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Reflexiones sobre la vida y la muerte
Lahmia, la Ciudad del Alba,
en el año 99.º año de Ualatp el Paciente
(-1.290, según el cálculo imperial)
Un rayo hendió el cielo por encima de Lahmia, ardiendo al rojo blanco sobre un telón de fondo de turbulentas nubes negras. Durante una fracción de segundo, el claro del jardín quedó de relieve de forma descarnada; cada azotante rama atrofiada, cada brizna de hierba doblada, cada frenética onda sobre el amplio estanque oscuro… entonces la oscuridad llegó de pronto y el trueno resonó por detrás de la cabeza y los hombros de Alcadizzar. La lluvia azotó su cuerpo desnudo, bajándole por la frente y metiéndosele en los ojos. Después del calor del día, el agua fría le provocó dolorosos espasmos en brazos y piernas. Apenas podía mantenerse erguido, concentrándose en el calor que iba desvaneciéndose de sus venas y extrayendo la poca fuerza que podía de él.
Este es el día de mi muerte.
Aquel pensamiento resonó una y otra vez en su mente. Durante siete días y siete noches lo habían dejado solo en el jardín para que purificara su cuerpo y su mente y se preparase para la dura prueba que le aguardaba. Las sumas sacerdotisas lo habían despojado de sus vestiduras y lo habían dejado sin agua ni comida; si era digno, los dones de la diosa bastarían para sustentarlo.
Este es el día de mi muerte.
Sorprendentemente, no había sentido hambre. Ni sed. Después de las primeras noches, tampoco había sentido fatiga. El sol le quemaba la piel durante el día, hasta que agradecía las tormentas que llegaban del mar al atardecer; luego caía la oscuridad y el aire nocturno hacía que se congelara de frío. El paso del tiempo se había vuelto inconexo a medida que el príncipe se retraía cada vez más en su propia mente. Las sumas sacerdotisas le habían dicho que reflexionase. Cuando uno quedaba libre de toda preocupación mundana, sólo permanecía la diosa. Esa era la senda hacia la salvación.
Así que había hecho un acto de introspección, buscando a la diosa. Por primera vez, intentó dejar a un lado sus sueños y ambiciones, contener sus ansias de una vida fuera de los muros del palacio o el templo, pero descubrió que no podía. El hecho era que no quería. No quería los dones de la diosa. Quería Khemri. Quería recorrer el mundo como rey y conquistador, no pasar los días cavilando sobre los misterios de algún culto esotérico. Durante los largos años de estudio había intentado convencerse de lo contrario, de que podría equilibrar los deberes de un hierofante con las presiones de un monarca, pero después del cuarto día en el jardín ya no podía negar la verdad. Alcadizzar no era un sacerdote, y nunca lo sería.
Comprenderlo había sido un proceso doloroso. No podía marcharse ahora, no después de comprometerse con el templo. Se negaba a perjurar, ni siquiera para salvar su propia vida. Ahora lo único que quedaba era aguantar todo el tiempo que pudiera y luego ir a las tierras de los muertos con su honor aún intacto.
Este es el día de mi muerte, pensó con calma. Los relámpagos destellaron y la lluvia cayó a cántaros, y él aguardó el momento que estaba por llegar.
Después de un tiempo, la furia de la tormenta se aplacó. Cayó la noche, con una brillante luna llena que se alzó por encima del mar al este. Las ranas comenzaron a cantar en las profundidades del jardín y las cigarras susurraron en los árboles. Los murciélagos daban vueltas en lo alto, con sus veloces formas recortadas contra la luz de las estrellas.
No fue consciente de la presencia de las sumas sacerdotisas hasta que salieron de los árboles que rodeaban el claro. Sus máscaras doradas brillaban como faroles a la luz de la luna y sus túnicas de brocado de seda parecían flotar alrededor de sus cuerpos mientras caminaban descalzas por la hierba húmeda. Alcadizzar sonrió al verlas después de tantos días sin nada salvo sus pensamientos para hacerle compañía. Las mujeres se deslizaron en silencio hasta el príncipe y formaron un amplio círculo a su alrededor. Sus ojos mostraban una mirada apagada y despiadada. El príncipe enderezó la espalda y levantó la cabeza hacia el cielo. Respiró hondo, saboreando el aire nocturno. Sal y piedra, hierba verde y agua turbia; esos eran los olores que se llevaría con él a la otra vida.
