7
Conclusiones poco gratas
Nagashizzar,
en el 99.º año de Ualatp el Paciente
(-1.290, según el cálculo imperial)
—¡Shhh!
El asesino-explorador levantó una pata con garras y dio un brusco coletazo. Tenía una oreja pegada a la áspera piedra goteante del túnel y los ojos cerrados en actitud de concentración mientras escuchaba los débiles sonidos que vibraban a través de la roca.
Un coro de agudos silbidos serpentinos resonaron de un lado a otro del estrecho pasadizo y los zapadores cubiertos de polvo que se encontraban en el otro extremo se quedaron inmóviles donde estaban. Trozos de piedra rota se derramaron de sus dedos apretados y el ruido se amplificó mil veces en el aire tenso. A lo largo del túnel, los demás skavens prepararon sus armas en silencio. Ya estaban cerca; los zapadores habían estado cavando por debajo de los cimientos de la torre durante más de una hora y el último soporte casi estaba a la vista. Este era el punto en el que las cosas salían mal más a menudo.
El asesino-explorador se mantuvo completamente inmóvil mientras esperaba a que el sonido se repitiera. Quizás no había sido nada más que las ruedas de un carro traqueteando por un camino empedrado, a sólo una decena de metros por encima de ellos… o quizás había sido un repentino derrumbamiento de rocas debido a un túnel de contra-zapado que se dirigía hacia ellos. Una brecha podría llenar el túnel de densas nubes de gas venenoso y esqueletos armados con lanzas… o, peor aún, grupos de aullantes y frenéticos devoradores de carne. La campaña contra los fétidos nidos de las criaturas había empujado a los devoradores de carne a nuevas cotas de salvajismo contra los invasores: sobre todo los inconfundibles exploradores vestidos de negro. Era mejor una muerte rápida a ser capturado por los monstruos y arrastrado hasta sus guaridas en la cumbre.
Transcurrieron largos minutos. Los hocicos rosados se sacudieron con nerviosismo en la penumbra. Unas nubes de fino polvo gris flotaban por el aire, agitadas por las ligeras espiraciones de los zapadores y sus protectores. Uno de los skavens se movió, muy levemente, atrayendo miradas feroces de sus compañeros.
El asesino-explorador se fue relajando poco a poco. Bajó la pata y los skavens dejaron escapar un silbido de alivio colectivo. Momentos después, el suave sonido de las garras contra la piedra se reanudó en el otro extremo del pasadizo.
Eekrit se enderezó mientras los zapadores continuaban su trabajo.
—Es la quinta vez en los últimos diez minutos —murmuró.
El señor de la guerra hizo una mueca mientras intentaba aliviarse un calambre entre los omóplatos cubiertos de cicatrices. Lord Eshreegar tosió débilmente: el sonido más parecido a la risa que pudo lograr.
—Mejor eso que la alternativa —respondió el Maestro de Traiciones. Cinco años después de aquel infierno en el pozo siete, su voz seguía siendo poco más que un susurro áspero—. La última vez que sufrimos una brecha, los devoradores de carne casi se largan contigo.
El señor de la guerra soltó un resoplido de burla.
—Nunca me pusieron la mano encima. No es que tú te dieras cuenta, claro.
Eekrit apretó la pata con la que sujetaba la espada al recordar el feroz enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Había estado más cerca de lo que quería admitir. Intentó encogerse de hombros con actitud desdeñosa, pero hizo una mueca cuando el tejido cicatrizado que le cruzaba los hombros se tensó.
—Es más probable que muera de un ataque al corazón debido a todas estas falsas alarmas. —Le mostró los largos dientes al centinela de oído agudo que se encontraba a varias docenas de pasos túnel abajo—. Estoy empezando a pensar que Velsquee lo ha incitado a ello.
Eshreegar miró al señor de la guerra de reojo. Tuvo que volver la cabeza para hacerlo; el lado izquierdo de su cara era un mosaico de tejido cicatrizado calvo y rosado y una calavera dorada brillaba en el hueco arrasado en el que solía estar su ojo.
—Hemos estado derribando las torres del hombre ardiente durante los últimos ocho meses —contestó el Maestro de Traiciones—. Nos superan en número mil a uno y a sus guerreros cada vez se les da mejor atraparnos a cada noche que pasa. ¿Crees que el Señor Gris necesita complicarse sobornando a un asesino para matarte?
Eekrit fulminó a Eshreegar con la mirada.
—Tal vez —masculló el señor de la guerra con tono adusto—. Han pasado cinco años desde que derribamos el pozo siete, y seguimos vivos. Puede que se esté impacientando.
Nadie dudaba ni por un segundo que Lord Velsquee quería a Eekrit muerto. Según todos los rumores, al Lord Gris casi le da un ataque al enterarse del derrumbe del pozo y la consiguiente destrucción que había tenido lugar. Los niveles que rodeaban el pozo número siete se habían convertido en tal laberinto de pasadizos laterales y buhederas que el derrumbe desencadenó una oleada de hundimientos secundarios durante más de una semana después. Las réplicas retumbaron incluso abajo en la mismísima fortaleza subterránea y únicamente los desesperados esfuerzos de los ingenieros del ejército impidieron la pérdida del pozo ocho también. Cómo logró la partida de asalto escapar de la destrucción y llegar a la seguridad de los niveles inferiores, sólo la Gran Cornuda lo sabía.
