6: Ritos de iniciación

6

Ritos de iniciación

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 99.º año de Asaph la Bella

(-1.295, según el cálculo imperial)

Una docena de pálidas manos manchadas de sangre sostenían la copa de oro en el aire. Las sumas sacerdotisas se encontraban en un apretado círculo a los pies de la diosa de alabastro, con los rostros dorados vueltos hacia arriba. Gotas rojas salpicaban sus suaves mejillas y moteaban el rabillo de sus ojos como si fueran lágrimas. Su cántico aumentó, avivado hasta alcanzar un tono casi extático debido a las enroscadas nubes de humo de loto que impregnaban el santuario interior. A medida que él rito se acercaba a su punto culminante, Neferata —que se encontraba de pie sobre el estrado— extendió bien los brazos y unió su voz al coro. Pero no era a la diosa a quien le cantaba; el único objeto de su atención era el apuesto joven que permanecía delante de la copa que se ofrecía, con la cabeza inclinada y las manos apretadas contra el pecho.

El pulso de Neferata se aceleró mientras observaba cómo Alcadizzar se concentraba y empezaba a salmodiar. Su voz sonora y profunda se mezcló de manera armoniosa con las notas ascendentes y descendentes del coro de las sacerdotisas, aumentando su poder y urgencia. En el momento apropiado, el príncipe levantó la cabeza y extendió los brazos en una pose idéntica a la Neferata. Los ojos oscuros de Alcadizzar se encontraron con los de ella y la intensidad de su mirada hizo que la recorriera un escalofrío de deseo.

Las anchas mangas de la túnica blanca del príncipe se le habían deslizado hasta los codos, dejando ver los antebrazos bronceados y musculosos y las gruesas muñecas de un espadachín consumado. El reflejo de luz de la luna destelló con frialdad en la daga curva que sostenía en la mano derecha. Sin dejar de mirar fijamente a Neferata a los ojos, el príncipe se colocó la punta de la daga contra la muñeca izquierda y la empujó despacio hacia abajo. La hoja afilada cortó limpiamente la carne trazando una fina línea a medio camino del codo del príncipe. La sangre llegó un instante después, brotando del corte y derramándose a chorros por el brazo de Alcadizzar.

—¡La gloria de la diosa! —exclamaron las sacerdotisas mientras la sangre del príncipe caía con fuerza en la copa—. ¡He aquí el don de Asaph!

Un escalofrío recorrió a Neferata mientras observaba cómo la sangre vital del príncipe se mezclaba con las ofrendas de las sumas sacerdotisas. Empezó a respirar agitadamente, inhalando aire y expulsándolo en jadeos cortos e irregulares. Detrás de la antigua máscara, su boca se abrió ligeramente dejando al descubierto las puntas de sus colmillos leoninos.

Alcadizzar sangró en la copa, incrementando las ofrendas allí contenidas hasta que el recipiente casi estuvo rebosante. Luego cogió la copa de manos de las sacerdotisas y éstas se apartaron a ambos lados abriendo una senda para que pudiera subir al estrado y ofrecerle la copa a Neferata.

—Para vos, santidad —entonó—. Una ofrenda de amor y vida eterna.

Neferata inclinó la cabeza con solemnidad, aunque el corazón le latía acelerado y le dolía el cuerpo con una sed repentina. Con una compostura lenta y ceremonial, estiró las manos hacia el príncipe y cogió el recipiente caliente que éste sostenía. Neferata suspiró levemente mientras acercaba la copa. Con un movimiento estudiado, movió un poco su máscara y se llevó la copa a los labios. El sabor de la sangre hizo que oleadas de delicioso calor palpitante le recorrieran el cuerpo. Saber que parte de ese poder provenía del mismo Alcadizzar sólo le añadía sabor.

Cuando terminó, levantó la copa vacía y miró cariñosamente a Alcadizzar y las iniciadas del culto. El príncipe cerró los ojos y se balaceó levemente bajo todo el peso de su mirada. Las sacerdotisas profirieron gritos de júbilo; varias sucumbieron por completo y se desplomaron en el suelo totalmente inconscientes.

