Agobiado por tales pensamientos, el Kommandant van Heerden bajaba por el camino de coches en dirección a la mansión de los Hazelstone. Pensamientos que interrumpieron sólo brevemente el placer estético que siempre experimentaba en presencia de las reliquias del Imperio Británico, pues la mansión de los Hazelstone era puro Cecil Rhodes y puro Obispo Colenso.
El enorme edificio irregular y cubierto de estuco había sido construido chapuceramente en toda su extensión. Desde el punto de vista estilístico, lograba combinar elementos de Oriente y Occidente. Ambos se habían fundido en la mansión de los Hazelstone. Parecía, a primera vista, como si se hubiera utilizado el Castillo de Windsor para inseminar artificialmente Brighton Pavilion y desde los gabletes almenados a las barandas azulejadas con columnas, lograba introducir, con un eclecticismo verdaderamente inglés, algo más que un toque de durbah a un edificio tan funcionalmente eficiente como un retrete público de caballeros. Quizás el que había construido la mansión de los Hazelstone no supiese lo que estaba haciendo, casi seguro que no, pero tenía que haber sido un auténtico genio para poder hacer aquello.
Cuando el coche policial llegó a la entrada, abrió la gran puerta gótica de la mansión un mayordomo indio, de guantes blancos y faja roja, que condujo al Kommandant y a su ayudante a través de un inmenso vestíbulo cuyas paredes estaban cubiertas con las cabezas polvorientas de un jabalí verrugoso, dieciséis búfalos, diez leones y numerosos ejemplares de fauna menor, cabezas que el difunto juez Hazelstone había adquirido en una subasta para sostener su reputación, totalmente infundada, de gran cazador de caza mayor. Para añadir un elemento más a la impresión de que se hallaban en la selva, una profusión de plantas y helechos enmacetados alzaban sus frondas polvorientas hasta la bóveda en abanico de yeso. El pasillo y el gran salón que cruzaron, estaban asimismo decorados con los retratos de Hazelstone muertos hacía ya mucho, y cuando salieron al fin a la galería de la parte trasera, había aumentado de modo perceptible el respeto del Kommandant van Heerden hacia la Inglaterra Imperial.
La señorita Hazelstone había elegido el escenario de su crimen con un sentido de la oportunidad y de la corrección que correspondía a una época lejana en la que no había prisa. El cuerpo de Cinco Peniques yacía sobre un césped inmaculado y hallábase encogido en un rigor mortis adecuadamente respetuoso a los pies de un pedestal en el que se había alzado el busto de Sir Theophilus Hazelstone, GCR, GCSI, GCIE, DSO y en tiempos gobernador de Zululandia y virrey de Matabelelandia; busto que se había erigido al concluir la rebelión zulú para conmemorar la victoria que obtuvo Sir Theophilus en Bulundi contra diecisiete mil zulúes desarmados que habían supuesto erróneamente que Sir Theophilus les había invitado para una indaba como representante de la Gran Reina Blanca. La matanza que siguió se registró en la historia militar como la primera ocasión en que se dispararon cañones navales de diez pulgadas a quemarropa, a una distancia de quince metros, hecho que tuvo como consecuencia el que muriesen la mitad de los propios artilleros alcanzados por la metralla. En posteriores etapas de la batalla, se había rectificado este error y se habían utilizado cañones navales para fuego de larga distancia a fin de diezmar a los zulúes en fuga, con lo que habían resultado destruidas cuatro granjas y un fortín británico en el río Tugela a unos diez kilómetros de distancia del campo de batalla. Tales innovaciones en el arte de la estrategia militar habían proporcionado a Sir Theophilus el título de caballero y una barra más a su DSO, aparte de la admiración de los soldados y oficiales supervivientes, fortaleciendo además su reputación de honradez escrupulosa y juego limpio entre los tribeños que, lisiados y mutilados, lograron sobrevivir al holocausto. Durante su reinado como gobernador, Zululandia conoció una década de paz absoluta y su muerte alivió el luto de toda una generación de viudas zulúes.