Si Eshreegar y un par de sus exploradores no hubieran sacado a Eekrit del pozo que se hundía, éste no habría sobrevivido. De hecho, tanto él como el Maestro de Traiciones casi sucumbieron a sus quemaduras durante las largas semanas que siguieron. El clan de Eekrit gastó grandes sumas en él para traer a cirujanos llegados incluso desde la Gran Ciudad, para atender sus heridas. Las heridas de Eshreegar eran aún más graves; los asesinos-exploradores cerraron filas en torno a su líder y lo mantuvieron aislado durante más de un mes hasta que estuvieron seguros de que sobreviviría. Mientras tanto, Velsquee hervía de rabia, pues no quería nada más que arrastrarlos ante un juicio sumarísimo y echarles toda la culpa del desastre.
El Señor Gris ansiaba desviar la atención hacia Eekrit y la destrucción del pozo siete y lejos del desastre de su emboscada frustrada al kreekar-gan. La nube de veneno del enemigo había diezmado a las mejores tropas del ejército, incluyendo a los propios guerreros alimaña de Velsquee, y había hecho que el resto emprendiera una retirada cargada de pánico que al propio Señor Gris le había costado detener. El pozo ocho había caído en manos de los guerreros del hombre ardiente y lo más probable era que las apresuradas defensas alrededor del pozo nueve, compuestas de destrozados grupos de guerreros y una multitud de esclavos aterrorizados, no aguantaran mucho tiempo, ni siquiera con Velsquee y Qweeqwol personalmente al mando. Aunque las historias de la heroica resistencia de Velsquee ahora formaban parte establecida de la tradición que rodeaba el desesperado combate, la verdad era que el ejército se había visto empujado al borde de la derrota y las líneas sólo se habían estabilizado después de que el derrumbe del pozo hubiera hecho que reinase la confusión en el avance enemigo.
Velsquee había apostado fuerte y había perdido. La casi destrucción de los heechigar y las graves bajas sufridas por muchos de los clanes más poderosos del ejército colocaron al Señor Gris en una situación precaria, y no pasó mucho tiempo antes de que se viera obligado a abandonar la idea de una farsa judicial y concentrarse en las intrigas de las numerosas acciones del ejército. El equilibrio de poder entre los señores skavens cambió muchas veces a lo largo de las semanas subsiguientes. Únicamente después de pactar una apresurada alianza con el clan Morbus —y una campaña de asesinatos particularmente brutal—, el Señor Gris pudo asegurar su posición y restablecer el orden.
Lo que desconcertó a Eekrit durante mucho tiempo después fue por qué Velsquee nunca realizó el movimiento obvio de despojarlo del mando. El Señor Gris no necesitaba una justificación real para hacerlo, ni mucho menos, y sin duda Lord Hiirc pensaba que la alianza con su clan le daba derecho al puesto. Eekrit sólo podía suponer que lo mantenían por allí para controlar al clan Morbus. Mientras siguiera siendo señor de la guerra, Morbus tendría que lidiar con el clan Rikek ante todo si pretendía reclamar la montaña para sí; pero incluso ahora, cinco años después de la casi derrota del ejército, ningún clan contaba con la fuerza necesaria para mantener una clara ventaja sobre el otro.
En cuanto Eekrit estuvo en condiciones de luchar, Velsquee le «aconsejó» que reanudara sus peligrosas incursiones contra el enemigo; sólo que esta vez, en lugar de atacar aldeas relativamente indefensas o nidos de devoradores de carne, el señor de la guerra y sus asaltantes debían dirigirse directamente al corazón del enemigo. Atacaron las torres y almacenes de la mismísima fortaleza, socavando sus cimientos o encendiendo fuegos en sus entrañas. Desde un punto de vista puramente militar, los asaltos suponían una estrategia audaz y agresiva destinada a mantener al enemigo a la defensiva mientras el ejército skaven reconstruía sus fuerzas.
También eran sumamente peligrosos. Partidas de búsqueda enemigas descubrieron uno de cada tres túneles de los zapadores y las bajas entre los skavens fueron cuantiosas, pero Eekrit no podía negar que la táctica había dado buenos resaltados. También sirvió para mantenerlo lejos de los pasillos del poder de la fortaleza subterránea, donde su presencia daría lugar a una serie de preguntas incómodas que Velsquee y Qweeqwol no podían permitirse.
En el otro extremo del túnel, el maestro zapador hizo una pausa y realizó una serie de señales con las patas y la cola. El mensaje se transmitió a lo largo de la línea y apenas momentos después, un puñado de asesinos-exploradores avanzaba poco a poco con vejigas de aceite para empapar los soportes temporales de los zapadores. Eekrit los vio pasar y reprimió un escalofrío ante penetrante olor del aceite de farol.
