9
Últimos recursos
Nagashizzar,
en el año 99.º año de Usirian el Terrible
(-1.285, según el cálculo imperial)
EL sonido llegaba muy lejos por los corredores de piedra desnuda del kreekar-gan. Los asesinos-exploradores corrieron hacia las profundas sombras al oír los primeros y débiles sonidos de movimiento más adelante en el pasillo. Con las orejas bien abiertas y agitando la nariz, los veteranos asaltantes evaluaron la naturaleza de la amenaza. Se pasaron señales de patas a lo largo de la línea: «esqueletos, un grupo pequeño, vienen hacia aquí».
Eekrit retrocedió poniéndose a cubierto detrás de una columna de piedra toscamente labrada. Eshreegar estaba cerca, pegado a la otra pared del ancho corredor. Junto a Eekrit, uno de los asesinos-exploradores se situó en silencio en una postura de lucha. Dos dagas de puntas afiladas salieron de las fundas negras que el skaven llevaba al cinto. El señor de la guerra captó el movimiento por el rabillo del ojo y le lanzó una mirada torva al asaltante.
—Guarda esas cosas, maldita sea —ordenó Eekrit entre dientes—. ¿Quieres que nos maten a todos?
El asesino-explorador era un joven skaven llamado Shireep, uno de un puñado de nuevos reemplazos llegados de la Gran Ciudad. Éste dio un coletazo irritado ante el tono de voz de Eekrit.
—Estamos aquí para matar al enemigo —respondió Shireep entrecerrando los ojos con desdén—. Las órdenes de Lord Hiirc fueron claras en eso, ¿no?
Eekrit reprimió el impulso de coger su propia arma. Los recién llegados le mostraban el debido respeto a su señor, Eshreegar, pero trataban al señor de la guerra con desprecio apenas disimulado.
Otro de los títeres de Hiirc, supuso Eekrit. Estaban apareciendo con una regularidad irritante ahora que el final de la guerra estaba por fin a la vista. Resultaba evidente que éste poseía más ambición que astucia, lo que significaba que Lord Hiirc estaba teniendo dificultades para encontrar aliados útiles o bien su posición era ahora lo bastante fuerte y no le importaba lo que pensara Eekrit. El señor de la guerra se temía que probablemente fuera lo último.
—Aquí arriba, las órdenes te las doy yo —gruñó Eekrit. Se irguió cuan alto era, acercándose lo suficiente para que los dos skavens quedaran casi hocico con hocico—. El kreekar-gan sabe todo lo que saben sus esqueletos. Mata a uno de ellos —sólo uno— y harás que se nos eche encima el resto de la fortaleza. —El señor de la guerra se acercó aún más—. ¿Es eso lo que buscas, ratling? ¿Eh?
A Shireep empezó a erizársele el pelo. Eekrit se tensó levemente, muy consciente de pronto de que los dos cuchillos del skaven estaban a pocos centímetros de su garganta. Pero fue el asesino el que parpadeó primero. Se encogió ligeramente bajo la mirada feroz del señor de la guerra y apretó las orejas contra la cabeza. Volvió a guardar las dagas en las fundas sin mediar palabra.
Eekrit le dedicó a aquel idiota una desdeñosa sacudida de la oreja y se recostó contra la columna; se bajó rápido la capucha sobre el hocico y luego introdujo las patas en el fondo de las amplias mangas. Apenas lo había hecho cuando el pasillo se llenó de una algarabía de hueso chirriante, armadura traqueteante y el golpeteo de espadas y escudos.
Eekrit atisbó desde debajo del borde de la capucha y vio aparecer dos esqueletos arrastrando despacio los pies. Eran altos y de hombros anchos y todavía estaban cubiertos en algunas partes de trozos de carne podrida, y sus pesadas espadas de bronce estaban melladas debido al duro uso. El hedor de la descomposición los rodeaba formando una niebla asfixiante. Eekrit calculó que los guerreros llevarían muertos menos de una semana; era probable que su propia pata hubiera matado a uno o más durante las incursiones de las últimas dos semanas.
El primer par de cadáveres pasó arrastrando los pies junto al escondite de Eekrit, casi lo bastante cerca para tocarlos. Otro par los siguió, luego otro y después otro más. El traqueteo de pies marchando resonó en las paredes y el señor de la guerra comprendió con creciente horror que esto no era una simple patrulla. Una compañía entera de guerreros no muertos desfiló ante ellos, sin duda en dirección a las barricadas de las criptas más bajas de la fortaleza.
Eekrit apenas se atrevía a respirar. Los esqueletos eran muchísimo más numerosos que su pequeña fuerza y no había adónde huir. Si descubrían aunque fuera a uno solo de los asesinos-exploradores, sería el final para todos ellos. Volvió la cabeza levemente para ver qué estaba haciendo el joven idiota que tenía a su lado, pero por supuesto no pudo ver nada a través de los gruesos pliegues de la capucha oscura. Si nos delata, juro por la Gran Cornuda que lo mataré yo mismo, pensó Eekrit de modo siniestro.