Neferata hico una seña y una suma sacerdotisa salió de las sombras a la derecha del estrado sosteniendo otra copa cuidadosamente en las manos. Al mismo tiempo, una segunda sacerdotisa surgió de la izquierda transportando una caja de madera tallada de manera elaborada. Se acercaba el acto final de la iniciación.

La inmortal cogió el cáliz de manos de la suma sacerdotisa cambiándolo por la copa vacía que ella sostenía. Rebosaba un elixir rojo oscuro elaborado a partir del propio fluido vital de Neferata. Ésta se volvió hacia Alcadizzar y le ofreció la copa.

—Bebed, siervo fiel —dijo, y sus palabras crepitaron de poder—. Bebed y conoced el poder de la misma diosa.

El príncipe abrió los ojos. Con solemne ceremonia, aceptó la copa y la levantó de manera reverente hacia el blanco rostro de Asaph. Su mirada se posó entonces en Neferata y se llevó la copa a los labios. De un único y largo trago, apuró el contenido del cáliz.

Estando Alcadizzar tan cerca de ella, Neferata pudo sentir los efectos transformadores del elixir en el cuerpo del príncipe. El corazón le latió a toda velocidad y los músculos se le hincharon por el vigor. Irradió calor de él como si fuera metal sacado de la forja. Aunque Alcadizzar había probado el elixir casi una docena de veces, primero como iniciado y luego como sacerdote del templo, nunca había tomado tanto de una vez. El efecto en él fue profundo. Abrió la boca y ensanchó los ojos asombrado. Un gemido bajo y casi animal surgió de su garganta. Se estremeció y se le tensaron los músculos hasta que le sobresalieron todos los tendones como si fueran cuerdas tensas bajo la piel.

Neferata pudo sentir el furioso torrente de emociones que recorría al príncipe y saboreó el miedo, el asombro y el éxtasis como si fueran suyos. Lo sintió a través del vínculo forjado por el elixir, como si ella y Alcadizzar ahora compartieran el mismo corazón y mente. La intensidad de la conexión también la aturdió a ella; por un momento se sintió tan afectada como él. Se trataba de una intimidad diferente a todo lo que había experimentado antes.

Se miraron el uno al otro durante lo que pareció una eternidad. Al final, Neferata respiró hondo y dijo:

—Las bendiciones de la diosa os llenan, Alcadizzar. ¿No sentís el poder del don de Asaph?

Alcadizzar respondió con voz apagada.

—Lo siento, santidad.

—Ahora sois uno con lo divino —añadió—. ¿Aceptáis lo que se os ha entregado con todo vuestro corazón?

—Lo acepto.

—En ese caso, demostradnos vuestra devoción —anunció—. Preparaos.

El príncipe asintió con la cabeza de manera solemne. Le devolvió la copa vacía a la suma sacerdotisa y luego, moviéndose como en un sueño, se soltó el cinto de la túnica y la dejó caer al suelo. Mientras lo hacía, Neferata se volvió hacia la suma sacerdotisa que sostenía la caja e hizo señas para que se acercara. Abrió la capa de cedro e introdujo la mano dentro. Alcadizzar, que ahora sólo iba vestido con calzones, aguardaba con las manos a los costados, realizando inspiraciones profundas y tranquilizantes. La herida del brazo ya se le había cerrado, gracias al poder del elixir. Cerró los ojos y se preparó para la prueba que le aguardaba.

Neferata sacó suavemente el contenido de la caja. El áspid era más negro que la noche y de cerca de un metro de largo. En la antigüedad, las reinas de Lahmia recibían a la corte con dos áspides vivas enroscada alrededor de las muñecas como signo del favor de Asaph. La serpiente le rodeó obedientemente el antebrazo y enrolló un tercio de su cuerpo sobre la palma abierta de la inmortal. Sus ojos brillaban sin pestañear como esquirlas de ónix y probaba el aire con una vibrante lengua negro azulada mientras Neferata se volvía hacia el príncipe una vez más.

Extendió la mano hacia él.

—Demostradnos vuestra devoción —dijo—. Confiad en la bendición de Asaph y prevaleceréis.

