PRÓLOGO
El monte de los Pesares
Nagashizzar,
en el 96.º año de Geheb el Poderoso
(-1325, según el cálculo imperial)
El monte tenía muchos nombres que se remontaban a los albores de la humanidad.
Los pastores nómadas de las lejanas estepas septentrionales lo llamaban Ur-Haamash, la Piedra-hogar, pues en otoño conducían a sus rebaños al sur y pasaban el invierno resguardados al pie de la amplia falda oriental. A medida que transcurrieron los siglos y las tribus prosperaron, su relación con la montaña cambió; ésta se convirtió en Agha-Dhakum, el Lugar de Justicia, donde los agravios se resolvían en juicios de sangre. Casi un milenio después, tras un largo verano de asesinatos, incursiones y traiciones, se proclamó al primer sumo cacique desde la ladera del monte, y desde ese momento en adelante las tribus lo llamaron Agha-Rhul, el Lugar de los Juramentos.
Con el tiempo, las tribus se cansaron del constante ciclo de migración. Desde las estepas septentrionales hasta el pie de la montaña y las orillas del mar de Cristal. Un invierno construyeron sus campamentos justo al suroeste del Agha-Rhul y decidieron quedarse. El campamento creció, pasando a lo largo de las generaciones de un rudimentario asentamiento a una creciente, fétida y ruidosa ciudad. El territorio del sumo cacique aumentó hasta abarcar toda la costa del mar interior e incluso se extendió al norte hasta la gran meseta, desde donde se veían las inhóspitas estepas de donde habían venido las tribus.
Y entonces llegó la terrible noche en la que la piedra celeste cayó del cielo, y el nombre del monte cambió una vez más.
* * *
Llegó una noche en la que la espantosa luna maligna colgaba baja y llena en el cielo, trazando un arco hacia el este en medio de una silbante lanza de fuego verdoso. Cuando chocó contra la montaña, el estruendo pudo oírse en kilómetros a la redonda; la fuerza del impacto retumbó en las laderas y derrumbó aldeas al otro extremo del mar de Cristal. La gran ciudad de las tribus quedó devastada. Las construcciones acabaron hechas añicos o reducidas a cenizas por espeluznantes llamas verdes. Cientos de personas murieron y cientos más sufrieron horribles enfermedades y malformaciones en los meses posteriores. Los supervivientes dirigieron la mirada al norte con una mezcla de asombro y terror hacia la reluciente columna de polvo y ceniza que se alzaba de la gran herida abierta en la ladera de la montaña.
La destrucción fue tan repentina, tan terrible, que sólo podía tratarse de la obra de un dios iracundo. Al día siguiente, el sumo cacique y su familia subieron por la ladera, se inclinaron ante el cráter y le ofrecieron sacrificios a la piedra celeste a fin de que su gente sobreviviera Agha-Rhul se convirtió en Khad-tur-Maghran: el Trono de los Cielos.
El sumo cacique y su gente veneraron la piedra celeste. Se pusieron el nombre de yaghur —los Fieles— y, con el paso del tiempo, sus sacerdotes aprendieron a invocar el poder de la piedra celeste para ejecutar terribles actos de hechicería. Los yaghur se volvieron poderosos una vez más y el sumo cacique empezó a referirse a sí mismo como el elegido del dios celeste. Sus sacerdotes lo ungieron rey y le dijeron a la gente que el mismísimo dios hablaba a través de él. El clero de la piedra celeste sabía que, mientras los reyes de los yaghur prosperasen, su propia riqueza y poder también crecerían.
Y así fue, durante muchas generaciones, hasta que los reyes de los yaghur se volvieron decadentes y enloquecieron, y la gente sufría a diario bajo su reinado. Al final, no pudieron soportarlo más; abjuraron de sus juramentos en favor de un nuevo dios y derrocaron al rey y su clero corrupto. El templo de la montaña fue precintado y los yaghur se dirigieron de nuevo al norte, siguiendo los antiguos senderos que sus antepasados habían recorrido miles de años antes en busca de una vida mejor. Cuando hablaban de la montaña en los años posteriores, si es que llegaban a nombrarla, la llamaban Agha-Nahmaci el Lugar de los Pesares.
Y así siguió siendo durante siglos. La montaña se transformó en un lugar desolado y embrujado, envuelto en los vapores venenosos de la inmensa piedra celeste enterrada en su corazón. Los yaghur se establecieron en una gran meseta situada al norte de la montaña y degeneraron otra vez en un grupo de tribus. Prosperaron durante un tiempo, pero su nuevo dios resultó igual de hambriento y cruel que el que habían dejado atrás. Las escisiones y la guerra civil asolaron a los yaghur. Al final, aquellos que trataron de regresar a las antiguas costumbres y venerar al dios de la montaña fueron expulsados. Consiguieron regresar a las orillas del mar de Cristal e intentaron sobrevivir en los inhóspitos pantanos, ofreciéndole sacrificios a la montaña y enterrando a sus muertos a los pies de la misma con la esperanza de recobrar el favor del dios celeste.
