5: Revés de fortuna

5

Revés de fortuna

Nagashizzar,

en el 99.º año de Asaph la Bella

(-1295, según el cálculo imperial)

Los fuegos se podían ver desde la torre más alta de la fortaleza, brillando como un collar de rubíes por las cumbres a lo largo de la costa septentrional del mar de Cristal. Desde los oscuros senderos que recorrían la ladera en terrazas de la montaña, cientos de yaghur llenaron el aire nocturno con crecientes y estremecedores aullidos cuando se enteraron de la devastación causada a sus miserables casas.

Thestus se cruzó de brazos y estudió las luces lejanas.

—Cuento seis incendios —dijo con tono sombrío.

Tenía la piel pálida como la tiza a la luz de la luna y sus ojos en otro tiempo oscuros eran ahora del color del jade oriental. Salvo por unos cuantos zarcillos de cabello negro que se agitaban con la brisa que llegaba del mar, el bárbaro permanecía con la quietud parecida a una estatua común a los no muertos.

—A juzgar por su posición, yo diría que le han prendido fuego al nido yaghur más grande.

Nagash se encontraba al lado de Thestus sobre la estrecha torre, con su cuerpo protegido de la brisa marina por una pesada capa con capucha. La carne antigua crujió cuando apretó los puños con rabia. Vagamente, el nigromante sintió cómo los tendones curtidos de su mano derecha empezaban a romperse bajo la presión; empleando la voluntad ejerció su poder y volvió a unir la carne formada por cuerdas. El acto se había vuelto tan común en los últimos años que lo llevaba a cabo casi sin pensarlo de manera consciente. Se oyó un sonido parecido al de una cuerda de cuero seco al tensarse y sus dedos se curvaron hacia dentro como una garra tratando de apresar a su presa. Demasiado del antiguo tejido se había desintegrado acortando los tendones restantes. Darse cuenta de ello intensificó aún más la furia de Nagash.

—Envía diez compañías de infantería —gruñó—. ¡Encontrad a los malditos hombres rata y destruidlos!

Detrás de Nagash, a la sombra de la entrada en forma de arco de la torre, Bragadh respondió con frialdad:

—Enviad a los yaghur si queréis perseguir a los hombres rata —sugirió—. Después de todo, son sus mugrientos agujeros los que están ardiendo.

Nagash se volvió bruscamente hacia el caudillo, con los ojos ardiendo de rabia. Palabras de poder brotaron a sus labios sin carne, listas para formar un conjuro que resecaría al bárbaro como si fuera una polilla en la llama de una vela. La ira del nigromante era palpable, irradiaba de su cuerpo en gélidas oleadas, pero el caudillo no se inmutó. Se mantuvo con los puños apretados a los costados y una glacial expresión de resentimiento. Diarid se encontraba cerca, con expresión neutral pero el cuerpo tenso, como si estuviera preparado para lanzarse entre Bragadh y la ira del nigromante.

—Olvidas cuál es tu sitio, Bragadh —dijo Nagash entre dientes—. Y, lo que es más importante, olvidas los juramentos que me hiciste.

La amenaza que se reflejó en su voz era un cuchillo, listo para atacar. Sin embargo, el caudillo parecía hacer caso omiso del peligro. Su voz también adquirió un tono duro.

—No es así —respondió—. Os lo garantizo, señor, no he olvidado nada. Recuerdo perfectamente que juré obedeceros… mientras que vos, por vuestra parte, jurasteis proteger los poblados fortificados de nuestra gente. Y mirad lo que pasó.

La desgracia se había abatido sobre los poblados fortificados de los norteños cinco años atrás, poco después del contragolpe fallido de Nagash contra los hombres rata. En una sola noche, cuatro de los asentamientos bárbaros más grandes habían sido atacados por el enemigo, que apareció en medio de ellos mediante agujeros excavados y mató a todo hombre, mujer y niño que pudo encontrar. Las pequeñas guarniciones de los poblados no estaban preparadas para hacerle frente a las salvajes incursiones y, sin magia propia, no había forma de predecir cuándo o dónde ocurriría el próximo ataque. Más asentamientos fueron atacados la noche siguiente, y la otra. Para cuando un mensajero llegó a Nagashizzar con la noticia, casi una docena de poblados fortificados habían sido destruidos. Bragadh y su gente estaban fuera de sí por la rabia. Le rogaron permiso a Nagash para marchar al norte y proteger los poblados; a pesar de que muchos de los bárbaros no habían visto sus hogares en décadas, su rudo sentido del honor exigía que tomaran medidas. Nagash se había negado categóricamente. Se necesitaba a las compañías de bárbaros en Nagashizzar, ayudando a asegurar los pozos aún bajo el control del nigromante.

En su lugar, Nagash se había retirado a su sala del trono y había empezado a trabajar en un gran y terrible ritual. Sólo el dibujo del sigilo había llevado días, delimitando un gran círculo y cientos de complejas runas con polvo de abn-i-khat. Nagash había ingerido aún más polvo, hasta que su carne marchita quedó saturada de él. Luego, a la hora de los muertos, entró en el gran círculo y comenzó un temible conjuro.

Antes, hace mucho tiempo, había mantenido a Bragadh y sus bárbaros a raya con la sutil amenaza de que en su tierra natal abundaban los huesos de sus antepasados. Cualquier rebelión de los poblados fortificados se podría aplastar mediante el sencillo recurso de alzar un ejército de castigo procedente de los túmulos de sus antepasados. Nagash llamó ahora a los huesos de los antiguos no para castigar a los poblados, sino para protegerlos de más daños. A lo largo y ancho de las tierras bárbaras, cientos y cientos de guerreros esqueleto se levantaron por orden de Nagash y regresaron a los montes que en otro tiempo habían sido su hogar.

La siguiente vez que los asaltantes enemigos salieron en avalancha de sus túneles, chocaron de frente con las espadas y hachas de los antiguos muertos. Habían hecho que los pocos supervivientes regresaran chillando por donde habían venido… sólo para volver en mayor número la noche siguiente. Una derrota siguió a otra, pero el enemigo no se amilanó. Las incursiones se volvieron más esporádicas y mucho más dispersas; unas veces infligían más daño, otras menos. Siempre los ahuyentaban con una pérdida considerable de vidas, pero el ritmo de los ataques nunca disminuía. Continuaron durante meses, luego años, y poco a poco Nagash comprendió el propósito de la estrategia del enemigo. Aunque los hombres rata perdían casi todas las batallas contra sus fuerzas, estaban consiguiendo obligarlo a mantener montones de grandes guarniciones por las tierras del norte. Fuerzas de asalto relativamente pequeñas le estaban exigiendo mantener miles de soldados no muertos, lo que consumía sus energías a un ritmo constante y prodigioso. Mientras tanto, la incesante guerra dé túneles bajo Nagashizzar se prolongó interminablemente, poniendo a prueba su fuerza y dividiendo su atención.

