En la mansión de Jacaranda Park, Jonathan Hazelstone estaba cantando en la bañera. Llevaba un gorro de goma para proteger sus oídos delicados del agua, y, debido en parte al gorro y en parte a su considerable sordera, cantaba bastante más alto de lo que él creía. En consecuencia, no oyó nada del estruendo bélico que acompañó a su interpretación de Adelante soldados cristianos. El agua rosada remolineaba y se agitada a su alrededor y adoptaba extrañas formas intrincadas cuando le alcanzó la onda del rifle de cazar elefantes. Pero Jonathan Hazelstone no tenía tiempo para pararse en tales naderías. Tenía el pensamiento centrado en sus propias faltas. La vergüenza y un orgullo culpable por su propio triunfo se mezclaban en sus pensamientos y pesaba sobre ambos el espantoso recuerdo de lo que había pasado.
Intentaba quitarse de la cabeza aquel horrible asunto, pero volvía insistente. Aun así, a pesar del remordimiento, tuvo que sonreír un poco para sí. Después de todo, pensaba, no podía haber muchos hombres aún vivos que pudieran decir que habían hecho lo que él sin que les sucediera nada. No es que fuese dado a la presunción, y, desde luego, no iba a andar pregonando su hazaña. Por otra parte, había sido provocado de un modo horrible, y en realidad consideraba su acción excusable, en cierta medida. «Old Rhino Skin», pensó, y se estremeció y ya estaba a punto de recordarse que debía decirle al cocinero que no utilizase nunca aquel líquido espantoso para cocinar, cuando recordó que en realidad no había ya ningún cocinero al que decírselo.
Contempló con tristeza la orla rosada que se marcaba en la bañera y luego, rápidamente, salió del agua y soltó el tapón. Limpió bien la bañera, volvió a llenarla, añadió sales de baño y luego se metió en el agua caliente dispuesto a considerar lo que tenía que hacer ahora para borrar los efectos de los acontecimientos de la tarde. Sabía que se enfrentaba a un problema terrible. Era cierto que su hermana había prometido hacer una confesión completa a la policía y que no había problema a ese respecto, pero eso no iba a ayudarle a él a escapar incólume. Aquello tendría, inevitablemente, sus repercusiones, y era muy poco probable que el episodio le ayudara en su carrera. Era un asunto verdaderamente horroroso. No es que él sintiese una gran simpatía por aquel maldito cocinero. De no haber sido por él, no habría sucedido nada de aquello. Además, había ciertas cosas que Jonathan Hazelstone nunca podría perdonar. Y una de ellas era la perversión.
El Kommandant van Heerden habría compartido todos estos sentimientos si los hubiera conocido, pero en aquel momento tenía todas sus facultades centradas en una sencilla consideración, la de que su carrera como policía y seguramente como ciudadano libre era muy probable que tocase a su fin debido a su manejo del caso Hazelstone. La explosión que pregonó la destrucción del vehículo blindado lo había dejado tan claro como la luz del día. Caído en desgracia, destituido y convicto de complicidad antes, durante y después del asesinato del policía que indudablemente había caído ante el tornado del disparo de Els en la entrada principal del parque, compartiría la cárcel durante el resto de sus días con hombres con quienes tenía deudas de ingratitud que ninguna cuantía de sufrimiento compensaría jamás. El día que ingresase en la cárcel de Piemburgo quizá no fuera el último de su vida, pero sería, sin lugar a dudas, el peor. Habían firmado confesiones demasiados hombres después de que el Konstabel Els les torturase en las celdas de la comisaría de policía de Piemburgo para que al Kommandant le complaciese la perspectiva de disfrutar de su compañía en la cárcel.
Tras unos breves momentos de gimoteo, el Kommandant van Heerden intentó dar con algún medio de salir del lío en que le había metido Els. Sólo una cosa podía salvarle ya, y era la captura del asesino del cocinero zulú de la señorita Hazelstone. No tenía muchas esperanzas de lograrlo y, de todos modos, no ayudaría a explicar el baño de sangre que había iniciado Els. No, Els tendría que ser juzgado por crimen al por mayor. Sólo existía la posibilidad de que lograra persuadirle para que alegase locura. Bien pensado, no había ninguna necesidad de que aquel cabrón lo alegase. Era evidente que estaba loco. Los hechos hablaban por sí solos.
Impulsado por esta débil esperanza y no, desde luego, por la explosión de municiones en el incinerador otrora móvil, el Kommandant van Heerden llegó a la entrada del parque. Cruzando torpemente sobre el metal retorcido, el Kommandant se detuvo y miró a su alrededor. Una nube de humo negro oscurecía el cielo de la noche. Brotaba de la torreta abierta del Saracen y de los agujeros que tenía en los costados. Hasta el distraído comandante percibió el olor. Era un olor como ningún otro. Tras una buena bocanada de aquel aire repugnante, el Kommandant van Heerden lanzó un grito en la noche.
