6

El Kommandant van Heerden acababa de parar a tomar aliento bajo un roble en medio de Jacaranda Park, e intentaba reunir valor suficiente para volver a la casa, cuando el Konstabel Els disparó el rifle de cazar elefantes. En la estela de la detonación que siguió, el Kommandant se vio forzado a tomar una decisión. Por una parte, un buitre que había estado esperando, con evidente presciencia, encima, en las ramas, se asustó y se lanzó al vuelo por el estruendo del disparo y ascendió aleteando horriblemente hacia el cielo. Por otra, el Kommandant llegó a la inmediata conclusión de que la compañía de Jonathan Hazelstone era extraordinariamente menos asesina que el holocausto que estaba organizando en la entrada del parque el Konstabel Els. El Kommandant dejó el abrigo del árbol y corrió pesadamente hacia la casa, pareciéndole al mundo entero el paquidermo enloquecido para cuya incapacitación había sido diseñado aquel rifle de cazar elefantes.

Colgaba tras él sobre Jacaranda Park un silencio de muerte reciente. Delante, pudo divisar la alta y elegante silueta de la señorita Hazelstone, de pie, plantada allí en la stoep. La señorita Hazelstone miraba calculadoramente el cielo despejado del anochecer. El Kommandant, al pasar como una exhalación para entrar en el salón, la oyó decir: «Me pareció oír hace un momento un trueno. Creo que va a llover». El Kommandant, mientras se desplomaba exhausto en un sillón, pensó que era agradable volver al mundo de la cordura.

La señorita Hazelstone abandonó su examen del ocaso y entró en la casa. La rodeaba una atmósfera de tranquilidad y aceptación de la vida tal como era para ella, que resultaba única, o al menos así se lo parecía al Kommandant van Heerden, entre las personas que vivían la experiencia de los acontecimientos de aquella tarde en Jacaranda Park. Mal podía decirse lo mismo del Konstabel Els. Fuese lo que fuese lo que la vida le ofrecía, él no estaba aceptándolo, desde luego, con nada que se aproximase vagamente siquiera a la tranquilidad. El único consuelo que podía hallar el Kommandant van Heerden, era pensar que, por el estruendo, Els debía haber perecido también en la explosión junto con la mitad del suburbio contiguo.

La señorita Hazelstone se dirigió pensativa, y con un aire de lánguida melancolía, a su sillón de orejas y, sentándose en él, volvió la cara, con una expresión de profundo respeto, hacia un cuadro colgado sobre la chimenea.

—Fue un hombre bueno —dijo al fin, con voz apagada.

El Kommandant van Heerden siguió su mirada y examinó el cuadro. En él se veía a un hombre de largas vestiduras con una linterna en la mano, a la puerta de una casa, y el Kommandant supuso que se trataba de otro retrato de Sir Theophilus, en esta ocasión pintado, a juzgar por la indumentaria que llevaba, cuando el gran hombre había estado sirviendo en la India. Se titulaba «La luz del mundo», lo cual hasta el Kommandant, pese a toda la admiración que sentía por el virrey, consideraba que era excederse un poco. Aún así, se sintió obligado a decir algo.

—Estoy seguro de que lo fue, sí —dijo afablemente—. Y un gran hombre, además.

La señorita Hazelstone miró al Kommandant agradecida y con nuevo respeto.

—No tenía idea —murmuró.

—Oh, yo adoro prácticamente a ese hombre —continuó el Kommandant, añadiendo, como coletilla—: Sabía muy bien cómo hay que manejar a los zulúes.

El Kommandant se quedó sorprendido al ver que la señorita Hazelstone comenzaba a gemir en el pañuelo. Creyendo que las lágrimas eran un indicio más de la devoción que sentía por su abuelo, Van Heerden prosiguió:

—Ojalá hubiera más personas como él en estos tiempos —dijo, y le gratificó apreciar que la señorita Hazelstone le miraba de nuevo agradecida por encima del pañuelo—. Si estuviera él aquí, no habría ni la mitad de los problemas que hay en el mundo moderno.

El Kommandant había estado a punto de decirle «los ahorcaría a docenas», pero comprendió que mencionar la horca no era correcto considerando el probable destino que le aguardaba al propio hermano de la señorita Hazelstone, así que se contentó con añadir:

—Les enseñaría cuatro cosas, sí, si estuviera vivo.