La salvación no llegó de la gran montaña, sino de las tierras desiertas que se extendían al oeste: el espantoso y desgarbado cadáver de un hombre, ataviado con harapos polvorientos que en otro tiempo habían sido las vestiduras de un rey. Febril y atormentado, el poder de la piedra celeste lo atrajo como las llamas a una polilla.
Se trataba de Nagash el Usurpador, señor de los muertos vivientes. Cuando las energías de la piedra celeste cedieron a su voluntad, reclutó una legión de cadáveres procedentes de los cementerios de los yaghur y asesinó a sus sacerdotes en una única noche de masacre. Exigió la lealtad de las tribus costeras y éstas se inclinaron ante él, venerándolo como al dios de la montaña hecho carne.
Pero Nagash no era ningún dios. Sino algo mucho más terrible.
Más de doscientos años después de la llegada de Nagash, la gran montaña había sido transformada. Los adláteres del nigromante habían trabajado noche y día para abrir una extensa red de cámaras y pasadizos en el corazón de la roca viva y hundieron aún más los pozos mineros en busca de depósitos de reluciente piedra celeste. Siete altas murallas y cientos de torres aterradoras surgían de las laderas de la montaña rodeando fundiciones, almacenes, barracones y patios de maniobras. Negras chimeneas escupían columnas de humo y ceniza hacia el cielo que se mezclaban con los propios vapores de la montaña desplegando un manto de sombra perpetua sobre el monte y las sombrías aguas del mar de Cristal. Escorrentías contaminadas procedentes de las obras de la mina y la construcción de la fortaleza se extendían por los cementerios vacíos de la base de la montaña y desembocaban en las aguas del mar, contaminando todo lo que tocaban.
Esto era Nagashizzar. En la lengua de las grandes ciudades de la lejana Nehekhara significaba «la gloria de Nagash».
El gran salón del Usurpador se encontraba en las profundidades de la montaña fortificada y había sido tallado por manos de esqueleto a partir de una caverna natural que no había conocido nunca la luz del detestable sol. Habían trabajado penosamente bajo la guía mental de su amo, alisando las paredes, colocando losas de mármol negro y esculpiendo altas y complicadas columnas para sostener el techo arqueado del salón. Y sin embargo, a pesar de su artística construcción, la gran cámara resonante era fría y austera, carente de estatuas o braseros de incienso aromático.
Finas vetas de piedra celeste brillaban en las paredes de la cámara, delineando las altísimas columnas e intensificando las sombras entre ellas. La otra única luz provenía del otro extremo del salón, donde una rugosa esfera de piedra celeste del tamaño de un melón descansaba sobre un rudimentario trípode de bronce al pie de un estrado de poca altura. La piedra emitía un horrible y palpitante brillo verde en lentas oleadas, bañando el trono de Nagash en cambiantes mareas de luz y sombra.
Bajo la tenue luz, la forma envuelta en una túnica del nigromante parecía tallada de la misma madera oscura y rígida que la propia silla. Permanecía sentado inmóvil como la muerte, con la cabeza encapuchada vuelta hacia la piedra palpitante como si meditase sobre sus relucientes profundidades. El dobladillo de la capucha estaba bordado con complejas series de símbolos arcanos y las gruesas capas de la túnica exterior estaban forradas con medallones de bronce embrujados con potentes sigilos de protección. La piel de sus manos desnudas era oscura y curtida como la de un cadáver enterrado hacía mucho tiempo, y la carne bajo la túnica estaba retorcida y deforme. En lugar de ojos vivos, dos llamas verdes titilaban fríamente desde las profundidades de la capucha, insinuando la cruel e inflexible voluntad que animaba el grotesco cuerpo del nigromante.
En otro tiempo, Nagash había sido un poderoso príncipe, descendiente de una gran dinastía en un reino rico y civilizado. Por tradición se había visto obligado a convertirse en sacerdote, cuando de otro modo podría haber llegado a ser rey, y eso era algo que no podía tolerar. Despreció a los dioses de su pueblo, los llamó parásitos y cosas peores, y buscó una nueva senda al poder. Y así aprendió los secretos de la magia oscura, como la practicaban los crueles druchii del lejano norte, y los combinó con sus conocimientos sobre la vida y la muerte para crear algo completamente nuevo y terrible. Los secretos de la nigromancia le otorgaron el secreto de la vida eterna, y el dominio sobre los espíritus de los muertos.
Con el tiempo, se apoderó del trono de su hermano y esclavizó a su esposa, quien representaba nada menos que las bendiciones de los dioses hechas carne. Sojuzgó toda la región, forjando un reino como no se había visto en siglos, y aun así no fue suficiente. Intentó convertirse en algo aún más grande… algo muy parecido a un dios.
Al final, la gente de Nehekhara no pudo soportar los horrores de su reinado por más tiempo, y se sublevó. La guerra fue más terrible que nada que hubieran experimentado antes: ciudades enteras quedaron devastadas y las víctimas se contaron por millares. Las mayores maravillas de la era se desmoronaron y, al final, incluso el pacto sagrado entre la gente y los dioses se rompió para siempre, pero el poder del Usurpador llegó a su fin.