—Konstabel Els —gritó—. Konstabel Els, ¿dónde cono se ha metido? —y percibió lo estúpido de la pregunta nada más hacerla. Era muy poco probable que Els se presentase en aquel trance. Era más probable que enviara a su superior a la eternidad con la misma complacencia con que había enviado a sus otros camaradas. Tras un momento de silencio salpicado sólo por el estallar y silbar de proyectiles que rebotaban por el interior del Saracen, el Kommandant gritó de nuevo:
—Le habla su superior, cese el fuego inmediatamente.
Al fondo de la carretera, el ruido de la extraña orden del Kommandant van Heerden desconcertó a los hombres del convoy y despertó en ellos una cálida admiración hacia su jefe. El Kommandant estaba allá arriba junto a la entrada, y, evidentemente, había capturado al maníaco que había estado liquidándoles. Aquella evolución de los acontecimientos les desconcertaba, pues el Kommandant no era precisamente famoso por su valor físico. Poco a poco, en pequeños grupos, se acercaron a él subiendo vacilantes por la carretera.
El Konstabel Els caminaba en una dirección completamente distinta e iba estrujándose los sesos buscando un medio de salir de aquel lío en que estaba metido. En primer lugar, tenía que esconder el rifle de cazar elefantes y luego tendría que preparar una coartada. Considerando el tamaño del rifle, no estaba seguro de qué tarea iba a resultar más imposible, y estaba dudando de si dejarlo o no otra vez en el stoep, donde lo había encontrado, cuando se tropezó con otro seto de aligustre. Su reciente experiencia con setos de aligustre le había enseñado que eran lugares ideales para esconder cosas. En este caso, el seto de aligustre ocultaba una piscina. Els atisbo por el borde del seto, y después de asegurarse de que la piscina era una piscina de verdad y no otra trampa más de Sir Theophilus, traspasó el seto y entró en el recinto y lo cruzó hasta un elegante y pequeño pabellón que se alzaba a un extremo. Tanteó en la oscuridad un momento y luego encendió una cerilla. A la luz de la cerilla vio que el pabellón era un vestuario con perchas alineadas en la pared para colgar ropa. Vio horrorizado que una de las perchas estaba en uso. Colgaba de ella un ropaje negro.
Els apagó la cerilla y miró la piscina. El propietario de la ropa negra debía estar allí fuera observándole, pensó. Pero la superficie de la piscina estaba inmóvil y no había en ella nada más siniestro que los reflejos de las estrellas y de una luna nueva que había empezado a salir en aquel momento. No se veían sombras sospechosas por los bordes del agua, por lo que Els llegó a la conclusión de que estaba solo con aquel ropaje negro, un rifle de cazar elefantes y la necesidad de inventar una coartada.
«Los setos de aligustre parecen traerme suerte», se dijo, y se prometió plantar uno en el jardín de su casa si alguna vez salía vivo de aquel trance.
Encendió otra cerilla y examinó las ropas negras. Pensó en un principio que quizá pudiera utilizarlas como disfraz, pero los pantalones le quedaban demasiado largos, mientras que la chaqueta que se probó, le habría quedado bien como abrigo de invierno. Le desconcertó un poco el chaleco negro sin botones, hasta que vio que tenía cuello eclesiástico. El Konstabel Els desistió de la idea de utilizar aquella ropa como disfraz. Tenía demasiado respeto a la religión para profanar aquellos hábitos con su persona. Así que en vez de ponerse la ropa aquella, la utilizó para limpiar de huellas dactilares el gigantesco rifle. Especialista en eliminar pruebas vitales, cuando terminó no había nada ya que le relacionara con el rifle.
Veinte minutos después, el Konstabel Els salía animosamente del pabellón y cruzaba alegre el parque hacia Piemburgo. Había dejado atrás todo lo que le relacionaba con la matanza de la entrada. El rifle de cazar elefantes estaba oculto bajo las ropas de clérigo. En un bolsillo de atrás del pantalón quedaba el revólver y los bolsillos de la chaqueta estaban llenos de cajas vacías de municiones, que el Konstabel Els había recogido cuidadosamente del suelo del bunker. Cada uno de estos objetos había sido limpiado meticulosamente. Ningún especialista en huellas dactilares podría demostrar que los había utilizado el Konstabel Els. Finalmente, y para añadir un toque extravagante, había colocado la media botella de Old Rhino Skin en el bolsillo interior de la chaqueta. Estaba ya completamente vacía, y el Konstabel Els no quería para nada una botella vacía.
Al meter la botella en el bolsillo de la chaqueta, hizo otro descubrimiento útil. Había allí una cartera y un peine. El Konstabel Els buscó en los otros bolsillos y encontró un pañuelo y otros objetos.