Dio la impresión de que el espantoso desfile se prolongaba durante horas. Eekrit se mantuvo completamente inmóvil, luchando por evitar que sus bigotes se sacudieran ante el hedor miasmático de la descomposición. En cierto momento, le pareció oír con claridad un estornudo en algún lugar cercano, pero por suerte el sonido prácticamente se perdió en medio del ruido de la marcha.
Por fin, toda la compañía pasó arrastrando los pies y desapareció en la oscuridad pasadizo abajo. Eekrit siguió esperado, aguzando los sentidos al máximo, hasta mucho después de que los sonidos de movimiento se hubieran apagado. Tan hondo en el corazón de las defensas del enemigo, no existía el exceso de cautela.
Eekrit se permitió relajarse por fin. Le dolieron las articulaciones cuando dejó caer los hombros y sacó las patas de las mangas de la túnica. Eshreegar y los otros asesinos-exploradores también se estaban moviendo e iban regresando con cuidado al pasillo. El señor de la guerra se apartó la capucha y fue a reunirse con el Maestro de Traiciones.
Encontró a Eshreegar y varios veteranos agachados en cuclillas juntos, murmurando entre ellos en voz baja mientras estudiaban decenas de pequeños objetos desperdigados a lo largo del pasadizo. El Maestro de Traiciones levantó la mirada hacia Eekrit y entrecerró el ojo bueno en actitud pensativa.
—¿Qué piensas de esto? —dijo con voz áspera.
Había un rastro de restos desparramados por el pasillo. Eekrit vio trozos de cuero podrido, fragmentos de escamas de bronce deslustrado… y huesos. Había muchísimos huesos, grandes y pequeños, olvidados por la desgarbada compañía de norteños. El señor de la guerra vio huesos de dedos, costillas, incluso unas cuantas mandíbulas, con la superficie aún brillante por los restos de descomposición.
—Parece que no se mantienen unidos muy bien, ¿verdad? —caviló Eekrit mientras empujaba el hueso curvo de una costilla con una gana del pie. Era una noticia inquietante, en lo que a él concernía.
Shireep se agachó junto a Eekrit, apoyando las manos en las rodillas. Tenía las orejas pegadas al cráneo y la cola bien enrollada alrededor de las patas. Era evidente que el encontronazo con los norteños lo habla puesto nervioso.
—¿Qué-qué significa? —preguntó en voz baja.
Eekrit le dio una patada al hueso de la costilla haciendo que se deslizara por el suelo del pasillo.
—Significa que estamos perdiendo el tiempo —gruñó. El señor de la guerra bajó la mano y puso a Shireep en pie dándole un tirón por el pescuezo—. Enséñanos esa cámara secreta que has encontrado.
Shireep condujo a la partida de asalto a través de los niveles inferiores de la fortaleza, deteniéndose sólo muy de vez en cuando para comprobar dónde se encontraba mediante unas runas diminutas que habían grabado en las paredes los grupos de exploradores anteriores. Durante el último año, a medida que las fuerzas skavens cercaban los últimos pozos del Kreekar-gan, a Eekrit y sus asaltantes se les había ordenado penetrar en las criptas y almacenes inferiores de la fortaleza como preparativo para el ataque final. Además de elaborar un mapa detallado de los niveles inferiores, los asesinos-exploradores les tendieron emboscadas a grupos aislados de norteños o devoradores de carne, provocaron incendios en depósitos o laboratorios sin vigilancia y, en general, sembraron la confusión entre las filas enemigas.
Era una labor peligrosa y angustiosa; no había forma de crear nuevos túneles dentro de la fortaleza propiamente dicha y, por primera vez, el enemigo conocía el territorio mucho mejor que ellos. Había patrullas de no muertos por todas partes y el hombre ardiente podía reforzarlas con una velocidad y eficiencia inquietantes. Eekrit se había visto obligado a dividir sus fuerzas en grupos cada vez más pequeños con la esperanza de evitar ser detectados, enviando a veces partidas de exploración de tres skavens o menos hacia las zonas más intensamente patrulladas. Muchos de ellos se aventuraron a entrar en las oscuras criptas y nunca se los volvió a ver.
A pesar de lo mal que estaban las cosas, Eekrit hizo todo lo posible por darles la impresión a Velsquee y los otros señores skavens de que estaban aún peor. Después de pelear durante tanto tiempo para derrotar al kreekar-gan y su horda no muerta, ahora el señor de la guerra se encontró luchando desesperadamente para retrasar lo inevitable. A lo largo de los últimos años, el ejército skaven se había mantenido completamente a la ofensiva, apoderándose de un pozo tras otro en una serie de batallas brutales, aunque en última instancia victoriosas. La velocidad del avance skaven había sido tan rápida y decisiva que Velsquee y los otros señores de la guerras se habían visto obligados a trasladarse de la fortaleza subterránea a un campamento temporal en el pozo cuatro para coordinar mejor los movimientos de sus remotas compañías. Ahora estaban concentrando una enorme fuerza enfrente del último grupo de barricadas del enemigo y Velsquee aguardaba el momento oportuno para atacar.