Después de cinco años, el esfuerzo se había vuelto inmenso. Peor aún, había sembrado semillas de discordia entre sus tropas bárbaras. Nagash había visto cómo Bragadh se iba volviendo más hosco a cada año que transcurría y el daño infligido a los poblados fortificados había reducido el torrente de nuevos reclutas a un mero goteo. Ahora, los hombres rata se sentían lo bastante audaces para atacar también en el corazón de los yaghur. El enemigo estaba tendiendo un lazo alrededor de la imponente fortaleza, un angustioso centímetro tras otro.

Antes de que Nagash se diera cuenta, su deforme mano derecha se alzó para golpear a Bragadh. Un tenue fuego compacto crepitó con avidez por los dedos curvos, aumentando de poder con cada momento que pasaba. Bragadh ni se inmutó; su mirada de resentimiento prácticamente incitaba la ira del nigromante.

Tal vez Bragadh quería morir, pensó Nagash. Al enemigo, sin duda, le gustaría. No había forma de saber qué repercusiones tendría un golpe como aquél en el resto del ejército bárbaro. A estas alturas, los norteños idolatraban a Bragadh casi como a un dios; acabar con él podría incitar a los bárbaros a una revuelta abierta. Aunque Nagash estaba seguro de que a la larga podría aplastar semejante levantamiento, hacerlo requeriría tropas a las que se necesitaba desesperadamente en los túneles, y no tenía ninguna duda de que los hombres rata se aprovecharían de la crisis.

El lazo que rodeaba Nagashizzar se iba apretando de manera inexorable.

Durante un largo momento, Nagash luchó para contener la rabia. Cerró el puño despacio y empleó su voluntad para disipar las energías acumuladas.

—Llegará el día en el que te arrepentirás de haber hablado así —le advirtió el nigromante con voz chirriante—. Por ahora, simplemente obedecerás.

Nagash extendió su voluntad y atrapó a los dos guerreros bárbaros. Bragadh y Diarid se pusieron rígidos y abrieron mucho los ojos horrorizados mientras el nigromante utilizaba el poder de su elixir vivificador para introducirse en sus mismas almas.

—Me pertenecéis para daros órdenes —dijo Nagash entre dientes—. Ahora y para siempre. Y yo digo que cojáis a vuestros guerreros y partáis.

El cuerpo de Bragadh tembló mientras el caudillo luchaba contra el poder de Nagash. Un bajo gemido de angustia escapó de sus labios fuertemente apretados. Pero, por muy fuerte que se resistiera, el esfuerzo era inútil. El temblor del caudillo aumentó y su cuerpo empezó a doblarse, como una palmera del río ante una huracanada tormenta en el desierto.

Justo antes de que Bragadh pudiera sucumbir, una figura esbelta salió de las sombras que se extendían al otro lado de la entrada de la torre. Unos amuletos de hueso tintinearon suavemente cuando Akatha se interpuso entre el caudillo y Nagash.

—Con esto no se consigue nada —le dijo al nigromante. Su voz sonó apagada y fría, pero su mirada firme y su pose con la espalda recta aún contenían parte del antiguo desafío de la bruja—. A menos que vuestra intención sea hacerle el juego al enemigo.

Rabia fresca brotó del corazón marchito de Nagash. Su mano izquierda salió disparada y agarró a la bruja por la garganta. Visiones de arrojar a la bárbara por encima de las almenas de la torre danzaron en su mente.

—¿Te atreves a hablarme así? —preguntó entre dientes.

La anciana carne del dorso de la mano del nigromante crujió y se descascarilló mientras sus dedos huesudos se apretaban alrededor del cuello de Akatha. Sintió cómo el cuerpo de la mujer se ponía rígido, pero la mirada fría y penetrante nunca flaqueó.

—Hago lo que debo hacer —respondió la bruja, su voz apenas era más fuerte que un susurro—. Enviar a los guerreros del gran kan no tiene sentido. Si los asaltantes siguen allí es sólo porque os han tendido una emboscada.

Akatha hizo una pausa para tomar aíre trabajosamente.

—Los seres rata… se han vuelto listos —consiguió decir—. Os están… obligando… a desperdiciar vuestro poder en… gestos inútiles. No… Podéis… reaccionar. Carecéis… de fuerza.

Sus palabras sólo consiguieron exacerbar más a Nagash. Con un furioso gruñido invocó aún más poder y arrastró a Akatha hasta el borde de las almenas como si no pesara nada. Detrás del nigromante, Bragadh dejó escapar un sobresaltado gritó de protesta.

Más trozos de piel ennegrecida se desmigajaron de la muñeca de Nagash formando bocanadas de polvo que brillaban con suavidad. Los músculos y los tendones que le recorrían el brazo parecían cuerdas deshilachadas de cuero curtido. De repente, sintió que los huesos de la muñeca y la mano se movían de manera alarmante, como si amenazaran con hacerse pedazos por el esfuerzo. Sin pensarlo, invocó aún más poder para obligar a los huesos a regresar a su lugar correcto… y, en ese fugaz momento de concentración, entendió que la bruja decía la verdad. Lo comprendieran los hombres rata o no, lo estaban empujando al punto de desintegración.

Nagash soltó a Akatha. La bruja se desplomó a medias y cayó sobre las almenas. Levantó la mirada hacia el nigromante a través de una cascada de cabello enredado.

—Los hombres rata esperan que enviéis guerreros a los montes —le dijo—. ¿No es evidente?

Nagash no tenía respuesta. Con un esfuerzo, la bruja se obligó a ponerse en pie.

—Si queréis atacarlos, hacedlo en un momento y lugar de vuestra propia elección y congregad vuestra fuerza donde cause más daño.