Con el reino en ruinas, Nagash huyó hacia los páramos situados al norte, donde vagó, herido y delirante, durante cien años. Y allí podría haber perecido al final —privado de poder, y sin el elixir vivificante para devolverle la vitalidad, con el tiempo el sol y los animales carroñeros habrían tenido éxito donde todos los reyes de Nehekhara no pudieron— si no hubiera sido por su encuentro con una partida de monstruosidades contrahechas que no eran hombres ni ratas, sino una horrible combinación de ambos. Las criaturas eran una especie de recolectores que recorrían la región en busca de fragmentos de piedra celeste de la que creían que eran dones de su extraña deidad cornuda. Tras matar a las criaturas en medio de un salvaje frenesí, Nagash sintió el poder puro de los fragmentos que poseían, y su necesidad era tan grande que se los comió, haciéndolos bajar por su garganta marchita. Y en ese terrible momento, el nigromante renació.
Su búsqueda de más piedra ardiente, como la llamaba Nagash, lo había traído a las orillas del mar de Cristal y las faldas de la antigua montaña. Y aquí sus planes de venganza contra el mundo de los vivos habían arraigado.
Desde Nagashizzar extendería sus garras para estrangular al mundo y gobernar la oscuridad que llegaría entonces. Y la primera en morir sería Nehekhara, la otrora Tierra Bendita.
Había decenas de miles de cadáveres trabajando afanosamente en los salones del Rey Imperecedero, todos ellos empujados en cierta medida por un fragmento de la voluntad de Nagash. Las exigencias a las que se veía sometida su conciencia creaban períodos de frío ensueño, esparciendo sus pensamientos como las chispas de una llama. El tiempo dejaba de tener ningún sentido real y su mundo se concentraba en el progreso de construcción y excavación, el carbón con el que alimentaban las grandes forjas y el metal al que daban forma de hachas, lanzas y espadas. Desde el momento de su construcción, Nagashizzar se había estado armando para la guerra.
El crujido de tendones trenzados y el chirrido de unas pesadas bisagras se inmiscuyeron en sus pensamientos. Su atención se distrajo, pasando de miles de motas desperdigadas a concentrarse en las altísimas puertas situadas en el otro extremo de la cámara.
Las puertas —dos placas de grueso bronce inacabado de más de seis metros de alto— se separaron lo justo para dejar pasar a cuatro figuras silenciosas. Éstas se adentraron con rapidez en la oscuridad del salón, moviéndose con una meta y cierto grado de deferencia. Unos monstruos merodeaban y resoplaban tras ellos: seres desnudos y mugrientos cuyos cuerpos se asemejaban a los de los hombres, pero que trotaban por el suelo de piedra como simios. Las criaturas se mantenían en las sombras más profundas de la cámara, dando vueltas alrededor de los cuatro intrusos como una manada de chacales hambrientos.
El líder de los cuatro era un hombre alto y de hombros anchos, ataviado con una armadura de bronce y cuero de estilo nehekharano cuyo refinamiento desentonaba con el rostro cubierto de cicatrices y de frente prominente del guerrero. Tenía la alborotada melena pelirroja y la barba larga y ahorquillada entrecana y la piel alrededor de los ojos hundidos marcada por el peso de muchos años, pero los gruesos brazos del guerrero todavía estaban cubiertos de músculos. En otro tiempo había sido Bragadh Maghur’kan, un poderoso caudillo y líder de las tribus del norte que en la antigüedad se llamaban los yaghur. Nagash había conquistado a las tribus después de dos siglos y medio de guerra encarnizada y las había convertido en vasallos de su creciente imperio. Ahora los poblados fortificados de la meseta septentrional entregaban a dos tercios de sus hombres para que protegieran las murallas de la gran fortaleza hasta que murieran e hicieran trabajar a sus huesos en las minas.
Al lado del antiguo líder se encontraban Diarid, su lugarteniente en jefe, y un bárbaro de cabeza rapada llamado Thestus. A diferencia de Bragadh y Diarid, Thestus era descendiente de una de las primeras tribus conquistadas y no había conocido más que servidumbre al Rey Imperecedero y durante la guerra había ascendido hasta comandar el ejército viviente del nigromante. Había sido trasladado a las órdenes de Bragadh, su otrora enemigo, en cuanto el antiguo caudillo hubo doblado la cerviz.
Para Nagash era evidente que los dos hombres se odiaban y desconfiaban el uno del otro, que era exactamente lo que él quería.
El cuarto miembro del grupo era una mujer que caminaba exactamente dos pasos a la izquierda y uno por detrás de Bragadh. A diferencia de los hombres, no se dignaba a llevar un atuendo civilizado y se aferraba tercamente a la ropa de lana y cuero de su antigua condición. Por tradición, a los líderes de las tribus septentrionales los aconsejaban tres brujas temibles y astutas que permanecían al lado de sus caciques en tiempos de paz y luchaban junto a ellos en tiempos de guerra. Las dos hermanas de Akatha habían muerto en la última batalla de la guerra, cuando los guerreros de Nagash atravesaron las puertas de Maghur y derrotaron a la agotada partida de guerra de Bragadh. A pesar de su edad, todavía estaba delgada y en forma. Su rostro estrecho podría haber resultado atractivo en otro tiempo, pero los años en Nagashizzar lo habían endurecido hasta convertirlo en algo parecido a una espada: frío, afilado y deseoso de herir. La bruja llevaba ceniza en el pelo fuertemente trenzado en señal de luto desde que Bragadh se había postrado mostrando sumisión.