Entre una respiración y la siguiente, la sintió entrar en el claro. Podía notar su presencia como un peso sobre su alma. La presión aumentó con cada paso que ella daba, haciendo que el pulso del príncipe se acelerara y un escalofrío le recorriera la espalda. No sabía cuánto tiempo hacía que lo afectaba de este modo; la conexión que sentía había aumentado lentamente a lo largo de los años, uniéndolos más y más estrechamente cada vez que compartían de modo ritual la copa de la diosa. Hasta hacía poco, había pensado que el vínculo era un indicador de su devoción al culto; ahora no sabía qué creer.
Las sumas sacerdotisas parecían compartir la conexión de Alcadizzar. Inclinaron las cabezas a la vez mientras ella se acercaba al círculo y dos de las mujeres enmascaradas se apartaron para permitirle entrar.
La recién llegada se deslizó en silencio por la hierba hasta situarse delante de Alcadizzar. Desde la perspectiva del príncipe, daba la impresión de que se erguía sobre él, como uno de los dioses perdidos. Llevaba un peto de oro entallado grabado con áspides enroscados sobre una túnica de brocado de seda blanco ribeteada en el dobladillo y las mangas con franjas de hilo de oro. Un collar de encendidos rubíes le rodeaba el pálido cuello, destellando como gotas de sangre fresca. Su máscara de oro parecía relucir contra el telón de fondo de su brillante cabello negro. Aferraba de modo reverente un cáliz de borde ancho contra el pecho. Dos sumas sacerdotisas la seguían; una llevaba un segundo cáliz en las manos, mientras que la otra sostenía un pesado flagelo de cuero.
Durante un momento, la mujer no dijo nada. Alcadizzar podía sentir su mirada contra la piel como una caricia. Se le puso la carne de gallina en los brazos y en la nuca. Apretó los dientes y trató de contener un estremecimiento. Al fin, habló:
—Príncipe Alcadizzar de Rasetra, habéis pasado siete días y siete noches en vigilia solitaria, purificando la mente y el cuerpo de deseos mundanos. Nos hemos reunido aquí para concederos el rango más alto del templo, pero primero debéis demostrar vuestra devoción y piedad en una prueba de sufrimiento. ¿Lo entendéis?
Alcadizzar asintió con gravedad.
—Lo entiendo, santidad —respondió con voz áspera por el desuso.
—Seréis puesto a prueba hasta la destrucción, oh príncipe —dijo. Su voz era fría, pero sus ojos oscuros ardían con una emoción reprimida—. Es la única forma. Si vuestro corazón y mente son puros, la sangre de la diosa os sustentará.
—Lo sé —contestó. Alcadizzar se armó de determinación, decidido a aceptar su destino con dignidad—. Que se haga.
—En ese caso, alzaos, oh príncipe, y bebed de la copa de la diosa.
Alcadizzar respiró hondo y obligó a sus extremidades entumecidas a moverse. Despacio y con cuidado, se puso en pie. Un dolor ardiente le brotó de los hombros y le bajó hasta los dedos de los pies, pero empujó aquellas sensaciones al fondo de su mente. Cogió la copa que le ofrecían con aire solemne y se la llevó a los labios. El borde de metal estaba caliente y el líquido oscuro era suave. El «Beso de Asaph», había oído que lo llamaban algunas de las sacerdotisas. Bebió, y esta vez la ofrenda ritual fue mucho más potente de lo que había probado antes. El calor del líquido se le extendió por el cuerpo en un instante, llevándose el dolor y llenándolo de fuerza. Le dio vueltas la cabeza, arrastrado por una repentina oleada de euforia que parecía emanar, no de la copa, sino de la mujer. Ésta cogió la copa de sus manos y Alcadizzar supo que estaba sonriendo detrás de la curva de su máscara.