El nigromante le lanzó una mirada de odio a la bruja. El hecho de que Akatha estuviera en lo cierto sólo le hacía querer destruirla aún más. Disfrutó de la idea de emplear su voluntad con ella y ordenarle a la bruja que se arrojara desde lo alto de la torre. Ella se resistiría, sin duda, pero eso lo haría aún más dulce. Sin embargo, ¿su destrucción merecía la pena el poder que costaría?

Nagash se volvió rápidamente hacia Bragadh su campeón.

—Avisa a tus compañías —le indicó al caudillo—. Todos los guerreros que se encuentran en el interior de los túneles deben dirigirse a la superficie y esperar mis órdenes.

Bragadh miró al nigromante con cautela.

—¿Qué planeáis hacer, señor? —preguntó.

—Algo que los malditos hombres rata no esperarán —respondió Nagash.

* * *

La pálida luna creciente colgaba baja en el cielo al oeste proyectando su brillo oblicuamente por el campo de batalla. Eekrit podía oír los aullidos amenazadores y los rugidos guturales de los devoradores de carne que llegaban de muy lejos; los sonidos enloquecidos se transmitían con facilidad por el ondulado terreno pantanoso. Como todos los skavens, el señor de la guerra podía ver perfectamente en la oscuridad y examinó la línea de árboles de un enfermizo color amarillo que se extendía frente a su escondite en busca de los primeros indicios de que los monstruos se acercaban.

La incursión contra los fétidos nidos de los devoradores de carne se había desarrollado con la precisión mecánica de uno de los artilugios de dientes y engranajes de Lord Vittrik. A diferencia de la campaña contra los fuertes bárbaros más al norte, Eekrit no tenía ninguna intención de abrirse paso cavando directamente hasta las repugnantes madrigueras de los monstruos. En su lugar, su fuerza, que estaba compuesta de la totalidad de los asesinos-exploradores del ejército y media docena de grupos escogidos de ratas de los clanes, había salido de túneles excavados en la base de cada uno de sus objetivos situados en lo alto y los habían rodeado con rapidez.

Hubo un tiempo en el que las cimas de los montes estaban rodeadas de empalizadas protectoras de madera, pero los siglos de abandono las habían reducido a ruinas apenas reconocibles. A la hora fijada, los silbatos de hueso habían gemido débilmente por el aire nocturno y las compañías desperdigadas se habían abalanzado sobre los amplios montes de cima plana. Al puñado de devoradores de carne que quedaron atrapados en la superficie los despacharon rápido y en silencio, luego los skavens se desplegaron y localizaron las numerosas entradas de las malolientes madrigueras de los monstruos. Subieron pesadas vejigas llenas de aceite y las vaciaron en todas salvo en unas cuantas entradas de los túneles. Para cuando empezaron a resonar los primeros aullidos de alarma en la oscuridad, los skavens ya tenían también antorchas preparadas para arrojarlas dentro.

Después de décadas de encarnizados enfrentamientos, los skavens habían aprendido cuánto odiaban y temían los devoradores de carne el contacto del fuego. El aceite prendió con un rugido apagado y hambriento; desde allí, sólo era cuestión de acechar friera de las entradas de los túneles sin incendiar y matar a los supervivientes a medida que aparecían.

El combate fue tan salvaje como despiadado. Fue una guerra sin cuartel. Los devoradores de carne estaban enloquecidos por la sed de sangre y el dolor y los skavens habían llegado a temer y odiar a las criaturas antinaturales como a poco más. Los monstruos salieron de pronto de los túneles por separado o en grupos aullantes, muchos de ellos cubiertos de llamas de un horrible tono amarillo, y los guerreros de Eekrit se lanzaron sobre ellos y los mataron con lanzas y espadas. Tras cinco años de brutales incursiones contra las tribus bárbaras, las tropas del señor de la guerra se habían convertido en intrépidos y curtidos guerreros… y Eekrit con dios, para su gran sorpresa. Gracias al tres veces maldito Lord Velsquee, no había tenido otra alternativa.

Oficialmente, Velsquee no tenía autoridad directa sobre la fuerza expedicionaria… o eso le aseguró a Lord Hiirc y los números jefes de clan del ejército. Eekrit conservó su rango y título; Velsquee y su enorme contingente de tropas de élite simplemente estaban allí para observar el curso de la campaña y proporcionar consejo y ayuda cuando fuera necesario. Nadie se creía ni una palabra, naturalmente, pero tampoco nadie estaba dispuesto a contradecir al Señor Gris. Mientras tanto, a Eekrit le habían «aconsejado» que fuera a hostigar a los bárbaros y los devoradores de carne, mientras Velsquee y aquel loco de Qweeqwol discutían la estrategia y dictaban recomendaciones para el ejército desde la comodidad de la propia sala de audiencias de Eekrit.

Incluso ahora, cinco años después, había muchas cosas relativas a la llegada de Velsquee que Eekrit no entendía. Era evidente que Lord Qweeqwol y él habían estado trabajando juntos desde el principio, al menos en la medida en la que los videntes grises trabajaban con alguien de fuera de su hermética fraternidad. Pero ¿con qué fin? El señor de la guerra no tenía ni idea. Al menos, todavía no.

La hierba del pantano se sacudió en el otro extremo del campo de batalla. Eekrit se puso tenso y su pata se deslizó hasta la empuñadura de la espada que estaba apoyada en el suelo húmedo a su lado. Los devoradores de carne salieron de pronto de sus refugios al trote, corriendo a cuatro patas, con los ojos encendidos y los horrorosos rostros contraídos por la sed de sangre. Ocho monstruos salieron de la línea de árboles y bajaron a la hondonada pantanosa en la que aguardaban los asaltantes.

Los skavens esperaron hasta que su presa llegó al mismo centro de la hondonada. Unas formas vestidas de negro salieron al descubierto balanceando cordones de cuero trenzado por encima de la cabeza. Las hondas provocaron un débil y mortífero zumbido en el aire nocturno. Los devoradores de carne se detuvieron al oír el sonido, giraron sus horripilantes cabezas buscando de dónde salía, y eso selló su destino. Piedras pulidas para honda del tamaño de huevos de serpiente silbaron por el aire y dieron en el blanco; los huesos se aplastaron con un sonido húmedo y los monstruos se desplomaron sacudiendo las extremidades.