Había sido la fama de héroes como Sir Theophilus la que había engendrado aquella admiración del Kommandant van Heerden a los británicos y a su imperio. Su fama, se dijo el Kommandant, lo único que le quedaba a Sir Theophilus. Desde luego, su busto había desaparecido del pedestal y yacía fragmentado por medio acre de césped, por lo demás impecable. Más allá del césped, los troncos de los árboles gomíferos estaban mordidos y astillados y las matas de azaleas parecían haber sido objeto de las atenciones obstinadas de algún animal muy grande y desesperadamente hambriento. Ramas y hojas yacían esparcidas y rotas por un radio de unos veinte metros.
Durante un instante, el Kommandant se sintió esperanzado ante la posibilidad de que la muerte súbita de Cinco Peniques se debiese no a un agente humano sino a algún cataclismo natural como, por ejemplo, un extraño tornado que hubiera pasado sin sombra de duda, de modo manifiesto, por Jacaranda Park, pero que no hubiera afectado siquiera al resto de Piemburgo. Este breve espasmo de optimismo murió casi tan rápido como había nacido. Era demasiado evidente que aparte de otros dones que la señorita Hazelstone pudiera haber heredado de sus ilustres antepasados imperiales, Sir Theophilus le había legado una notable afición a las armas de fuego enormes y a hacer uso de ellas a una distancia innecesariamente corta.
La encontró sentada; una señora de edad, delgada, angulosa, casi frágil, que vestía un traje de chifón oscuro con encaje al cuello, en un sillón frágil y antiguo de mimbre con una funda de protección innecesaria, y en el regazo tenía un arma que dejó sorprendido al Kommandant van Heerden, e incluso al Konstabel Els, y que explicaba con toda claridad la escena de devastación que había tras el cuerpo encogido de Cinco Peniques y el pedestal sin busto. Era un rifle de cuatro cañones, como de uno ochenta de longitud, y con un ánima de un diámetro tan grande que hacía recordar una de las armas favoritas de Sir Theophilus, el cañón naval de diez pulgadas. Los ojos expertos del Kommandant van Heerden percibieron de inmediato que no se trataba de un arma de fuego normal permitida para defensa personal.
—Ésta es el arma homicida —dijo la señorita Hazelstone, leyendo evidentemente sus pensamientos. Y tras decir esto, dio unas palmaditas al rifle de cuatro cañones y van Heerden se dio cuenta de que estaba claramente decidida a no dejar ni una parte del arma sin huellas dactilares.
El Kommandant miró cautelosamente el rifle.
—¿Qué es? —preguntó al fin.
—Es un rifle para cazar elefantes de cuatro cañones con recámara de carga —contestó la señorita Hazelstone—. Lo diseñó mi padre, el difunto juez Hazelstone, y se construyó según sus instrucciones. Tiene un ritmo de fuego de cuarenta proyectiles por minuto y puede inhabilitar a un elefante en pleno ataque a mil metros.
Van Heerden expuso la opinión de que parecía innecesario matar elefantes a mil metros. No fue capaz de utilizar el término «inhabilitar». Parecía de una modestia impropia. Evaporar parecía un término más propio.
—Mi padre era muy mal tirador —continuó la señorita Hazelstone—. Además, era un cobarde espantoso.
—No puede llamarse cobarde a alguien capaz de disparar un arma así —dijo, galante y veraz, el Kommandant. La entrevista empezaba a resultarle completamente tranquilizadora. El asesinato había añadido un toque nuevo de humanidad a la señorita Hazelstone. Estaba tratándole con una urbanidad insólita. El Kommandant decidió que había llegado el momento de reanudar su defensa de la inocencia de la señorita Hazelstone.
—Ese rifle es demasiado pesado para una mujer… perdóneme usted… para una dama —dijo y lamentó el comentario casi en el instante mismo de hacerlo. Era evidente que la señorita Hazelstone afrontaría cualquier reto. Se levantó de su asiento y apuntó con el gran rifle al jardín.
