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Al Konstabel Els no le estaba resultando la tarde tan placentera como había esperado en la entrada principal de Jacaranda Park. Nadie había intentado entrar al parque ni salir de él, y Els había podido disparar muy poco. Le había tirado unos tiros a voleo a un repartidor nativo que iba en bici, pero el muchacho había reconocido a Els a tiempo y se había arrojado a una zanja antes de que a Els le diera tiempo de apuntarle como es debido. El que se le escapara aquel nativo no había contribuido a mejorar el humor de Els.

«Fallas con uno y fallas ya con todos», se dijo, y era verdad, sin duda, pues una vez que se propagó la noticia de que por la zona andaba Els Matacafres, las amas de casa blancas podían chillarles a sus criados y amenazarles con todos los castigos del libro, que ningún negro cuerdo se aventuraba a salir de casa a regar el césped ni a ir a comprar comestibles.

Así, pues, a falta de algo mejor que hacer, Els había explorado la zona que rodeaba la entrada del parque y había cerrado las grandes verjas de hierro forjado. En sus exploraciones realizó el emocionante descubrimiento de que, lo que había tomado a primera vista por un bien cuidado seto cuadrado de aligustre, ocultaba en realidad un bunker de hormigón. Se veía claramente que era muy antiguo y se veía, con idéntica claridad, que era inexpugnable. Databa de los tiempos de Sir Theophilus, que había mandado construirlo después de la Batalla de Bulundi. La victoria del gobernador en aquella ocasión nada había hecho por disminuir su cobardía natural, y la acusación de traición que esgrimieron contra él los zulúes y los familiares de los oficiales que perecieron por efecto de sus propios proyectiles, había convertido lo que había sido hasta entonces sólo angustia natural, en la fobia obsesiva de que miles de zulúes vengativos, adiestrados en el uso de cañones navales de diez pulgadas por los supervivientes de su antiguo regimiento, la brigada de artillería pesada de la infantería de marina de Su Majestad, irrumpirían en Jacaranda Park una noche fatídica. Enfrentado a esa amenaza imaginaria, Sir Theophilus había iniciado la colección de armas que tanto había conmovido al Kommandant van Heerden en la galería de la mansión, y también la construcción de una serie de formidables búnkers rodeando el perímetro del parque, todo lo cual había sido diseñado de forma que aguantase el impacto directo de un obús naval de diez pulgadas disparado a quemarropa.

Era un tributo a la habilidad del gobernador como ingeniero militar el que los bunkers siguieran aún en pie. El juez Hazelstone, tan cobarde como su padre, pero más convencido de los efectos disuasorios de la pena capital, había empleado en cierta ocasión a una empresa de derribos para que eliminara los bunkers. Tras despuntar muchas brocas y barrenas, el equipo de derribos había decidido intentar la voladura y, sabiendo que el bunker no era un bunker normal, lo habían rellenado prácticamente hasta el techo de dinamita antes de encender la mecha. En la investigación que siguió, los supervivientes del equipo de demolición describieron la explosión resultante como algo parecido a cuatro gigantescas lenguas de fuego brotando por las troneras del bunker y el ruido se había oído en Durban, a más de cincuenta kilómetros de distancia. Dado el prestigio social del juez Hazelstone, la empresa había repuesto, sin cargos, el portón de la verja de entrada que había destruido por su celo, pero se había negado a continuar los trabajos de demolición del bunker. Propusieron ocultar la edificación plantando alrededor de ella un seto de aligustre, medio menos costoso de librarse de él, y colaboraron en los costes de la operación como tributo a los hombres que habían perdido al explotar la dinamita.

El Konstabel Els no sabía nada de todo esto, pero tras hallar la entrada de aquella fortaleza impenetrable, se dispuso a divertirse montando el rifle de cazar elefantes en una tronera y apuntando con él hacia la carretera. No era tan optimista como para suponer que fuese probable que intentara penetrar en el parque algo digno de aquella terrible arma, pero lo tedioso de su misión le persuadió de que nada tenía de malo estar preparado para las eventualidades más insólitas.

Tan pronto como hizo esto, localizó a un perro alsaciano que se había parado a mear en una de las columnas del portón de la verja. No era propio del Konstabel Els perder oportunidades, y, además, aún sentía los efectos de su encuentro con el doberman pinscher. Un tiro de revólver bien dirigido, y el alsaciano perdió todo interés por los acontecimientos de la tarde. Otra gente que estaba por los alrededores de Jacaranda Park no fue tan afortunada. Cinco detectives de paisano a los que el Luitenant Verkramp había enviado directamente a Jacaranda Park, y que caminaban con la mayor discreción, separados entre sí a intervalos de veinticinco metros, oyeron el tiro, evacuaron consultas entre sí e iniciaron la aproximación a la entrada principal revólver en mano y con un grado de furtividad muy adecuado para exacerbar las sospechas del Konstabel Els en su bunker.

