningún obstáculo humano. Desconsolados, informaron al Kommandant que aún seguía metido en el Saracen.
—No está aquí —gritaron.
—¿Están ustedes absolutamente seguros? —preguntó antes de abrir la tapa de la torreta. Lo estaban, y entonces el Kommandant salió. Sabía que sólo le quedaba por hacer una cosa, que sólo tenía una remota posibilidad de capturar a Jonathan Hazelstone aquella noche.
—Los perros —ordenó frenético—. Traigan a los perros rastreadores —e irrumpió desesperadamente en la casa y subió las escaleras seguido por el grupo de jadeantes y ávidos alsacianos. El dormitorio rosa de las flores estaba exactamente igual que lo había visto el Kommandant la última vez: con la notable excepción del hombre desnudo. El Kommandant cogió el cobertor y se lo echó a los perros para que lo olieran. Los perros lo olieron e interpretaron claramente el mensaje, saliendo del cuarto y lanzándose por el pasillo. El cobertor apestaba a coñac Old Rhino Skin. Los perros, ignorando el olor a sales de baño de las escaleras, habían cogido el rastro que había dejado el Konstabel Els y cruzaban el parque hacia el bunker.
Detrás de ellos, en la intimidad del vestuario, el obispo de Barotselandia tenía ciertas dificultades para vestirse. Por una parte, sus ropas parecían haberse enrollado solas en un objeto metálico y pesado y, cuando al fin el obispo logró sacarlo y llevarlo a la luz de la luna para ver de qué se trataba, se sintió tan desasosegado por las asociaciones del objeto con el asesinato de Cinco Peniques, que en su nerviosismo lo dejó caer y el gran rifle chapoteó en la piscina y desapareció en el agua. Consolándose con el pensamiento de que allá abajo no haría ya daño a nadie, volvió al vestuario para acabar de vestirse.
Tuvo algunas dificultades más con los pantalones. Había algo grande y pesado en el bolsillo de atrás, y le llevó cierto tiempo sacarlo.
—Vaya, vaya —dijo mientras se esforzaba por sacar el revólver—, estas cosas nos son enviadas para probarnos.
Y estaba intentando imaginar cómo demonios podría haber llegado hasta el bolsillo del pantalón aquel arma, cuando se dio cuenta de que no estaba solo.
Al alejarse los perros en persecución del Konstabel Els, el Kommandant van Heerden se encontró con que quedaba libre de momento. Volvía a invadirle la melancolía con la desaparición del asesino y, no deseando compartir lo que prometía ser su vigilia solitaria con una señorita Hazelstone impredecible y airada, dejó que su anfitriona siguiera recuperándose de la novedosa experiencia de verse utilizada como felpudo por doscientas botas claveteadas y doscientas setenta y seis pezuñas de perro y se puso a andar muy triste por el jardín. Mientras deambulaba por el césped dando malévolas patadas a los fragmentos del destrozado busto de Sir Theophilus, estuvo a punto de maldecir al gran héroe de antaño por haber engendrado aquel linaje que había destrozado su carrera tan eficazmente como había destrozado el busto del propio Sir Theophilus.
Estaba considerando precisamente lo que habría hecho el virrey si se hubiera encontrado en una situación similar, cuando atrajo su atención algo que había en uno de los eucaliptos. Llegaba de su tronco un ruido extraño, una especie de sonido de llamada y como un desgarramiento. El Kommandant van Heerden atisbo en la oscuridad. Algo extraño se movía allí. Inclinándose de forma que la criatura se perfilase frente al brillo anaranjado que coloreaba el cielo de la noche, el Kommandant pudo distinguir su forma. A imitación de un pájaro carpintero, el gran buitre estaba colgado del tronco del árbol, consumiendo los restos del difunto cocinero zulú.
Por segunda vez aquella noche, el buitre transmitía un mensaje a un observador en el jardín de la casa de Jacaranda, pero si el obispo de Barotselandia había tomado al ave por una forma de Dios, el Kommandant van Heerden no cometió tamaño error. Lo que él había visto del ganchudo perfil del ave carroñera le recordaba, demasiado para que se sintiese cómodo, a varios presos de la cárcel de Piemburgo que acogerían su ingreso en ella exactamente con la misma satisfacción. El Kommandant se estremeció y se apartó precipitadamente de aquella visión de su futuro. Y, al alejarse, oyó un sonoro chapoteo que venía de la parte de atrás de la casa. Los chapoteos sonoros no jugaban ningún papel en el régimen que él había impuesto en Jacaranda Park. Creyó percibir algo claramente siniestro en aquellos sonoros chapoteos a aquella hora de la noche, punto de vista que evidentemente compartía el buitre, que se alejó aleteando de sus entremeses para ver si el plato siguiente podía ser algo ahogado.