—¡No tengáis miedo! —le aseguró en voz baja… o quizás sólo lo había pensado. El príncipe ya no podía estar seguro.
Luego se apartó de él y Alcadizzar lo sintió como un dolor en el corazón. Tuvo que emplear toda su concentración para no intentar seguirla. En cambio, se concentró en la suma sacerdotisa que se acercó para ocupar el lugar de la otra mujer. Sin mediar palabra, le ofreció la segunda copa.
—Bebed —dijo la sacerdotisa con voz ronca.
El príncipe cogió la copa sin miedo y la apuró de un solo trago. El vino era dulce y estaba condimentado con una gran variedad de hierbas, pero no lo suficiente para ocultar el sabor amargo del veneno que contenía.
Cuando devolvió el cáliz, miró a la sacerdotisa enmascarada a los ojos y le sorprendió descubrir que los tenía llenos de lágrimas. Sin pensarlo, intentó ofrecerle una sonrisa tranquilizadora. Ella inclinó la cabeza y regresó al lado de su señora. Mientras lo hacía, el resto del círculo emprendió un cántico bajo y casi lastimero.
La suerte estaba echada. A Alcadizzar le sorprendió lo tranquilo que se sentía. Podrían ser los efectos del elixir, pero el príncipe quería pensar que se trataba de otra cosa. Una vez más, volvió el rostro hacia el cielo.
Perdonadme padre, pensó, y se ofreció para ser juzgado.
El dolor llegó pronto. Comenzó como un terrible ardor en las entrañas que se volvió más intenso a cada momento que pasaba, como si se estuviera tragando un carbón caliente tras otro. Apretó la mandíbula y se mantuvo en silencio durante lo que pareció una eternidad, pensando que al final el atroz dolor disminuiría, pero tal alivio no se produjo. El cuerpo empezó a temblarle de manera incontrolable y un grito ahogado consiguió abrirse paso entre sus labios.
Momentos después estaba tendido sobre la hierba mojada, con el cuerpo desnudo acurrucado en posición fetal mientras el veneno lo recorría. Los músculos del torso empezaron a dolerle primero y luego, como si fueran cuerdas tensándose, empezaron a contraerse y ponerse rígidos. El sufrimiento se extendió por sus extremidades, después le subió por el cuello y le recorrió los músculos de la cara. Sus gritos se convirtieron en jadeos de angustia que escapaban con un silbido de entre sus dientes apretados mientras un puño invisible le rodeaba el pecho. Cada latido de su corazón era como una daga al rojo vivo hundiéndosele en las costillas. La oscuridad comenzó a apoderarse de los bordes de su vista, hasta que estuvo seguro de que iba a desmayarse, pero de algún modo la promesa del olvido nunca llegó.
Pasaron las horas. Despacio, paulatinamente, el dolor empezó a disminuir. Se retiró como la marea, retrocediendo de la cabeza y las extremidades y regresando al pecho. Poco a poco sus doloridos músculos se aflojaron; cuando su cabeza se dobló lo suficiente para tocar la hierba fresca con la frente, la sensación fue tan impactante que le hizo gritar de nuevo.
Lenta y dolorosamente, comenzó a realizar inspiraciones cada vez más profundas, a pesar de las bandas al rojo vivo que todavía le envolvían el pecho. Cada bocanada de aire sabía dulce y fresca y, aunque hacía que le doliera la garganta, se encontró ansiando más. Apenas se dio cuenta cuando dos de las sacerdotisas se acercaron y se arrodillaron a su lado. Mientras seguían salmodiando, cada una lo agarró de una muñeca y, con una fuerza sorprendente, lo levantaron hasta que pudo colocar las rodillas debajo del cuerpo y sentarse tembloroso sobre los talones. A continuación, las mujeres se apartaron estirándole los brazos al máximo entre ellas. Alcadizzar sintió cómo sus pequeñas manos le apretaban las muñecas y se preguntó vagamente por qué… entonces llegó el primer latigazo ardiente del flagelo.