El Kommandant no había tenido en cuenta siquiera la posibilidad de que ella pudiera disparar aquel chisme. El Konstabel Els actuó, por una vez, con mayor resolución y se arrojó al suelo. El que el sector de suelo que eligió estuviera ya ocupado por un gran doberman pinscher y que el perro decidiera disputar el derecho del Konstabel Els a echarse en él y el que, en realidad, todos los perros de Sudáfrica estén adiestrados para morder a personas de extracción negra y que el Konstabel Els era lo bastante mestizo para justificar la mordedura por sospecha, todo esto se lo perdió el Kommandant van Heerden cuando la señorita Hazelstone, apuntando ya al suelo ya al cielo, apretó el gatillo.
El Kommandant, que estaba de pie a metro y medio a la derecha de los cuatro cañones y casi al nivel de sus bocas y que, sólo un instante antes, había sido un ser humano racional en plena posesión de sus sentidos, se halló en lo que le pareció un burbujeo de llamas enormes y en rápida expansión. El mundo delicado del jardín, el cielo, los pájaros gorjeantes, incluso los chillidos de Els asediado por el doberman, desaparecieron todos. El Kommandant van Heerden experimentaba sólo ese silencio absoluto que hay en el corazón quieto de una explosión enorme. No había ni dolor ni ansiedad ni pensamiento, sólo la certeza absoluta, no de que estaba próximo el fin del mundo sino de que se había producido ya, irremisiblemente. Durante un instante breve e iluminador el Kommandant van Heerden experimentó la forma más elevada de comprensión mística, la disolución corporal total. Tardó un rato en volver al mundo de la sensación física, y cuando lo hizo ya no podía oír nada del trueno que estalló en Jacaranda Park y se expandió en dirección a los montes Drackensberg. Con los ojos vidriosos del sonámbulo despertado y el bigote chamuscado que resulta de situarse demasiado cerca de un gran cañón, contempló la escena que le rodeaba. No era una escena que pudiera tranquilizar a un hombre que dudaba de su propia cordura.
Los problemas del Konstabel Els con el doberman se habían exacerbado, por decirlo delicadamente, con la andanada. Era dudoso a cuál de los dos animales había enloquecido más el estruendo del rifle. El perro, que había mordido en un principio al Konstabel Els en el tobillo hasta el hueso, había transferido sus atenciones a la entrepierna del dicho Konstabel Els, y una vez allí había manifestado todos los síntomas del tétano. Els, conservador como siempre, y no teniendo nada más que morder que el trasero del doberman, estaba aplicando sus conocimientos, obtenidos en los interrogatorios de varios miles de africanos, de lo que él alegremente denominaba «rompehuevos», pero que en los informes de las autopsias de algunos de sus pacientes se denominaba contusiones graves en los testículos.
El Kommandant van Heerden apartó la poca capacidad de atención que le quedaba de este desagradable espectáculo e intentó observar a la señorita Hazelstone, que estaba conmocionada pero satisfecha en el sillón de mimbre al que la había arrojado el retroceso del rifle. A través de las pestañas chamuscadas, el Kommandant podía ver parcialmente que la señorita Hazelstone se dirigía a él, porque movía los labios, pero tardó unos minutos en recuperar la audición lo suficiente para poder captar lo que estaba diciendo. No era que los comentarios de la señorita Hazelstone le ayudasen precisamente. Parecía gratuito, sin duda, repetir: «Ahí tiene usted. Ya le dije que podía disparar el rifle», y el Kommandant empezó a preguntarse si no habría sido un poquito injusto con el Luitenant Verkramp. La señorita Hazelstone era, desde luego, una mujer que no se detenía ante nada.