Más figuras vestidas de negro aparecieron al descubierto y atravesaron corriendo en silencio el terreno pantanoso. Convergieron en los devoradores de carne; las dagas destellaron brevemente a la luz de la luna mientras los asesinos-exploradores acababan con sus víctimas y luego apartaron de la vista los cuerpos con rapidez. Fueran cuales fueran sus defectos como exploradores y espías, las ratas de Eshreegar eran no obstante asesinos muy entusiastas y capaces.

Se hizo el silencio de nuevo. Los emboscadores reanudaron su vigilia asesina, con las orejas bien abiertas mientras se esforzaban por oír el más mínimo sonido de tropas acercándose. Después de varios minutos, Eekrit soltó su espada y se relajó una vez más.

—Otro grupo de rezagados —susurró Eshreegar cerca del costado izquierdo del señor de la guerra—. Probablemente estaban merodeando por el páramo al pie de la montaña cuando empezamos el ataque.

La cola de Eekrit dio una sacudida de sobresalto. El Maestro de Traiciones había aparecido a su lado como un fantasma. El señor de la guerra miró a Eshreegar de reojo mientras calmaba el repentino aceleramiento de su corazón. El asesino vestido de negro estaba usando un puñado de hierba del pantano para limpiar el oscuro icor de un devorador de carne del filo de uno de sus cuchillos.

—¿No hay indicios de respuesta de la fortaleza? —preguntó Eekrit. Eshreegar negó con la cabeza.

—No desde que sonaron los cuernos de alarma hace más de dos horas. La puerta principal sigue cerrada.

El señor de la guerra levantó el hocico y calculó la altura de la luna.

—Si no se ponen en marcha pronto, habrá amanecido antes de que lleguen —opinó.

—Si es que vienen —coincidió el Maestro de Traiciones.

Eekrit masculló de mal talante y consideró sus opciones. Después de destruir los nidos de los devoradores de carne, había reunido a sus guerreros y los había dispuesto en un arco a lo largo de las vías de aproximación más probables desde la lejana fortaleza. Velsquee y Qweeqwol habían estado convencidos de que el enemigo respondería, probablemente con compañías de rápidas tropas bárbaras. En la oscuridad y por el inestable terreno pantanoso, Eekrit había esperado darle una buena paliza al enemigo y luego retirarse a la seguridad de los túneles, pero eso se iba volviendo menos probable a cada hora que transcurría. Para empeorar aún más las cosas, los incendios estaban atrayendo a hambrientos grupos de devoradores de carne procedentes de nidos más pequeños repartidos por toda la zona; cuanto más tiempo permanecieran sus asaltantes en aquel lugar, más probabilidades había de que las criaturas los atacasen desde una dirección inesperada o encontrasen las vías de huida cortadas.

A su lado, Eshreegar levantó la cabeza y extendió las orejas por completo mientras escuchaba los sonidos de animales aparentemente aleatorios que resonaban por los pantanos.

—Tenemos a un mensajero procedente del interior de la montaña —dijo después de un momento, luego se llevó una pata con garras a la boca y emitió un sonido muy parecido al silbido de un lagarto del pantano grande. El Maestro de Traiciones escuchó el lastimero grito de un búho del pantano y asintió con la cabeza para sí—. Viene hacia aquí.

—Maldita sea, ¿y ahora qué? —refunfuñó Eekrit.

Por muy dura que hubiera sido la campaña contra los bárbaros, por lo menos él y sus guerreros habían estado lo bastante lejos de la montaña para que Velsquee no pudiera meter el hocico siempre que quisiera.

En cuestión de momentos se oyeron fuertes crujidos por la vegetación pantanosa que se extendía detrás de los asaltantes. Eekrit apretó los dientes, se puso en pie con cuidado y envainó la espada mientras un skaven jadeante llegaba corriendo a través de un grupo de cipreses muertos. El mensajero se detuvo bruscamente al reconocer a Eekrit y se agachó en una postura de sumisión, con la cabeza ladeada y mostrándole la garganta al señor de la guerra.

Eekrit miró a la desventurada rata con el ceño fruncido.

—Eshreegar, pásale a este idiota un gong de bronce —gruñó—. Quizás podría golpearlo un rato y cantarnos unas canciones. Creo que puede que haya unos cuantos devoradores de carne medio sordos que aún no sepan dónde estamos.

El mensajero pasó su mirada nerviosa de Eekrit al Maestro de Traiciones.

—No… no me sé ninguna canción —protestó la rata débilmente.

—Supongo que deberíamos darle las gracias a la Gran Cornuda, podría ser peor —soltó Eekrit—. ¿Velsquee te ha enviado aquí por otra razón aparte de irritarme?

El mensajero se retorció las patas.

—Oh, sí-sí, gran señor —contestó—. Traigo-traigo un mensaje de su parte.

—¿Y bien? —exigió el señor de la guerra—. ¿Debemos sacártelo con tortura?

—¡No! —chilló la rata—. ¡No-no, gran señor! ¡El Señor Gris Velsquee, eh, sugiere que tú y tus guerreros regreséis a la montaña de inmediato! ¡El enemigo está a punto de atacar!

Eekrit frunció el ceño.

—¿A punto de atacar? ¿Y cómo lo sabe?

La rata sacudió los bigotes.

—Eso-eso no lo dijo.

Eekrit maldijo entre dientes.

—No. Claro que no —masculló. Agitó una pata con garras en dirección al mensajero—. Dile al gran Velsquee que agradecemos su consejo e iremos de inmediato. Largo.

El mensajero inclinó la cabeza y partió en medio de una aterrorizada nube de almizcle. El ruido que causó abriéndose paso por la maleza hizo estremecer a Eekrit.

Eshreegar se puso en pie.

—¿Se lo digo al resto de la partida de guerra?

—Desde luego, no podemos seguir aquí más tiempo —gruñó Eekrit—. Es probable que hayan oído a ese idiota desde que salió de la fortaleza.

El Maestro de Traiciones sacó un silbato de hueso y tocó tres notas sobrecogedoras y penetrantes: la señal para que los asaltantes abandonaran sus puestos y regresaran a los túneles. Mientras los skavens se preparaban para partir, Eekrit miró hacia la oscura mole de la montaña y se preguntó qué más sabría Velsquee pero no contaba.