Las siete colas de cuero del flagelo —cada una casi dos metros de cuero trenzado tachonado de docenas de fragmentos de cristal parecidos a dientes— le arañaron los hombros como si fueran las garras de un león.
El dolor fue tan repentino y tan intenso que lo dejó sin habla; todo su cuerpo se contrajo bajo el golpe y las sacerdotisas que lo sujetaban casi pierden el equilibrio. Alcadizzar apenas tuvo tiempo de realizar una única inspiración antes de que se produjera el siguiente golpe. La sangre caliente le salpicó la parte posterior de los brazos extendidos y empezó a gotearle por la parte baja de la espalda.
La sacerdotisa que blandía el flagelo era una experta. Tras el séptimo azote, tenía la piel de la espalda hecha jirones desde la nuca hasta la parte superior de la cintura. Y los golpes siguieron llegando, desgarrando carne y músculo de manera implacable. La agonía fue mayor que nada de lo que Alcadizzar hubiera experimentado antes. Después del décimo azote, pensó que no podría aguantar más y seguramente perdería el conocimiento por el dolor, pero su mente y su cuerpo se negaban obstinadamente a sucumbir. Sintió todos y cada uno de los golpes con la misma intensidad que el primero.
En las plazas públicas y a bordo de las galeras de esclavos de Lahmia, veinte latigazos con un flagelo se consideraban un severo castigo. Cuarenta azotes suponían una sentencia de muerte. Después de cien azotes, las sacerdotisas por fin dejaron el tembloroso cuerpo de Alcadizzar sobre la hierba. No pudo decir cuánto tiempo permaneció allí, empapando el césped con su sangre. Alcadizzar se sentía como si tuviera todo el cuerpo en llamas. Mantenía el rostro pegado a la hierba; tenía los ojos abiertos y la boca flácida y respiraba con jadeos superficiales e irregulares. Podía ver la silueta de varias sacerdotisas, pero no podía oír su cántico debido al rugido que le llenaba los oídos. Ya no queda mucho, pensó. Pronto las estrellas saldrían y la oscuridad caería como una mortaja, y luego él cruzaría al reino de los muertos.
Pero entonces Alcadizzar oyó la voz de la mujer.
—Levantaos, oh príncipe —dijo.
Era como si le estuviera susurrando suavemente al oído. Casi pudo sentir su aliento en la piel.
—Sólo queda una última prueba, Alcadizzar. Levantaos.
Alcadizzar tosió débilmente. Fue lo más parecido a una risa que pudo lograr. Y, sin embargo, había algo en su voz que le obligó a intentarlo. Intentó centrarse en sus extremidades, utilizando los trucos de concentración que había aprendido en sus años en el templo. Después de un momento, el punzante dolor comenzó a disminuir. Sus manos y pies se crisparon y luego, de manera asombrosa, obedecieron sus órdenes. Despacio, débilmente, acercó los brazos y después, con una inspiración temblorosa, se incorporó hasta apoyarse sobre las rodillas. El suelo situado debajo de él estaba oscuro por la sangre.
—¡Eso es! —le oyó exclamar a la mujer—. ¡Levántate, querido! ¡Levántate y ven a mí!
Otra inspiración y se irguió tembloroso sobre sus píes. Le dio vueltas la cabeza y retrocedió un paso tambaleándose antes de controlarse. El dolor apareció de nuevo, arañándole los hombros y bajándole por la espalda en líneas de fuego. Todo le dio vueltas y, durante un mareante segundo, pensó que podría desplomarse, para no volver a levantarse jamás.
—Aquí —insistió ella. Sus palabras eran como miel—. Aquí estoy. Ven a mí.
Alcadizzar parpadeó aturdido, esforzándose por concentrarse en aquella voz. La mujer se encontraba justo frente a él, radiante envuelta en oro y blanco, con la mano izquierda extendida para darle la bienvenida. Sus Ojos oscuros brillaban de pasión desde las profundidades de la máscara pulida.
Respiró hondo y empujó contra la marea de dolor. Su pie derecho se sacudió y luego se arrastró hacia adelante medio paso. Otra inspiración, y el pie izquierdo también se movió. Las sacerdotisas reunidas contuvieron la respiración a la vez.