La segunda andanada había destruido los restos del pedestal que había sustentado el busto de Sir Theophilus y, al ir dirigida la descarga hacia el suelo, había borrado casi todo rastro del recientemente reverente cadáver de Cinco Peniques. Casi pero no del todo, pues a los restos fragmentarios y dispersos del busto de Sir Theophilus se les habían unido, en toda la extensión que ocupaban, los restos no menos fragmentarios y dispersos del difunto cocinero zulú, mientras trozos de piel negra se habían adosado como lapas a los agostados troncos de los árboles gomíferos que bordeaban aquel césped antes inmaculado. El Kommandant van Heerden no lograba fijar los ojos en aquel objeto negro y redondo que intentaba atraer la atención hacia sí columpiándose en una rama de la parte más alta de un eucalipto, bello por lo demás. Por el centro del césped, el rifle había formado una trinchera recta de unos veinte centímetros de profundidad y unos quince metros de longitud, de cuyos bordes aserrados brotaba lo que el Kommandant albergaba desesperadamente la esperanza que fuera vapor.
Considerando que el trabajo de la tarde y su reciente experiencia trascendental le habían liberado de las normas de corrección a que se había atenido siempre en presencia de la señorita Hazelstone, el Kommandant se sentó sin que le invitaran a hacerlo en una silla bien separada de cualquier posible trayectoria de fuego de aquel rifle terrible, y pasó a observar con aire de especialista el conflicto gladiadoresco del Konstabel Els con el doberman.
En conjunto, pensaba que estaban bastante igualados en el dominio físico e intelectual de la situación. Cierto que Els sufría la desventaja de una mandíbula más pequeña y de menos dientes, pero lo que le faltaba en capacidad mordedora lo compensaba en concentración y en experiencia castradora. El Kommandant pensó por un momento en intervenir, pero la señorita Hazelstone había actuado ya con esa resolución de las personas de su clase, que al Kommandant siempre le había parecido admirable. Envió al mayordomo indio a la casa, y al cabo de un momento el mayordomo regresó con una botella de amoniaco y un paquete grande de algodón.
—La mejor forma de separar perros —gritó la señorita Hazelstone por encima de gruñidos y lamentos— es ponerles en el hocico un algodón empapado en amoniaco. Se ahogan y abren la boca y entonces puedes separarlos.
Y tras decir esto, plantó el algodón en la cara ya púrpura del Konstabel Els. El Kommandant se preguntó por qué habría elegido a Els primero para que soltara su presa, pero lo atribuyó al amor de los ingleses a los animales, y, para ser justo con la señorita Hazelstone, sabía que ésta le tenía un cariño especial al doberman.
Se puso de manifiesto en seguida que el método era de una eficacia notable. Con un grito ahogado y todos los síntomas de la asfixia inminente, Els soltó su presa en los órganos reproductores del perro y fue ayudado a abandonar la lucha por el mayordomo indio que, asiendo al Konstabel por los tobillos, tiró de él con firmeza para apartarle del perro.
Por desgracia para él, al doberman le intimidaba menos, al parecer, la amenaza de muerte por asfixia, o bien se había hecho inmune al amoniaco, e hicieron falta varios minutos para persuadirle de que no se aprovechase de la ventaja que el animal suponía razonablemente que había ganado por intervención de su ama. Quizá pensase que la señorita Hazelstone se había unido a él en la lucha porque el Konstabel Els hubiese transferido a ella sus sobrecogedoras atenciones mandibulares, lo cual habría sido más natural al menos aunque no del todo comprensible, considerando su edad y su falta de atractivo físico. Fueran cuales fuesen las razones para que el doberman mantuviese con aquella tenacidad su presa en la entrepierna de Els, el intervalo permitió al Kommandant concentrar su atención, interrumpida sólo por los gritos agónicos de su ayudante, en el caso que se había visto obligado a investigar.
Restauradas de nuevo la paz y la tranquilidad en el jardín y después que la señorita Hazelstone mandase a Oogly, el mayordomo indio, servir el té en el salón, el Kommandant van Heerden había recuperado suficientemente sus facultades como para iniciar la investigación del caso. Pero primero ordenó al Konstabel Els que recuperase los restos de Cinco Peniques que estaban esparcidos por el césped y por lo que era un eucalipto claramente inescalable, orden que el Konstabel se mostró inclinado a discutir so pretexto de que necesitaba tratamiento hospitalario inmediato y prolongado a causa de múltiples y graves mordeduras de perro, además de fatiga de combate y conmoción.