Nagash toleraba que Akatha continuara viviendo porque ésta atenuaba su odio con un rígido pragmatismo que servía para controlar la obstinada naturaleza de los bárbaros.
Los norteños se acercaron al estrado y se arrodillaron. Akatha dobló la rodilla despacio, convirtiéndolo en otro gesto más de desafío que el nigromante simplemente ignoró.
Las articulaciones chirriaron y los músculos crujieron cuando Nagash volvió la cabeza para mirar a Bragadh. Con un esfuerzo deliberado, obligó a sus pulmones a tomar aire. Éste le bajó por la garganta con un ruido áspero como si fuera el viento aullando sobre la piedra.
—¿Qué significa esto? —dijo Nagash con una voz sepulcral.
Bragadh levantó la cabeza despacio y miró a su señor a la cara. Fuera lo que fuera el bárbaro, no carecía de valor.
—Vengo a hablaros de vuestro ejército, alteza —contestó hablando en nehekharano con mucho acento.
La irritación de Nagash creció. Cuando Bragadh hablaba del ejército, se refería a su gente. Su gente viva. Le molestaba pensar que aún necesitara la ayuda de sirvientes de carne y hueso; le recordaban que, a pesar de todo, su poder todavía tenía límites prácticos.
—¿Hay algún problema con su adiestramiento? —preguntó, su voz quebrada tenía un tono burlón.
Bragadh se armó visiblemente de valor.
—El adiestramiento es el problema, alteza —respondió con calma—. No tiene fin. Hay hombres en las compañías de lanceros que no han conocido otra cosa toda su vida.
Los norteños eran poderosos guerreros, pero luchaban como animales, arrojándose desordenadamente contra sus enemigos sin pensar en la batalla general que se libraba. Nagash quería soldados que pudieran pelear en compañías disciplinadas y no rompieran filas la primera vez que se enfrentasen a una carga de caballería. Se les ordenó a los norteños que aprendiesen el arte correcto de la lanza y el escudo, cómo marchar como una unidad y responder a las llamadas de trompeta como lo hacía la infantería nehekharana. Las forjas de Nagashizzar trabajaban día y noche para proveerlos con armas que igualaban cualquiera que pudieran proporcionar las grandes ciudades, pues con el tiempo marcharían a la vanguardia de la enorme hueste que dejaría su antigua patria en ruinas. Incluso ahora, cientos de años después de la guerra contra los reyes rebeldes, el sabor de la derrota en Mahrak le ardía como una brasa caliente en las entrañas. No era suficiente derrotar a los nehekharanos; Nagash deseaba destruirlos completamente, aplastar sus ejércitos y pulverizar sus ciudades, de modo que nadie dudase nunca de que él era el conquistador más grande que había hollado la tierra desde Settra el Magnífico.
—¿No están aprendiendo como deberían? —inquirió Nagash con voz áspera.
La pregunta fue igual de afilada y amenazadora que una hoja envenenada.
—No están aprendiendo a hacer la guerra, alteza —declaró Bragadh—. Marchan al son de las trompetas dormidos, pero la mayoría aún no ha derramado la sangre de un enemigo. El propósito de un ejército es luchar.
Los abrasadores ojos del nigromante se estrecharon hasta convertirse en puntitos.
—El ejército luchará cuando yo lo ordene —respondió. Recordó la Legión de Bronce de Ka-Sabar y las compañías de Rasetra, sus mayores adversarios durante la guerra. No tenía ninguna duda de que podrían aplastar a los bárbaros—. Tus compañías son frágiles. No están preparadas para enfrentarse a tropas veteranas.
—Eso sólo puede obtenerse con la experiencia —contraatacó Bragadh—. Hay tribus de rakhads en las montañas, al norte de la gran meseta. Son temibles en batalla, pero igual de salvajes e indisciplinados como lo éramos nosotros, hace años. Luchar contra ellos podría servirles de iniciación a los guerreros, alteza. Una campaña breve, cerca de los poblados fortificados. Resultaría fácil abastecer al ejército, y encima podríamos obtener una buena cosecha de esclavos.
Nagash miró pensativo al líder bárbaro. La idea tenía cierto mérito; en sus tiempos, las grandes ciudades solían organizar incursiones a pequeña escala unas contra otras para proporcionarles a sus nobles jóvenes la oportunidad de derramar un poco de sangre y ver de primera mano cómo era la batalla.
Pero ¿ése era el único motivo de la petición de Bragadh? Después de veinticinco años, los norteños habían recuperado la fuerza que habían perdido en la larga guerra contra Nagashizzar; ahora estaban mejor adiestrados y mejor equipados de lo que lo habían estado nunca. En cuanto hubieran abandonado la sombra de la gran fortaleza, ¿no estarían tentados de rebelarse? Era posible, pensó el nigromante.