El Kommandant van Heerden, que subía muy satisfecho por el camino de coches, también oyó el tiro, pero estaba tan ensimismado en sus cálculos del número exacto de golpes que recibiría Jonathan Hazelstone antes de que le ahorcaran, que el ruido de un disparo procedente de la dirección de Els no penetró apenas en su conciencia. Nunca había resuelto, además, un caso con tanta rapidez y acababa de descubrir nuevas razones que justificaban su suposición de que el asesino era Jonathan Hazelstone. Había recordado que en el informe del Luitenant Verkramp sobre la familia Hazelstone se incluía la información de que el hermano de la señorita Hazelstone tenía antecedentes penales por desfalco y malversación, y que la familia le pasaba un tanto para que viviera en un remoto lugar de Rhodesia.

El Kommandant sólo empezó a sospechar que Els se estaba excediendo en sus instrucciones cuando oyó una andanada de disparos en la misma dirección de la entrada del parque, seguida de gritos de hombres heridos. Aceleró el paso, intentando llegar al portón antes de que la situación resultase totalmente incontrolable, pero la densidad del tiroteo había alcanzado por entonces proporciones tan peligrosas y los que disparaban lo hacían tan al azar y tan a voleo, que se vio obligado a buscar protección en un hueco junto al camino. Tumbado allí y oculto, el Kommandant van Heerden comenzó a lamentar haberle dado permiso a Els para tirar a matar. Los gritos agónicos parecían indicar que Els estaba teniendo, como mínimo, cierto grado de éxito. Mientras silbaban las balas, el Kommandant se estrujaba los sesos intentando adivinar quién demonios se estaría tiroteando con su ayudante.

Dentro del bunker, el Konstabel Els se enfrentaba con el mismo problema. Aquellos cinco individuos siniestros que habían aparecido furtivamente doblando la curva de la carretera revólver en mano se proponían tan claramente penetrar de modo ilegal en Jacaranda Park, que había disparado sobre los dos primeros sin vacilar. La andanada de respuesta que salpicó el seto de aligustres parecía justificar plenamente su acción, y, seguro dentro del bunker, el Konstabel Els abrió los paquetes de municiones y se preparó para una larga batalla.

Al cabo de diez minutos, los individuos de paisano recibieron los refuerzos de una docena más, y Els se dispuso a defender la entrada con una satisfacción que justificaba plenamente sus primeras esperanzas de que la tarde resultase interesante.

El Luitenant Verkramp había tenido también sus problemas. Al intentar poner en práctica las órdenes del Kommandant van Heerden, había tropezado con un montón de problemas. Había sido ya bastante difícil reunir en el cuartel a todas las fuerzas policiales de Piemburgo, incluidos los enfermos y los heridos que podían caminar, en su tarde de partido de rugby. Pero una vez logrado esto, había tenido que enfrentarse al problema de explicar a dónde iban a ir y por qué; y como el Kommandant van Heerden no se había molestado en explicar el objetivo de la expedición, el Luitenant Verkramp se vio obligado a sacar sus propias conclusiones. Los dos únicos hechos ciertos que había entendido de las farfulladas instrucciones del Kommandant era que había coincidido un brote de rabia en Jacaranda Park con la aparición de la peste bubónica, una combinación de enfermedades tan mortíferas que parecía una verdadera locura enviar a seiscientos hombres sanos a cualquier sitio próximo al lugar. Mucho mejor, en su opinión, enviarlos en dirección contraria. Ni podía entender por qué hacían falta seis coches blindados para colaborar en la eliminación del brote, a menos que el Kommandant pensara que pudieran ser útiles para controlar el motín que sin duda estallaría cuando las noticias fueran del dominio público. La orden de llevar los focos aumentaba la confusión del Luitenant y éste sólo podía suponer que se utilizarían para localizar a animales infectados de noche, para que los coches blindados pudieran cazarlos por el campo.