Por fin el Kommandant logró reanudar su interrogatorio de la señorita Hazelstone con el acompañamiento de un té a la antigua con emparedados de salmón ahumado y bollos de crema y la contemplación casi igual de placentera del Konstabel Els padeciendo vértigo grave a unos doce metros de altura, encaramado en el eucalipto.
—En cuanto al cocinero —comenzó el Kommandant—, ¿he de interpretar que estaba usted descontenta con su forma de cocinar?
—Cinco Peniques era un cocinero excelente —declaró enfáticamente la señorita Hazelstone.
—Ya veo —dijo el Kommandant, aunque no veía, ni literal ni metafóricamente. Llevaba teniendo dificultades con la visión desde que le había envuelto aquella bola de fuego. Se le iba y se le venía la vista y también el oído se comportaba de modo caprichoso.
—Cinco Peniques era un verdadero especialista culinario —continuó la señorita Hazelstone.
—¿De veras? —las esperanzas del Kommandant aumentaron—. ¿Y cuándo hacía eso?
—Todos los días, por supuesto.
—¿Y cuándo descubrió usted por primera vez lo que se proponía?
—Casi desde el primer momento.
—¿Y le permitió usted seguir? —preguntó asombrado el Kommandant.
—Por supuesto que sí. No pensará usted que iba a impedírselo, ¿no? —masculló la señorita Hazelstone.
—Pero su deber como ciudadana…
—Pamplinas mi deber como ciudadana. ¿Por qué demonios había de obligarme mi deber como ciudadana a despedir a un excelente cocinero?
El Kommandant hurgó entre los recodos de su mente conmocionada por la explosión, buscando una respuesta aceptable.
—Bueno, al parecer, le ha disparado usted por eso —dijo al fin.
—Yo no hice nada de eso —masculló la señorita Hazelstone—. La muerte de Cinco Peniques fue un crime passionel.
El Kommandant van Heerden intentó imaginar lo que podía ser un Creme Pasión Nell. La muerte de Cinco Peniques se parecía más, en su opinión, a la explosión de una morcilla. Y en cuanto a las porciones que el Konstabel Els intentaba desprender aún del eucalipto, hasta a un carnicero de perros le habría resultado difícil dar con una descripción adecuada de ellos.
—Un Creme Pasión Nell —repitió lentamente, con la esperanza de que la señorita Hazelstone acudiera en su ayuda con un término más familiar. Lo hizo.
—Un asesinato pasional, imbécil —masculló.
El Kommandant van Heerden cabeceó. No había supuesto en ningún momento que pudiera haber sido otra cosa. Nadie en su sano juicio habría infligido aquellas heridas sobrecogedoras a Cinco Peniques a sangre fría y sin que mediasen sentimientos de algún género.
—Oh, comprendo, comprendo —dijo.
Pero la señorita Hazelstone no tenía intención alguna de permitirle mantenerse al abrigo de aquel cómodo malentendido.
—Quiero que entienda usted que mis sentimientos hacia Cinco Peniques no eran los que suelen prevalecer entre señora y criado —dijo.
El Kommandant van Heerden había llegado ya a esa conclusión por su cuenta. Cabeceó alentadoramente. Aquel modo anticuado y formal que tenía la señorita Hazelstone de expresar sus pensamientos, le encantaba. La declaración siguiente de la señorita Hazelstone tuvo el efecto absolutamente contrario.
—Lo que pretendo explicarle —continuó—, es que yo estaba enamorada de él.
