El Kommandant van Heerden se hacía pocas ilusiones sobre él mismo y muchas sobre todo lo demás. Y por sus ilusiones se hallaba al cargo de la comisaría de policía de Piemburgo. No era un cargo muy oneroso. La mediocridad de Piemburgo no engendraba más que delitos menores, y en la jefatura de policía de Pretoria habían pensado que, si bien el nombramiento del Kommandant van Heerden podría elevar el índice de delincuencia de la ciudad, dicho nombramiento aplacaría al menos la oleada de violencia y robos que habían seguido a su actuación en otras poblaciones más emprendedoras.
Además, Piemburgo se merecía al Kommandant. Era la única ciudad de la República en que aún ondeaba la bandera inglesa en el ayuntamiento, y necesitaba enterarse de que no se podía desafiar así por las buenas al gobernador, sin que ello acarreara consecuencias.
El Kommandant van Heerden sabía que su nombramiento no se debía a su éxito en el campo de la investigación criminal. Se imaginaba afablemente que se debía al hecho de que entendía el inglés. Pero en realidad se debía a la reputación de su abuelo, Klaasie van Heerden, que había servido a las órdenes del general Cronje en la batalla de Paardeberg y a quien habían abatido los ingleses por negarse a obedecer la orden de rendirse dada por su superior jerárquico. En vez de rendirse, se había apostado en un agujero en la orilla del río Modder y liquidado a doce soldados del regimiento de Essex que se estaban solazando allí unas cuarenta y ocho horas después del cese de las hostilidades. El hecho de que Klaasie hubiera estado dormido como un tronco durante toda la batalla y no se hubiera enterado de la orden de cese el fuego no lo tuvieron en cuenta durante el juicio los ingleses ni las generaciones posteriores de historiadores afrikaaners. Se le consideró, por el contrario, un héroe que había padecido martirio por su lealtad a las repúblicas boers, héroe reverenciado por los nacionalistas afrikaaners de todo Sudáfrica.
Había sido esta leyenda la que había ayudado al Kommandant van Heerden a alcanzar el rango que ostentaba. Había sido necesario mucho tiempo para que su incompetencia eclipsase la reputación de astucia e inteligencia que le había legado su abuelo, y cuando llegó el momento en que su incompetencia se hizo evidente era ya demasiado tarde para que los altos cargos pudieran hacer más para defenderse de ella que ponerle al mando de las fuerzas policiales de Piemburgo.
El Kommandant van Heerden creía que había conseguido el puesto por tratarse de una ciudad inglesa y esto era, desde luego, exactamente el puesto que él quería. El Kommandant creía ser uno de los pocos afrikaaners que entendía realmente la mentalidad inglesa. Pese al tratamiento que los ingleses habían dado a su abuelo, pese a la brutalidad que habían mostrado con las mujeres y niños boers en los campos de concentración, pese al sentimentalismo que mostraban los ingleses con sus criados negros, pese a todo, el Kommandant van Heerden admiraba a los ingleses.
Había algo en la increíble estupidez de los ingleses que al Kommandant van Heerden le resultaba atractivo. Apelaba a algo profundamente enraizado en su propio ser. No podía decir exactamente qué era, pero lo profundo llamaba a lo profundo, y si el Kommandant hubiera podido elegir su lugar de nacimiento, la época y la nacionalidad, sin duda habría elegido Piemburgo, el año mil ochocientos noventa, y el corazón de un caballero inglés.
Si había algo que lamentara, era que su propia mediocridad nunca había tenido oportunidad de expresarse con nada parecido al nivel de éxito que habían logrado la mediocridad y la estupidez de los gobernantes del Imperio Británico. Si hubiera nacido caballero inglés en la Inglaterra victoriana, podría haber alcanzado muy bien el rango de mariscal de campo. Su ineptitud militar habría sido recompensada, sin duda, con el ascenso rápido y constante. Estaba seguro de que podría haberle ido tan bien como a Lord Chelmsford, cuyas fuerzas habían liquidado a los zulúes en Isandhlwana. Stormberg, Spion Kop, Magersfontein, podrían haber sido desastres muchísimo más impresionantes si hubiera estado él al mando de las tropas. Al nacer, el Kommandant van Heerden se había equivocado de nación, de época y de lugar.
