Detrás de él, la señorita Hazelstone, evidentemente exhausta por la confesión, seguía sentada en silencio y rememoraba feliz sus recuerdos. El Kommandant van Heerden se desmoronó en otro sillón frente a ella y contempló menos feliz su futuro inmediato. Lo que le había revelado a él la señorita Hazelstone, no le cabía la menor duda de que lo revelaría también al mundo si se le concedía la menor oportunidad, y había que impedir a toda costa tales revelaciones. La carrera del propio Kommandant, la reputación de la primera familia de Zululandia, todo el futuro de África del Sur, dependían claramente del silencio de la señorita Hazelstone. El primer deber del Kommandant era cerciorarse de que no se filtrase ni una sola palabra de los acontecimientos de aquella tarde fuera de Jacaranda Park. El Kommandant van Heerden tenía poca fe en su propia capacidad para impedir tal filtración, y ninguna en absoluto en la de Els.
El Kommandant sabía por amarga experiencia que el Konstabel Els era incapaz de guardarse nada, dinero, esposa, pene, presos, y no digamos ya cotillees, para sí. Lo que tenía que contar la señorita Hazelstone no entraba en la categoría de simple cotilleo. Era dinamita política, racial, social, lo que se quisiera.
Y precisamente en este punto de sus cavilaciones el Kommandant advirtió que el Konstabel Els se acercaba a la casa. Tenía el aire de un perro bueno que ha cumplido con su deber y espera la recompensa. Si hubiera tenido cola estaría meneándola, sin duda. Al carecer de dicho apéndice, llevaba detrás un terrible sustituto que, según pudo apreciar agradecido el Kommandant van Heerden, tenía la decencia de no menear. Lo que quedaba de Cinco Peniques no eran cosas que nadie, ni siquiera él, quisiera menear.
El Kommandant van Heerden actuó con rapidez. Salió hasta el stoep y cerró la puerta al salir.
—Els —ordenó—. Sus órdenes son las siguientes.
El Konstabel dejó caer la funda de la almohada y escuchó atentamente. Subir a los árboles y recoger fragmentos de cadáveres eran actividades de las que podía prescindir sin esfuerzo, pero lo de que le dieran órdenes era algo que le llegaba al alma. Significaba generalmente que se le concedía permiso para hacerle daño a alguien.
—Deshágase usted de esa… esa cosa —ordenó el Kommandant.
—Sí señor —dijo Els, agradecido. Estaba cansándose ya de Cinco Peniques.
—Diríjase a la entrada principal y quédese allí de guardia hasta que le releven. Encárguese de que no entre ni salga nadie del recinto. Nadie en absoluto. Eso significa tampoco europeos. ¿Entendido?
—Sí señor.
—Si entra alguien, tiene usted que cerciorarse de que no vuelve a salir.
—¿Puedo utilizar armas de fuego para detenerles, señor? —preguntó Els.
El Kommandant van Heerden vaciló. No quería un baño de sangre en la entrada principal de Jacaranda Park. Por otra parte, no había duda de que la situación era desesperada y que una palabra a la prensa atraería a hordas de periodistas… Así que estaba dispuesto a tomar medidas drásticas.
—Sí —dijo al fin—, puede usted disparar.
Y luego, recordando el lío que se había organizado cuando habían tenido que llevarse a un periodista herido al hospital de Piemburgo, añadió:
—Y tire usted a matar, Els, tire a matar —era más fácil refutar las quejas del depósito de cadáveres.
El Kommandant van Heerden volvió a entrar en la casa y el Konstabel Els se dirigió a la entrada principal dispuesto a montar guardia. No había andado mucho cuando cruzó su pensamiento la idea de que el rifle de cazar elefantes aseguraría sin duda plenamente el que nada mayor que una cucaracha saliera vivo de Jacaranda Park. Volvió, pues, sobre sus pasos y cogió el rifle del stoep y luego, tras coger varias cajas de munición de revólver del coche policial, se lanzó camino adelante, con el corazón alegre.
El Kommandant van Heerden, tras entrar de nuevo en la casa, se alegró al ver que la señorita Hazelstone seguía aún allí sentada en su pasmo. Por lo menos, se había resuelto un problema. El Konstabel Els no se enteraría jamás de lo de las inyecciones. La idea de lo que pasaría si Els se enteraba de aquella diversión acongojaba en grado sumo al Kommandant. Ya había habido quejas suficientes últimamente de los ciudadanos por los gritos que se oían en las celdas de la comisaría de policía de Piemburgo sin necesidad de que el Konstabel Els aplicase inyecciones penales a los presos. Y, claro está, Els no se habría contentado con inyectar novocaína. Se habría graduado con ácido nítrico antes de dar tiempo siquiera a decir «Apartheid».