La mente agobiada del Kommandant tardó cierto tiempo en asimilar todas las implicaciones de aquella revelación. Por comparación, su experiencia de disolución corporal ante la boca del rifle de cazar elefantes, había sido un mero suspirillo del viento en la yerba en un prado lejano. Esto era un obús. Mudo de horror miró sin poder centrar la vista en la dirección de la señorita Hazelstone. Ahora ya sabía cómo era el rostro de la locura. Era una dama frágil y anciana de ilustre e impecable ascendencia británica sentada en una butaca de mimbre de alto respaldo sosteniendo en sus manos delicadas una tacita de porcelana en la que, en calcomanía dorada, la enseña de los Hazelstone, un jabalí rampante, quedaba orillada por el lema de la familia «Baisez-moi», y confesando abiertamente a un policía afrikaaner que estaba enamorada de su cocinero negro.
La señorita Hazelstone ignoró el perplejo silencio del Kommandant. Lo consideraba, evidentemente, un signo de respeto por la delicadeza de sus sentimientos.
—Cinco Peniques y yo éramos amantes —continuó—. Nos amábamos con una lealtad profunda e imperecedera.
Al Kommandant van Heerden le daba vueltas la cabeza. Ya era bastante tremendo tener que intentar comprender, aunque sin esperanza, qué demonios podría haber hallado la señorita Hazelstone en un cocinero negro que pudiera resultar atractivo de algún modo, no digamos ya intentar imaginar cómo un cocinero negro podía estar enamorado de la señorita Hazelstone; pero cuando, para coronarlo todo, ésta utilizó la expresión «lealtad imperecedera», cuando lo que quedaba de Cinco Peniques se hallaba esparcido por un acre de césped y fronda, o colgaba a doce metros de altura de un eucalipto como resultado directo del amor apasionado de su amante, entonces el Kommandant van Heerden se dio cuenta de que su razón corría grave peligro de desintegración total.
—Continúe —balbució involuntariamente. Su propósito era decir «Cállese, por amor de Dios», pero su adiestramiento profesional le hizo contenerse.
La señorita Hazelstone parecía feliz de poder continuar.
—Nos hicimos amantes hace ocho años y fuimos muy felices desde el principio. Cinco Peniques comprendía mis necesidades sentimentales. Por supuesto, no podíamos casarnos, debido a esa absurda Ley de Inmoralidad.
La señorita Hazelstone hizo una pausa y alzó una mano como para silenciar la protesta del escandalizado Kommandant.
—Así que teníamos que vivir en pecado.
El Kommandant van Heerden estaba ya más allá de la conmoción. La miraba con ojos desorbitados.
—Pero aunque no estuviéramos casados —continuó la señorita Hazelstone—, éramos felices. He de admitir que no hacíamos mucha vida social, pero cuando se llega a mi edad, lo único que una quiere es hacer vida tranquila en casa, ¿no piensa usted igual?
El Kommandant van Heerden no pensaba. Hacía todo lo posible por no escuchar. Se levantó torpemente de su asiento y cerró las puertaventanas que conducían al stoep. Lo que aquella vieja espantosa estaba diciéndole no debía llegar de ninguna manera a oídos del Konstabel Els. Percibió con alivio que el temible Konstabel había logrado al fin llegar a la cima del árbol, donde parecía estar inmovilizado.
Mientras la señorita Hazelstone seguía mascullando su catálogo de las virtudes de Cinco Peniques, el Kommandant paseaba por la estancia, intentado frenéticamente dar con un medio de echar tierra al asunto. La señorita Hazelstone y Jacaranda Park eran casi como instituciones nacionales. La columna que escribía la señorita Hazelstone sobre vida refinada y normas de etiqueta aparecía en todos los periódicos del país, por no hablar ya de sus frecuentes artículos en las publicaciones femeninas más famosas. Si se sabía que la decana de la sociedad inglesa de Zululandia había asesinado a su cocinero negro, o si enamorarse de cocineros negros pasaba a figurar en la categoría del vivir refinado y se extendía la moda, como muy bien podría ser, Sudáfrica sería mestiza en un año. ¿Y qué decir del efecto sobre los propios zulúes cuando se enterasen de que uno de los suyos había estado haciéndolo con la nieta del Gran Gobernador, Sir Theophilus Hazelstone, en el propio craal de Sir Theophilus, en Jacaranda Park, libremente, casi legalmente, y a instancias de la dama? El Kommandant van Heerden pensó de pronto en una violación generalizada por parte de miles de cocineros zulúes, de ahí paso a pensar en la rebelión de los nativos y, por último, en la guerra racial. El Luitenant Verkramp en realidad había tenido razón en los informes que había enviado a Pretoria. Había mostrado una perspicacia verdaderamente asombrosa. La señorita Hazelstone y su maldito cocinero zulú eran capaces, sin duda, de poner fin a trescientos años de Supremacía Blanca en Sudáfrica. Y lo peor de todo era que le considerarían a él, al Kommandant van Heerden, el responsable del desastre.