No podía decirse lo mismo del segundo del Kommandant, el Luitenant Verkramp, ni del Konstabel Els. El que no hubieran nacido jamás o, de no poderse abortar sus nacimientos, el que su nación, lugar y época hubiesen quedado lo más lejos posible de los suyos, eran el deseo más frecuente y fervoroso del Kommandant van Heerden.
El Luitenant Verkramp odiaba a los ingleses. Su abuelo no había sufrido como el del Kommandant por las repúblicas boers. Había proclamado, por el contrario, paz y amistad para el Imperio Británico desde el púlpito de su iglesia de El Cabo y al mismo tiempo había hecho una pequeña fortuna suministrando al ejército británico los caballos basutos que necesitaba para su infantería montada. La niñez de Verkramp había transcurrido a la sombra de aquel púlpito, y el pequeño Verkramp había heredado una notable tendencia escatológica de su abuelo, y un odio por todo lo inglés de su padre, que se había pasado la vida intentando borrar el baldón de «traición» que había pesado sobre la familia hasta mucho después de la guerra de los boers. El Luitenant Verkramp incorporó ambas herencias a su trabajo. Fundió sus tendencias inquisitoriales con su antipatía hacia los ingleses convirtiéndose en jefe del Departamento de Seguridad de Piemburgo, cargo que le permitía enviar informes sobre la honestidad política de los ciudadanos de Piemburgo a sus superiores del Departamento de Seguridad del Estado de Pretoria. Hasta el Kommandant van Heerden despertaba las sospechas del Luitenant Verkramp, así que el Kommandant tenía buen cuidado de leer los informes que le entregaba Verkramp sobre él. En uno de ellos había detectado la insinuación de que no se mostraba lo bastante activo en la persecución de células comunistas.
La semana siguiente, el Kommandant había intentado desmentir la acusación mediante una serie de rápidas redadas dirigidas contra grupos posiblemente comunistas. Una lectura de la obra dramática de Shaw Arms and the Man en la Asociación Dramática de Aficionados de Piemburgo se había visto interrumpida por la irrupción del Kommandant y sus hombres, que confiscaron todos los ejemplares de la obra y anotaron los nombres de todos los presentes. Belleza negra había sido retirado de las estanterías de la biblioteca pública por órdenes del Kommandant. Se había prohibido la proyección de la película La reina africana en el cine local, y también se prohibió un pronóstico meteorológico de Piemburg News titulado «Cielo rojo de noche».
En conjunto, el Kommandant se sentía satisfecho porque consideraba que había realizado esfuerzos significativos para combatir la expansión del marxismo en Piemburgo y las protestas públicas que seguirían convencerían, creía él, al Departamento de Seguridad del Estado de que no era tan blando con los comunistas como había sugerido el informe del Luitenant Verkramp. Además, siempre podía recurrir al informe de Verkramp sobre el Konstabel Els.
El abismo que separaba lo real de lo imaginario en todos los informes del Luitenant sobre la vida política de Piemburgo se ampliaba hasta adquirir dimensiones cósmicas en el informe que había presentado sobre el Konstabel Els. En dicho informe se describía a Els como asiduo feligrés de la Iglesia Reformada Holandesa, miembro ferviente del Partido Nacionalista, y decidido adversario de que «las tendencias liberales y comunistas contaminen la pureza racial mediante métodos sociales, económicos y políticos de integración». Como Els ni iba a la Iglesia ni pertenecía al Partido Nacionalista y era un vivo exponente de las relaciones sexuales interraciales, el Kommandant van Heerden creía tener pruebas suficientes de que el Luitenant Verkramp no era muy fidedigno en sus informes.