Eekrit hizo todo lo que pudo para mantener al Señor Gris en la incertidumbre. Dejó grandes lagunas en los informes que le presentó a Velsquee y la información que compartió insinuaba la posibilidad de reservas enemigas ocultas e indicios de preparativos de trampas mortíferas en las profundidades de la fortaleza. Era un delicado malabarismo en el que aprovechaba la naturaleza calculadora de Velsquee sin agotar su paciencia por completo. Mientras tanto, Eekrit estaba registrando la fortaleza en busca de cualquier cosa que le proporcionara ventaja sobre Velsquee, Hiirc y el resto de los señores skavens. Sabía perfectamente que, en cuanto la guerra terminara, su vida valdría menos que una moneda de cobre falsificada. Si Velsquee no lo despojaba de su rango y título y hacía que lo ejecutaran en el acto, lo usaría a modo de premio para tentar a Hiirc y los otros señores, como un trozo de carne delante de una jauría de ratlings hambrientos. De cualquier manera, era seguro que su futuro sería todo lo breve y brutal que el Señor Gris pudiera lograr.
La partida de asalto recorrió sigilosamente los túneles oscuros y serpenteantes durante más de una hora en dirección a una serie de grandes almacenes de techo bajo que los exploradores habían registrado a fondo muchos meses atrás. Eekrit suponía que en otro tiempo las cavernosas habitaciones habían contenido herramientas y suministros destinados a que las excavaciones mineras continuaran en los niveles inferiores. Aquí y allá, todavía se podían encontrar rollos de cuerda y pilas de mangos de picos de madera, cestos de mimbre podridos y los restos combados de carros vacíos. Por lo que el señor de la guerra podía ver, las cámaras no se habían utilizado en décadas; de hecho, por ese motivo había enviado al joven idiota a esta parte de la fortaleza en primer lugar, para que no pudiera informar de nada útil a Lord Hiirc.
Se encontraban tres niveles por encima de las barricadas del enemigo y se adentraban más en el corazón de la montaña a cada momento que pasaba. Eekrit se impacientó; estaba a punto de dar la orden de regresar cuando Shireep hizo la señal con la pata de detenerse. Eekrit y el resto de la partida de asalto se pusieron en cuclillas, con las orejas abiertas y agitando la nariz en busca de indicios de peligro. Estaban en el centro de una de las cámaras de almacenamiento, rodeados de oscuridad con olor a humedad por todos lados. Eekrit escudriñó con cautela las sombras que lo rodeaban; aunque no podía ver ningún indicio evidente de peligro, había algo en el aire que hizo que se le erizase el pelo de la nuca. La pata del señor de la guerra se deslizó hasta la empuñadura de su espada.
Llegaron débiles sonidos de movimiento desde la cabeza de la columna. Shireep regresó arrastrándose a donde aguardaban Eekrit y Eshreegar.
—Más-más adelante —susurró el joven skaven—. En la cámara al lado de esta. Ahí es donde los vi.
—Esqueletos. ¿Estás seguro? —preguntó Eekrit.
—¡Por supuesto! —contestó el explorador, un tanto impaciente—. ¡Una veintena, por-por lo menos!
Eshreegar se inclinó hacia delante.
—¿Cómo sabes que están vigilando algo? —inquirió.
Shireep suspiró.
—¿Por qué si no iban a estar aquí-aquí abajo? —respondió.
Eekrit miró a Eshreegar de reojo.
—Lo comprobaremos nosotros mismos —añadió el señor de la guerra—. Enséñanoslo.
Eshreegar le transmitió la orden al resto de la partida de asalto de que encontraran escondites en las sombras más profundas que rodeaban la caverna y luego Shireep condujo a Eekrit y al Maestro de Traiciones al umbral de la cámara que se extendía un poco más allá. Al otro lado de la amplia entrada el aire era igual de denso y húmedo que una tumba.
Shireep se colocó a cuatro patas, justo a un lado de la abertura. Volvió la mirada hacia Eekrit y Eshreegar con las orejas plegadas con fuerza.
—Hay tres esqueletos vigilando la entrada —susurró—. Una vez dentro, moveos a la derecha a lo largo de la pared exterior.
Sin esperar una respuesta, el explorador se agachó aún más, hasta casi rozar el suelo con el vientre, y luego desapareció, entrando veloz en la cámara como una sombra rápida y silenciosa. Un momento después, Eshreegar se lanzó tras él.
El señor de la guerra sacudió con la cabeza, sintiéndose de pronto muy torpe y con extremidades demasiado gruesas. Esperó por espacio de diez latidos y después correteó detrás de los dos exploradores todo lo rápida y silenciosamente que pudo.
Eekrit casi choca a toda velocidad contra el lateral de una pila de cajas de madera podrida situada justo dentro y a la derecha de la entrada. Este espacio de almacenamiento en particular todavía estaba abarrotado de montículos en descomposición de herramientas de minería y otros suministros. Las cajas combadas y los abultados sacos de mimbre les proporcionaban a los skavens abundantes lugares para ponerse a cubierto, pero se podía decir lo mismo de los centinelas no muertos repartidos por la caverna. Eekrit abrió bien las orejas y escrutó la oscuridad buscando los puntitos luminosos de los ojos sin vida mientras se dirigía a toda prisa a la estrecha senda entre los suministros amontonados y la piedra rugosa de la pared de la caverna donde esperaban los otros.