—¿Alguna noticia de la fortaleza subterránea? —preguntó Eekrit en voz baja.
El Maestro de Traiciones se cruzó de brazos. Movió la cabeza de un lado a otro, asegurándose de que ninguno de los zapadores pudiera oírlos.
—Han llegado más refuerzos —contestó en voz baja—. Velsquee los envió directamente a los niveles superiores. Mercenarios de los clanes menores más otro grupo de monstruosidades del clan Moulder, y varios grupos grandes de esclavos.
—Todos comprados y pagados por Lord Hiirc, sin duda —comentó Eekrit entre dientes.
La alianza entre Velsquee y Hiirc había abierto los cofres de Morbus y el clan había gastado sumas enormes para reponer las diezmadas filas del ejército. La mayoría de las tropas de reemplazo eran mercenarios de los clanes menores que se veían atraídos hacia el campo de batalla por la promesa de dinero y una parte del botín de la inmensa reserva de piedra divina de la montaña. Otros, como los extraños señores-bestia del clan Moulder, o los fanáticos del clan Pestilens, se unieron a la fuerza expedicionaria con la esperanza de mejorar su estatus en medio de las corrientes en constante cambio de la política skaven. No se parecían en nada a los feroces grupos bien armados de ratas de los clanes que habían marchado con el ejército al comienzo de la guerra. La mayor parte había muerto en menos de unos cuantos meses, arrojados contra las líneas defensivas del enemigo en un sangriento ataque tras otro, mientras los asaltantes de Eekrit continuaban desgastando las fuentes de suministro del enemigo.
Hasta ahora, la estrategia de dos frentes de Velsquee parecía estar funcionando. El enemigo continuaba a la defensiva, sin poder reponer sus bajas, mientras que los skavens lograban reunir a duras penas suficientes cuerpos calientes para mantener una ofensiva lenta pero implacable. Habían despejado gran parte del pozo siete a lo largo de los últimos años y los skavens habían presionado más allá de éste hacia niveles a los que no habían llegado desde el comienzo de la guerra. Nadie había visto al kreekar-gan desde la emboscada frustrada de Velsquee y no se había producido un ataque enemigo importante en años. Ahora la victoria parecía inevitable y los señores skavens ya estaban maniobrando para aprovechar al máximo el período subsiguiente. Entre las compañías de mercenarios y las tropas de esclavos, casi la mitad del ejército se había comprado con oro de Morbus, y Velsquee no podía matarlos con la rapidez suficiente para debilitar la creciente influencia de Lord Hiirc. Eshreegar pensaba que sólo era cuestión de tiempo antes de que los intrigantes de los clanes sacaran a los asaltantes de las primeras líneas y asieran a trabajar a sus asesinos.
—¿Y qué pasa con las tropas de Velsquee? —quiso saber el señor de la guerra.
El Maestro de Traiciones le dirigió a Eekrit una mirada elocuente.
—Otro grupo de heechigar llegó a finales de la semana pasada —respondió—. Todavía están recluidos con los ingenieros de Lord Vittrik al otro lado de la caverna principal.
Eekrit entrecerró los ojos mientras cuadraba los números. Velsquee había estado reconstruyendo discretamente su cuadro de tropas de élite desde el desastre, trayéndolos grupo a grupo y acuartelándolos en el único lugar donde era seguro que evitarían las miradas indiscretas: entre los imprevisibles y mortíferos ingenieros del clan Skryre.
—Eso le devuelve a Velsquee casi toda su fuerza —reflexionó el señor de la guerra—. ¿Y siguen trabajando en estrecha colaboración con los brujos?
—Casi todos los días —confirmó Eshreegar—. No se sabe qué se traen ahora entre manos. Puedes estar seguro que el kreekar-gan no podrá masacrarlos como hizo la última vez.
—¿Crees que los señores de los otros clanes sospechan cuántos guerreros tiene Velsquee?
Eshreegar negó con la cabeza.
—Es poco probable. El Señor Gris ha sido cuidadoso y los otros están demasiado concentrados en posicionarse para la partida final. —Meneó la cola pensativo—. Sigo sin entender por qué Velsquee oculta su verdadera fuerza. Una demostración de fuerza por parte de los guerreros alimaña aseguraría su posición y haría que los otros señores se pensaran dos veces el ponerse del lado de Hiirc.
—Eso es cierto a corto plazo —coincidió Eekrit—, pero luego sólo sería cuestión de tiempo antes de que Hiirc y los otros señores de los clan empezaran a presionar a Velsquee para que los enviara a la acción, y eso es lo último que quiere el Señor Gris. Está reservando a los heechigar para una tarea y sólo una.
—La destrucción del kreekar-gan.
Eekrit asintió con la cabeza.
—Velsquee se confió demasiado la última vez. Tenía buenas razones para creer que el hombre ardiente estaba a punto de caer en sus garras y casi lo pierde todo como resultado. Esta vez, está siendo mucho más cuidadoso. —El señor de la guerra hizo una mueca de irritación—. Me encanaría saber de dónde saca su información. O de quién.