Con el Konstabel Els las cosas eran muy distintas. Els no constituía, por un lado, ninguna amenaza para el Kommandant, aunque sí lo fuese, y muy considerable, para casi todos los demás habitantes de Piemburgo. Su aptitud innata para la violencia y en especial para disparar contra los negros sólo era equiparable a su afición al coñac y a su predilección por forzar la entrada de la partes menos atractivas de su persona en aquellas partes de las mujeres africanas legalmente reservadas a los miembros masculinos de su propia raza. El Kommandant van Heerden había tenido que hablarle muy severamente sobre la ilegalidad de esta última tendencia suya en varias ocasiones, pero había atribuido la afición de Els por las mujeres negras al hecho indudable de que el propio Konstabel era de sangre mestiza.
Pero en fin, el Konstabel Els tenía sus virtudes. Era concienzudo, tenía muy buena puntería, y sabía manejar muy bien la máquina de terapia eléctrica que tan buenos resultados había dado en la obtención de confesiones a sospechosos. El Luitenant Verkramp había vuelto con ella de una de sus visitas a Pretoria, y Els había adquirido en seguida un dominio extraordinario de la máquina. En principio, estaba destinada sólo a los sospechosos de delitos políticos, pero las tentativas del Luitenant Verkramp de localizar saboteadores o comunistas en Piemburgo para probar con ellos la máquina habían fracasado tan estrepitosamente, que Els había acabado por detener a un chico nativo al que había agarrado por la mañana muy temprano con una botella de leche en la mano. El hecho de que Els supiera que se trataba del chico que repartía la leche no impidió que el Konstabel comprobase con él la eficacia de la terapia del electrochoque. Tras cinco minutos de tratamiento, el muchacho confesó que había robado la leche, y a los diez minutos admitió haber llevado leche envenenada a cincuenta hogares europeos aquella misma mañana. Cuando Els propuso transferir los apliques del dedo gordo del pie del muchacho al pene, el sospechoso admitió pertenecer al Partido comunista y confesó que había sido adiestrado en envenenamiento lácteo en Pequín. Entonces, el Luitenant Verkramp se confesó satisfecho con el experimento y acusó al chico de la leche de andar por la calle sin pase, de obstaculizar a la policía en el cumplimiento de sus tareas y de ofrecer resistencia a la autoridad, acusaciones por las cuales fue condenado a seis meses de trabajos forzados, tras declarar ante el magistrado que las heridas estaban justificadas, si es que no se las había producido él mismo, en realidad. Sí, Els tenía sus virtudes, y no era la menor de ellas un profundo aunque oscuro sentido de la lealtad hacia su jefe. No era que el Kommandant van Heerden se interesase lo más mínimo por la actitud del Konstabel Els hacia su persona, pero constituía un cambio frente al odio continuo que emanaba del Luitenant Verkramp.
En conjunto, el Kommandant van Heerden estaba bastante satisfecho de su vida en Piemburgo. Las cosas seguían como en el pasado y el Kommandant podía seguir con su afición particular: el rompecabezas intelectual de intentar comprender a los ingleses. Rompecabezas sin solución posible, y él lo sabía, pero que resultaba, por la misma razón, infinitamente fascinante.
Si Piemburgo era el jardín del alma del Kommandant van Heerden, por el que podía vagar feliz soñando con grandes hombres y grandes hazañas, la señorita Hazelstone de Jacaranda Park era la planta clave, el árbol angular de su paisaje interno. No es que fuera joven o bella, o simpática, o incluso agradable en algún sentido. No, nada de eso. Era vieja, fea, parlanchina y brusca hasta el punto de la grosería. Cualidades nada atractivas, pero que al Kommandant le resultaban de un atractivo extraordinario. Constituían todos los atributos del inglés. Oír la voz de la señorita Hazelstone, una voz aguda y destemplada, totalmente inconsciente de sí misma, era oír la verdadera voz del Imperio Británico. El que la señorita Hazelstone le regañase, aún más, le vapulease, por excederse en su autoridad al amonestar a su chofer por conducir a ciento veinte kilómetros por hora por una zona poblada al volante de un Terraplane Hudson de 1936 con los frenos defectuosos, era un placer casi insoportable. El Kommandant atesoraba la negativa de la señorita Hazelstone a asignarle un título.