Por fin, tras contemplar prolongada y devotamente la cara de una hiena apolillada que, en su estado distraído y absorto, tomó por un retrato de Sir Theophilus en sus años mozos, el Kommandant agrupó las últimas facultades que le quedaban y volvió a centrar la atención en su torturadora. Haría una última tentativa para lograr que aquella vieja zorra comprendiese cuál era su deber como dama y como mujer blanca y negase haber albergado jamás hacia su cocinero zulú algo más mortífero o apasionado que pensamientos suavemente críticos.
La señorita Hazelstone había concluido su catálogo de virtudes de Cinco Peniques como compañero espiritual y sentimental. Había empezado a describir los atributos del cocinero como amante físico y sensual, como compañero de lecho y como la persona que satisfacía sus apetitos sexuales que, como el Kommandant iba descubriendo para su disgusto, eran prodigiosos y, según su punto de vista, perversos hasta el punto de la enormidad.
—Por supuesto, tuvimos nuestros problemillas al principio —decía la señorita Hazelstone—. Existían pequeñas incompatibilidades en nuestras actitudes y también, claro, debido a nuestros diferentes atributos físicos. Un hombre de la experiencia de usted, Kommandant, sabrá, naturalmente, a qué me refiero.
El Kommandant, cuya experiencia sexual se limitaba a una visita anual a un burdel de Lourenco Marques en las vacaciones de verano, pero cuya experiencia con los zulúes era bastante amplia, pensó que sabía lo que quería decir ella aunque hubiera preferido no saberlo.
—En primer lugar, Cinco Peniques padecía ejaculatio praecox —prosiguió clínicamente la señorita Hazelstone.
Durante un instante, demasiado breve, la falta de conocimientos de latín del Kommandant y su limitada cultura médica le ahorraron todas las implicaciones de este comentario. Pero la señorita Hazelstone se apresuró a explicarlo.
—Padecía de emisiones prematuras —dijo, y cuando el Kommandant se aventuró a sugerir, sin entender, que, en su humilde opinión, Cinco Peniques no debería haber ido tan prematuramente a la misión, considerando sus detestables hábitos en su vida posterior, la señorita Hazelstone bajó de nivel y explicó lo que quería decir en un lenguaje que el Kommandant, pese a su resistencia, estaba obligado a reconocer como demasiado inteligible.
—Eyaculaba casi en cuanto le tocaba —continuó la señorita Hazelstone lánguidamente y, malinterpretando la expresión de espanto abyecto del Kommandant y considerándola indicio de que aún no había entendido lo que quería decirle, administró el golpe de gracia a su sensibilidad embotada.
—Se corría antes de poder llegar a metérmela —dijo. Y cuando lo dijo, el Kommandant creyó percibir, como en una horrible pesadilla, que las comisuras de los labios de la señorita Hazelstone se alzaban en una leve sonrisa de evocación feliz.
El Kommandant van Heerden comprendió entonces que la señorita Hazelstone había perdido el juicio. Estaba a punto de decir que se le había ido el juicio, pero la frase, al recordar con demasiada claridad la repugnante tendencia de Cinco Peniques, por no mencionar su destino final, quedó ahogada en el umbral de la conciencia.