La señorita Hazelstone se mostró de acuerdo con esto.

—Sí que lo haría, oh, sí. Me alegra tanto, Kommandant, que usted precisamente vea las cosas de ese modo…

El Kommandant van Heerden no podía entender del todo por qué la señorita Hazelstone insistía en esto. Parecía muy natural que un funcionario de policía deseara seguir los métodos de Sir Theophilus para tratar a los delincuentes. Después de todo, el juez Hazelstone había aprendido de su propio padre, y de ese aprendizaje procedía su preferencia por la horca y la flagelación como medidas penales. Todos sabían que el viejo Sir Theophilus había considerado su deber procurar que el joven William adquiriese un gusto por el castigo corporal infligiéndoselo desde el día mismo de su nacimiento. Al pensar en el deber, el Kommandant se acordó de su propia y desagradable tarea, y consideró que aquél era un buen momento para decirle a la señorita Hazelstone que él sabía que Cinco Peniques no había sido asesinado por ella, sino por su hermano Jonathan. El Kommandant se levantó de su asiento y recurrió de nuevo a la jerga oficial de su profesión.

—Tengo motivos para creer… —comenzó, pero la señorita Hazelstone no le permitió seguir. Se levantó de su asiento y le miró extasiada, una reacción que Van Heerden no esperaba, ni mucho menos, y que no podía, desde luego, admirar. Después de todo, el tipo era su propio hermano y hacía sólo una hora que se había mostrado dispuesta a confesarse autora del delito sólo para protegerle.

El Kommandant empezó de nuevo:

—Tengo razones para creer…

—Oh, yo también. Yo también las tengo. ¿Acaso no las tenemos todos? —y esta vez la señorita Hazelstone cogió entre sus manos pequeñas las enormes del Kommandant y le miró a los ojos—. Lo sabía, Kommandant, lo supe desde el principio.

El Kommandant van Heerden no necesitaba aclaraciones. Por supuesto que ella lo había sabido todo desde el principio. Porque de lo contrario, no habría encubierto a aquel animal. Al diablo las formalidades, pensó.

—Supongo que sigue aún arriba, en el dormitorio —dijo.

La expresión de la señorita Hazelstone indicaba cierto asombro, que el Kommandant supuso debido a que de pronto reconocía el talento de él como detective.

—¿Arriba? —balbució ella.

—Sí. En el dormitorio del cobertor de flores rosas.

El asombro de la señorita Hazelstone era patente.

—¿En el dormitorio rosa? —balbució, retrocediendo y alejándose de él.

—No es un espectáculo muy agradable, me temo —continuó el Kommandant—. Allí está borracho perdido el señor.

La señorita Hazelstone bordeaba la histeria.

—¿El Señor? —logró balbucir al fin.

—Cargado, sí —continuó el Kommandant—. Borracho perdido y cubierto de sangre. Sangre que proclama su culpabilidad.

La señorita Hazelstone ya no pudo soportar más. Se dirigió hacia la puerta, pero el Kommandant van Heerden llegó allí antes que ella.

—Oh no, no subirá usted a prevenirle —dijo—. Tendrá que aceptar el castigo que se merece.

El Kommandant van Heerden dudaba interiormente de si el tipo estaría aún arriba o no. Hasta un individuo borracho perdido tenía que haberse despertado violentamente a consecuencia de la explosión. Aún así, aquel tipo era un maníaco y con los lunáticos nunca se sabe. Sus reacciones debían ser, sin duda impredecibles. Había síntomas, además, como ahora se daba cuenta, de irracionalidad e impredecibilidad en la conducta de la señorita Hazelstone, e indicios de que podría comportarse de un modo ni amable ni dulce.

—Vamos, vamos, mi querida señorita Hazelstone. Hay ciertas cosas que debemos aprender a aceptar —dijo, tranquilizadoramente; y, al decirlo, la señorita Hazelstone sólo supo una cosa segura, que nada de este mundo la convencería de que se acercase a aquel policía gordo y sudoroso que creía que Jesucristo estaba borracho perdido y cubierto de sangre en el dormitorio rosa de flores. Podría haber, concedía ella generosamente, ciertas tendencias irracionales en su propia psique, pero no eran nada comparadas con los innegables síntomas de locura que manifestaba el Kommandant. La señorita Hazelstone retrocedió apartándose de él de un salto, pálida, farfullando, y asiendo una cimitarra ornamental que colgaba en la pared, la blandió por encima de su cabeza canosa con ambas manos.