Su mirada pasó de Bragadh a su paladín, Diarid, y luego a Akatha. Sus rostros no delataban ningún indicio de traición, pero eso significaba poco. Los norteños eran esclavos, y ¿qué esclavo no soñaba con ponerle un cuchillo en la garganta a su amo?
Nagash se mantuvo en silencio un momento, considerándolo.
—¿De qué tamaño es la fuerza que propones?
Bragadh enderezó los hombros.
—No más de cinco o seis mil guerreros —respondió rápidamente mientras se le iba notando el entusiasmo en la voz—. Una partida de guerra de ese tamaño sería lo bastante pequeña para conseguir entrar en las montañas, aunque con mucho lo suficientemente fuerte para encargarse de una sola tribu de pieles verdes.
El nigromante asintió despacio con la cabeza.
—Muy bien —aceptó—. ¿Cuánto se tardaría en reunir a esa fuerza?
Bragadh sonrió con avidez.
—La partida de guerra podría estar en camino antes de que acabe el día, alteza.
—Bien —respondió Nagash—. En ese caso, Thestus y la fuerza de asalto deberían estar de regreso en Nagashizzar para finales de verano.
Nagash observó cómo Thestus levantaba la cabeza sorprendido. La mirada del lugarteniente pasó de Nagash a Bragadh. Una leve sonrisa le tiraba de la comisura de la boca.
Bragadh frunció el entrecejo, como si no estuviera seguro de qué acababa de oír.
—¿Thestus? No lo entiendo.
—Tu lugar está aquí, adiestrando al resto del ejército —explicó Nagash—. No pensarías guiar la incursión tú mismo, ¿verdad?
Bragadh le echó una mirada a su rival. Cuando notó la amplia sonrisa en el rostro de Thestus, hizo rechinar la mandíbula furioso. Después de un momento, dijo:
—Thestus es… un guerrero competente. Pero no sabe nada de los rakhads. Los únicos enemigos que ha conocido han sido su propia gente.
A Thestus le ofendió el desprecio presente en la voz del caudillo. Nagash se rio entre dientes, un sonido parecido a piedras chirriando.
—Un enemigo es lo mismo que otro —comentó—. Todos los hombres mueren de la misma forma.
—Los pieles verdes son más bestias que hombres —insistió Bragadh—. ¡Enviar a Thestus a enfrentarse a ellos sería un desastre!
—Entonces no enviaremos a nadie —repuso Nagash con frialdad—. Tus guerreros tendrán que esperar para luchar hasta que emprendamos la marcha sobre Nehekhara.
—¿Y eso cuándo será? —preguntó Bragadh, perdiendo el control.
—Pronto —contestó Nagash—. Haz bien tu trabajo, y apresurarás la llegada de ese día.
El tono de la respuesta de Nagash dejaba claro que no había nada más que decir, pero Bragadh no había terminado. Mientras los bárbaros se ponían en pie, él cruzó los musculosos brazos sobre el pecho y miró al nigromante con el entrecejo fruncido.
—Olvidaos de los pieles verdes entonces, continuaremos con el adiestramiento —dijo—; pero tened en cuenta que un cuchillo sólo se puede afilar hasta cierto punto antes de que se desgaste hasta convertirse en una astilla. ¡Los hombres viven para derramar la sangre de sus enemigos! Si no se les proporciona un enemigo contra el que poner a prueba su fuerza, se buscarán uno ellos solos.
Nagash miró fijamente al caudillo. Se inclinó hacia adelante despacio mientras apretaba los brazos del trono con sus manos momificadas.
—Si se ha de derramar sangre en Nagashizzar, ¡la derramaré yo! —exclamó entre dientes—. Adviérteles a tus guerreros de que no ansíen demasiado la muerte, Bragadh, ¡o se la proporcionaré!
Thestus palideció ante el tono de la espantosa voz de Nagash. Unas figuras se removieron en las sombras: las formas contrahechas de los devoradores de carne del nigromante se acercaron poco a poco a los bárbaros arañando el suelo de piedra con las garras. Les colgaban unas lenguas largas y negras de las bocas con colmillos y tenían las afiladas orejas parecidas a las de un chacal pegadas a las cabezas calvas y protuberantes. Unos gruñidos húmedos y ásperos surgían de sus gargantas mientras se preparaban para abalanzarse sobre los norteños.
Los bárbaros les lanzaron miradas de odio a los devoradores de carne. La mano de Diarid se deslizó hacia la empuñadura de su espada, pero Bragadh lo detuvo con una brusca sacudida de cabeza. El caudillo apartó la mirada de los monstruos y levantó la vista hacia Nagash.
—Entiendo, alteza —dijo entre dientes—. Escucho y obedezco.
Nagash se reclinó contra el trono, satisfecho.
—Vete entonces —añadió despidiendo a los norteños con un gesto de una mano curtida—. Y recuérdales a tus guerreros quién es el amo aquí.
Bragadh inclinó la cabeza despacio, luego les volvió la espalda a los devoradores de carne y salió del salón dando furiosas zancadas. Las criaturas hicieron ademán de seguirlos, gruñendo todavía, pero Akatha se detuvo y clavó en la manada una mirada fría que los paró en seco.