Las fuerzas empezaron a fallarle casi de inmediato. Alcadizzar sintió que las rodillas comenzaban a temblarle. Mantenerse erguido requería cada vez más concentración, lo que permitía que irregulares punzadas de dolor le subieran por la columna a cada paso. Sin embargo, siguió avanzando, con la mirada clavada en la mano pálida y delgada.
A Alcadizzar le tembló la mano cuando la estiró hacia la de ella. La palma de la mujer estaba fría y dura, como el mármol. El príncipe abrió mucho los ojos sobrecogido cuando tiró suavemente de él acercándolo, como si fuera a abrazarlo.
El repentino dolor que sintió en el pecho fue agudo y frío y durante un momento, lo dejó perplejo. El cántico se detuvo. Entonces bajó la mirada y vio el puño plateado de la daga que le sobresalía del pecho. La hoja se le había deslizado sin esfuerzo entre las costillas, atravesándole el corazón.
Alcadizzar frunció el entrecejo desconcertado. La mujer le soltó la mano y, en su lugar, le aferró el hombro destrozado. Levantó la mirada hacia ella, intentando hablar, pero sus pulmones no querían respirar. Un dolor horrible se le extendió por el pecho, embotándole los nervios y robándole las fuerzas. Se le doblaron las piernas. La mujer lo bajó de nuevo a la hierba, agarrando todavía con una mano el puño de la daga.
Su perfecto rostro dorado flotaba por encima de él, sereno e inescrutable. La sensibilidad se iba desvaneciendo rápidamente. Lo último que Alcadizzar sintió con claridad fue una aguda punzada de pesar. Su mirada se desvió hacia el firmamento de estrellas que relucían en lo alto mientras esperaba que llegara el final.
Pero la oscuridad no llegó veloz. Un momento se extendió en otro, sin un final perceptible. Sus pensamientos vagaron, como en un sueño, y la sensación de pesar se transformó en un sombrío sentimiento de puro horror ciego. Había muerto, pero no estaba muerto. ¡No estaba muerto!
Y entonces, débilmente, la oyó suspirar y observó cómo retiraba despacio la daga de su corazón. Centímetro a centímetro, el bronce manchado de sangre salió de su pecho hasta que la punta se liberó con un único tirón brusco.
De repente, Alcadizzar sintió que su corazón se contraía. Un espasmo de profundo dolor le sacudió el pecho. La espalda se le arqueó y los pulmones se le llenaron de aire. El príncipe volvió a la vida con un mudo grito de dolor.
Alcadizzar volvió a desplomarse contra la hierba, con el pecho agitado mientras daba boqueadas como un hombre ahogándose. El dolor del pecho se extendió como un incendio por el resto de su cuerpo y no pudo hacer nada para detenerlo.
Unas figuras con túnica se aglomeraron a su alrededor, ahogando los jadeos de dolor del príncipe con sus extáticas exclamaciones. Alcadizzar pasó la mirada de una máscara idéntica a otra, intentando encontrarle algún sentido a lo que estaba sucediendo. El dolor hacía que le resultara casi imposible pensar.
Al final, sus ojos se encontraron con los de ella. La mujer lo miraba fijamente y todo su cuerpo irradiaba una sobrecogedora dicha casi primitiva.
—¿Lo veis? —les dijo a las sacerdotisas. Su voz era ronca, como el gruñido de una bestia hambrienta—. ¡El cuchillo lo atravesó y, sin embargo, no ha muerto! ¡Es digno, hermanas! ¡Alcadizzar ha sido elegido!
Y entonces, por fin, la oscuridad se alzó para reclamarlo.
* * *
Al despertar, notó la suave brisa perfumada y el fresco peso de las sábanas de seda contra la piel. Después de tantos años durmiendo en el sencillo catre de un sacerdote, la sensación le resultó familiar y, sin embargo, inquietantemente extraña al mismo tiempo Alcadizzar abrió los ojos despacio. Yacía sobre una enorme cama de plumas, más grande y suntuosa que nada que hubiera visto en el palacio real. Era muy tarde; por los sonidos apagados de la ciudad se dio cuenta de que casi había amanecido.