Eshreegar y Shireep intercambiaron una rápida serie de gestos con las patas y luego se adentraron aún más en la caverna. Siguieron la pared de la caverna un rato, después cortaron repentinamente a la izquierda bajando por un camino parecido a un túnel formado por altas pilas de cajas combadas. A veces incluso se arrastraron a través de recipientes vacíos o se deslizaron por estrechos huecos entre pilas derribadas de vigas de sobra para el techo. De vez en cuando, Eekrit entreveía puntitos lejanos de luz verde; los atentos ojos de los guardias no muertos que vigilaban sin pestañear las rutas convencionales de entrada y salida de la caverna. El señor de la guerra intentó recordar la última vez que uno de sus exploradores habían registrado los enormes almacenes. ¿Había sido hace tres meses o incluso seis? De todas formas, no había habido informes de actividad entonces.
Después de casi una hora de prudente recorrido, Shireep apareció con cautela en otro estrecho pasillo, en algún lugar cerca del centro de la caverna. Al otro lado del pasillo había una alta pila de vigas de soporte rectangulares que se elevaban seis metros en el aire. Señaló las vigas cubiertas de brea con un dedo con garra.
—La madera todavía es-es fuerte —susurró—. Aguantará nuestro peso, pero deberíamos subir de uno en uno.
En ese momento, Eshreegar dio un paso al frente.
—Yo voy primero —dijo entre dientes—, luego Lord Eekrit y después tú.
El explorador agachó la cabeza en una reverencia nerviosa y el Maestro de Traiciones se acercó silenciosamente a las vigas amontonadas. Las estudió un momento, comprobó la superficie con las garras y después, en cuestión de momentos, estaba trepando por un lado de la pila. Segundos después desapareció en la parte superior.
Eekrit respiró hondo y flexionó las patas cubiertas de cicatrices. Se suponía que los amuletos que llevaba bajo la túnica y las pociones que bebía casi a diario mantenían su vigor juvenil en todos los aspectos, pero el hecho era que él nunca había sido particularmente vigoroso para empezar. Agitando los bigotes con determinación, se subió a las vigas amontonadas y buscó un buen conjunto de asideros.
Siglos más tarde, con la respiración agitada y los músculos doloridos, Eekrit se arrastró hasta la cima de la pila. Shireep apareció a su lado segundos después. Se inclinó sobre Eekrit, con una mirada penetrante en sus ojillos redondos y brillantes.
—¿Estás bien, mi señor? —le preguntó.
Eekrit apartó al skaven. La pregunta no merecía una respuesta y, de todas formas, no tenía aliento para ello.
Después de unos instantes, el señor de la guerra recobró la compostura. Cuando rodó sobre el vientre, se encontró a Eshreegar haciéndole señas desde el otro lado de la ancha pila. Sus patas hicieron una retahíla: de señales. «Tienes que ver esto».
Olvidando su malestar, Eekrit avanzó deslizándose sobre el vientre y: se acomodó al lado de Eshreegar. La pila de vigas se alzaba casi hasta el techo de la caverna, proporcionándoles una vista panorámica del espada poco iluminado.
Eshreegar señaló. A menos de diez metros de distancia, habían despejado una zona de unos veinte pasos de ancho. Habían levantado del suelo un trozo grande y plano de piedra, casi como un adoquín pero del tamaño y forma de una rueda de carro, y lo habían apartado dejando al descubierto un hoyo profundo y oscuro. Pequeñas unidades de esqueletos rodeaban el hoyo con escudos y lanzas preparados, protegiendo la abertura con una vigilancia inmortal.
Shireep se instaló junto a Eekrit.
—¿Lo veis? —dijo entre dientes—. Debe-debe ser importante. Una cripta del tesoro, tal vez, o un alijo de piedra divina.
El señor de la guerra sacudió las dos orejas irritado. Desde que les habían ordenado explorar la fortaleza, los asaltantes habían estado buscando las criptas de piedra divina del kreekar-gan. Salvo acercarse lo suficiente para asesinar al hombre ardiente él mismo, apoderarse de su menguante reserva de roca sagrada era la forma más segura de acabar con la guerra que se le ocurría a Eekrit.
—No, no lo creo —repuso el señor de la guerra pensativo—. Mira a los guardias. No están ahí para mantener a la gente lejos del agujero; su objetivo es impedir que algo que hay dentro salga.
—Estamos en el extremo más oriental de este nivel —caviló Eshreegar—. ¿Qué tenemos debajo en este momento?
Eekrit intentó visualizar su posición en el mapa de la fortaleza que había memorizado. Después de un momento, sacudió la cabeza.
—Nada salvo roca —contestó.
—¿Un pozo minero, quizás? —sugirió el joven explorador.
—No seas tonto… —empezó Eekrit, y luego guardó silencio cuando un sonido extraño empezó a resonar desde la oscuridad del agujero.
Se trataba de un repiqueteo hueco y rítmico, fino y apagado y, sin embargo, pesado al mismo tiempo. El señor de la guerra sintió que se le erizaba de nuevo el pelo. Estudió las falanges de guardias no muertos que aguardaban, pero estos no reaccionaron al ruido.