El Maestro de Traiciones suspiró de mal talante.
—Cuenta con un vidente gris a su entera disposición, ¿no?
La cola de Eekrit se sacudió con ira por el suelo del túnel, lo suficientemente fuerte como para atraer las miradas de aprensión de los exploradores.
—No es Qweeqwol —aseguró—. Velsquee lo habría matado por no predecir la nube de veneno. No, el Señor Gris está consiguiendo su información de otra persona.
—Bueno, no es ninguna de mis ratas —declaró Eshreegar.
—De eso no tengo duda —contestó Eekrit agitando los bigotes con sarcasmo.
—Entonces, ¿quién…? —empezó Eshreegar. Entrecerró el ojo bueno con aire pensativo—. Tendría que ser un traidor. Alguien dentro de las propias filas del enemigo.
El señor de la guerra asintió con la cabeza.
—Y al tanto de los consejos superiores del enemigo. Alguien que probablemente ha estado cerca del kreekar-gan todo el tiempo.
—Pero ¿cómo?
—No estoy seguro —admitió Eekrit—, pero apostaría que Qweeqwol lo sabe. Le ha estado pasando información a Velsquee desde el principio. ¿Cómo si no se explica la oportuna llegada del Señor Gris?
Aquella idea hizo que Eshreegar aplastara las orejas.
—Pero, eso significa…
—Eso significa que Velsquee y Qweeqwol sabían de la existencia del hombre ardiente desde el principio —concluyó Eekrit.
—En ese caso, ¿por qué no nos lo dijeron? —preguntó el Maestro de Traiciones—. Ellos quieren la piedra divina tanto como el resto de nosotros.
El señor de la guerra suspiró con impaciencia.
—Por supuesto que sí —le espetó—. La quieren toda. ¿Crees que fue un accidente que Velsquee fuera el artífice primario de la fuerza expedicionaria?
Eshreegar frunció el entrecejo.
—Yo pensaba que los videntes grises estaban detrás de la alianza.
El señor de la guerra levantó un dedo con garra.
—Sí, pero Velsquee fue su principal defensor entre los Señores Grises. Acudieron primero a él, porque era el que tenía más influencia en el Consejo. No hay duda de que acordaron dividir las riquezas de la montaña entre ellos en cuanto el resto de los clanes se hubiera desangrado contra la horda del kreekar-gan. —El señor de la guerra sacudió la cabeza con aire compungido—. De hecho, no me sorprendería que los videntes gises estuvieran detrás de los exploradores que «descubrieron» la montaña en primer lugar, actuando en base a la información proporcionada por el traidor.
Eshreegar cruzó los brazos y consideró lo que le había dicho.
—Un plan brillante —admitió—. Increíblemente astuto y despiadado.
—Así es —gruñó Eekrit irritado—. Ni yo mismo lo podría haber hecho mejor.
Del otro extremo del túnel llegaron sonidos de movimiento. Los exploradores se estaban retirando por donde habían venido, seguidos de cerca por los zapadores. Pasaron en fila al lado de Eekrit y Eshreegar rápida y silenciosamente, ansiosos por regresar a la relativa seguridad de los niveles inferiores.
El maestro zapador y su ayudante principal eran los últimos de la fila.
—Está-está preparado —anunció entre dientes el entrecano veterano.
Tras una señal con la cabeza de Eekrit, los zapadores se arrodillaron y empezaron a rebuscar un par de antorchas en las bolsas que llevaban al hombro. En cuestión de segundos estaban encendiendo gruesas chispas de color naranja con sus pedernales. Eshreegar y Eekrit observaron las voraces luces parpadeantes con expresiones de profunda inquietud.
—Así que ahora ya conoces el plan de Velsquee —dijo Eshreegar con voz débil—. ¿Qué propones hacer al respecto?
Una de las antorchas cobró vida de pronto en medio de una crepitante llamarada. Eekrit casi se estremece al verla. Apretó los dientes indignado al notar el olor del almizcle del miedo en los estrechos límites del túnel. Las cicatrices que le recorrían las patas y los hombros le picaban y dolían. Aún podía recordar el dolor punzante royéndole las extremidades; todavía sentía el humo arañándole los ojos y la garganta. Los recuerdos resultaban tan vívidos ahora como lo habían sido hace cinco años.
El maestro zapador se enderezó de pronto levantando la antorcha encendida por encima de la cabeza. La llama emitió un aterrador silbido y brilló con furia al pasar por el aire a menos de un metro de la cara de Eekrit. Eshreegar soltó un sonido estrangulado y también se estremeció un poco, acosado por sus propios recuerdos de aquel infierno.
El señor de la guerra estiró la pata enojado y le arrebató la antorcha de las patas al maestro zapador. El tejido cicatrizado del dorso de su pata se tensó de manera dolorosa, pero Eekrit se obligó a mantener la tea firme.