El discurso que Verkramp hizo al fin a los policías reunidos no fue un discurso que les inspirase confianza en su propio futuro y la expedición no pudo iniciarse hasta que Verkramp ahogó varios signos incipientes de motín. Tras ello, se pusieron en marcha las columnas de camiones y se inició la expedición. Por fin todas las fuerzas policiales, precedidas por seis coches blindados cargados con letreros que anunciaban la epidemia de peste bubónica y el brote de rabia, iniciaron lentamente su andadura por carreteras secundarias y cruzaron el pueblecito de Vlockfontein atrayendo mucha atención, atención muy gratificante para los que iban apretujados en los camiones, pero que no coincidía precisamente con los objetivos que se había marcado el Kommandant van Heerden.

Los carteles de la peste bubónica despertaron una alarma en Vlockfontein sólo superada por la que produjeron los carteles de la rabia, que precedían inmediatamente a los camiones en los que iban los perros lobos alemanes, uno de los cuales se soltó con el nerviosismo y saltó del vehículo y mordió a un niño pequeño que se había puesto a hacerle muecas. En el pánico que siguió, el perro policía perdió el control, mordió a muchas más personas, a varios perros más, y por último desapareció por una calleja detrás de un gato. Unos minutos después, el convoy se había detenido a petición del alcalde, que había insistido en que había que liquidar al perro antes de que pudiera contagiar a otros. La insistencia de Verkramp en que el animal estaba absolutamente sano no convenció a nadie y, al cabo de veinticinco minutos, el animal fue abatido a tiros por un airado cabeza de familia al otro extremo del pueblecito.

Por entonces, su búsqueda desesperada de seguridad le había conducido a través de jardines traseros y céspedes, y había logrado mantenerse oculto durante casi todo el tiempo de modo que sus perseguidores sólo pudieron sospechar su situación probable por los ladridos y gruñidos de los perros que pertenecían a los padres de familia de Vlockfontein. No fue, en consecuencia, tan sorprendente el que se impusiese la idea de que el perro policía había infectado a toda la población canina de la localidad, creencia que fue confirmada por encima de cualquier duda por la extraña conducta de los perros de Vlockfontein que, compartiendo el nerviosismo general, aullaban y ladraban y tiraban de sus correas y se comportaban, en general, exactamente de aquel modo insólito que los letreros de la rabia habían indicado a la gente que era síntoma demostrativo de la enfermedad.

Mientras el convoy policial salía de Vlockfontein, la tranquilidad de la tarde se vio salpicada por ruido de disparos, al iniciarse la matanza de toda la población canina de la localidad, y el chico que había provocado todo el asunto daba testimonio de la naturaleza extremadamente dolorosa de las inyecciones antirrábicas añadiendo sus aullidos a los de los perros agonizantes. Al descubrirse después, aquella misma tarde, varias ratas muertas, que habían matado los perros, en un intento desesperado de demostrar su utilidad, no hizo sino aumentar la sensación general de desastre inminente entre los habitantes del pueblo. Las ratas muertas, según habían aprendido de los letreros de la peste bubónica, eran el primer indicio de que había llegado la Muerte Negra. Al caer la noche, Vlockfontein era un pueblo fantasma salpicado de cadáveres de perros sin enterrar, mientras las vías que llevaban a Piemburgo se hallaban atestadas de coches cuyos conductores mostraban todos los síntomas de la histeria colectiva. Era evidente que no se estaba logrando el objetivo que se había propuesto el Kommandant van Heerden.

No podía decirse lo mismo del Konstabel Els. Els sí estaba consiguiendo sus objetivos, pues su puntería, siempre buena, había pasado por entonces a ser casi infalible. Las bajas entre aquellos hombres de paisano crecían tan de prisa, que los invasores hubieron de abandonar sus posiciones más avanzadas y agruparse a cubierto intentando idear algún medio de bordear aquel mortífero seto de aligustre que con tanto éxito estaba bloqueando el camino que habían de seguir para cumplir con su deber. Por último, mientras algunos de ellos se adentraban en la espesura que cubría la falda de la ladera, que quedaba justo frente a la entrada y lo suficientemente lejos para estar seguros de que no podía alcanzarle aquel revólver mortífero, otros decidieron intentar bordear el seto asesino.