El Kommandant van Heerden le siguió, con menos optimismo, y se vio junto a un seto de aligustre al otro lado del cual pudo oír que pasaba algo, algo desagradable. La persona que estaba trajinando tras el seto canturreaba para sí, al tiempo que trajinaba, dedicado a una tarea que exigía arrojar objetos grandes y voluminosos, y sin duda pesados, a aguas profundas. El Kommandant apenas podía oír la canción, porque de detrás le llegaba el rumor de rápidas pisadas de alguien que corría y un ruido de jadeos y olisqueos cuya intensidad crecía por instantes. Miró por encima del hombro y vio, corriendo hacia él, al grupo de perros rastreadores y a docenas de policías. Unos segundos después, estaban sobre él y, aupado tras el seto, vio cómo la marea de animales y hombres le pasaba y doblaba la esquina. Suspiró con alivio y echó a andar tras ellos.
El obispo de Barotselandia tuvo menos suerte. Como oía mal y como aún llevaba puesto el gorro de baño, que le tapaba las orejas, no pudo oír el ruido de los perros al acercarse. Estaba de pie junto a la piscina contemplando el revólver y recitando un fragmento del poema favorito de su abuelo, y se vio de repente rodeado de perros. Venían hacia él con los hocicos alzados, enseñando los colmillos, babeando, y el obispo, abrumado por su arremetida, cayó hacia atrás en la piscina, con el revólver aún en la mano. Al caer, apretó involuntariamente el gatillo y una bala solitaria desapareció inofensiva en el cielo nocturno. El obispo afloró en medio de la piscina y miró alrededor. Lo que vio no le resultó tranquilizador. La piscina estaba llena de afanosos alsacianos y, mientras él miraba, otros se lanzaban desde la orilla y se sumaban a las hordas que había ya en el agua. Un perro particularmente feroz, que estaba justo delante de él, abrió la boca y el obispo tuvo el tiempo justo para aspirar una bocanada de aire y desaparecer antes de que le mordiese. Nadó por debajo del agua a lo largo de la piscina y luego salió a la superficie. Otro perro le lanzó un mordisco, y él volvió a sumergirse. Sobre él, patas y más patas agitaban el agua y alzaban espuma, y el obispo cavilaba sobre aquella nueva manifestación del Todopoderoso. Era evidente que no había salido de la piscina todo lo pacíficamente que debería haberlo hecho la primera vez, y Dios había venido a él en la forma de docenas de perros y se preguntaba cómo podía conciliarse aquella aparición colectiva con la idea de que Dios era uno e indivisible, cuando le cogieron por el brazo y le sacaron de la piscina varios policías. Agradecido por esta liberación y demasiado desconcertado para preguntarse qué pintaban los policías en aquella visión de la divinidad, miró de nuevo hacia el agua. No había ni un centímetro de la superficie de la piscina libre de perros.
Y, de pronto, le esposaron las manos a la espalda y le hicieron darse vuelta.
—Éste es el cerdo, sí. Llévenle a la casa —dijo el Kommandant, y se lo llevaron entre varios policías, sujeto por brazos y piernas, por el camino, hacia la casa. Mojado y desnudo, Jonathan Hazelstone se quedó plantado entre la vegetación enmacetada del gran vestíbulo, el gorro de baño aún puesto. Desde una gran distancia y desde mucho más allá de las fronteras de la cordura, oyó cuchichear al Kommandant:
—Jonathan Hazelstone, le acuso a usted del asesinato intencional de un cocinero zulú y Dios sabe de cuántos policías, de la destrucción intencionada de propiedad del gobierno y de la posesión ilegal de armas destinadas a herir y matar.
El obispo estaba demasiado desconcertado y demasiado sordo para oír al Kommandant decirle al sargento de Kock que llevara al detenido al sótano y lo tuviera allí bajo custodia hasta la mañana.
—¿No estaría más seguro en la comisaría de policía? —sugirió el sargento.
Pero el Kommandant van Heerden estaba demasiado exhausto para abandonar la mansión y estaba deseando además pasar la noche en una casa famosa en toda Sudáfrica por su elegancia y distinción.
—El lugar está rodeado de hombres —dijo—. Y, además, hemos recibido quejas de los vecinos por los gritos que salen de las celdas. Aquí nadie le oirá cuando grite. Ya le interrogaré yo por la mañana.
Y, mientras conducían al obispo de Barotselandia al sótano de la mansión de Jacaranda Park, el Kommandant van Heerden subía las escaleras, para buscarse un dormitorio cómodo y agradable. Eligió uno que tenía un cobertor azul sobre una enorme cama doble, y cuando se metió desnudo entre las sábanas, se consideró un hombre afortunado.
«Pensar que puedo mandar en la casa que perteneció al virrey de Matabelelandia», se dijo y, poniéndose de lado, entre aquellas sábanas tan suaves, se quedó dormido en seguida.