—No hay-hay nada que hacer —respondió con voz sombría. El señor de la guerra clavó una mirada de odio en la sibilante llama—. Velsquee cree que no podemos hacer nada. Con el apoyo Lord Hiirc, el Señor Gris sin duda piensa que tiene-tiene la ventaja.
El maestro zapador y su ayudante se quedaron mirando con aire de preocupación mientras Eekrit se alejaba de ellos y subía por el túnel hacia los soportes empapados de aceite. Se detuvo a una docena de pasos de los cimientos de la torre sosteniendo el fuego delante de él como si fuera una espada desenvainada.
—Por ahora, esperaremos-esperaremos —dijo mirando el fuego—. Tarde o temprano, Velsquee ajustará cuentas con el kreekar-gan.
Echó el brazo hacia atrás y, con un gruñido, arrojó la antorcha por el aire. La tea salió girando y chocó contra el soporte más cercano. Una columna de furiosas llamas envolvió el soporte de madera con un silbido siniestro. Eekrit se obligó a permanecer inmóvil mientras la oleada de calor lo bañaba. Cerró los ojos y contó despacio hasta cinco, luego exhaló lentamente y se volvió hacia Eshreegar y sus guerreros.
—Que el hombre ardiente venga. Ya veremos quién sobrevive a las llamas.
* * *
La canción de la bruja de la guerra prácticamente se perdió en medio del ensordecedor estruendo del combate. Al otro lado del pozo, cuatro compañías de norteños permanecían hombro con hombro bramando juramentos y asestando tajos con sus armas en medio de una aullante oleada de criaturas rata de ojos muy abiertos. El enemigo no vestía armadura y llevaba poco más que dagas rudimentarias o piedras pesadas, pero atacaba a los altos bárbaros con audaz desenfreno. Sus ojos emitían un pálido brillo verde y una espuma fosforescente les salpicaba las bocas abiertas. Fuera lo que fuera lo que les habían hecho comer, los había empujado a una furia enloquecida que desdeñaba todo salvo las heridas más terribles. Incluso al morir, los monstruos aferraban los brazos y piernas de los norteños e intentaban tirarlos al suelo del túnel. Los bárbaros habían aprendido que caer significaba morir; si perdían el equilibrio, los atraparía una docena de pares de manos y los arrastraría hacia la turba. A aquellos a los que les ocurría no se los volvía a ver.
Desde el extremo opuesto de la mina, Nagash podía ver que las formaciones bárbaras ya estaban peligrosamente cerca de ceder. Durante más de seis horas, el enemigo había lanzado una oleada tras otra contra sus líneas defensivas. En cuanto descubrieron los puntos que protegían sus tropas vivas, habían centrado sus esfuerzos en ellos y aumentado la presión. Los esqueletos no necesitaban comer ni descansar, pero los de carne y hueso sí, y ahora la falta de ello estaba empezando a notarse.
A Nagash le irritaba tener que depender lo más mínimo de los bárbaros. Cuando comenzó la guerra, los norteños suponían poco más de un tercio de sus enormes fuerzas. Ahora, décadas después, casi la mitad del ejército era de carne y hueso. Hoy en día se veía obligado a posicionar sus compañías con gran cuidado y mantenerse preparado para aportar su propio poder cuando la situación se volvía desesperada.
Una figura con una abollada armadura de escamas se apartó tambaleándose de la enconada lucha y atravesó el túnel corriendo en dirección a Nagash. Se trataba de Thestus, con su pesada espada mellada y teñida de rojo y cada centímetro de piel expuesta cubierto de cortes y arañazos. Tenía el pálido rostro demacrado y con profundas arrugas; había pasado más de un mes desde la última vez que le habían dado un trago del elixir del nigromante y el hambre estaba dejando notar sus efectos.
Thestus se abrió paso a empujones a través de las filas de esqueletos amarillentos concentrados en reserva detrás de la línea de batalla principal y se detuvo tambaleándose ante las torvas miradas de la guardia tumularia del nigromante.
—¡La línea no aguantará! —anunció con tono apagado por encima del estruendo—. ¡Bragadh ha caído y los guerreros han llegado al límite de sus fuerzas! ¡Si vais a atacar, señor, atacad ahora!
Durante un largo momento, Nagash no se movió. La harapienta túnica gris colgaba de los planos huesudos de sus omóplatos. La profunda capucha, manchada de hollín viejo y raída por el dobladillo, caía lánguidamente alrededor de su cráneo. Los brazos le colgaban relajados a la altura de la cintura, con las manos ocultas en las profundidades de las largas mangas. Un aura de poder todavía crepitaba invisible alrededor de su cuerpo marchito, pero a Thestus el nigromante de algún modo le parecía menos sólido que los tumularios que lo rodeaban.
Se produjo un extraño movimiento bajo las capas de tela podrida; primero el hombro derecho, luego la parte superior del brazo, después bajando por el codo y los huesos de la mano. El brazo de Nagash se levantó, desplazándose en un arco para abarcar las figuras bajas que permanecían en cuclillas a su lado. El aire se cargó de energías mágicas que tiraron de las vestiduras en descomposición de la escolta del nigromante.