* * *

Todo el trabajo en el pozo seis se había detenido repentinamente. Los trabajadores habían dejado de lado sus picos y palas polvorientos y habían ocupado su lugar en las filas de las compañías de lanceros que se estaban concentrando a lo largo del cavernoso túnel. Un puñado de guerreros bárbaros, que regresaba a toda prisa de una larga patrulla por los traicioneros pasadizos de los niveles inferiores, observó la silenciosa concurrencia con el mal presentimiento de un veterano mientras se abría pasó a través de las apretadas columnas y continuaba su largo viaje hacia la superficie.

Momentos después, una agitación recorrió las compañías de lanceros que se encontraban en el centro del pozo y, con un traqueteo de hueso, se desplazaron a derecha e izquierda mientras Nagash y las relucientes figuras de su escolta tumularia salían de un túnel secundario cercano. Detrás del nigromante, una veintena de hombres rata de hombros anchos avanzaba arrastrando los pies, con los musculosos cuerpos manchados de sangre y los ojos nublados emitiendo un débil brillo verde. Se afanaban bajo el peso de un enorme caldero de bronce sacado de uno de los aterradores laboratorios del nigromante. Los flancos curvos del caldero acababan de ser grabados con cientos de runas angulares y estaba sellado con una pesada tapa ornamentada rematada con una representación de cuatro calaveras humanas con la boca muy abierta. Tenues volutas de vapor salían de las bocas abiertas de las calaveras y las profundas cuencas de sus ojos.

Tras una orden tácita de Nagash, los cadáveres-rata llevaron el caldero al espacio despejado entre las compañías y lo colocaron sobre la piedra con un lastimero sonido metálico; a continuación, se retiraron a la entrada del túnel secundario. Mientras lo hacían, el nigromante se sacó del cinto una bolsa de abn-i-khat machacada y empezó a verterla formando un reluciente círculo de poder en torno al gran recipiente. El sigilo era sencillo pero potente y había sido diseñado para dar forma al funcionamiento de un hechizo y aumentar su potencia cien veces.

Cuando todo estuvo listo, el nigromante se acercó al gran caldero y apretó sus manos arrasadas contra la superficie. Luego, con una voz baja y aborrecible, comenzó el hechizo. Durante largos minutos, de los labios deshilachados de Nagash brotaron palabras arcanas que llenaron el pozo de un poder siniestro. Un silbido profundo y bajo surgió de las profundidades del gran caldero y los lados empezaron a brillar debido al calor que iba aumentando sin cesar. Finas volutas de humo se alzaron de las manos marchitas del nigromante, pero Nagash no cedió. Su cántico aumentó de velocidad e intensidad y sus ojos relucientes se centraron fijamente en el caldero hirviente y su contenido invisible.

A ritmo lento pero constante, los vapores que emanaban de las calaveras de bronce de expresión ávida comenzaron a adquirir un luminoso y horrible tono amarillo verdoso. Los zarcillos de niebla se volvieron más densos con rapidez, flotaron pesadamente por la tapa del caldero y se retorcieron como serpientes por el suelo del túnel.

Con una inquietante rapidez, el flujo de vapor creció hasta convertirse en un torrente que brotaba de las calaveras como una riada y bullía alrededor de los tobillos de los esqueletos que aguardaban. Su roce picaba el hueso, deslustraba el bronce y decoloraba los escudos y las astas de madera de las lanzas, pero los no muertos no le prestaron atención.

El conjuro de Nagash aumentó de volumen y dio la impresión de que la niebla reaccionaba a la vehemencia de su voz sepulcral. En cuestión de momentos, la niebla se extendió por todo el pozo, alzándose hasta llegar a la altura de las rodillas de los esqueletos y agitándose contra las paredes del túnel.

Nagash echó la cabeza hacia atrás de repente y rugió un torrente de sílabas arcanas, y una espectral ráfaga de viento bajó por los túneles secundarios desde la superficie. El viento aulló como un espíritu atormentado en los límites del pozo y empujó los pesados vapores delante de él, bajando por los túneles secundarios y hasta los niveles inferiores, donde aguardaban las masas de los hombres rata.

* * *

Para cuando Eekrit y su pequeña fuerza derrumbaron los túneles de asalto detrás de ellos y llegaron a la fortaleza subterránea, todo el campamento estaba en estado de caos. Los gongs de alarma sonaban y los silbatos de hueso aullaban llamando a las reservas del ejército a la acción. Maestros de esclavos y sus cuadrillas conducían a masas de esclavos presas del pánico hacia los túneles de acceso superiores, azotando las espaldas de los desdichados esclavos a su cargo con látigos o pinchándolos con lanzas acabadas en siniestras puntas. El señor de la guerra incluso oyó una algarabía de silbidos y gritos aullantes procedentes del área del clan Skryre, lo que daba a entender que estaban preparando a toda prisa sus infernales máquinas para la acción. Sabiendo lo celoso que era Vittrik de sus imprevisibles creaciones, aquel sonido hizo que al señor de la guerra se le erizasen los pelos de la nuca.

Eshreegar se detuvo al lado del señor de la guerra, con las orejas abiertas y moviendo la nariz.

—¿Qué ocurre? —se preguntó en voz alta.

—Nada bueno —respondió Eekrit con tono sombrío.

Consideró los sonidos de movimiento que llegaban del otro lado de la caverna; lo más probable era que los túneles principales estuvieran abarrotados de guerreros skavens que se dirigían a toda prisa a la batalla. No tenía intención de quedar atrapado en el caos… en especial con las máquinas de guerra de Vittrik acercándose por detrás de él.

—Lleva a los guerreros a las buhederas orientales y esperadme allí.

—¿Y tú? —dijo Eshreegar.

—Yo voy a averiguar qué demonios está pasando.

El señor de la guerra se separó de la partida de asalto y bajó apresuradamente por los laberínticos túneles que dividían la caverna. Minutos después, se encontraba fuera de la antigua vivienda de su clan. Había esperado encontrar a la guardia personal de Velsquee montando guardia fuera de la entrada, pero no se veía por ninguna parte a los guerreros alimaña de aspecto temible.

Eekrit siguió adelante, sacudiendo la cola con aprensión, en dirección a la sala de audiencias. Los estrechos pasillos estaban desiertos, al igual que la propia sala. Eekrit se detuvo en el umbral de la cámara y se quedó mirando de manera posesiva el trono situado en el otro extremo durante un momento.