Esto cogió desprevenido del todo al Kommandant van Heerden. Unos momentos antes aquella dama encantadora le había cogido las manos y le había mirado tiernamente a los ojos y ahora, de pronto, se convertía en un derviche danzante que se proponía, evidentemente, partirle por la mitad con un terrible cuchillo.

—Vamos, vamos —dijo, incapaz de ajustar su lenguaje a aquella situación nueva y aterradora. Al cabo de unos instantes, era evidente que la señorita Hazelstone había tomado aquel «vamos, vamos» como indicación de que deseaba una muerte inmediata. La señorita Hazelstone avanzaba hacia él lentamente.

La señorita Hazelstone pretendía, en realidad, llegar a la puerta que daba al vestíbulo.

—Apártese —ordenó, y el Kommandant, que no quería proporcionarle pretexto alguno para bifurcarle con la cimitarra, se hizo a un lado de un salto, tropezando al hacerlo con un gran jarrón chino colocado sobre un pedestal, que cayó al suelo hecho añicos. La expresión de la señorita Hazelstone demostró, por segunda vez, esa capacidad para el cambio rápido que había apreciado ya el Kommandant. Ahora la señorita Hazelstone estaba claramente enloquecida de cólera.

—¡El Ming! ¡El Ming! —gritó blandiendo y esgrimiendo la cimitarra. Pero el Kommandant van Heerden no estaba ya allí. Corría cruzando la habitación y dejando en su estela los fragmentados tesoros artísticos de varios milenios de historia china.

Mientras recorría la galería, pudo oír aún a la señorita Hazelstone gritándole a su hermano.

—¡El Ming! ¡El Ming! —gritaba y, juzgando que el Ming debía ser algún arma indescriptiblemente potente, que colgaba en la pared de la galería, el Kommandant se lanzó a la carrera por Jacaranda Park una vez más, pero ésta en dirección al estruendo de tiroteo renovado que llegaba de la entrada, sonido al que ahora daba la bienvenida como indicio de una violencia sana y natural. Y, mientras corría, daba gracias a la buena suerte que tenía de que el anochecer estuviera ya convirtiéndose en noche, y que oscureciese la ruta de su fuga.

El primer indicio que tuvo el Konstabel Els, que aún sonreía satisfecho ante los efectos de su puntería, de que se habían introducido varios factores nuevos en la pequeña parcela de civilización occidental que tan virilmente estaba defendiendo, le llegó cuando comenzaba a caer la oscuridad sobre las cancelas retorcidas del parque. Estaba tomando en aquel momento un trago de coñac Old Rhino Skin para combatir el fresco de la noche, cuando oyó fuera un ruido rasposo y extraño. Al principio, pensó que era un puercoespín que se estaba rascando contra la puerta blindada del bunker, pero luego la abrió y no había nada fuera, y, sin embargo, los sonidos persistían, acercándose además. Parecían proceder de un seto que había al fondo de la carretera, y había empezado a pensar que sólo podían explicarse suponiendo que un rinoceronte que padeciese impétigo intentase aliviarse de su irritación rozándose contra un espino, cuando vio tres aglomeraciones notablemente ágiles, de materia vegetal que cruzaban la carretera. Evidentemente, estaba a punto de iniciarse el ataque siguiente.

El Konstabel Els se sentó y consideró la situación. Había rechazado un ataque con el revólver. Había diezmado un segundo con el rifle de cazar elefantes. Era hora, creía, de pasar a la ofensiva. En la oscuridad, cada vez más intensa, el Konstabel Els dejó el cobijo del bunker y, revólver en mano, se arrastró sigilosamente hacia sus atacantes, cuyo polifónico avance ahogaba cualquier leve ruido que pudiera hacer él.

Cuando el Luitenant Verkramp y sus dos voluntarios habían recorrido a rastras unos quinientos metros, hasta llegar a la cima del cerro, Verkramp había empezado a pensar que ojalá se hubiera subido al vehículo blindado y a dudar del valor real de toda aquella operación. Estaba ya tan oscuro que, aunque no podría perder de vista el matorral que tantos problemas estaba causando, probablemente no sería capaz de verle. Tenía las manos llenas de cortes y arañazos, y había estado a punto de pisar dos víboras y una cobra, lo cual había sido un tributo indudable a su capacidad de camuflaje, pero sin el que habría podido pasar perfectamente. Nunca había caído en la cuenta de la profusión de vida salvaje que había en los setos vivos de Piemburgo.