Se oyó un susurro seco en las sombras al lado de Nagash, parecido al sonido de huesos viejos agitándose en el cuenco de una adivina. Unas puntas afiladas rasparon la piedra y un creciente coro de ominosos chasquidos aumentó por orden del nigromante. Grupos de pequeñas y ovaladas esferas verdes se encendieron siniestramente en la oscuridad.
Una sola palabra se deslizó como una serpiente por la mente Thestus, retumbando con los tonos de la voz sepulcral de Nagash.
«Adelante».
Con un frenético correteo de extremidades óseas, una docena de formas de aspecto temible se puso en marcha de pronto con intenciones asesinas, como una jauría de perros a los que soltara su amo. Salieron corriendo de las sombras con una velocidad inquietante; unas relucientes figuras de hueso pulido y finas chapas de bronce, cada una de ellas tan ancha como el escudo de un norteño. Corrían por el suelo del túnel sobre seis patas segmentadas, girando sus pequeñas cabezas blindadas a derecha e izquierda buscando presas. Sus mandíbulas, cada una tan larga como el khopesh de un guerrero del desierto, temblaban ante la perspectiva de desgarrar carne viva.
Si Thestus hubiera sido un habitante de la lejana Nehekhara, los habría reconocido de inmediato: eran réplicas monstruosas de escarabajos de la tumba, formadas con astucia a partir trozos de hueso roto y metal curvo y animadas con espantosa no vida mediante el poder de la piedra ardiente. Pero, mientras los auténticos escarabajos de la tumba eran carroñeros y se alimentaban de la carne podrida de los muertos, estas creaciones habían sido construidas para la guerra.
Dirigidos por la aborrecible voluntad del nigromante, los caparazones de las creaciones se abrieron sobre astutas bisagras, dejando al descubierto finos armazones con aspecto de alas hechos de metal y piel humana curtida. Crujieron como lonas cuando la musculatura parecida a cuerdas las sacudió y las hizo batir con un creciente y escalofriante zumbido. Las creaciones avanzaron corriendo, cogiendo velocidad, y luego, con una patada de sus potentes patas traseras, saltaron en el aire y se hundieron como piedras de catapulta en medio de los guerreros enemigos. Aterrizaron en un mar de sangre y huesos rotos, derribando a las frenéticas criaturas rata y despedazándolas con veloces golpes como de tijera de sus mandíbulas. En cuestión de momentos, todo fue confusión tras las líneas enemigas, a medida que las enloquecidas criaturas rata arremetían contras las creaciones escarabajo en lugar de la línea de norteños estirada al máximo.
La matanza fue increíble. Los escarabajos amputaban piernas y brazos con una facilidad espantosa y sus afilados caparazones atravesaban carne y músculo como si fuera pergamino viejo. Las creaciones no poseían cerebro que digamos: sólo una serie de órdenes grabadas en el interior de sus cráneos y animadas por la voluntad del nigromante. Había un pequeño trozo de abn-i-khat incrustado en el fondo del tórax de cada uno de los escarabajos, lo que les proporcionaba suficiente energía asesina para que funcionaran durante una lucha breve. Nagash los había concebido como tropas de asalto pensadas para adentrarse en las líneas defensivas del enemigo y abrir el camino para que sus compañías avanzaran. Con suficiente tiempo y recursos, podría haber construido cientos de aquellas máquinas de guerra; tal y como estaban las cosas ahora, apenas pudo hacer una veintena, y los estaba arrojando a la batalla en un intento desesperado de detener el avance enemigo.
Cinco años atrás, había estado cerca de la victoria… amarga y tentadoramente cerca. El vapor venenoso había matado a decenas de miles de enemigos y sembrado el terror y la confusión en sus filas. Sus guerreros no muertos habían seguido a los hombres rata en fuga hacia las mismas raíces de la montaña, apoderándose de ricos pozos que no había poseído en décadas. Sintiendo que el enemigo se encontraba al borde de la derrota, los presionó de cerca con sus esqueletos, y eso había resultado ser su perdición. Cuando las criaturas rata lanzaron una desesperada contraofensiva en el pozo siete, Nagash contaba con poquísimas reservas a mano para detenerlas. El derrumbe del pozo lo había cogido completamente por sorpresa por pura suerte se había salvado de acabar pulverizado bajo toneladas de piedra derrumbándose.
Al final, repetidos contraataques enemigos detuvieron a sus tropas de avance —que habían quedado aisladas de los refuerzos— en el pozo ocho y las destruyeron a lo largo de varios días. La pérdida de recursos había sido asombrosa, tanto que cuando el enemigo contraatacó la siguiente semana, los hombres rata recuperaron rápidamente los pozos cinco y seis, dejando a Nagash aún en peores condiciones que antes.