Nagash observó a la bruja con los ojos entrecerrados. Akatha lo miró a la cara sin miedo, apartando la mirada sólo un instante antes de que el gesto se pudiera interpretar como un desafío. Siguió al caudillo sin volver la vista ni una sola vez para mirar al nigromante ni a sus bestias.
Los devoradores de carne los vieron marcharse, gruñendo desde el fondo de la garganta.
* * *
Con sus kilómetros de murallas y cientos de metros de torres almenadas, Nagashizzar era la fortaleza más grande y terrible jamás construida… pero ya había un enemigo royendo sus cimientos.
Miles de metros por debajo del gran salón del nigromante, en extensas cavernas goteantes y gallerías a medio terminar, se había congregado una poderosa hueste. El ejército era tan enorme que no se lo podía contener en un solo lugar. Se extendía por las profundidades como un mar de cuerpos de pelaje oscuro, aguardando únicamente una orden de su señor para inundar los niveles superiores de la fortaleza y reclamar sus tesoros para gloria de la Gran Cornuda.
En una de estas cavernas abarrotadas, el señor del ejército se encontraba sobre un estrado tallado toscamente en la roca viva y contemplaba la apestosa multitud dispuesta ante él. La cambiante luz verdosa que proyectaban unos faroles de piedra divina se deslizaba sobe un mar de cuerpos con armadura. Colas desnudas y rosadas se agitaban inquietas y largos hocicos se arrugaban, olfateando el aíre fétido. Labios finos dejaban al descubierto largos dientes afilados como cinceles. Agudos susurros hambrientos llenaban el espacio resonante con un malévolo rugido parecido al ruido del oleaje.
Eekrit Calumniador, señor del clan Rikek y líder del ejército de skavens más grande congregado en la historia del Imperio Subterráneo, se frotó con expectación las patas con garras y pensó en la riqueza y el poder que pronto serían suyos. Había más piedra divina enterrada en la montaña de la que su pueblo había visto nunca. Este descubrimiento había empujado a los intrigantes Señores Grises a arrebatos de traición y asesinato que habían arrasado los Grandes Clanes durante décadas antes de que el Gran Vidente interviniera por fin. La alianza resultante había llevado a la creación de la fuerza expedicionaria, compuesta de enormes contingentes de guerreros procedentes de cada uno de los doce Grandes Clanes y sus vasallos. Dispuestos contra ellos —hasta donde sabían los exploradores con ropas negras del ejército— no había más que unos cuantos miles de cadáveres ambulantes trabajando duro en las minas. Nadie le había explicado satisfactoriamente a Eekrit de dónde habían salido los cadáveres ni qué estaban haciendo exactamente con la piedra divina que sacaban del corazón de la montaña. El viejo Vittrik Un Ojo, maestro de las máquinas de guerra de la hueste, conjeturó en una ocasión que los esqueletos podrían ser los restos de trabajadores esclavos de un reino muerto tiempo atrás, animados por las energías de las mismas piedras que extraían y empujados a trabajar incansablemente en las minas por toda la eternidad. Eekrit sospechaba que el brujo hablaba desde las profundidades de uno de sus numerosos odres de vino, pero no era tan tonto como para señalarle eso al maestro de máquinas.
Francamente, a Eekrit no le importaba quiénes eran los habitantes esqueleto de la montaña. Sus guerreros solos eran diez veces más numerosos que ellos. La montaña sería suya en cuestión de horas, aunque mantenerla probablemente resultara una tarea muchísimo más peligrosa.
El estrado estaba abarrotado de individuos a los que les encantaría envenenarle el vino o clavarle una daga entre las costillas en cuanto fuera beneficioso. Justo a la derecha de Eekrit se encontraba su lugarteniente, Lord Hiirc, un joven e inmaduro idiota del clan Morbus, actualmente el más poderoso de los Grandes Clanes. En apariencia, Hiirc no daba la impresión de suponer la más mínima amenaza; no tenía experiencia como líder de guerra, ninguna destreza en especial como guerrero ni asesinatos notables ligados a su reputación. Tenía un aspecto saludable y estaba bien alimentado, llevaba la cara marcada con finas escarificaciones y los dientes afilados cubiertos de oro, a la manera de los asquerosamente ricos. Pero a Eekrit no se le había pasado por alto el auténtico tesoro de amuletos de piedra divina que rodeaba el escuálido cuello de Hiirc; aquel idiota resplandecía debido a tanta piedra pulida que casi no necesitaba porta-faroles para moverse en la oscuridad. Eekrit, naturalmente, no le había echado un buen vistazo a los amuletos —eso se habría considerado una grosería—, pero sus espías le habían contado lo suficiente para saber que la inmensa mayoría eran talismanes de protección contra todo, desde cuchillos de asesinos a fiebres. Había señores de clan que no estaban recubiertos de hechizos protectores tan concienzudamente, lo que le decía mucho al astuto Eekrit. El clan Morbus no estaba protegiendo a Hiirc, estaba asegurando su posición dentro del ejército. A Eekrit no le cabía la menor duda de que el séquito de Hiirc estaba atiborrado hasta el hocico de «consejeros» mucho más experimentados y competentes que el joven señor-rata, quienes dirigirían el rumbo de la campaña desde las sombras en caso de que Hiirc se encontrara al mando del ejército.