La araña que le había picado en la nariz cuando intentaba librarse de su tela era de un tamaño y una malevolencia que jamás habría creído posibles si no lo hubiera visto con su propio ojo, pues el otro lo tenía bloqueado por las tres patas de la araña, que ésta había posado allí para tener un buen asidero mientras le inyectaba en la fosa nasal izquierda cincuenta centímetros cúbicos de veneno. Había estado a punto de dar la vuelta y retroceder en ese momento, porque el veneno se expandió tan rápido y con efecto tan evidente que, incluso después de que la araña gigante fuera lo bastante bondadosa como para apartarse de su córnea, aún le resultaba imposible ver. Aquel lado de la cara le palpitaba alarmantemente y era como si tuviera la fosa nasal llena de un líquido cáustico. Dándose cuenta de que la expedición debía avanzar con cierta urgencia antes de que se le atascara definitivamente el sistema respiratorio, el Luitenant Verkramp y sus dos hombres continuaban recorriendo estrepitosamente la maleza infectada hacia su presa.

El Konstabel Els, arrastrándose con menos prisa y más anonimato, había descubierto, en el ínterin, el terrible foso de Sir Theophilus y había contemplado, con notable satisfacción, sus efectos en sus últimas víctimas. Els yacía de espaldas en la yerba y rebatía posteriores medios de satisfacer el apetito claramente insaciable de aquella consecuencia del nerviosismo y la angustia de Sir Theophilus. Los sonidos que llegaban a él del seto vivo, parecía indicar que sus enemigos sufrían ya cierto azoramiento. A los sonidos de las ramitas quebrándose que habían acompañado su avance se añadían ahora el gimoteo intermitente y lo que parecía catarro crónico. El Konstabel Els no esperó más. Arrastrándose en silencio, evitó el foso asesino y se situó en la yerba junto a la carretera.

Para el Luitenant Verkramp, que se arrastraba tenazmente por el seto, nada parecía amenazador ni insólito. La nariz le planteaba problemas, cierto, y el veneno de la araña se había extendido alarmantemente, de modo que ahora le bailaba la vista y también le jugaba malas pasadas el oído, pero aunque su mundo interior estuviera lleno de luces relampagueantes y extraños sonidos y tamborilees, fuera todo parecía pacífico y tranquilo. La noche estaba oscura, pero arriba, en el cielo, brillaban las estrellas, y abajo, en el valle, brillaban las luces de Piemburgo, dando un extraño brillo anaranjado al cielo. Las luces de la mansión de Jacaranda Park parpadeaban invitadoras al fondo del parque. Cantaban grillos y el lejano murmullo del tráfico de la carretera de Vlockfontein llegaba flotando suavemente hasta él. Nada del mundo preparaba al Luitenant Verkramp para el horror que iba a caer sobre él tan bruscamente.

No es que le golpease nada materialmente. Fue peor que eso. El chillido que estalló en su oído dañado y aquella silueta maligna y asombrosamente retorcida que se perfiló de pronto sobre él tenían una cualidad casi espiritual. El Luitenant Verkramp no podía ver lo que era. Sólo pudo apreciar su aliento repugnante y con él le llegó un aullido espectral, de increíble malevolencia, y que procedía, no le cabía duda alguna, de las profundidades mismas del infierno. Cualquier duda que pudiera haber albergado sobre la historia del matorral embrujado se esfumó instantáneamente e, instantáneamente también, Verkramp cayó de costado en el pozo mismo del infierno del que sospechaba que procedía el chillido. Empalado en las puntiagudas estacas de acero que había en el fondo de la fosa, sus gritos retumbando por el parque, el Luitenant Verkramp, medio muerto de miedo y dolor, miró fijamente hacia arriba sabiéndose eternamente condenado. Vio en su delirio un rostro que atisbaba contemplando su tumba, un rostro que tenía una expresión de satisfacción diabólica: y era el rostro de Els. El Luitenant Verkramp perdió el conocimiento.