Alcadizzar abrió los ojos. Su respiración se volvió más lenta y su cuerpo se quedó inmóvil. Neferata podía sentir las energías fuertemente sujetas del elixir susurrando como acordes punteados a lo largo de las extremidades delgadas y musculosas del joven. Despacio y con elegancia, Alcadizzar levantó la mano derecha, con la palma hacia afuera, y la extendió hacia la serpiente enrollada.

A la misma vez, Neferata sintió que el áspid se ponía tenso. La cabeza de la serpiente retrocedió ligeramente mientras la mano del príncipe se acercaba. El áspid era una de las serpientes más rápidas y mortíferas de toda Nehekhara; una sola mordedura podía matar a un hombre adulto en menos de un minuto. Pero Alcadizzar no mostró miedo. Durante los últimos veinticinco años se había dedicado a las enseñanzas del templo, aprendiendo a través de la medicación y el intenso entrenamiento físico a aprovechar todo el poder tanto del cuerpo como de la mente. El entrenamiento se parecía bastante al que recibían los magníficos Ushabti en la antigüedad; sólo que en lugar de invocar las bendiciones de los dioses, Alcadizzar recurría al poder del elixir de Neferata.

Centímetro a centímetro, la mano del príncipe se fue acercando a la serpiente. Los anillos del áspid se deslizaron por la mano de Neferata apretándose. Su lengua azotó el aire con furia. Y entonces, sin previo aviso, atacó.

La cabeza del áspid se lanzó hacia delante, casi demasiado rápido para que los ojos de Neferata la siguieran. Recorrió la distancia que lo separaba del príncipe en menos de un abrir y cerrar de ojos, con la boca abierta y los colmillos hinchados.

La mano de Alcadizzar se cerró de golpe… y de repente el áspid se contrajo espasmódicamente, retorciéndose con impotencia en su mano de hierro. Mientras Neferata miraba, el príncipe inclinó la cabeza y besó a la serpiente con suavidad encima de la cabeza, y luego le desenrolló con cuidado el resto del cuerpo del brazo.

—Asaph sea alabada —dijo Neferata en voz baja a la vez que sentía cómo una oleada de calor le cruzaba el rostro y le bajaba por el esbelto cuello. Se dominó con rapidez mientras Alcadizzar volvía a colocar el áspid en su caja—. ¡Sed testigos, hermanas! —les anunció a las otras sacerdotisas—. ¡La diosa ha mostrado su favor! ¡He aquí Alcadizzar, el primer sumo sacerdote del templo!

Las sumas sacerdotisas se pusieron en pie con gritos de alegría y se reunieron alrededor del príncipe. Lo tocaron ligeramente y le susurraron felicitaciones mientras le colocaban una nueva túnica del brocado de seda más puro sobre los anchos hombros. El príncipe saludó con la cabeza y sonrió con cierta timidez a las mujeres enmascaradas, claramente incómodo al ser el centro de tan íntima atención femenina.

Neferata les ordenó a las sacerdotisas que se retirasen con una orden tácita; éstas se dispersaron como una bandada de aves y desaparecieron sin hacer ruido en las sombras. La inmortal dio un paso hacia delante y le tendió la mano a Alcadizzar.

—Ahora sois uno de nosotros —dijo—. Es hora de datos la bienvenida al santuario interior.

El príncipe, que tenía el rostro enrojecido por el triunfo, le dedicó una deslumbrante sonrisa a Neferata y colocó su mano en la de ella. Sus ojos se ensancharon ligeramente por la sorpresa.

—Vuestra piel —comentó—. Está tan fría. ¿Os sentís bien, santidad?

—Nunca he me he sentido mejor. Venid.

Neferata le tiró suavemente de la mano, lo hizo bajar del estrado y lo condujo hacia las sombras que se extendían detrás de la estatua de la diosa. Su mano encontró la pequeña puerta de madera empotrada en la pared y la abrió. La luz naranja de unos faroles se filtró por la puerta desde el pasillo que se abría al otro lado.