Captó un indicio de movimiento por el rabillo del ojo. Se volvió con rapidez, dirigiendo la mano hacia la espada por reflejo, y vio a uno de los esclavos de Velsquee escabulléndose de un pasadizo lateral. El esclavo notó el repentino movimiento y soltó un chillido de terror. Un almizcle acre llenó el aire.

—¡Estoy-estoy haciendo un recado para Lord Velsquee! —gimoteó el esclavo con los ojos redondos y brillantes muy abiertos—. ¡Un recado importante, sí-sí! Desde luego no me estoy escondiendo. No, yo nunca…

—No me importa —contestó Eekrit con un gruñido. Dio un paso hacia el aterrorizado esclavo—. ¿Dónde está Velsquee ahora?

—Arriba-arriba, en los túneles, con Lord Qweeqwol —balbuceó el infeliz—. El vidente dijo que los esqueletos iban a atacar y Velsquee fue con los heechigar para atrapar al kreekar-gan.

El hombre ardiente de ojos encendidos se había convertido en una siniestra leyenda en las filas de los veteranos del ejército.

Los labios de Eekrit se apartaron de sus dientes parecidos a cinceles. Qweeqwol nunca había sido ni la mitad de útil antes de que Velsquee llegara.

—Sigue —gruñó.

El esclavo se estremeció y plegó las orejas contra la cabeza.

—Velsquee le tendió-tendió una trampa al kreekar-gan, pero esta vez los esqueletos llenaron los túneles de humo asesino que mata-mata a todo el que toca. Muchos-muchos han muerto y el resto está huyendo. Los esqueletos ya han tomado el pozo siete y se están acercando al número ocho.

La noticia dejó atónito a Eekrit. Si Velsquee le había tendido una trampa al kreekar-gan, habría reunido a sus mejores tropas para la emboscada. En aquellos túneles, no habría habido escapatoria de ninguna clase del gas asesino. Lo más seguro era que los heechigar y los guerreros de los partidarios de Velsquee —incluyendo al insufrible Lord Hiirc— hubieran sido diezmados.

Como cualquier skaven sensato, el primer instinto de Eekrit fue apoderarse de cualquier cosa de valor que pudiera encontrar y no dejar de correr hasta llegar a la Gran Ciudad. Sin embargo, el señor de la guerra también intuyó una tentadora oportunidad de recuperar parte del estatus que había perdido, si solamente pudiera encontrar una forma de frenar el avance del enemigo. Las ideas se agolparon en la mente de Eekrit. Podría utilizar las buhederas para situarse detrás de los esqueletos, pero ¿entonces qué? Unos cientos de guerreros con armas de mano y unas cuantas antorchas no harían más que ralentizarlos. Tendría que hacer algo drástico.

Al señor de la guerra se le ocurrió una idea. Sacudió la cola mientras formulaba las líneas generales de un plan. Podría funcionar, pensó, adquiriendo confianza. Por supuesto, también podría hacer que lo mataran.

Incluso aunque tuviera éxito, Velsquee podría hacer que lo envenenaran simplemente por rencor, pero ya se preocuparía de eso más tarde. Eekrit se espabiló de su ensueño maquinador.

—Has dicho que los esqueletos están avanzando hacia el pozo ocho —añadió volviendo a centrar su atención en el esclavo—. ¿Hay alguna posibilidad de contener allí al enemigo?

El señor de la guerra parpadeó sorprendido. Estaba solo en la antecámara. El esclavo había huido mientras él estaba absorto en sus propios pensamientos. Dadas las circunstancias, esa parecía ser suficiente respuesta para lo que Eekrit se proponía.

Eshreegar agarró la chisporroteante antorcha con inquietud.

—¿Estás seguro de que esto es prudente?

—¿Prudente? No —masculló Eekrit—. Pero necesario. De eso estoy seguro.

El señor de la guerra y sus asaltantes estaban apretados en el inclinado pasadizo más o menos circular que habían roído por la dura roca de las profundidades de la gran montaña. El túnel era uno de los muchos que habían excavado a lo largo de la última década y reservado en caso de que un ataque enemigo lograra invadir las posiciones defensivas alrededor de los pozos inferiores. Los pasadizos eran lo bastante pequeños para evitar que el enemigo los detectara, o eso esperaba Eekrit fervientemente, pero estaban situados para permitir ataques relámpago detrás de la línea de avance del enemigo. La pequeña fuerza de skavens había llegado al límite más alto del túnel en el que se encontraban, justo al nivel del pozo siete. Únicamente unos treinta centímetros de roca relativamente blanda los separaba del pozo propiamente dicho. Un pequeño puñado de guerreros skavens estaba listo, aguardando la orden de crear la brecha.

Una luz naranja parpadeaba con avidez en los estrechos límites del túnel. Uno de cada veinte skavens llevaba una antorcha encendida: ni con mucho suficientes para contentar a Eekrit, pero todo lo que les quedaba después de la incursión contra los devoradores de carne. A los demás asaltantes se les encomendó asegurarse de que los porta-antorchas alcanzaban sus objetivos. El resto dependía de la suerte y el favor de la Gran Cornuda.

A juzgar por la expresión del rostro de Eshreegar, el Maestro de Traiciones no estaba para nada convencido.

—¿Y qué pasa con ese humo asesino que mencionó el esclavo?

Eekrit intentó sacudir los bigotes en dirección a Eshreegar con aire despreocupado.

—Si los esqueletos cuentan con semejante arma, a estas alturas estará abajo en los túneles inferiores —aseguró—. El enemigo estará aprovechando la ventaja para ganar todo el terreno que pueda.

El asesino se removió incómodo.

—Pero el humo llega a todas partes… —protestó.

—Pues contén la respiración si quieres —gruñó Eekrit. Con un brusco gesto de la cabeza, le ordenó a la partida de excavación que se pusiera a trabajar.

Eekrit se concentró en preparar su arma y apretar con fuerza sus propias glándulas de almizcle. Cuanto más pensaba en las formas en las que su plan podría salir mal, más nervioso se ponía. Estaba apostando fuerte a que la mayor parte de los esqueletos ya habría pasado por el pozo siete. Si se equivocaba, no habría manera de que la pequeña fuerza escapase… y le habría abierto una ruta directa al enemigo hasta la fortaleza subterránea, muchos niveles por debajo. No es que él fuera a vivir lo suficiente para presenciar tal desastre.