El príncipe realizó una inspiración larga y profunda. Le dolía el pecho de delante a atrás, hasta llegar a los mismos huesos. Le recordó aquella ocasión, muchos años atrás, en la que un caballo le había dado una coz en las costillas durante una de sus primeras lecciones de equitación Moviéndose como si estuviera en un sueño, se incorporó débilmente sobre el codo derecho y se examinó el pecho. La habitación estaba sumida en sombras, pero podía ver lo suficiente para comprobar que lo habían bañado y envuelto en una túnica de seda amarilla.
Alcadizzar se apartó vacilante el lado izquierdo de la túnica. La herida de cuchillo resultaba visible como una cuidada línea oscura de tejido cicatrizado grabada en la superficie plana del músculo pectoral justo encima del corazón.
—Dulce, ¿verdad?
La voz de la mujer surgió de las sombras que se extendían al otro extremo de la habitación, donde unas vaporosas cortinas se agitaban con languidez con la ligera brisa marina. Alcadizzar parpadeó sorprendido. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, pudo entrever la elegante curva del hombro y la cadera mientras la mujer se apoyaba contra el marco de una de las altas ventanas abiertas.
—La muerte es más que sólo una noche sin fin —continuó—. Es fría y vacía, de un modo que ningún hombre vivo puede entender. —La seda hizo frufrú cuando se volvió ligeramente y la forma perfecta de su perfil se recortó contra el pálido cielo nocturno—. Ahora el aire sabe a vino, ¿no es así? El tacto de la seda es como la caricia de una amante.
Siguió girándose, se alejó del borde de la ventana y contempló la forma recostada de Alcadizzar. El tenue resplandor de la aurora la iluminó en tonos plateados. Todavía llevaba el oscuro cabello recogido en rizos apretados, pero se había despojado de las joyas y galas rituales cambiándolas por una sencilla túnica transparente de algodón. Sus ojos eran pozos de oscuridad; su mejilla, suave y fría. El rostro de la diosa era inescrutable y seductor, pálido como la máscara mortuoria de una reina.
Observó cómo daba otro paso hacia él. La brisa agitó las cortinas a su espalda, dejando entrar más luz del exterior, y Alcadizzar se quedó sin respiración. Se le puso la piel de gallina. El rostro de la diosa era pálido como la porcelana y sus labios perfectos se curvaban en una leve sonrisa enigmática. Al príncipe le dio vueltas la cabeza. Sus rasgos sobrenaturales no estaban hechos de oro pulido, sino de carne suave y delicado hueso.
—Bendita Asaph —susurró—. La… la máscara…
La sonrisa de la mujer se hizo más ancha.
—Has soportado la Prueba del Renacimiento, oh príncipe —dijo malinterpretando la mirada de asombro que apareció en los ojos de Alcadizzar—. Ahora somos la misma persona, así que los artificios ya no son necesarios.
Antes de que el príncipe pudiera responder, ella levantó el brazo e hizo una seña en dirección a las sombras a la izquierda de Alcadizzar. Una figura con túnica salió de la oscuridad arrastrando los pies penosamente y apretando un cáliz de oro contra el pecho.
—Tu cuerpo ya ha sanado las peores heridas —le informó—, pero la dura prueba consumió gran parte de tus fuerzas. Bebe esto y luego hablaremos de tu futuro.
El sirviente se acercó a la cama. Tenía los hombros encorvados de manera incómoda, como si soportase un peso invisible. Aunque el hombre mantenía la cabeza baja, Alcadizzar reconoció los tatuajes desvaídos que se le enroscaban sinuosamente alrededor del cráneo rapado.
—¿Ubaid? —preguntó sorprendido.