Para el Konstabel Els empezaba a estar bastante claro que no se trataba de un enfrentamiento a tiros ordinario, sino de algo completamente nuevo en su experiencia como defensor de la ley y el orden. Escuchaba con tranquila confianza las andanadas que se aplastaban contra los muros del bunker. De vez en cuando, atisbaba por la tronera que dominaba el parque para cerciorarse de que nadie había logrado dar un rodeo y situársele detrás, pero el parque estaba despejado. Como tantos de los artilugios del gobernador, aquel foso defensivo era inesperadamente traicionero y estaba tan bien camuflado que cualquiera que se aproximase a él desde la carretera no se daba cuenta de su existencia, hasta que ya estaba empalado en las terribles estacas puntiagudas de acero que se alineaban en su fondo de hormigón. Dos de los policías de paisano cayeron allí antes de desistir de su tentativa de bordear el bunker oculto por un flanco.

Los gritos que siguieron a esta tentativa animaron al Konstabel Els, que supuso que había hecho otros dos blancos en lo que estaba seguro que eran partes extremadamente dolorosas de la anatomía humana. Estaba un poco sorprendido de su éxito, pues llevaba varios minutos sin disparar y, desde luego, no lo había hecho en la dirección de la que llegaban los alaridos. Decidió comprobar de nuevo en retaguardia y, mirando por la tronera que dominaba el parque, pudo ver al Kommandant van Heerden abandonar su agujero y dirigirse hacia la casa a una velocidad asombrosa en un hombre de su edad y de sus hábitos sedentarios. El Kommandant van Heerden también había oído los alaridos procedentes del foso y había llegado a la frenética conclusión de que había llegado el momento de abandonar la seguridad del agujero en que se encontraba, costase lo que costase, y volver a la mansión para intentar descubrir qué le había pasado al cretino del Luitenant Verkramp.

Fueran cuales fuesen las razones del Kommandant, y para el Konstabel Els eran desconocidas, el ver a su único aliado posible escapar corriendo y abandonarle en plena lucha, convenció al desesperado Els de que había llegado el momento de utilizar el rifle de cazar elefantes si no quería morir solo y abandonado a manos de aquellos forajidos de la carretera. Veía movimiento entre la espesura, al pie de la ladera, frente a él, y decidió disparar con el rifle en aquella dirección para ver qué pasaba. Montó el gran rifle de cuatro cañones en la tronera, apuntó hacia la espesura donde se ocultaban aquellos individuos de paisano, y apretó el gatillo suavemente.

La detonación subsiguiente fue de una intensidad y tuvo un carácter tan sísmico, que resultó una absoluta sorpresa para el Konstabel Els, en cuanto pudo serenarse y levantarse del suelo del bunker a donde le había arrojado el retroceso. No era que no lo hubiera oído antes, pero había estado un tanto distraído en aquella ocasión, a causa de las atenciones del doberman. Esta vez pudo apreciar mejor las verdaderas cualidades del arma.

Con la cara blanca y con los tímpanos reverberando sobrecogedoramente, atisbo por la tronera y contempló su obra con una satisfacción que no había sentido nunca, ni siquiera cuando había liquidado a dos cafres con la misma bala. Aquello había sido un triunfo. Esto era una obra maestra.

Los cuatro cañones del rifle en erupción simultánea habían despejado ante él una vista que jamás el Konstabel Els habría creído posible. El gran portón de la entrada de Jacaranda Park yacía convertido en un montón retorcido y repugnante de metal absolutamente inidentificable y parcialmente fundido. Los pilares de piedra se habían desintegrado. Los jabalíes rampantes esculpidos en granito que coronaban los pilares habían dejado de serlo, mientras que la propia carretera daba testimonio del calor de los gases que impulsaban los proyectiles en forma de cuatro rayas de asfalto fundido y relumbrante que apuntaban hacia lo que eran antes espesas frondas que ocultaban al Konstabel Els la visión de sus adversarios. El Konstabel Els ya no tenía motivos para quejarse de que no podía ver contra qué disparaba.

La protección que habían utilizado sus enemigos, había desaparecido por completo. La ladera de la colina estaba desnuda, yerma y agotada, y era dudoso que volviese a recuperar alguna vez su aspecto primitivo. No había las mismas dudas respecto a los cinco objetos que estaban esparcidos por el suelo. Desnudos, yermos, y horriblemente mutilados, los cinco policías de paisano que habían intentado protegerse del fuego de Els en la espesura, necesitaban cubrirse ya con mucho más que con meras ramas y matorrales. Al morir instantáneamente, habían tenido en cierto modo más suerte que sus camaradas supervivientes, algunos de los cuales, según pudo apreciar satisfecho Els, vagaban por allí desnudos y ennegrecidos y en un manifiesto estado de confusión mental. Els se aprovechó de su indefensión y de su estado de conmoción para liquidar a un par de ellos con el revólver y no le sorprendió gran cosa el que parecieran no darse cuenta apenas de las nuevas heridas, que eran, evidentemente, algo inapreciable después de los estragos del rifle de cazar elefantes. El resto de los individuos vestidos de paisano que se habían librado de los efectos de la andanada, tras colocar a sus desnudos y pensativos colegas fuera del alcance de las prácticas de tiro de Els, volvieron a situarse al pie de la colina para aguardar la llegada del convoy principal antes de reanudar su ataque contra aquella mata de aligustre.