Luego estaba el Maestro de Traiciones vestido de negro del ejército, Lord Eshreegar, quien comandaba las compañías de asesinos-exploradores. Los asesinos-exploradores eran los ojos y oídos del ejército… y la daga en su mano izquierda, cuando la situación lo requería. Las ratas de Eshreegar habían dedicado años a explorar los túneles y cámaras de la gran montaña, hasta conocerla mejor que sus propios nidos de cría; ése era el único motivo por el que Eekrit se había esforzado tanto en emplear favores, halagos y sobornos descarados para estar en buenas relaciones con Eshreegar. Éste había aceptado los numerosos obsequios del señor de la guerra con gran placer y se había dignado proporcionar unos cuantos secretos escogidos acerca de las maniobras de sus rivales, pero Eekrit no podía estar seguro de en qué bando estaba exactamente el Maestro de Traiciones. El señor de la guerra había tratado de cubrirse las espaldas durante la marcha desde la Gran Ciudad intentando sobornar a varios lugartenientes de Eshreegar, pero las tres ratas que habían aceptado sus sobornos se las habían arreglado para sufrir accidentes truculentos y tremendamente inverosímiles antes de que el ejército llegara a su destino.
Lord Eshreegar se encontraba en cuclillas a la izquierda de Lord Eekrit, hablando en susurros con varias de sus ratas-daga vestidas de negro. Era alto y delgado para ser un hombre rata, un auténtico gigante entre los asesinos-exploradores, que por lo general solían ser criaturas pequeñas y rápidas. Aunque su reputación como acechador y asesino era legendaria entre los clanes, la expedición a la gran montaña era la primera oportunidad en la que estaba al mando de una unidad de exploradores. Lo que hablaba muy bien de sus contactos y reputación entre los herméticos clanes de asesinos, si bien no necesariamente de su habilidad como líder de exploradores.
Y además estaba Lord Qweeqwol, el representante de los videntes grises en la expedición. Muchos creían que el viejo y loco Qweeqwol —una rata anciana, senil y llena de úlceras— ya había dejado atrás sus mejores años; la mayoría de los señores-rata de la Gran Ciudad suponían que lo habían elegido para acompañar a la expedición como una concesión al Consejo de los Trece. Puesto que el Gran Vidente era el impulsor de la gran alianza que había hecho posible la expedición, los Señores Grises se mostrarían extraordinariamente susceptibles al más mínimo indicio de que los videntes grises estuvieran disponiendo las cosas en beneficio propio. Pocos skavens consideraban que el viejo Qweeqwol supusiera una gran amenaza en ese sentido.
Eekrit era uno de los pocos paranoicos. No podía evitar reparar en que Qweeqwol no sólo había sido Gran Vidente durante más de cuarenta años, sino que se había retirado voluntariamente de ese puesto en favor de Greemon, el actual Gran Vidente. La mayor parte de los skavens pensaba que eso sólo confirmaba lo realmente mal que estaba Qweeqwol. Eekrit no estaba tan seguro.
El señor de la guerra le echó una mirada cautelosa por encima del hombro al anciano vidente. Qweeqwol se encontraba justo al fondo del rudimentario estrado y aferraba un grueso y nudoso báculo de ciprés negro con sus patas arrugadas. El báculo tenía sigilos arcanos tallados e incrustaciones de piedra divina machacada a lo largo de toda su longitud, de modo que una nube de energía mágica hacía titilar el aire que rodeaba la vara de madera. El skaven de pelaje blanco permanecía de espaldas a la reunión y arrugaba el hocico afilado mientras estudiaba las estrías de la pared posterior de la caverna. Qweeqwol hablaba entre dientes, el tono de las sibilantes palabras era apenas lo bastante bajo para que Eekrit no las entendiera. Cuando la mirada del señor de la guerra se posó sobre él, el vidente se enderezó ligeramente. Volvió la cabeza sarnosa para mirar a Eekrit; una luz verde se deslizaba por los trozos de piel calva y grisácea deformada por tumores palpitantes. Qweeqwol tenía las orejas desgarradas y frágiles, igual de finas y delicadas que el pergamino mojado, y donde en otro tiempo habían estado sus ojos ahora sólo había unos huecos marchitos, rodeados de carne vieja y llena de cicatrices. Dos orbes de pura piedra-divina pulida, tallados con forma de ojos, brillaban desde aquellas cuencas destrozadas. Estos clavaron en Eekrit una mirada fija e inquietante.
El señor de la guerra apenas pudo contenerse para no sacudir la cola con inquietud. Un derrumbe, pensó. Eso es lo que necesitaba. Una lluvia de rocas afiladas sobre las cabezas de aquellos que lo irritaban. Rocas afiladas y envenenadas. Sí, eso serviría. Debería hablar con Vittrik. Tal vez se pudiera organizar algo.