Furioso, había arremetido contra el enemigo con una campaña de ataques mágicos a lo largo de los siguientes años, buscando el arma perfecta que los expulsase por fin de la montaña; pero las malditas criaturas rata se adaptaban con rapidez a cada nueva táctica que empleaba, desde vapores venenosos a plagas que hacían hervir la sangre. Los hombres rata sufrían de manera terrible y, de vez en cuando, uno de los pozos superiores caía de manera temporal en manos de los guerreros de Nagash, pero en cada ocasión sus fuerzas carecían de la fortaleza para consolidar sus ganancias y rápidamente las volvían a perder. Y, mientras tanto, su suministro de la valiosa abn-i-khat se iba reduciendo. Mientras que otrora se había creído seguro durante milenios gracias a las riquezas de la gran montaña, ahora se veía obligado a acaparar cada partícula de reluciente roca, gastándola sólo cuando no había más remedio.
Nagash se había compenetrado de tal forma con el flujo y reflujo del poder mágico de sus huesos que podía sentir cómo se iba escurriendo mientras dirigía las acciones de los escarabajos de la tumba. Esa atención tan rigurosa era necesaria, pues más que nunca su existencia dependía de la ingesta de piedra. Después de tantos siglos, su carne curtida casi había desaparecido, consumida por los rigores del tiempo y el esfuerzo de innumerables rituales mágicos. Sus huesos, impregnados de capas de polvo de piedra, ahora sólo se mantenían unidos mediante pura hechicería y la implacable voluntad del nigromante. Al principio, la cantidad de poder requerido era insignificante, pero había ido aumentado poco con cada año que transcurría.
Nagash dirigió el movimiento de su brazo derecho una vez más, introduciéndolo en las profundidades de la manga izquierda. Encontró lo que buscaba en virtud del poder que emanaba contra los huesos de sus dedos. Agarró los trozos de abn-i-khat, los extrajo y los alzó hasta su rostro encapuchado. La manga desteñida se apartó dejando al descubierto los huesos de la mano y el antebrazo, ennegrecidos por la edad y los siglos de rituales arcanos. Un tenue halo verde titilaba alrededor de los contornos de sus huesos y brillaba de modo sombrío en las estrechas articulaciones.
Dos pedazos de piedra descansaban en su palma de esqueleto, con forma de discos finos parecidos a monedas nehekharanas para que quedaran planas contra los huesos. Furioso, Nagash cerró los dedos alrededor de las piedras y entonó mentalmente un rápido conjuro. Se oyó un silbido mientras la abn-i-khat se disolvía y su poder se filtraba en los huesos del nigromante. Ligeras impurezas brotaron en espiral de los espacios entre sus dedos de hueso formando volutas de humo. La energía mágica lo recorrió como metal fundido, pero su potencia se desvaneció demasiado rápido. Fluyó a través de él y fue extraída casi de inmediato por las exigencias de su ejército, como agua vertida en las arenas del desierto.
Al otro lado del túnel, Nagash vio a Diarid abriéndose paso entre el agolpamiento de bárbaros. Aunque él mismo estaba gravemente herido, el campeón arrastraba la forma inerte de su señor, Bragadh, tras él. A la izquierda del nigromante, el canto de guerra de Akatha vaciló cuando la bruja vio al cacique herido. Sin pedirle permiso a Nagash, se abrió paso a empujones por el círculo de guardaespaldas del nigromante y corrió al lado de Bragadh. Por un momento, Nagash pensó en obligarla a regresar a su sitio, pero sus recursos estaban demasiado estirados para arriesgarse a una lucha de voluntades con la bruja bárbara.
La cabeza encapuchada de Nagash se movió levemente, centrándose en Thestus. Sin pulmones para tomar aire ni carne para dar forma a las palabras, empleó aún más de su valiosísima energía para imponer su voluntad sobre el bárbaro.
«Haz que los norteños vuelvan a formar», ordenó. «Restaura la línea».
Thestus retrocedió ante el azote de la voluntad del nigromante.
—Pero… ¿y las reservas? —balbuceó—. ¡Debemos enviar a las compañías de laceros, señor! Los hombres están agotados, no pueden continuar mucho más tiempo…
«¡Obedece, Thestus!»
El bárbaro soltó un grito ante la furia de la orden no expresada con palabras de Nagash. Un icor negro brotó de las comisuras de sus ojos y boca. Se tambaleó hacia atrás, apretándose una mano contra la cara, luego dio media vuelta y se dirigió a tropezones hacía los bárbaros que seguían luchando.
Más allá de la línea de batalla, la posición establecida del enemigo en el pozo cuatro se iba reduciendo rápidamente. Los enloquecidos hombres rata resultaron ser el peor enemigo para ellos mismos contra los escarabajos blindados, arrojándose en el camino de sus mandíbulas batientes o haciéndose pedazos contra sus caparazones. Las creaciones manchadas de sangre correteaban con agilidad sobre pilas de cadáveres destrozados hundiéndose cada vez más en las filas enemigas.
Nagash vertió su rabia en los instrumentos mágicos, duplicando y luego triplicando su velocidad y fuerza. Aún más hombres rata de ojos desorbitados llegaron en avalancha de los túneles secundarios y se lanzaron sin miedo en el camino de los escarabajos, sólo para que las zumbantes y chasqueantes máquinas de guerra los matasen también. Habían parado en seco el ataque enemigo y, por vez primera en años, lo estaban haciendo retroceder sobre sí mismo.