Sus dos compañeros habían llegado por entonces al pie de la colina. Habían huido, dejando atrás no sólo al Luitenant sino un rastro de hojas, ramas, cascos y toda la impedimenta de su profesión. No tenían por qué haberse apresurado tanto. Las noticias del choque les habían precedido. El grito del Konstabel Els, terrible e incluso en diminuendo, había llegado como confirmación temible de fatalidad hasta los coches que aún seguían atascados en la carretera de Vlockfontein.

Los policías que haraganeaban junto a los camiones y los coches blindados, se pusieron tensos pensando en lo que podía significar. Los hombres que habían estado colocando los carteles de la rabia y de la peste bubónica dejaron de hacerlo y miraron hacia la oscuridad, intentando ver qué nuevo espanto había surgido de aquel matorral mortífero. Hasta los perros policía se encogieron al oírlo. Y en medio de Jacaranda Park, el Kommandant van Heerden, aterrado por el Ming, se detuvo involuntariamente al oírles. Era poco probable que quienes oyeron aquel grito lo olvidasen un día.

Si el Konstabel Els se había quedado perplejo ante los efectos del rifle de cazar elefantes, se quedó aún más perplejo ante los resultados de sus experimentos en guerra psicológica. Su imitación de los muertos resucitados había dado fruto entre sus enemigos vegetales hasta extremos que él no habría creído posibles, pero mientras estaba allí escuchando los aullidos menguantes que llegaban del foso, cruzó su pensamiento una momentánea sombra de duda. Había algo en aquellos gritos, algo en su tono, que era vagamente familiar. Se asomó al foso y miró, y a través del follaje que lo cubría, pudo distinguir un rostro, y también en aquel rostro había algo familiar. De no haber sido por la nariz bulbosa y los carrillos hinchados, podría tratarse perfectamente del Luitenant Verkramp. Sonrió ante la idea del Luitenant empalado allá al fondo del foso. Se lo merecía, el muy cabrón, por hacerle andar trajinando por allí toda la noche cuando debería haber estado libre de servicio hacía ya horas, pensó, mientras entraba en el bunker.

Bebió otro trago de coñac y estaba guardándose la botella de nuevo en el bolsillo, cuando oyó un ruido que le hizo asomarse a toda prisa a la tronera. Algo subía por la carretera. Un vehículo, y su oído captó un ruido familiar. Parecía, sin lugar a dudas, un coche blindado Saracen. «Ya era hora, demonios», pensó Els, cuando los faros rodearon la curva e iluminaron por un segundo los cuerpos que yacían en la ladera opuesta. Al cabo de un momento iluminó la escena una luz nueva. Un foco escudriñaba la noche convirtiendo el seto de aligustre en un punto brillante, en un mundo por lo demás oscuro.

—Está bien, cabrones, ahora veréis lo que es bueno —gritó Els en la noche, y antes de que pudiera decir más, el seto de aligustre comenzó a desintegrarse alrededor de su refugio. Mientras las balas mordían los muros del bunker y la tronera se inflamaba de balas trazadoras, Els se dio cuenta de que estaba a punto de morir. Aquello no era el relevo que esperaba él. En un último intento desesperado de eludir la tragedia, el Konstabel Els apuntó al coche blindado con el rifle de cazar elefantes. No disparó hasta que el coche estuvo a sólo diez metros de la entrada; entonces apretó el gatillo. Disparó una y otra vez y vio, con una mezcla de asombro y satisfacción, que el gran vehículo blindado, perfilado a la luz del foco, se detenía y empezaba a desintegrarse. Sus cañones enmudecieron, los neumáticos se convirtieron en harapos de goma y los ocupantes se escurrieron suave y persistentemente a través de un centenar de agujeros practicados en sus costados. Sólo un hombre fue capaz aún de intentar abandonar el vehículo, y cuando emergió convulsivamente por la tórrela, Els vio con asombrosa claridad el uniforme familiar y la gorra de la policía sudafricana. El cuerpo cayó de nuevo al interior de la torreta y Els, comprendiendo confusamente por primera vez la enormidad de sus acciones, se vio de pronto al borde de la horca. Disparó el último tiro. El foco estalló en la oscuridad y, con desesperada energía, Els recogió todas las pruebas de su reciente ocupación y salió tambaleante del bunker y, arrastrando a su terrible cómplice, se lanzó a cruzar furtivamente el parque.

Tras él estalló en llamaradas el colador blindado y, mientras Els corría a toda prisa hacia la casa, el cielo de la noche se iluminó con las llamas y las delicadas tracerías de las municiones que estallaban.