Eliminado Els, el Kommandant decidió el paso siguiente. Dejó a la señorita Hazelstone en su sillón y se dirigió hacia el teléfono que sobresalía en la selva enmacetada del vestíbulo. Hizo dos llamadas. La primera al Luitenant Verkramp, a la comisaría de policía.
Posteriormente, el Luitenant Verkramp recordaría aquella conversación telefónica con ese escalofrío que nos asalta cuando recordamos los primeros presagios del desastre. De momento, se había preguntado sólo qué demonios le pasaría a su Kommandant. Parecía como si van Heerden se hallara al borde de un ataque de nervios.
—¿Es usted, Verkramp? —su voz llegó en un susurro estrangulado.
—Claro que soy yo. ¿Quién diablos creyó usted que era? —Verkramp no pudo oír la respuesta, pero parecía que el Kommandant intentara tragarse algo muy desagradable—. ¿Qué es lo que pasa ahí? ¿Tiene usted algún problema? —inquirió esperanzado Verkramp.
—Deje de hacer preguntas tontas y escuche —cuchicheó autoritario el Kommandant—. Quiero que reúna usted a todos los agentes de Piemburgo en el cuartel de policía.
El Luitenant Verkramp quedó sobrecogido.
—No puedo hacerlo —dijo—, ha empezado ya el partido de rugby. Habrá un motín si…
—Habrá un motín, sí, si no lo hace —masculló el Kommandant—. Eso en primer lugar. En segundo, quedan cancelados todos los permisos, incluidos los permisos por enfermedad. ¿Me ha entendido usted?
El Luitenant Verkramp no estaba seguro de lo que había entendido. Le daba la sensación de que el Kommandant estaba frenético.
—Reúnales a todos en el cuartel —prosiguió el Kommandant—. Les quiero a todos armados y aquí lo antes posible. Que traigan los blindados Saracen, y los perros. Ah, y que traigan también los focos. Y todo el alambre de espinos que haya y también esos carteles de la rabia que utilizamos en la epidemia del año pasado.
—¿Los carteles de la rabia? —gritó el Luitenant Verkramp—. ¿Quiere usted los perros policía y los carteles de la rabia?
—Y no se olviden los carteles de la peste bubónica. Tráiganlos también.
El Luitenant Verkramp intentó imaginar el estallido desesperado de una epidemia en Jacaranda Park, que exigía advertir a la población del peligro de la rabia y de la peste bubónica.
—¿Está usted seguro de que se encuentra bien? —preguntó. Parecía que el Kommandant estuviera delirando.
—Claro que estoy bien —masculló el Kommandant—. ¿Por qué demonios no iba a estarlo?
—Bueno, yo sólo pensé…
—No me importa nada lo que pensara usted. No se le paga a usted para pensar. Se le paga para que obedezca mis órdenes. Y estoy ordenándole que traiga todos los carteles que tenemos y iodos los policías y todos los perros…
El catálogo del Kommandant van Heerden continuo mientras Verkramp escudriñaba desesperadamente su pensamiento buscando las razones de aquella emergencia. La orden final del Kommandant fue la coronación:
—Venga aquí dando un rodeo. No quiero atraer la atención pública.
Y, antes de que el Luitenant pudiera preguntar cómo creía él posible eludir la atención del público con un convoy de seis coches blindados, veinticinco camiones y diez focos, aparte de setenta perros policía y varias docenas de enormes carteles que anunciaban el estallido de la peste bubónica y la rabia, el Kommandant ya había colgado el teléfono.
Luego, el Kommandant van Heerden llamó al comisario general de policía de Zululandia. Allí, entre la flora y la fauna del vestíbulo, el Kommandant vaciló un rato antes de hacer su segunda llamada. Podía ver alzarse ante él una serie de dificultades cuando solicitase Poderes Especiales para afrontar aquella situación, una de las cuales, y no precisamente la menor, era la pura incredulidad que sin duda alguna acogería su considerada opinión como funcionario de policía de que la hija del difunto juez Hazelstone no sólo había asesinado a su cocinero zulú sino que, previamente a tal acto, había estado fornicando con él de modo regular durante ocho años, tras insensibilizar y dejar totalmente inertes sus órganos reproductores mediante inyecciones intramusculares de grandes dosis de novocaína. El Kommandant van Heerden sabía muy bien qué le haría él a cualquier funcionario subordinado que le llamara en mitad de una cálida tarde de verano para contarle aquella historia absurda. Decidió, pues, evitar entrar en detalles sobre el caso. Subrayaría las consecuencias probables de un caso de asesinato en que estaba complicada la hija de un juez de lo más eminente, que había sido, en su época, el principal exponente en el país de la defensa de la pena capital, y utilizaría el informe del Luitenant Verkramp a Pretoria sobre las actividades subversivas de la señorita Hazelstone para justificar su necesidad de Poderes Especiales. Reuniendo todo su valor, el Kommandant van Heerden descolgó el teléfono e hizo la llamada. Ante su sorpresa, el comisario general no planteó ninguna objeción a su solicitud.