El golpeteo aumentó de volumen. Después de un minuto, a Eekrit le pareció ver un tenue resplandor verdoso que irradiaba de las profundidades del agujero. A continuación, un apéndice largo y curvo, negro como el carbón y grabado con runas brillantes, se extendió por encima del borde y apoyó la punta en el suelo de la caverna. Siete apéndices más, igual de largos y curvos que hojas de espada, se extendieron alrededor de la circunferencia del agujero. Se flexionaron hacia arriba arrastrando el resto del cuerpo del ser hasta que quedó a la vista.
Era una araña, de patas largas y bulbosa como los cazadores gigantes de los pantanos que rodeaban la Gran Ciudad… salvo que ésta había sido creada por completo a partir de los huesos finos y los dientes de alguna enorme criatura marina. La imagen de la creación hizo que un estremecimiento de puro terror recorriera el cuerpo de Eekrit. Shireep dejó escapar un grito ahogado y el olor acre del almizcle del miedo llenó el aire.
La creación era casi del tamaño de una de las máquinas de guerra de Lord Vittrik; con mucho la más grande que Eekrit había visto nunca. El kreekar-gan había sembrado montones de creaciones similares a través de los niveles inferiores tras sus tropas en retirada, donde permanecían al acecho y les tendían emboscadas a los skavens desprevenidos. De todas las mortíferas armas que el hombre ardiente había desatado sobre los skavens, las creaciones eran lo que llenaba de miedo a los guerreros de los clanes. Una compañía de lanceros no muertos se te echaba encima cara a cara, en filas ordenadas y previsibles; incluso a una cortina de gas venenoso se podía sobrevivir con suficiente cautela y un poco aviso previo.
Pero las creaciones podían estar en cualquier lugar, agazapadas en la oscuridad con absoluta y eterna paciencia, aguardando el momento perfecto para atacar. Algunas de ellas incluso habían penetrado hasta la mismísima fortaleza subterránea.
Unas patas parecidas a espadas repiquetearon contra la piedra y la creación sacó su abdomen bulboso del agujero. Al igual que el resto del cuerpo, estaba formado de huesos grandes y curvos en lugar de carne. El brillo frío de las runas mágicas dejó ver una forma oscura y acurrucada atrapada dentro.
Eshreegar se puso rígido.
—Es un skaven —exclamó entre dientes.
—¿Estás seguro?
Eekrit entrecerró los ojos. Él no podía distinguir mucho a esta distancia.
—Tiene razón —confirmó Shireep—. Puedo ver una cola.
—¿Esclavo o guerrero de clan? —preguntó Eekrit.
Eshreegar negó con la cabeza.
—Ninguno de los dos. Lleva armadura y ropa decente. Es probable que sea un líder de grupo de algún tipo.
Abajo junto al agujero, las unidades de los guardias no muertos se apartaron para dejar pasar a la creación. Ésta avanzó correteando con una velocidad sorprendente, transportando su premio por una ancha senda que recorría la cámara y conducía al corazón de la fortaleza. Se perdió de vista en cuestión de momentos.
—Pensaba que el kreekar-gan no hacía prisioneros —comentó Shireep con la voz cargada de terror.
—Ahora sí —respondió Eshreegar con tono sombrío—. La pregunta es por qué.
Eekrit estudió la escena, juntando las piezas.
—Información —dijo al fin—. ¿Qué más? —Señaló hacia el agujero—. Eso es una buhedera, exactamente igual a las que nosotros solíamos excavar en los niveles inferiores. Es probable que salga en algún lugar entre los pozos uno y cuatro, de lo contrario a estas alturas ya la habríamos descubierto.
El Maestro de Traiciones negó con la cabeza.
—No podrían haber cavado tan profundo tan rápido —repuso—. Registramos esta caverna hace sólo unos meses y nada de esto estaba aquí.
—Sí, sí estaba —respondió Eekrit—. Tiene que haberlo estado. Simplemente cubrieron el agujero con esa losa y lo enterraron bajo los escombros para que no lo encontráramos.
Shireep abrió mucho los ojos.
—Eso significa que cavaron el túnel mucho antes de que nos apoderásemos de los pozos superiores.
Eshreegar le dirigió a Eekrit una mirada de preocupación.
—Así que el hombre ardiente esperaba que tomásemos los niveles superiores.
—O nos permitió hacerlo —añadió el señor de la guerra. De repente, la rápida retirada del enemigo cobró sentido—. Demasiado fácil. Sabía que era demasiado fácil. —Se volvió hacia el Maestro de Traiciones—. ¿Cuánto tardaremos en regresar al pozo cuatro?
—¿Desde aquí? Cuatro o cinco horas, si tenemos suerte —respondió Eshreegar—. Un solo mensajero podría hacer el viaje más rápido…
—No hay garantías de que un mensaje le llegue al Señor Gris —lo interrumpió Eekrit—. Pero aceptará una audiencia conmigo. Al menos, eso espero.
La mirada de Shireep pasó de Eekrit a Eshreegar y volvió de nuevo.
—No lo entiendo. ¿Qué está pasando? —preguntó el joven explorador.