El nigromante disfrutó del espectáculo de la masacre. Empujó a los escarabajos hacia adelante, presionando en dirección a los túneles secundarios, ansioso por hundir aún más el cuchillo en la línea del enemigo. No había forma de saber lo que se encontraba detrás de las hordas de hombres rata drogados; ¿quizás había un fallo en la línea enemiga que pudiera aprovechar? Si pudiera empujar hasta el pozo cinco y conservarlo durante un día o dos, tal vez podría apoderarse de suficiente piedra en bruto para convertir el contraataque en una ofensiva general. Tras cinco años de duras retiradas, el impulso de devolver el golpe resultaba casi insoportable.
La espantosa voz de Thestus se alzó por encima del tumulto gritándoles órdenes a los agotados norteños. Las compañías ordenaron sus filas y empujaron despacio hacia delante sobre los cuerpos amontonados de los hombres rata. Las creaciones casi habían llegado a la entrada de los túneles secundarios; habían sido diseñadas con los estrechos límites de los pasadizos en mente y allí dispondrían de aún más ventaja sobre el enemigo.
Nagash consideró las filas de esqueletos que aguardaban delante de él. Contaba con quinientos lanceros inmediatamente a su alcance, además de sus temibles tumularios. Podrían atravesar las líneas bárbaras y entrar en los túneles detrás de los escarabajos. Si se adentraban lo bastante, lo suficientemente rápido, tal vez podrían aislar a una gran parte de las tropas del enemigo…
Justo entonces, el nigromante captó movimiento por el rabillo del ojo. Un guerrero bárbaro ensangrentado había salido corriendo de uno de los túneles secundarios y les estaba informando entre jadeos a Akatha y Diarid. La bruja se levantó apartándose de la forma inconsciente de Bragadh y regresó de mala gana al lado de Nagash. Su expresión era adusta.
—Hay noticias del interior —dijo refiriéndose al extremo de la línea defensiva anclada en la parte más profunda del pozo—. Los hombres rata han abierto túneles alrededor de nuestros guerreros y han aparecido detrás de ellos. Las fuerzas que tenemos allí están desorientadas.
Nagash se volvió bruscamente hacia la bruja y su esqueleto se combó de manera poco natural por el repentino movimiento antes de reafirmarse.
«Que vuelvan a formar», ordenó furioso. «¡La línea debe aguantar!»
Akatha soltó un gemido ante la feroz presión que sintió dentro del cráneo, pero la bruja no flaqueó.
—El propio Bragadh podría haber conseguido cambiar las cosas, pero ahora… —se encogió de hombros—. Sus heridas son profundas. Necesita una nueva infusión de vuestro elixir antes de que poder volver a luchar.
«¡No hay!», respondió Nagash furioso. «Thestus irá en lugar de Bragadh. ¡Las compañías lo seguirán o los mataré yo mismo!»
Akatha no respondió. Su fría mirada fue suficiente respuesta. De todos sus sirvientes, ella era la que mejor comprendía lo precaria que se había vuelto la situación en la que se encontraban.
Nagash se volvió de nuevo hacia el enfrentamiento que se desarrollaba al otro lado del túnel. La ventaja que había visto allí había sido una ilusión; el sangriento asalto no había sido más que una diversión para distraerlo del ataque de flanqueo del enemigo. Habían vuelto a mostrarse más hábiles que él.
Una retahíla de mortíferas maldiciones manchó el éter. Una vez más, su posición se había vuelto indefendible. Podía seguir luchando, y puede que incluso repeler el nuevo ataque, pero el coste en tropas sería grande. Atrapados entre dos ejes de ataque, incluso era posible que los bárbaros se desmoronaran por el esfuerzo, y el nigromante podría encontrarse aislado de la superficie.
Nagash tenía que admitir que el líder de guerra enemigo era cauto y astuto. Su avance lento y constante iba aplastando a las tropas del nigromante, como los asfixiantes anillos de una pitón del río. Cuanto más luchaba, más se debilitaba inevitablemente. La única táctica viable que le quedaba era evitar la batalla todo lo posible, pero incluso eso le hacía el juego al enemigo.
De alguna manera, el enemigo comprendía que la piedra ardiente era la clave para la victoria. Cada día acercaba más a sus fuerzas a la derrota a medida que la reserva de abn-i-khat disminuía. Dentro de poco, Nagash tendría que acumular los últimos trozos restantes de piedra no para pelear, sino para evitar su propia extinción.
Nagash temblaba de furia mientras detenía a los escarabajos de hueso al borde de los túneles secundarios. Debía conservar sus fuerzas y esperar a que el enemigo cometiera un error. Entonces atacaría y no pararía hasta sostener el corazón palpitante del líder de guerra enemigo en sus manos.
Hasta entonces, no le quedaba más alternativa que retirarse.