Ubaid levantó la cabeza al oír su nombre. El anciano sirviente tenía el rostro demacrado y los labios flácidos y ligeramente temblorosos, pero aún así no había envejecido lo más mínimo desde que dejara al príncipe fuera del templo unos treinta años atrás. Una minúscula chispa de conciencia brilló en las profundidades de los ojos llorosos de Ubaid cuando le ofreció la copa al príncipe. Alcadizzar apenas pudo contenerse para no rehuir de la patética figura.
—No… no entiendo —balbuceó.
—Él es mi regalo para ti —le contestó—. Ubaid te acompañará a Khemri y te ayudará a construir el templo. —Su rostro perfecto se enturbió con un ceño momentáneo, haciendo temblar los hombros huesudos de Ubaid—. Puedes estar seguro de que, a pesar de su aspecto miserable, es un hombre de muchos talentos y te servirá de innumerables formas.
Era demasiado. La sensación de irrealidad amenazaba con abrumar a Alcadizzar. Se llevó una mano temblorosa a la frente.
—¿Cómo…? ¿Cómo es esto posible?
—El poder de la sangre —explicó la mujer, cuyo tono se iba volviendo poco a poco más insistente.
De repente, se encontraba al lado de Ubaid, después de haber cruzado el dormitorio en el lapso de un latido. Sus dedos pálidos aferraron el borde de la pesada copa y la arrancaron de las manos paralizadas del sirviente.
—Bebe —ordenó—. Y todo se aclarará.
La mano del príncipe se movió sin un pensamiento consciente, impulsada por los años de obediencia a los ritos del templo. Pero su mirada se posó en el líquido oscuro que se agitaba turgente en las profundidades de la copa y, por vez primera, su aspecto le repugnó. Alcadizzar salió tambaleándose de la cama y arrastró los pies descalzos por el suelo cubierto de alfombras mientras se dirigía con paso inestable hacia las ventanas abiertas y el aire fresco del mar.
—No lo entiendes —repuso Alcadizzar. Se detuvo justo antes de la ventana y respiró hondo—. Debería haber fallado la prueba. Medité en el jardín y comprendí que no podía dedicarme al templo. Lo correcto es que hubiera muerto… y, sin embargo, ¡aquí estoy!
La mujer no respondió al principio. Cuando al fin lo hizo, su voz se había vuelto dura y fría.
—Tienes un gran destino ante ti, príncipe Alcadizzar —le dijo—. Tu línea de sangre sagrada y las enseñanzas del templo te salvaron…
Alcadizzar se volvió bruscamente.
—En ese caso, ¿qué pasa con él? —Señaló la lastimosa forma de Ubaid con un dedo—. ¿Comparte la sangre sagrada de los reyes?
La mujer retrocedió levemente ante el tono acusador de la voz de Alcadizzar.
—¡No blasfemes! —le espetó con un brillo de ira en los ojos.
—Entonces, ¿cómo sigue con vida este pobre hombre? —exigió saber el príncipe—. ¡Mira cómo sufre! Era un anciano cuando yo no era más que un niño; por derecho, debería haber ido a reunirse con sus antepasados hace años. Pero apenas ha envejecido un día desde la primera vez que lo vi. ¿Qué clase de brujería es esta?
—¡Basta!
El dormitorio se enfrió de pronto. Alcadizzar sintió que el cuerpo se le ponía rígido, como si una mano invisible se le hubiera introducido dentro y le hubiera agarrado la columna. Las sombras se hicieron más profundas y, en la oscuridad, la piel pálida de la mujer brilló como una tea. El príncipe sintió que sus ojos se veían atraídos de manera irresistible hacia los de ella. Se sentía como si lo estuvieran arrastrando hacia el borde de un precipicio; apretó los dientes y luchó empleando hasta la última gota de su voluntad, pero despacio, inexorablemente, el príncipe se vio dominado.
La voz de la mujer le acarició la piel dolorida.
—Bebe —repitió. La palabra se le hundió en la carne e hizo que los huesos le dolieran de necesidad.
Un pie avanzó tambaleante, luego el otro. Se sentía como si estuviera cayendo, atraído de modo infalible hacia la copa que lo aguardaba. Y, sin embargo, una pequeña parte de su mente se rebelaba contra esta atracción. El terror le proporcionó a sus pensamientos una gélida claridad que Alcadizzar no había experimentado nunca antes.