Eekrit hizo una pausa, mirando a Shireep. Consideró que probablemente éste fuera tan buen momento como cualquier otro para cortarle el cuello al skaven. Una rápida señal a Eshreegar y Shireep estaría muerto antes de que pudiera reaccionar.
El señor de la guerra empezó a levantar la pata, pero lo reconsideró de manera repentina. Podía ocuparse de Shireep más tarde. Si sus sospechas eran ciertas, todos iban a estar luchando por sus vidas en las próximas horas, e iba a necesitar todas las patas capaces que pudiera conseguir.
Les hizo señas a los dos asesinos-exploradores para que lo siguieran.
—Tenemos que regresar con Velsquee —le indicó a Shireep—. El kreekar-gan le ha tendido una trampa a todo el ejército y el Señor Gris se ha metido justo en medio.
* * *
El ser-rata chilló y se retorció en las garras del hechizo. Las runas que tenía grabadas en el cuero cabelludo ardieron con unas chisporroteantes llamas verdosas y el hedor a pelo grasiento quemado flotó intenso en el aire frío del gran salón del nigromante. Nagash continuó salmodiando, concentrando su voluntad hasta convertirla en un filo cortante mientras intentaba extraer la información que buscaba del cerebro de la desdichada criatura.
Una turbulenta espuma de recuerdos y emociones fluyó por la superficie de su mente, pasando a toda velocidad casi demasiado rápido para captarlos. El sabor era amargo y extrañamente potente, totalmente diferente de las esencias humanas que había consumido a lo largo de los siglos. Los procesos mentales resultaban difíciles de captar, mucho más de entender. El nigromante redobló sus esfuerzos. Éste era el prisionero de más alto rango que sus creaciones habían capturado nunca. Una oportunidad como ésta podría no volver a repetirse en meses, para cuando ya sería demasiado tarde. La guerra no duraría —no podía durar— más de otros trece días. Su poder —y, por extensión, su misma existencia— no duraría más allá de ese punto.
Visiones de batallas libradas en los últimos años pasaron fugazmente por la mente de Nagash, pero cuando intentó atraparlas se hicieron pedazos como el azogue. «Más poder», pensó cada vez más furioso. «Debo usar más poder».
No había habido nuevos suministros de abn-i-khat desde la caída del pozo tres, hacía cerca de dos años y medio, y las exigencias de la guerra habían consumido sus reservas restantes a un ritmo ingente. Como si fuera un mezquino mercader fluvial, tenía contada hasta el último gramo cuánta piedra que le quedaba. Cada pizca que consumía aceleraba el momento de su extinción.
Nagash buscó a regañadientes con sus dedos huesudos la pequeña bolsa de cuero que le colgaba de la cintura. Con movimientos hábiles, parecidos a los de una araña, desató los gruesos cordones que aseguraban la abertura de la bolsa y metió la mano dentro con cuidado. Después de un instante, sacó un fragmento de piedra del tamaño de una semilla de sésamo, atrapado entre los extremos acabados en punta del pulgar y el índice. Un momento después, el trozo de abn-i-khat brillaba como un carbón caliente. Absorbió la chispa de energía con avidez y la introdujo en el círculo ritual que rodeaba el atormentado ser-rata.
De inmediato, los pensamientos de la criatura adquirieron más peso y claridad, pero Nagash sabía que los efectos eran temporales en el mejor de los casos. Se introdujo más hondo en la mente del prisionero, saqueando sus recuerdos sin piedad. Los gritos de la criatura se convirtieron en un estertor estrangulado. Una espuma sanguinolenta le manchó las comisuras de la boca y la cola azotó de manera espasmódica el suelo de piedra.
Nagash vio los túneles que subían hasta las barricadas de piedra que protegían los niveles inferiores de su fortaleza, sólo que esta vez fue a través de los ojos de un invasor. Vio compañías de hombres rata agazapadas en los bastiones que en otro tiempo controlaban sus propios guerreros y miles más abarrotando los resonantes túneles de los pozos mineros uno, dos y tres. Vio que los trabajos de excavación en el pozo cuatro habían sido suspendidos y el túnel se había convertido en el nuevo campamento base de los invasores. Montones de fuegos para cocinar ardían a lo largo del pasillo, en medio de las pequeñas forjas de los armeros de campo y los crecientes alijos de armas, munición y otros suministros.
El nigromante aprovechó estos recuerdos en particular, cribándolos cuidadosamente intentando localizar lo que buscaba. Y entonces lo vio: un enorme pabellón de madera y pieles curtidas situado aproximadamente en el centro del desordenado campamento. Corpulentos hombres rata de hombros anchos montaban guardia en cada esquina y en las entradas al recinto. Un torrente constante de esclavos iba y venía del interior portando bandejas de comida y jarras de vino.
Nagash dejó de salmodiar. Una risa fría y carente de alegría resonó por las mentes de los inmortales bárbaros congregados en la sala. Liberado de las garras mágicas del nigromante, el cadáver de la ser-rata se desplomó en el suelo.