—Van Heerden —gruñó desde la parte de atrás del sedán—, se excede usted en su autoridad. Chofer, siga usted.
Y el coche había seguido dejando al Kommandant maravillado ante el savoir-faire de la dama.
Además, en las raras ocasiones en que el Kommandant había dispuesto de una excusa para visitar Jacaranda Park, la señorita Hazelstone le recibía, si se dignaba verle, en la entrada de los criados y le despachaba con una descortesía seca y una abundancia de desprecio implícito que dejaba al Kommandant mudo de admiración.
Con el Luitenant Verkramp, la señorita Hazelstone era aún más grosera, y cuando el Kommandant ya no podía soportar más la insolencia del Luitenant, inventaba motivos para enviarle a Jacaranda Park. El Luitenant Verkramp había cometido en su primera visita el error de dirigirse a la señorita Hazelstone en afrikaans, y desde entonces la señorita Hazelstone le hablaba siempre en cafre de cocina, un zulú corrompido reservado únicamente a los criados negros más serviles y mentalmente retrasados. El Luitenant Verkramp regresaba de estos viajes penitenciales mudo de cólera y desahogaba su bilis con informes confidenciales sobre la familia Hazelstone, en los que acusaba a la anciana de subversión y de fomentar el desorden civil. Estos memorándums los enviaba a Pretoria con la recomendación de que se comunicasen las actividades de la señorita Hazelstone al fiscal del Estado.
El Kommandant dudaba de que los informes favoreciesen la reputación de exactitud y fiabilidad política de Verkramp. La verdad es que el Kommandant se había olvidado de decirle a su segundo que la señorita Hazelstone era la única hija del difunto juez Hazelstone, magistrado del Tribunal Supremo, al que se conocía en el mundo del foro como Bill Rompecuellos y que, en un informe de la comisión que estudiaba los problemas del tráfico, había propuesto que se introdujese la flagelación para las infracciones de aparcamiento. Con tales antecedentes, al Kommandant le parecía muy poco probable que el Departamento de Seguridad del Estado pusiera en entredicho el patriotismo de la señorita Hazelstone. Inglesa podría ser, subversiva y criminal jamás.
Así pues, fue una sorpresa notable para él oír que el Konstabel Els contestaba al teléfono en el despacho exterior y vibraban en el aparato los tonos estridentes de la voz de la señorita Hazelstone. El Kommandant, interesado por ver cómo sufría Els a manos de la señorita Hazelstone, escuchó la conversación.
La señorita Hazelstone telefoneaba para informar que acababa de matar a su cocinero zulú. El Konstabel Els podía hacerse cargo perfectamente del asunto. Como agente de policía, también él había matado a tiros en sus tiempos a muchos cocineros zulúes. Además, había ya un procedimiento establecido para resolver estas cuestiones. El Konstabel Els inició la fórmula rutinaria.
—Usted quiere informar de la muerte de un cafre —comenzó.
—Acabo de asesinar a mi cocinero zulú —gruñó la señorita Hazelstone.
—Eso fue lo que dije —dijo Els, conciliatorio—. Que quiere usted informar de la muerte de un negro.
—Yo no quiero hacer nada de eso. Le he dicho que acabo de asesinar a Cinco Peniques.
Els lo intentó de nuevo.
—La pérdida de cinco peniques no constituye un asesinato.
—Cinco Peniques era mi cocinero.
—Matar a un cocinero tampoco constituye un asesinato.
—¿Qué es entonces un asesinato? —la seguridad de la señorita Hazelstone en su propia culpa comenzaba a tambalearse ante el diagnóstico favorable de la situación del Konstabel Els.
—Matar a un cocinero blanco puede ser asesinato. Es improbable, pero puede ser. Pero matar a un cocinero negro no. Bajo ninguna circunstancia. Matar a un cocinero negro se considera defensa propia, homicidio justificado o eliminación de basura —Els se permitió una risilla—. ¿Ha probado usted a llamar al Departamento de Higiene? —preguntó.
Era evidente para el Kommandant que Els había perdido el poco sentido del decoro social que pudiera tener. Le apartó del teléfono y lo cogió él mismo.