—¿Poderes Especiales, van Heerden? Por supuesto, lo que quiera. Usted ya sabe lo que hace. Dejo el asunto enteramente en sus manos. Haga lo que juzgue mejor.
El Kommandant van Heerden colgó el teléfono con el ceño fruncido de desconcierto. Nunca le había gustado el comisario general, y sospechaba que el sentimiento era recíproco.
El comisario general alimentaba, de hecho, la ardiente esperanza de que el Kommandant van Heerden perpetrara algún día un error tan imperdonable que permitiera degradarlo sumariamente a la condición de simple agente. Y por la actitud histérica del Kommandant por teléfono, le pareció que ya había llegado el día de su venganza. Canceló de inmediato todos sus compromisos del mes siguiente e inició sus vacaciones anuales en la costa sur, dejando órdenes de que no le molestasen. Pasó la semana siguiente tumbado al sol, con la absoluta certeza de haberle dado a Van Heerden cuerda suficiente con la que ahorcarse.
Armado ya con los Poderes Especiales, que le convertían en árbitro de la vida y la muerte de setenta mil piemburgueses y le concedían autoridad para prohibir artículos de prensa y para arrestar, detener y torturar a placer a todos aquellos que no le pareciesen bien, el Kommandant no se sentía aún feliz del todo. Los acontecimientos del día pesaban sobre él.
Recurrió, buscando alivio a sus problemas, a un retrato de cuerpo entero de Sir Theophilus Hazelstone con toda la panoplia de sus galas como Caballero de la Orden de la Reina Victoria y virrey de Matabelelandia que colgaba al pie de la gran escalera. Sir Theophilus estaba allí erguido, engalanado de armiño, el uniforme escarlata incrustado de las estrellas enjoyadas de las medallas de sus desastrosas campañas, medallas que representaban cada una la muerte de diez mil soldados, por lo menos, por incompetencia de su general. La mano izquierda del virrey descansaba artrítica sobre la empuñadura de una espada que él era demasiado pusilánime hasta para desenvainar, mientras que la derecha sujetaba con una correa de cuero trenzado a un jabalí que había sido especialmente importado desde Bohemia para compartir el honor de representar a la familia Hazelstone en aquella gran obra de arte. Al Kommandant van Heerden le asombraba en especial lo del jabalí. Le recordaba al Konstabel Els y no sabía además que al pobre animal habían tenido que atarle a un armazón de acero para que el virrey aceptase entrar en la misma estancia que el emblema familiar viviente, y sólo después de que el pintor le persuadiera con halagos y de la administración de media botella de coñac. Pero el Kommandant no sabía nada de esto y, por ello, podía aferrarse y sostenerse con firmeza en su fe en las grandes cualidades del estadista imperial, a cuya nieta había asumido él la misión de salvar de las consecuencias de su propia locura. Espiritualmente resucitado por su detenido examen de aquel retrato y de uno similar del difunto juez Hazelstone, que parecía tan implacable como le recordaba el Kommandant el día que había condenado a muerte a once tribeños pondos por robar una cabra, el Kommandant subió despacio las escaleras para buscar algún sitio donde descansar hasta que llegara el Luitenant Verkramp con los refuerzos.
Una vez aislado el parque del mundo exterior, iniciaría la tarea de convencer a la señorita Hazelstone de que jamás había asesinado a su cocinero y de que había inventado todo el asunto de la inyección y de la relación amorosa. Estaba seguro de que podría hacer entrar en razón a la dama y, si no lo conseguía, los Poderes Especiales le permitían retenerla indefinidamente y sin que pudiera recurrir a un abogado. En caso necesario, invocaría la Ley Antiterrorista y la mantendría incomunicada durante el resto de su vida, vida que podría acortarse mediante un tratamiento adecuado y un régimen lo bastante duro. No era un método que le gustase aplicar, ni mucho menos a una dama de su linaje, pero, por el momento, no se le ocurría nada mejor.