«No hay nada como hacer bien las cosas» pensó, guardándose todos aquellos objetos, y saliendo camino del bunker para una última visita. Cuando llegó, había recuperado la confianza. Había policías contemplando el Saracen ardiendo, pero nadie cayó en la cuenta de la presencia del Konstabel, que atisbo durante unos segundos desde detrás del seto de aligustre antes de enfilar carretera adelante en dirección a Piemburgo. En el camino, se paró a leer un cartel que estaban colocando unos policías.
Al cabo de una hora, echando espuma por la boca y mostrando todos los síntomas de la rabia, el Konstabel Els se presentó en la Sección de bajas del hospital de Piemburgo. Antes de que pudieran meterle en la cama, mordió a dos enfermeras y a un médico.
A la entrada de Jacaranda Park, el Kommandant van Heerden mostraba síntomas similares a los hombres que se agrupaban a su alrededor bajo la nube de humo. La desaparición del Luitenant Verkramp le enfurecía especialmente.
—¿Desaparecido? ¿Qué quiere usted decir con eso de desaparecido? —le gritaba al sargento de Kock.
—Subió aquí a inspeccionar, señor —contestó el sargento.
—¿Existe alguna posibilidad de que estuviera ahí dentro? —preguntó el Kommandant más esperanzadamente, mirando el destrozado Saracen.
—No señor. Disfrazado.
—¿Qué? —gritó el Kommandant.
—Iba disfrazado de matorral, señor.
El Kommandant van Heerden no podía creer lo que oía.
—¿Disfrazado de matorral? ¿Qué tipo de matorral?
—Es difícil de decir, señor. Uno no muy grande.
El Kommandant van Heerden se volvió a los hombres.
—¿Ha visto alguno de ustedes por aquí un matorral pequeño?
Cayó el silencio sobre el grupo de policías. Todos habían visto por allí un matorral pequeño.
—Hay uno justo detrás de usted, señor —dijo un konstabel.
El Kommandant se volvió y miró lo que quedaba del seto de aligustre. No se parecía nada, evidentemente, a Verkramp, disfrazado o sin disfrazar.
—Eso no, imbécil —masculló—. Un matorral ambulante.
—No sé nada de ese matorral que usted dice, señor —dijo el konstabel—. Y yo creo que andar no puede, pero sé que el muy maldito puede disparar, y bien.
—¿Pero de qué demonios está hablando? —replicó el Kommandant mientras recorría el grupo una risilla nerviosa.
El sargento de Kock le ilustró.
—El tipo que deshizo el Saracen estaba oculto detrás de ese matorral.
Un instante después, el Kommandant van Heerden se asomaba a la puerta del bunker. El interior aún estaba lleno de humos de pólvora quemada, pero aún así el nervio olfativo del Kommandant van Heerden pudo detectar un olor penetrante y familiar. El bunker apestaba a Old Rhino Skin. En el suelo había más pruebas aún. Había una cartera, un peine y un pañuelo allí en el medio del bunker. El Kommandant lo recogió todo y se llevó el pañuelo cautelosamente a la nariz. Estaba prácticamente empapado de coñac. Abrió la cartera y vio estampado en letras de oro un nombre que conocía también, «Jonathan Hazelstone».
El Kommandant van Heerden no perdió más tiempo. Salió del bunker y dio órdenes. Había que rodear el parque. Había que establecer controles en todas las carreteras de los alrededores. Los focos debían iluminar toda el área del parque.
—Vamos a entrar a por él —dijo por fin—. Que suban los otros Saracens y los perros policía.
Diez minutos después, los cinco Saracens restantes, un centenar de hombres armados con Stens y los sesenta y nueve perros rastreadores se agruparon ante la entrada del parque para el asalto a la mansión. El Kommandant van Heerden subió a bordo de un Saracen y se dirigió a sus hombres desde la torreta.
—Antes de que empecemos —dijo— creo que será mejor que les advierta que el hombre al que perseguimos es un peligroso criminal.
Hizo luego una pausa. Los policías que habían visto el coche blindado calcinado y los cadáveres esparcidos por la ladera no necesitaban que les explicara nada.
—La casa es prácticamente una fortaleza —continuó el Kommandant—. Y él tiene a su disposición un arsenal de armas mortíferas. Al primer indicio de resistencia, tienen permiso mío para abrir fuego. ¿Hay alguna pregunta?
—¿Qué pasa con la Muerte Negra? —preguntó angustiado el sargento de Kock.
—¿La muerte del negro? Oh sí, causada por heridas de rifle —contestó el Kommandant enigmáticamente y desapareciendo por la torreta, cerrando con estrépito la tapa. Él convoy se puso cautamente en marcha, enfilando el camino de coches hacia la mansión.