—Aquí el Kommandant van Heerden —dijo—. Al parecer ha tenido usted un pequeño accidente con su cocinero.
—Acabo de matar a mi cocinero zulú —dijo implacable la señorita Hazelstone.
El Kommandant van Heerden ignoró la autoacusación.
—¿El cadáver está en la casa? —preguntó.
—El cadáver está sobre el césped —informó la señorita Hazelstone.
El Kommandant suspiró. Siempre igual. ¿Por qué la gente no mataría a los negros dentro de la casa, que era donde tenían que hacerlo?
—Tardaré unos cuarenta minutos en llegar ahí —dijo—. Y cuando llegue, encontraré el cadáver en la casa.
—No señor —insistió la señorita Hazelstone—. Lo encontrará usted en el césped, en la parte de atrás.
El Kommandant van Heerden volvió a intentarlo:
—Cuando yo llegue, el cadáver estará dentro de la casa —dijo, muy despacio esta vez.
Pero la señorita Hazelstone no parecía impresionada.
—¿Acaso insinúa usted que debo cambiar de lugar el cadáver? —preguntó furiosa.
El Kommandant se quedó sobrecogido ante la sugerencia.
—Desde luego que no —dijo—. No tengo el menor deseo de causarle molestias a usted, y además, podría haber huellas dactilares. Puede mandar usted a los criados que lo hagan.
Hubo una pausa, mientras la señorita Hazelstone consideraba las implicaciones de aquel comentario.
—Me da la impresión de que está usted sugiriéndome que altere las pruebas de un delito —dijo, lenta y amenazadora—. Me da la impresión de que intenta usted convencerme de que obstaculice la acción de la justicia.
—Señora —interrumpió el Kommandant—, yo sólo intento ayudarle a cumplir la ley.
El Kommandant se detuvo, buscando las palabras.
—La ley dice —continuó— que es un delito matar cafres fuera de casa. Pero la ley dice también que es perfectamente admisible y adecuado matarlos dentro de casa si han entrado ilegalmente.
—Cinco Peniques era mi cocinero y tenía todos los derechos legales a entrar en la casa.
—Me temo que en eso se equivoca usted —continuó el Kommandant van Heerden—. Su casa es zona blanca, y ningún cafre tiene derecho a entrar en una zona blanca sin permiso. Al disparar contra él le negó usted el permiso para entrar en su casa. Yo creo que puede enfocarse la cosa de ese modo sin problema.
Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Era evidente que la señorita Hazelstone se había convencido.
—Llegaré ahí dentro de unos cuarenta minutos —prosiguió van Heerden, añadiendo esperanzado—: y confío en que el cadáver…
—Vendrá usted en un plazo de cinco minutos y Cinco Peniques estará en el césped, que es donde lo maté —gruñó la señorita Hazelstone, al tiempo que colgó el teléfono.
El Kommandant contempló el aparato y suspiró. Colgó cansinamente y, volviéndose al Konstabel Els, le ordenó que preparase un coche.
Mientras subía la cuesta camino de Jacaranda Park, el Kommandant van Heerden sabía que se enfrentaba con un caso difícil. Contempló el cogote del Konstabel Els y su forma y color le proporcionaron un cierto consuelo.
En el peor de los casos, podría recurrir siempre a la gran capacidad de incompetencia de Els, y si, a pesar de todos sus esfuerzos por impedirlo, la señorita Hazelstone insistía en que la juzgasen por asesinato, tendría como principal testigo de la acusación contra ella, confuso y desconcertado, al Konstabel Els. Si alguna otra cosa podía salvarla, si ella se declaraba culpable ante el tribunal, y firmaba una confesión tras otra, el Konstabel Els bien interrogado por un defensor, aunque el defensor fuera medio tonto, convencería, hasta al jurado más adverso, o al juez más inflexible, de que la señorita Hazelstone era la víctima inocente de la incompetencia policial y del perjurio más desenfrenado. El fiscal del Estado llamaba al Konstabel Els, cuando se sentaba en el banquillo de los testigos, la «Coartada Instantánea».