El Luitenant Verkramp, en lo alto de la tórrela del primer coche blindado, había oído la enorme explosión y había sacado de inmediato la conclusión de que unos saboteadores habían volado el arsenal del cuartel de la policía. Este nuevo suceso, al llegar en la estela del caos y el pánico que habían caracterizado el avance del convoy a través del campo, no constituía ninguna sorpresa. Pero al mirar hacia la ciudad no pudo ver nada que justificase su suposición. Piemburgo yacía allí abajo, en su quieto y pacífico agujero bajo un cielo azul y despejado. Lo único insólito que pudo localizar con los prismáticos fue una cadena ininterrumpida de vehículos que avanzaban lentamente, saliendo por la carretera principal de Vlockfontein.

—Debe haber un funeral allá —murmuró, y, desconcertado por la enorme longitud del cortejo, se preguntó qué gran hombre habría muerto. Pero entonces dobló ya la curva siguiente y vio el pequeño grupo de hombres de paisano desnudos e histéricos y comprendió por primera vez que las instrucciones frenéticas del Kommandant van Heerden tenían, después de todo, causas justificativas. Pasase lo que pasase allá en Jacaranda Park, estaba justificada sin duda aquella extraordinaria exhibición de fuerza que constituía el convoy.

El Luitenant Verkramp alzó la mano y el convoy se detuvo.

—¿Qué diablos ha sucedido? —preguntó.

—No había ninguna necesidad de preguntar qué había sucedido. Desnudos y ennegrecidos, el grupito de policías de paisano presentaba un aspecto lastimoso.

—Algo ha estado disparándonos —logró balbucir al fin uno de ellos.

—¿Qué quiere decir usted con lo de algo? —farfulló Verkramp.

—Es un matorral. Un matorral grande que hay junto a la entrada. Cada vez que se acerca alguien, le dispara.

—¿Un matorral? ¿Alguien parapetado en él, querrá decir? ¿Y por qué no abren también fuego ustedes?

—¿Qué diablos se cree que hemos estado haciendo? Y no hay nadie detrás del matorral. Lo juro. Hemos disparado cientos de tiros contra ese matorral maldito y él sigue disparando. Le aseguro que ese matorral está embrujado.

El Luitenant Verkramp alzó la vista hacia la carretera, vacilante. No iba a creerse, desde luego, aquel cuento de matorrales embrujados, pero, por otra parte, comprendía que algo muy extraordinario había reducido a sus hombres a una penosa condición. Estuvo a punto de decir «han perdido ustedes el juicio», pero como habían perdido casi todo lo demás, creyó preferible no hacerlo. La cuestión de la moral era importante y lo tenía presente en un rincón de su cerebro desde que habían salido de la comisaría. Un movimiento en falso en aquel momento y se apoderaría el pánico del convoy. Decidió darles un ejemplo.

—Quiero dos voluntarios —le dijo al sargento de Kock; mientras el sargento se fue a obligar a dos konstabels retrasados mentales a que se ofrecieran voluntarios, el Luitenant Verkramp se volvió a los policías de paisano.

—¿Dónde está ese matorral? —preguntó.

—Nada más entrar. Se ve muy bien —le dijeron, añadiendo—: Y también él le verá muy bien a usted.

—Eso ya lo veremos —murmuró el Luitenant y, saliendo del coche blindado, comenzó a preparar la operación de reconocimiento. El Luitenant Verkramp había hecho un curso antiguerrilla en Pretoria y estaba muy versado en el arte del camuflaje. Cuando terminó, los tres hombres que empezaron a gatear por la zanja hacia el matorral de aligustre del Konstabel Els, parecían, también, ni más ni menos que otros tres matorrales pequeños. No estaban, desde luego, tan bien podados, y no eran, desde luego, inmunes a las balas, pero, prescindiendo de todo lo demás que su camuflaje pudiera ocultar, era absolutamente imposible apreciar, aun a corta distancia, que eran tres hombres uniformados de la policía sudafricana.