Una docena de pares de ojos fríos observaron a Nagash sin pestañear mientras éste se volvía y subía despacio los escalones que conducían a su trono acosado por las sombras. Bragadh, Diarid, Thestus y Akatha esperaban en un semicírculo poco preciso al otro lado del círculo ritual, con su carne pálida brillando débilmente en la penumbra. Tenían la ropa harapienta y desteñida por el paso del tiempo y la abollada armadura de escamas de los guerreros estaba tan deslustrada que parecía casi negra. La sed constante del elixir del nigromante estaba grabada en sus rostros. Sombríos y atormentados como fantasmas inquietos, aguardaban en incómodo silencio la orden de su amo.
Ocho de los lejanos antepasados de Bragadh montaban guardia alrededor del trono de Nagash aferrando espadas desenvainadas que titilaban con torvos fuegos fatuos. Los tumularios fueron los primeros guerreros no muertos que Nagash había resucitado de los túmulos que en otro tiempo habían cubierto la llanura al pie de la gran montaña. Hoy en día lo acompañaban adondequiera que fuera, pues ahora el enemigo infestaba los pasillos de su propia fortaleza, merodeando y degollando casi con total impunidad.
También había otras cosas sueltas en los pasillos de Nagashizzar. Nagash se acomodó con cuidado en su trono mientras recorría el gran salón con sus ojos ardientes en busca de indicios de intrusión. Desde hace algún tiempo, había estado vislumbrando cosas por el rabillo del ojo: imágenes fugaces de formas lejanas y brillantes que desaparecían cada vez que intentaban fijar la vista en ellas. Las figuras parecían seguirlo, pisándole los talones como una manada de chacales hambrientos.
Últimamente, las visiones se habían vuelto más numerosas. Parecían ir acercándose poco a poco, como si sintieran que estaba llegando al límite de su poder. Una vez, en una noche sin luna cerca de la hora de los muertos, había despertado de sus meditaciones y había visto una figura mirándolo fijamente desde las sombras a los pies del trono. Una mujer, ataviada con las galas de la ciudad pérdida de Khemri, de tez pálida y tan hermosa como la misma Asaph. Sus ojos eran pozos de oscuridad, sin fondo y fríos como la muerte. Para cuando se levantó del trono la aparición ya había desaparecido, pero el recuerdo aún lo inquietaba.
La última vez que había visto a Neferem había sido en las inmensidades áridas y baldías lejos al oeste de Nagashizzar y el mar Ácido, cuando había vagado, delirante y solo, después de su derrota en Nehekhara. En vida había sido la reina de Khemri y la encarnación del pacto sagrado entre los nehekharanos y sus dioses; por eso se la había arrebatado a su marido y la había esclavizado, sometiendo su poder divino a su voluntad. Más tarde, cuando le convino, la destruyó, acabando con el poder de los antiguos dioses para siempre. Ahora su alma permanecía en el oscuro limbo que se extendía más allá del reino de los vivos, incapaz de encontrar el camino a la otra vida ahora que el pacto con los dioses se había roto.
Neferem había perseguido sus pasos a través del páramo, viendo cómo se debilitaba con cada noche que transcurría y saboreando su tormento. Le habló de los miles de almas en pena que lo esperaban al otro lado del umbral y el terrible juicio al que se enfrentaría. Pero entonces los hombres rata lo habían encontrado y se había enterado por sus cadáveres del poder de la abn-i-khat. Neferem no se le apareció después de eso. A medida que Nagash recobraba las fuerzas, había desechado la aparición como un sueño febril: la consecuencia de las privaciones y una herida enconada en la cabeza, y nada más. No le apetecía especular sobre qué podría significar su regreso ahora, en el momento más sombrío de la guerra.
La mirada ardiente del nigromante recorrió las sombras del gran salón. Al encontrarlas vacías, volvió su atención hacia sus lugartenientes. Por fin había llegado el momento. Después de cinco amargos años, al fin pondría a prueba a Bragadh y los demás.
«Los hombres rata están en las barricadas», anunció Nagash y las palabras rechinaron como piedras en las mentes de sus inmortales. «Hay decenas de miles concentrados en los pozos superiores. El ataque final podría llegar en cuestión de días. Tenemos encima la última batalla de la guerra». Nagash se inclinó hacia delante, raspando con sus dedos huesudos los brazos del trono negro. «Atacaremos ahora».
Una oleada de inquietud recorrió a los inmortales reunidos. Bragadh miró a sus compañeros y luego levantó la mirada con aire sombrío hacia el trono.
—Morir en batalla es preferible a rendirse —dijo y las palabras burbujearon abundantemente en su garganta. Ambos pulmones habían quedado arrasados por profundas heridas durante la defensa del pozo cuatro; las espadas envenenadas de los hombres rata habían grabado cicatrices que nunca sanarían, a pesar del poder del elixir de Nagash—. Los hombres rata pagarán un alto precio antes de que nos destruyan.
Nagash miró a Bragadh entrecerrando los ardientes ojos.
«No hablo de rendición, norteño. Cuando ataquemos, será para expulsar a esas alimañas de la montaña de una vez por todas». El nigromante apretó el puño. «Le arrancaremos el corazón al enemigo de un solo golpe y enviaremos al resto huyendo por donde vino».
Una vez más, Bragadh intercambió miradas de inquietud con Diarid y Thestus antes de enfrentarse a su amo.