Caminaron en silencio un rato, bajando por los estrechos pasadizos polvorientos y atravesando las cámaras lujosamente decoradas del santuario interior. Alcadizzar estudiaba cada habitación con interés, pendiente de cada detalle de lo que lo rodeaba.

—Esta parte del templo es mucho más antigua que el resto —observó rozando con los dedos el flanco curvo de una columna de mármol. Neferata asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Así es. Estamos caminando por lo que antaño fue el Palacio de las Mujeres. Ahora estas cámaras están reservadas para la comodidad y edificación de los miembros de mayor rango del templo.

—Umm —respondió el príncipe con el ceño fruncido—. Dista mucho de las paredes desnudas y el catre de madera de la celda de un iniciado.

—El propósito de un iniciado es aprender, no entregarse al lujo —repuso Neferata—. Ahora que os habéis ilustrado, podéis cosechar los frutos de vuestro arduo trabajo y dedicación.

Pasaron a través de una larga galería con columnas y se encontraron al borde del viejo jardín del antiguo palacio. Otrora había sido un refugio cuidado con esmero, con una abundancia de magníficas plantas exóticas, intrincados senderos de grava y serenos estanques reflectantes. Ahora, después de siglos de abandono, era una densa jungla de fronda oscura, brillantes enredaderas autóctonas y cañaverales de bambú oriental. Las ranas se croaban unas a otras en la oscuridad, mientras que las cigarras de finales de verano zumbaban desde las profundidades de los bosquecillos de bambú.

A lo largo de las décadas se habían marcado nuevos senderos a través de la maleza, a los que iluminaba el tenue resplandor de la luna. Neferata llevó al príncipe por una de estas sendas, orientándose más con la memoria que con la vista. Después de varios minutos, aparecieron en el centro del jardín. Aquí habían mantenido la zona despejada en su mayor parte y seguía pareciéndose mucho a como había sido siglos atrás. Una densa alfombra de suave hierba mullida rodeaba un estanque ancho y profundo bordeado de viejos árboles ornamentales bien atendidos. Neru brilla llena en lo alto, transformando la superficie del estanque en azogue.

Neferata soltó la mano de Alcadizzar y caminó hacia el agua en calma. Las puntas de la espesa hierba le rozaron los pies a través de los huecos de las sandalias.

—Este siempre ha sido uno de mis lugares favoritos —dijo con suavidad. Tantos recuerdos, pensó, cuyos bordes se desdibujaban ahora con el paso del tiempo. Neferata no podía decir con certeza si eso era una bendición o una maldición—. El templo de Khemri también necesitará un lugar como este. Recordadlo cuando pongáis los cimientos.

—Queda mucho tiempo para eso —contestó el príncipe con un suspiro—. Es posible que el templo ni siquiera se complete estando yo con vida.

Neferata se rio de aquella idea.

—No seáis tonto. ¡Por supuesto que sí! —Se volvió de nuevo hacia él—. Mirad lo lejos que habéis llegado desde que os unisteis al templo. En unos pocos años más, estaréis listo para la iniciación final, y luego al oeste será vuestro.

Alcadizzar se dirigió hacia el estanque iluminado por la luna, con su rostro pensativo.

—Pero ¿por cuánto tiempo? —preguntó—. Tengo cincuenta y cinco años. Hay tanto que hacer. Apenas sé por dónde empezar.

Neferata se reunió con él al borde del estanque.

—Miraos —le dijo señalando su reflejo—. Igual de joven y apuesto que siempre. Ese es el poder de lo divino, Alcadizzar. En la antigüedad, nuestra gente vivía muchos más años. No se consideraba que un hombre estaba en la flor de la vida hasta los ochenta. Vos disfrutaréis de una vida por lo menos igual de larga como hierofante del templo —le aseguró—, puede que incluso más.

El príncipe la miró sorprendido.

—¿Tal cosa es posible?

Neferata sonrió detrás de su máscara.

—Eso depende de vos, mi príncipe. Decidme, si pudierais gobernar Khemri durante cien años, ¿qué haríais?

Alcadizzar sonrió.