En cuestión de minutos, el sonido de la piedra fragmentándose se elevó por encima de las garras de los guerreros que escarbaban. Eekrit intentó olvidarse de todo lo que podía salir mal y concentrarse sólo en sobrevivir a los próximos minutos.

La brecha se abrió con un estruendo de escombros cayendo. Eekrit levantó la espada.

—¡Adelante! —exclamó.

Los guerreros skaven que abrieron la brecha cogieron sus armas y entraron a la carga en el pozo. Eekrit y Eshreegar iban pisándoles los talones… y luego, sin previo aviso, los tres skavens a la cabeza del destacamento de asalto se desplomaron en el suelo del pozo.

A Eekrit se le heló la sangre. Captó un matiz verde amarillo muy tenue en el aire. ¡El humo asesino!

Los tres skavens se retorcían en el suelo de piedra mientras se arañaban la garganta. Unos espantosos sonidos de asfixia escaparon de sus bocas abiertas durante unos pocos latidos, luego pusieron los ojos en blanco y se quedaron inmóviles. Los skavens que se encontraban justo detrás de ellos se volvieron e intentaron huir por donde habían venido, chocando con Eekrit y Eshreegar. El aroma del almizcle del miedo llenó el aire húmedo… junto con un olor metálico muy ligero, como a cobre quemado.

Eekrit les gruñó a los guerreros y le dio un fuerte empujón al skaven situado delante de él que lo hizo caer de culo.

—¡Seguid! —soltó—. ¡Si el humo nos va a matar, ya es demasiado tarde! ¡Adelante!

Sin esperar a que los guerreros respondieran, Eekrit los adelantó a la carrera, subiendo a toda prisa por la cuesta poco empinada del pozo. El leve sabor a metal quemado le ardió en la garganta e hizo que le picaran los ojos, pero nada más. El poco humo que quedaba en el pozo de la mina estaba demasiado disperso para ser mucha amenaza… aunque supuso que los guerreros muertos que se encontraban tras él no estarían de acuerdo.

Tras el resplandor de la luz de las antorchas, los ojos del señor de la guerra tardaron unos cuantos segundos en adaptarse a la penumbra. Oyó a los esqueletos mucho antes de poder verlos: una bamboleante y traqueteante marea de madera y hueso que llenaba el pozo de la mina por delante de él. Sonaba como si hubiera miles de aquellas malditas cosas y todas venían hacia él.

El señor de la guerra sacudió la cabeza salvajemente, tratando de eliminar los últimos vestigios del resplandor de la antorcha. Lo primero que pudo distinguir fueron puntitos verdes de luz —una auténtica multitud de ellos— flotando en el aire delante en el túnel. A medida que sus ojos se acostumbraban pudo distinguir las partes superiores redondeadas de cráneos humanos y los marcados perfiles de escudos de madera. Los guerreros no muertos se estaban echando encima de los asaltantes skaven en una marea implacable, pero sin ningún tipo de formación. La magnitud de la respuesta de los esqueletos resultaba desalentadora, pero en general carecía de coordinación. No era mucho, supuso, pero podría ser suficiente.

—¡Eshreegar! —exclamó el señor de la guerra—. ¡Los soportes! ¡Que le prendan fuego a los soportes!

—¿Ahora? —El Maestro de Traiciones se quedó mirando a Eekrit boquiabierto—. Pero…

—¡Hazlo! —ordenó Eekrit.

Dio la impresión de que Eshreegar iba a seguir discutiendo, pero una mirada a la horda que se acercaba pareció convencerlo. Mientras les gritaba órdenes a los asaltantes, se acercó corriendo al grueso soporte de madera que tenía más cerca y le pegó la antorcha que sostenía. En cuestión de segundos, de la pesada columna, que estaba empapada de brea para evitar que se pudriera, brotaron voraces llamas azules.

Otros skavens que portaban antorchas atravesaron el pozo a toda prisa incendiando todos los soportes a su alcance. Eekrit sintió olas de calor deslizándose por sus omóplatos. Era un comienzo, pero tenían que llegar a muchas más vigas de madera si querían tener éxito. Levantó la espada.

—¡Prended fuego a todos los soportes que podáis! —gritó—. ¡No perdáis el tiempo con los esqueletos! ¡Vamos!

Con eso, el señor de la guerra le hizo señas a Eshreegar y salió corriendo pegado a la pared derecha del pozo. Los esqueletos se movieron para interceptarlo; Eshreegar soltó un feroz grito de guerra y arremetió contra las piernas del enemigo con despiadados golpes de su espada. El bronce se estrelló contra el hueso y los guerreros no muertos cayeron, aún buscando con sus lanzas el pecho y la garganta del skaven. Puntas de bronce corroídas se le clavaron en la armadura o salieron desviadas; Eshreegar dio un traspié cuando otra punta le abrió un surco en el muslo izquierdo. Gruñendo, el skaven lanzó el hombro contra el escudo del esqueleto que tenía delante y empujó al guerrero no muerto hacia atrás contra sus compañeros. Le cortó las piernas con un amplio movimiento de la espada, luego agachó la cabeza y se hundió aún más en la agitada masa.

Más chillidos y gritos salvajes resonaron por el pozo mientras el resto de los asaltantes skavens se abalanzaba contra el agolpamiento de esqueletos. Se agacharon y corrieron entre la multitud a poco más que la altura de la rodilla, rompiendo huesos de piernas y destrozando articulaciones con garras y espadas. Otros manejaron sus antorchas como si fueran armas, prendiéndole fuego a la tela podrida y la carne marchita. Los esqueletos levantaron sus lanzas y acuchillaron a los skavens que corrían, pero el agolpamiento de cuerpos les dejaba poco espacio para emplear sus armas. Sin embargo, a pesar de lo rápidos que eran, el bosque de puntas de bronce consiguió hacer sangrar a los asaltantes. Eekrit oyó gritos de dolor mientras el enemigo apuñalaba una y otra vez a los guerreros, pero aun así siguieron adelante.

El señor de la guerra se adentró a la fuerza aún más en el pozo, dejando atrás un soporte de madera tras otro. No había tiempo para volver la mirada y comprobar si Eshreegar todavía seguía detrás de él; apenas podía seguir avanzando, manteniéndose literalmente un paso por delante de los esqueletos y sus lanzas. Despedazó con furia a los guerreros muertos saboreando el quebradizo crujir de los huesos. Una lanza se le clavó en la cadera, hundiéndose en la armadura y empujándolo contra la pared; el señor de la guerra gruñó ante el repentino brote de dolor mientras agarraba el mango de la lanza con la pata libre y aplastaba el cráneo del esqueleto que la blandía. Eekrit liberó el arma de un tirón y se lanzó hacia delante con otro grito de rabia.