Se detuvo en lo alto de las escaleras para recuperar el aliento y continuó luego por la galería que recorría toda la extensión de la casa. Si el pasillo de abajo estaba lleno de cabezas disecadas y retratos, las paredes de la galería también estaban cubiertas de trofeos de antiguas batallas. El Kommandant descubrió a ambos lados de él armas de todas las formas y tamaños, armas de todas las épocas y de todos los tipos, unidas por el único rasgo común, por lo que podía ver el Kommandant, de que se hallaban todas en perfecto estado de funcionamiento y eran todas mortíferas hasta un grado que al Kommandant le parecía absolutamente horripilante. Se detuvo y examinó una pistola ametralladora. Bien engrasada y completa, colgaba al lado de un antiguo trabuco. El Kommandant van Heerden estaba asombrado. La galería era un auténtico arsenal. Si la señorita Hazelstone no hubiera telefoneado para comunicar sus contratiempos con Cinco Peniques y hubiera decidido defender la mansión con las armas que tenía a su disposición, podría haber mantenido a raya durante semanas a todas las fuerzas policiales de Piemburgo. Dando las gracias a su buena estrella por el hecho de que la señorita Hazelstone hubiera decidido cooperar, el Kommandant van Heerden abrió una de las puertas de la galería y miró lo que había tras ella.
Tal como esperaba, era un dormitorio amueblado con un sentido del buen gusto y de la elegancia propios del hogar de la principal especialista en mobiliario distinguido de toda Sudáfrica. Las cortinas de zaraza y un cobertor a juego daban a toda la estancia un aire alegre y florido. Lo que yacía en la cama, producía el efecto contrario. Nada tenía de fino ni de delicado y no podía considerarse propiamente mobiliario. Porque allí, subrayada su incongruencia por la delicadeza del conjunto, yacía el cuerpo de un hombre grande, peludo y completamente desnudo. Y, peor aún, para el estado mental confuso en que se hallaba el Kommandant, el cuerpo mostraba todos los indicios de haber sido asesinado recientemente. Estaba prácticamente cubierto de sangre.
Conmocionado por el asombroso hallazgo de otro cadáver, el Kommandant salió a la galería tambaleándose y se apoyó en la pared. Un cadáver en una tarde era algo que podía asimilar, sobre todo si era negro, pero dos, y uno de ellos blanco, era algo que le llenaba de desesperación. La mansión empezaba a adquirir características de matadero. Peor aún, aquel segundo cadáver eliminaba toda posibilidad de echar tierra al asunto. Una cosa era convencer a la señorita Hazelstone de que no había asesinado a su cocinero negro, pues la desaparición de cocineros zulúes era algo rutinario, pero el asesinato de un blanco no habría más remedio que hacerlo público. Tendría que iniciarse una investigación. Habría que hacer preguntas y una cosa llevaría a otra hasta acabar saliendo a la luz toda la historia de la señorita Hazelstone y su cocinero zulú.
Tras cavilar angustiado durante unos minutos, el Kommandant van Heerden recuperó la serenidad lo suficiente como para volver a echar otro vistazo a la habitación del crimen. El cadáver seguía allí, según pudo comprobar tristemente. Por otra parte, tenía ciertos atributos que al Kommandant van Heerden le parecieron únicos en su experiencia de cadáveres. Había un detalle en concreto que le sorprendió especialmente. El cadáver tenía una erección. El Kommandant volvió a mirar al interior del cuarto para confirmar su sospecha y, cuando lo hizo, el cadáver se estremeció y luego empezó a roncar.
El Kommandant van Heerden se sintió, por unos instantes, tan aliviado por tal evidencia de vida, que le entraron ganas de reírse. Pero pronto comprendió toda la importancia de que su descubrimiento tenía y se le murió la sonrisa en los labios. No tenía ya duda alguna de que el hombre cuyo cuerpo yacía en la cama ante él era el verdadero asesino de Cinco Peniques. El Kommandant contempló al individuo que estaba echado en la cama y, al hacerlo, percibió el intenso olor a coñac del ambiente. Un instante después su pie tropezó con una botella que había en el suelo. Se agachó y la recogió. Coñac Old Rhino Skin, comprobó con repugnancia. Era un coñac que le gustaba al Konstabel Els, y si hacía falta algo para confirmar sus sospechas de que el individuo de la cama era un peligroso criminal, era la certeza de que si compartía alguno de los gustos depravados del Konstabel Els, era casi seguro que compartiese otros más pérfidos aún.