—Reconstruir la ciudad, para empezar. Todavía hay barrios enteros habitados únicamente por ratas. —Se cruzó de brazos—. Después de eso, concentrarme en el puerto y conseguir que el comercio fluvial con Zandri vuelva a funcionar. Si Lahmia lo permite, construiría un puesto de comercio a lo largo del río, donde toca la Llanura Dorada al noroeste de aquí. Eso haría que las mercancías llegaran al oeste mucho más rápido que la ruta por tierra a través de las montañas.

—Y evitaría todos esos molestos peajes por pasar las mercancías por Quatar —señaló Neferata con ironía.

—Eso también —respondió el príncipe con astucia—. Después de eso… no lo sé. Hay tantas cosas que me gustaría hacer. Construir un colegio, como el de Lybaras, y una gran biblioteca para eruditos y ciudadanos por igual. —Su sonrisa se ensanchó y su voz se volvió más animada mientras continuaba—: Reconstruiría el ejército, por supuesto, y financiaría expediciones para explorar las tierras más allá de Nehekhara. Y, naturalmente, está el asunto de detener el crecimiento del Gran Desierto… —Extendió las manos y se encogió de hombros—. ¿Lo veis? Creo que ni un siglo sería suficiente.

Neferata deslizó el brazo alrededor de los anchos hombros del príncipe.

—Dos siglos, entonces —susurró—. O cinco. Hay… misterios superiores… que aún no habéis sondeado, Alcadizzar. Hay tantas cosas más que puedo enseñaros, si estáis dispuesto. Quizás… quizás no tengáis que morir nunca. —Se inclinó hacia él, embriagada por su calidez—. Pensad en ello. ¡Seríais más grande que el mismísimo Settra!

—O tan terrible como Nagash.

La voz de la mujer sonó melodiosa y, sin embargo, intimidante, tan fría y pura como los tonos plateados de una campana. Alcadizzar y Neferata se separaron sobresaltados como un par de jóvenes amantes culpables, buscando entre los árboles que los rodeaban el origen del sonido.

Una ágil figura salió majestuosamente de las sombras al otro lado del resplandeciente estanque. Iba vestida con una magnífica túnica de seda de las tierras del Lejano Oriente y se movía con una estudiada elegancia casi cautivadora mientras se situaba bajo la luz de la luna. Sus facciones de porcelana eran delicadas y exóticas, con pómulos altos y redondeados y grandes ojos ovalados. Horquillas de jade brillaban en su cabello negro azabache, que llevaba fuertemente sujeto encima de la cabeza para dejar al descubierto la esbelta curva del cuello. Después de pasar tantos años entre las sacerdotisas enmascaradas del templo, el rostro sin cubrir de la mujer perturbó y fascinó a Alcadizzar por igual.

—La muerte es lo que separa a la humanidad de los dioses, joven príncipe —dijo la mujer—. Y por una buena razón. La inmortalidad no nos aporta más que sufrimiento.

Neferata gruñó desde el fondo de la garganta, como una leona furiosa.

—¡Naaima! —soltó—. ¿Qué significa esto?

De pronto, el sereno ambiente del claro se cargó de tensión. Alcadizzar se puso tenso, sorprendido por la vehemencia que se reflejó en la voz de Neferata, pero la expresión de Naaima era implacable.

—Hay noticias de Rasetra —respondió lanzándole una mirada acusadora a Neferata—. El viejo rey, Aten-heru, ha muerto. Ha entrado en el reino de los muertos sin haber visto nunca el rostro de su hijo mayor.

Alcadizzar no dijo nada. Un ceño le arrugó la frente, como si el joven no estuviera seguro de lo que debería sentir. Después de un momento, suspiró.

—¿Quién gobernará en el lugar de Aten-heru? —preguntó.

—Vuestro hermano menor, Asar —contestó Naaima—. Os envía saludos y recuerdos, y os ruega que abandonéis Lahmia y regreséis a casa para el entierro de vuestro padre.

El ceño del príncipe se hizo más profundo.