A Lord Vittrik, el maestro de máquinas, no se lo veía por ninguna parte. Por lo general, el ingeniero-brujo nunca se apartaba demasiado de los relucientes artilugios chisporroteantes que él y sus compañeros de clan habían traído de la Gran Ciudad. Las máquinas de piedra divina del clan Skryre eran legendarias entre los skavens; también eran particularmente caprichosas y a menudo igual de mortíferas para quien las operaba que para los demás. Con demasiada frecuencia, las cubiertas de bronce de sus temibles armas sencillamente saltaban por los aires en el fragor de la batalla, lanzando esquirlas irregulares de metal encendido que atravesaban a amigos y enemigos por igual. Había muchos señores de clan que menospreciaban a los advenedizos brujos y sus inventos inestables; otros les temían, pues creían que un día podrían encontrarse entre los clanes más poderosos, siempre que pudieran obtener suficiente cantidad de piedra divina para producir sus máquinas en masa. De entre todos los clanes, ellos eran los que ganarían más si la expedición tenía éxito. Eekrit pensaba que eso convertía a Vittrik en un aliado natural, pero el ingeniero-brujo se mostraba insufriblemente ajeno a sus tentativas de acercamiento. Con o sin sus artilugios llameantes, si las ratas del clan Skryre no conseguían dominar las intrigas más simples acabarían extinguiéndose muy pronto, reflexionó Eekrit.
Se produjo un revuelo entre los asesinos-exploradores. Lord Eshreegar estaba intentando atraer su atención, con el hocico levantado y las patas apoyadas una sobre la otra y apretadas contra el pecho estrecho. El altísimo skaven tuvo que encorvar un tanto los hombros para bajar los ojos a un nivel justo por debajo de los del señor de la guerra.
—Todo está preparado —murmuró Eshreegar. Su voz se parecía al sonido que producía el bronce al pasarlo por una piedra de afilar—. Los exploradores aguardan tu señal.
Lo que era una manera cauta de decir: «empieza de una vez».
Lord Eekrit sacudió las orejas en señal acuerdo mientras la cola le golpeaba los talones. Iba ataviado para la guerra, cubierto con una pesada loriga de escamas de bronce sobre un grueso jubón de piel humana curtida. Una pesada capa, bordada con runas de protección contra emboscadas y traiciones, le cubría los hombros. Un amuleto con un trozo de pieza divina engastado del tamaño de la palma de una pata le colgaba de una cadena de oro alrededor del cuello. Era tanto un distintivo de rango como una muestra del favor de la Gran Cornuda. Levantó la pata para acariciarla pulida superficie con la punta de una garra.
Eekrit observó a los mensajeros que permanecían arrodillados al pie del estrado mientras gruñía pensativo. Ésta no sería una batalla campal en la que podría subirse a un trozo de terreno elevado y abarcar los movimientos de todo su ejército. Este ataque seguiría docenas de sendas serpenteantes a través de la laberíntica fortaleza, dirigido por un flujo constante de mensajes entre Eekrit y caciques. Él no se acercaría a la batalla más allá del estrado sobre el que se encontraba ahora.
El señor de la guerra apoyó la pata sobre la empuñadura de la espada. Pegó las orejas contra los lados del cráneo. Con una sacudida de la cola, un embriagador olor a almizcle llenó el aire alrededor de Eekrit. Un revuelo se extendió entre los skavens reunidos sobre el estrado; al pie de la plataforma de piedra, los mensajeros apretaron las patas contra el pecho y levantaron los hocicos. Las narices rosadas se agitaron y los labios se estremecieron dejando al descubierto dientes romos y amarillentos.
Lord Eekrit estiró la pata libre.
—¡Adelante! —ordenó con voz estridente—. ¡Llevadles mis órdenes a los caciques! ¡Invadid los túneles! ¡Haced pedazos a nuestros enemigos! ¡Apoderaos de los tesoros de la Gran Cornuda! ¡Atacad-atacad!
Los mensajeros se dispersaron, entre cotorreos y chillidos, formando una masa de capas oscuras y colas que se sacudían. Bajaron corriendo por sendas estrechas entre las grandes partidas de guerra, provocando que una oleada de excitación se extendiera por la horda inquieta. Se perdieron de vista en cuestión segundos. Entonces, desde el otro extremo de la caverna, llegó un espeluznante coro de silbatos de hueso, cuyo tono subía y bajaba en una inquietante cadencia que siempre conseguía ponerle los pelos de punta al señor de la guerra. En respuesta a la llamada, los jefes de grupo les gruñeron y gritaron a sus guerreros. La gigantesca masa de cuerpos peludos comenzó a agitarse como un mar embravecido a medida que el ejército empezaba a moverse. Miles de patas con garras rasparon contra la piedra y el aire se estremeció con una cacofonía de campanas de latón y platillos que entrechocaban. Lord Eshreegar les chilló una orden a sus asesinos-exploradores y los envió corriendo tras de la masa de guerreros, con las capas negras ondeándoles a los costados. Los numerosos exploradores del ejército serían los responsables de conducir a los dispersos contingentes de ratas de los clanes a través del laberinto de túneles hacia sus objetivos. Lord Eekrit dirigió su atención hacia un lado del estrado e hizo señas para que le acercaran una copa de vino.
Los skavens marchaban a la guerra.