El Kommandant van Heerden salió de puntillas de la habitación con la botella aún en la mano. Fuera ya, intentó determinar en qué sentido afectaba aquel descubrimiento a sus planes. No había duda alguna de que aquel hombre era un asesino. No había duda tampoco de que en aquel momento estaba borracho y ajeno al mundo. Lo que continuaba siendo un misterio era por qué la señorita Hazelstone había confesado un delito que no había cometido. Pero más misterioso aún resultaba el hecho de que había adornado su confesión con la infamia gratuita de que había estado acostándose con su cocinero zulú e inyectándole novocaína. Bullían en la cabeza del Kommandant van Heerden numerosas posibilidades y, no queriendo permanecer cerca de un asesino peligroso, se dirigió hasta las escaleras. Pensaba ahora que ojalá no hubiera enviado a Els a hacer guardia en la entrada principal del parque y, al mismo tiempo, empezaba a preguntarse cuándo llegaría el Luitenant Verkramp con el grueso de las fuerzas. Se apoyó en la balaustrada y miró hacia abajo, hacia el mausoleo tropical del vestíbulo. Cerca de él, la cabeza disecada de un rinoceronte atisbaba miope la eternidad. El Kommandant van Heerden la contempló y se preguntó a qué persona conocida le recordaba y, mientras hacía esto, tuvo la revelación súbita de cuál era el verdadero sentido de la confesión de la señorita Hazelstone, que iba a alterar tan radicalmente la vida del Kommandant.
Había caído de pronto en la cuenta de que el rostro del asesino tumbado en la cama le recordaba a alguien. Al caer en la cuenta de quién era bajó torpemente las escaleras y se plantó ante el gran retrato de Sir Theophilus. Instantes después estaba de nuevo en el dormitorio. Y, acercándose de puntillas al borde de la cama, contempló con cautela aquella cara que descansaba en la almohada. Allí vio lo que había esperado hallar. Pese a la boca abierta y a las bolsas debajo de los ojos, pese a los años de disipación y de libertinaje sexual, y a los litros y litros de coñac Old Rhino Skin, los rasgos del hombre que estaba en la cama tenían una semejanza innegable con los de Sir Theophilus y los del difunto juez Hazelstone. El Kommandant ya sabía quién era aquel hombre. Era Jonathan Hazelstone, el hermano menor de la señorita Hazelstone.
Iluminado por aquel descubrimiento, el Kommandant van Heerden volvió a salir de la habitación. Cuando lo hacía, el asesino se agitó de nuevo. El Kommandant se quedó inmóvil, observándole, en una mezcla de miedo y repugnancia, y vio cómo una mano tinta en sangre se alzaba del muslo peludo de aquel hombre y asía la gran erección. El Kommandant van Heerden no esperó más. Con un jadeo, salió raudo de la habitación y corrió por la galería. Un hombre capaz de beberse una botella de aquel coñac y sobrevivir, pese al estado comatoso en que se hallaba, era sin lugar a dudas un maníaco, y si encima de todo eso podía estar allí tumbado con una erección mientras su cuerpo se defendía de los daños terribles que le había causado el coñac, era sin lugar a dudas un maníaco sexual cuyos apetitos libidinosos debían ser de tal intensidad que no habría ante ellos nada seguro. El Kommandant van Heerden recordó la postura de Cinco Peniques al pie del pedestal y empezó a pensar que sabía cómo había muerto el cocinero zulú y no había lugar en sus cálculos para el rifle de matar elefantes.
Sin un instante de vacilación siquiera, bajó rápido las escaleras y salió de la casa. Tenía que buscar al Konstabel Els antes de que éste intentara detener al nombre. Cuando subía por el camino de coches, comprendió por qué la señorita Hazelstone había hecho aquella terrible confesión y, tras comprenderlo, el Kommandant sintió un nuevo y más profundo respeto hacia los viejos lazos de familia de los británicos.
—Hidalguía. Es pura hidalguía —se dijo—. Está sacrificándose para proteger el buen nombre de la familia.
No podía entender muy bien cómo el confesar haber asesinado al cocinero negro podía salvar el buen nombre de la familia, pero consideró que eso era mejor que el que tu hermano confesase que había tenido relaciones sexuales con dicho cocinero y abusado de él hasta causarle la muerte. El Kommandant se preguntó qué pena estaría asignada a un delito de aquel género.
«Se merece la horca», dijo esperanzadamente, y luego recordó que jamás se había ahorcado a un blanco por asesinar a un negro.
«En caso de mariconería es distinto», pensó. De todos modos, siempre podían agarrarle por «acciones destinadas a fomentar la fricción racial», delito que se castigaba con diez golpes de la caña pesada, y si violar a un cocinero zulú no era algo que fomentaba la fricción racial, ¿qué otra cosa podía pensarse más propiamente que lo hiciera? Tendría que preguntarle al Konstabel Mis. El Konstabel tenía más experiencia que él en esas cosas.