—¿A casa? —contestó—. No. No puedo. Me he comprometido con el templo…

—¿Que no podéis? —repitió Naaima—. ¡Vais a ser el rey de Khemri! ¡No hay nada que no podáis hacer! Dejad este lugar, Alcadizzar. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde…

—¡Silencio! —gruñó Neferata y esta vez Naaima se estremeció ante el poder presente en su voz. Con los ojos brillando como los de una serpiente, Neferata se volvió hacia Alcadizzar—. Dejadnos —le indicó de manera cortante—. Regresad al santuario interior y ofrecedle oraciones a la diosa para que vuestro padre viaje seguro al otro mundo. Eso es lo que debe hacer un hijo.

Alcadizzar vaciló un momento; su mirada pasó de Neferata a Naaima mientras trataba de interpretar las corrientes de rabia invisibles que fluían entre ellas. Cuando no recibió más explicaciones, asintió con la cabeza a regañadientes.

—Sí, santidad —contestó al fin.

El príncipe se retiró en silencio del claro, echando largas miradas por encima del hombro hacia las figuras rígidas y enfadadas de las dos mujeres.

Se hizo el silencio en el claro. Neferata no dijo nada durante un buen rato, hasta que las sigilosas pisadas de Alcadizzar se hubieron apagado por completo del jardín. Naaima aguardaba lo estaba por venir, con expresión tranquila pero con un brillo de desafío en los ojos oscuros.

—Estoy intentando recordar la última vez que te vi —dijo Neferata al fin—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuarenta y cinco años? ¿Cincuenta? Me has evitado durante medio siglo, y ahora aquí estás. —Empezó a caminar despacio hacia Naaima, como si la antigua cortesana fuera un animal salvaje que se asustara con facilidad—. Después de todo lo que he hecho por ti, ¿así me lo pagas?

—Sí —contraatacó Naaima—. ¿De qué otra forma? Hace mucho tiempo me salvasteis la vida. ¿No veis que estoy intentando hacer lo mismo?

—¡Ya sabes lo importante que es! —gruñó Neferata—. ¡Alcadizzar representa el futuro! Juntos conduciremos a Nehekhara a una edad dorada… ¡una edad eterna de paz y prosperidad!

—No. No pasará. —Naaima negó con la cabeza con tristeza—. Alcadizzar nunca será vuestro consorte, Neferata, no importa lo que creáis. En cuanto se dé cuenta de lo que sois en realidad, se convertirá en vuestro enemigo declarado. —Las lágrimas brillaron con luz trémula en el rabillo de sus ojos—. No le quedará elección. ¿No lo veis? Lo único que conoce es deber y sacrificio. En eso lo habéis convertido. —Naaima se limpió las mejillas—. Entonces tendréis que matar a Alcadizzar o dejarlo ir. De cualquier manera, Lahmia arderá.

Neferata levantó la mano y se arrancó la máscara de oro. Sus colmillos emitieron un destello frío a la luz de la luna.

—¿Y tú qué sabes de Alcadizzar, puta oriental? —repuso—. Fue mi sangre la que lo salvó de niño, cuando su propia madre no podía, ¡y es mi sangre la que corre por su cuerpo en este mismo momento! ¡Su primer deber es para conmigo, y nadie más!

Más lágrimas mancharon el rostro de la antigua cortesana. Esta vez no se molestó en enjugárselas.

—Lo siento —dijo Naaima—. Sé que debe ser duro para vos, después de todo lo que habéis perdido. Pero Alcadizzar no volverá a haceros reina. No puede. Ni os amará nunca.

—¡Fuera de mi vista! —exclamó Neferata. Su voz se había vuelto dura y fría como la piedra—. Ya. O te juro que te arrancaré ese corazón traidor.

Naaima cerró los ojos con resignación.

—Como deseéis —aceptó con toda la dignidad de la que fue capaz. Se retiró despacio, retrocediendo hacia las envolventes sombras. Su voz surgió como un fantasma de la oscuridad.

—Yo siempre os he amado —dijo—. Y lo seguiré haciendo hasta el tal. Recordadlo cuando todos los demás os hayan traicionado.

—¡Dije que te largaras! —gritó Neferata lanzándose hacia delante con garras levantadas.

Las aves nocturnas saltaron de las ramas de los árboles y sus chillidos resonaron en las lejanas paredes del jardín.