—¿Qué eres? —gimió.
La sonrisa de la mujer fue terrible. Se hundió en el corazón del príncipe como un cuchillo.
—Yo soy Neferata —contestó—. Y siempre he gobernado aquí.
Alcadizzar notó el sabor del metal contra los labios. Pudo percibir el olor acre del líquido dentro de la copa de oro.
—Me perteneces, Alcadizzar —dijo Neferata—. Juntos gobernaremos Nehekhara hasta el fin de los tiempos.
El príncipe soltó una exclamación ahogada. El líquido caliente se le introdujo en la boca. Se atragantó, derramando parte del elixir que le cayó por la barbilla, pero el resto consiguió bajarle por la garganta. Su cuerpo respondió de inmediato: sus venas cantaron y los músculos se le hincharon llenos de vigor. En otro tiempo, la sensación lo había llenado de júbilo; ahora no sintió nada salvo terror.
Peor aún, Alcadizzar podía notar cómo el dominio de Neferata sobre él se volvía más fuerte por momentos. La implacable voluntad de la mujer se cerró alrededor de su cerebro como un puño, aplastando poco a poco todo pensamiento de resistencia.
Y entonces, de repente, la aplastante presión desapareció. Se oyó un tintineo apagado cuando la copa rebotó por las capas de alfombras y un aullido de rabia bestial hendió la oscuridad. Alcadizzar retrocedió tambaleándose, arrancado del hipnótico control de Neferata. Las sombras se retiraron una vez más y vio de inmediato lo que lo había salvado.
Se trataba de Ubaid. El anciano sirviente se había arrojado contra Neferata, cogiéndola desprevenida y tirándola al suelo. Le arañó la cara como un animal, hundiéndole las uñas en los ojos. Un icor oscuro bajó por las pálidas mejillas de Neferata y le manchó los dedos al sirviente.
Alcadizzar soltó un grito de horror y se acercó corriendo con la intención de salvar Ubaid de la criatura. Pero el sirviente lo dejó clavado en el sitio con una mirada severa. En ese instante, dio la impresión de que una pequeña medida del temple del anciano regresaba.
—¡Marchaos! —suplicó Ubaid—. ¡En el nombre de todos los dioses! ¡Corred!
Antes de que el príncipe pudiera responder, una mano delgada se lanzó hacia arriba y agarró el cuello del anciano. A Ubaid se le desorbitaron los ojos; el cartílago reventó con un sonido húmedo y le brotó sangre de los labios. Luego, con un alarido monstruoso, Neferata se irguió, con las fauces muy abiertas, y le hundió los colmillos en la parte posterior del cuello. Con un único tirón convulsivo, le arrancó la cabeza de los hombros al anciano en medio de un chorro de sangre carmesí.
Neferata se volvió hacia Alcadizzar con el icor manándole de los ojos heridos. Un gruñido borboteante surgió de la garganta de la criatura. En un instante, estaría perdido.
Sin pensarlo, el príncipe dio media vuelta y se lanzó hacia la ventana abierta. Neferata cargó a ciegas tras él, desgarrando las caras alfombras con las uñas.
Atravesó las finas cortinas y se encontró con el alféizar de piedra. Muy abajo se extendía el flanco inclinado del gran templo y luego la extensión amurallada de los jardines del palacio. Más allá se encontraba la gran colina, abarrotada de las villas de los nobles y los mercaderes adinerados; después estaban los crecientes barrios costeros de la ciudad. El gran mar brillaba como una moneda de plata pulida bajo los primeros y débiles rayos de la amanecer.
Un plan ya estaba tomando forma en la mente del príncipe. En cuanto escapara de la ciudad, tendría que dirigirse a Rasetra. Tenía que difundir la verdad sobre el templo y el mal que acechaba en su interior. Tenía que advertirles a las grandes ciudades acerca de Neferata.
Unos dedos fríos le aferraron la túnica. Con una oración a los dioses en los labios, Alcadizzar saltó hacia el aire matutino.