—El enemigo supera en número a nuestros guerreros casi cien a uno y queda poca piedra mágica —repuso—. ¿Cómo podremos derrotarlos?
—Bragadh dice la verdad —terció Thestus dando un paso al frente y apoyando la mano en la empuñadura de la espada—. No podemos imponernos aquí, señor. Aunque cada uno de nosotros matara a una veintena de criaturas antes de que acabaran con nosotros, aun así no sería suficiente. —Vaciló sin saber cómo continuar—. ¿No… no sería más sensato abandonar del todo la montaña? ¿Y si llevamos al ejército al norte, de regreso a los poblados fortificados? Podríamos declararles la guerra a los pieles verdes y reponer nuestras partidas de guerra diezmadas. Luego, cuando hayamos recobrado las fuerzas, podríamos…
«No habrá retirada».
Las palabras se hundieron como un cuchillo en sus mentes. Thestus dejó escapar un sonido estrangulado y retrocedió tambaleándose. Un icor oscuro le rezumó de las comisuras de los ojos.
«Todo va según el plan», les dijo Nagash. «No estamos tan débiles como le he hecho creer al enemigo, ni tan desesperados. Cada derrota, cada retirada de los últimos cinco años, se llevó a cabo con un propósito en mente: hacer que los invasores cayeran en una trampa de la que nunca escaparán».
Bragadh frunció el entrecejo.
—¿Qué trampa, señor? —preguntó—. No se nos ha dicho nada de esto.
«Para convencer mejor al enemigo de que nos llevaba ventaja», explicó Nagash. «Los hombres rata tenían que creer que estábamos casi sin fuerzas. Tu desesperación y la de tus hombres sin duda ayudó a convencerlos».
Thestus extendió los brazos.
—Pero ¿por qué, señor? ¿Con qué fin?
«Para incitar al enemigo a descuidarse», contestó Nagash. «La velocidad de nuestra retirada ha obligado al enemigo a perseguirnos, estirando sus líneas de comunicación y complicando la capacidad de sus líderes de controlar a sus tropas. Los líderes de los hombres rata se han visto obligados a abandonar la seguridad de su fortaleza subterránea y trasladarse al pozo cuatro para poder dirigir al ejército y promover sus insignificantes ardides».
El nigromante se recostó contra el trono.
«Lo que no saben es que hay túneles ocultos que dan a los cuatro pozos superiores. El enemigo ha estado demasiado absorto para encontrarlos, y esa será su perdición». Nagash señaló a Bragadh con un dedo de esqueleto. «Esta noche retirarás sin hacer ruido a tus guerreros de las barricadas y los conduciremos a través de los túneles al pozo cuatro. Invadiremos el campamento base del enemigo, mataremos a sus líderes y luego caeremos sobre el ejército enemigo por la retaguardia. Antes de que acabe el día de mañana, los invasores estarán en plena retirada».
Bragadh cruzó sus fuertes brazos.
—Un plan astuto, aunque arriesgado —opinó—. Dejará las barricadas apenas defendidas. Si nos aislaran, aunque fuera poco tiempo, el enemigo podría penetrar nuestras defensas y apoderarse de la fortaleza con facilidad. —Miró al nigromante con recelo—. A menos que haya otras fuerzas de reserva que también nos hayáis ocultado.
—Eso no importa. Nagash tiene razón. Éste es el momento de atacar.
Bragadh se volvió y abrió mucho los ojos oscuros cuando Akatha dio un paso al frente.
—No te corresponde a ti hablar de tales cosas, bruja —repuso con tono sombrío.
—Yo decido qué me corresponde, Bragadh, y tú bien lo sabes —respondió Akatha—. Y digo que debemos atacar. Nuestra gente no nació para esconderse tras muros de piedra, ni escabullirse de regreso a nuestros poblados fortificados y cederle nuestras posesiones al enemigo. —Fulminó con una dura mirada a Thestus, que se encogió visiblemente bajo los ojos de la bruja—. Que los Fieles escuchen el canto de guerra y derramen la sangre de sus enemigos, como corresponde.
—¡Nos rodearán por todos lados! —protestó Bragadh.
Akatha levantó el mentón con aire desafiante.
—Siempre ha sido así —respondió—. Tal vez tú lo hayas olvidado, Bragadh Maghur’kan, pero yo no.
—Esto podría significar nuestro final —insistió Bragadh—. ¿No lo ves?
La bruja soltó una carcajada fría y carente de alegría.
—Veo más de lo que sabes, Bragadh —dijo—. Nunca lo dudes ni por un momento.
Bragadh dio un paso hacia Akatha dirigiendo la mano hacia la empuñadura de la espada. Una protesta airada acudió a los labios del cacique, pero de pronto todos los norteños se quedaron inmóviles y sus cuerpos se pusieron rígidos como si los hubiera atrapado el puño de un gigante.
Nagash estudió a sus lugartenientes en silencio en un momento, observándolos sufrir bajo el peso de su terrible voluntad.
«Hacedle caso a la bruja», les dijo el nigromante. «Por una vez, ella y yo estamos de acuerdo. Preparaos, pues la guerra termina mañana, con victoria o muerte eterna».