—Al final conseguimos resolver el problema —continuó la señorita Hazelstone—. En primer lugar, le hice ponerse tres preservativos, uno encima del otro, para insensibilizar el glans penis y resultaba muy satisfactorio desde mi punto de vista, aunque tendía a dificultarle un poco la circulación a él y se quejaba de que no podía sentir gran cosa. Al cabo de una hora, le permitía quitarse uno, y eso le aliviaba un poquito. Por último, le quitaba el segundo, y teníamos un orgasmo simultáneo.
La señorita Hazelstone hizo una pausa y blandió malévolamente un dedo hacia el estupefacto Kommandant, que intentaba desesperadamente reunir energías suficientes para interrumpir aquellas revelaciones sobrecogedoras.
—Pero ése no fue el final del asunto —continuó la señorita Hazelstone—. Quiero que sepa usted que llegué al final a una solución aún mejor para solventar este problemilla de Cinco Peniques. Fui al dentista a hacerme la revisión que me hago cada seis meses y el doctor Levy me puso una inyección de anestesia local para amortiguar el dolor.
La señorita Hazelstone vaciló como si se avergonzara de confesar una debilidad.
—En fin, en mis tiempos no nos preocupábamos tanto por esas cosas. Un poco de dolor no le importaba a nadie. Pero el doctor Levy insistió y después me alegré de habérmela puesto. En fin, comprendí de pronto cómo podía impedir que a Cinco Peniques le desbordase la intensidad de sus sentimientos hacia mí.
La señorita Hazelstone hizo una pausa. No había ninguna necesidad, en rigor, de que continuara.
El intelecto iluminado, del Kommandant van Heerden se había lanzado a la carrera y se había asido con toda firmeza a la cuestión. Además, empezaba a comprender, aunque sólo intermitentemente, la línea de pensamiento que tenía que seguir la señorita Hazelstone.
En este momento, el Kommandant imaginó la escena del juicio que seguiría a la revelación de que la señorita Hazelstone había adquirido la costumbre de inyectarle novocaína en el pene con una jeringuilla hipodérmica a su cocinero negro antes de permitirle realizar el acto sexual con ella. Lo visualizó y se juró que no sucedería nunca, aunque tuviera que matar a la señorita Hazelstone para impedirlo.
La mirada del Kommandant van Heerden vagaba desesperadamente por la serie de Hazelstones muertos hacía mucho y que adornaban las paredes del salón. El Kommandant pensó que ojalá supieran apreciar los sacrificios que él estaba dispuesto a hacer por salvar el honor de la familia de la vergüenza que la señorita Hazelstone parecía decidida a arrojar sobre ella. Lo de las inyecciones de novocaína era una innovación de las técnicas sexuales de tan extraño carácter que no sólo ocuparía los titulares de todos los periódicos de la nación. Los periódicos del mundo entero lanzarían aquella golosina en letras enormes en sus primeras páginas. No quería ponerse siquiera a pensar cómo llegarían a redactar concretamente la noticia, pero tenía absoluta confianza en la capacidad de los directores para conseguir que resultase un titular sensacionalista. Intentó imaginar qué tipo de sensación experimentaría Cinco Peniques y llegó a la conclusión de que su muerte por obra de aquel horroroso rifle de cazar elefantes debía haberle parecido al cocinero una liberación relativamente cómoda de la práctica continua de la señorita Hazelstone de clavarle la aguja de su jeringuilla hipodérmica en la punta de la polla. El Kommandant se preguntó lánguidamente si Cinco Peniques tendría o no prepucio. Era un hecho que ya no podrían comprobar de ningún modo.
Este pensamiento le empujó a mirar por la ventana para ver cómo le iba al Konstabel Els. Advirtió, con el escaso asombro que le había dejado la confesión de la señorita Hazelstone, que Els había recuperado la cabeza de Cinco Peniques y se las había arreglado para llegar al suelo, donde acumulaba afanosamente méritos para el ascenso, obligando a puntapiés al mayordomo indio a recoger los restos desparramados del cocinero zulú y a meterlos en la funda de una almohada. Els se mostraba, como siempre, pensó el Kommandant, un poco optimista. No necesitaban nada tan grande como la funda de una almohada. Una bolsita de esponja habría servido de sobra.