Más esqueletos presionaron a Eekrit. El tiempo se volvió borroso y los segundos se alargaron debido a la espantosa elasticidad del combate. El skaven bloqueó y esquivó, toma y daca. Perdió la cuenta de la cantidad de esqueletos que cayeron bajo su espada. Lo único que importaba era seguir con vida de un momento al siguiente y poner una pata con decisión delante de la otra.

Eekrit fue vagamente consciente de un rugido constante y entrecortado que se elevó por encima del golpeteo y el estruendo de la batalla. Notó un intenso calor en la parte posterior del cuello y la cabeza, pero no le prestó atención. Entonces, de repente, una mano le agarró la parte de atrás de la capa e intentó tirar de él hacia atrás. El señor de la guerra se volvió con un gruñido blandiendo su espada y vio que se trataba de Eshreegar. El Maestro de Traiciones estaba manchado de sangre y hollín y un halo de furiosas llamas le perfilaba la cabeza.

—¡Basta! —gritó Eshreegar—. ¡Ya basta! ¡Tenemos que salir de aquí!

Durante un momento, Eekrit no comprendió… luego vio el infierno que se extendía tras ellos. Las columnas empapadas de brea estaban completamente en llamas y el fuego también se había propagado hasta las vigas del techo. Cortinas de voraces llamas se deslizaban rápidamente por el techo del pozo, atraídas hacia la superficie por débiles corrientes de aire; mientras Eekrit observaba, el fuego corrió en lo alto dirigiéndose al siguiente grupo de soportes. La intensidad del calor aumentó en un instante, presionándolo como un hierro de marcar al rojo vivo.

Los esqueletos también se estaban retirando, replegándose pozo arriba lejos de los skavens. Desde donde él se encontraba, Eekrit podía ver a unas pocas veintenas de sus asaltantes tambaleándose como borrachos entre los cuerpos amontonados. Muchos de ellos se habían tapado los hocicos con las capas para protegerse del calor. El señor de la guerra asintió con la cabeza, respirando con dificultad, y sacó un silbato de hueso. Tocó tres notas agudas y sus guerreros regresaron con audacia a las llamas.

Mientras observaba, varias de las capas de los guerreros dejaron estelas de humo y llamas a su paso.

—Es posible que no haya planeado esto detenidamente —comentó el señor de la guerra gritando por encima del rugido de las llamas.

Eshreegar le dirigió al señor de la guerra una mirada de pura irritación… y luego abrió los ojos como platos aterrorizado.

—¡Abajo-abajo! —exclamó mientras tiraba con fuerza de la capa de Eekrit.

Eekrit perdió el equilibrio por completo a la misma vez que el mundo estallaba en medio de un crepitante trueno y un destello de cegadora luz verde.

Cuando recobró la vista, Eekrit se encontró de espaldas mirando hacia las llamaradas que rugían en lo alto. Puntos de calor atroz le quemaban en el pecho, como si le hubieran colocado carbones calientes sobre la superficie de la armadura. Tenía los nervios dolorosamente crispados, como cristal destrozado bajo el golpe de un martillo. Eekrit se apoyó en los codos con un gemido y vio que media docena de sus amuletos de piedra divina se habían derretido hasta convertirse en humeantes bultos negros Lo habían salvado —por los pelos— de la embestida de magia que lo había golpeado procedente de más adelante dentro del pozo.

A unos veinte metros por el túnel lleno de humo, rodeado de lanceros esqueleto y tumularios de aspecto temible, se encontraba el infame kreekar-gan. La figura estaba envuelta en una andrajosa túnica gris y su rostro quedaba oculto en las profundidades de una voluminosa capucha. Dos puntos de llamas verdes ardían de un modo aborrecible en su interior, con su siniestro resplandor centrado en la forma atónita de Eekrit. Las manos momificadas del hombre ardiente estaban extendidas hacia él, envueltas en una terrible aura de poder mágico.

Al lado de Eekrit, Eshreegar gimió e intentó ponerse de pie. El señor de la guerra había recibido la mayor parte de la embestida, pero el Maestro de Traiciones había sufrido un golpe de refilón que lo había dejado sin sentido. Eekrit se puso en pie apresuradamente, pues la aterradora figura del hombre ardiente le proporcionó nuevas energías a su cuerpo.

—¡El fuego! —chilló Eekrit—. ¡Regresad al fuego!

Agarró la ropa humeante de Eshreegar y empezó a arrastrarlo pozo abajo.

Un aullido de pura rabia persiguió a Eekrit mientras éste huía hacia la dudosa seguridad de las llamas. El calor resultaba casi insoportable; después de sólo unos cuantos segundos fue como si le ardieran las extremidades. Cada respiración era una agonía de calor y humo asfixiante. A su alrededor, la madera reventaba con fuertes estallidos abrasadores, salpicando el túnel de astillas ardientes. Fragmentos de tierra y piedra rota caían del techo en una creciente lluvia a medida que los soportes de lo alto empezaban a ceder.

A Eekrit empezó a darle vueltas la cabeza. ¿Dónde estaba la brecha?

No podía estar seguro de cuánto se había alejado. Dondequiera que se volviera, sólo había fuego. Una maldición llegó a los labios del señor de la guerra, pero no le quedaba aliento para pronunciarla. Oyó un crujido por encima de él, un sonido tan profundo que lo sintió en los huesos y que aumentaba a cada segundo que pasaba. Aquel sonido era importante, pensó el señor de la guerra vagamente, pero no pudo acabar de entender por qué.

Resultaba imposible respirar. Eekrit notaba un martilleo en los oídos que se iba volviendo más fuerte por momentos. En el nombre de la Gran Cornuda, ¿quién estaría aporreando tambores en medio de un incendio?

Eekrit se dio la vuelta, intentando concentrarse en el sonido. Unas manos invisibles lo zarandearon, tirando de él de aquí para allá. Y luego se oyó un largo y atronador crujido de algo que se hacía pedazos en lo alto y el señor de la guerra se sintió caer de espaldas hacia la rugiente oscuridad.