4
Males necesarios
Lahmia, la Ciudad del Alba,
en el 98.º año de Tahoth el Sabio
(-1300, según el cálculo imperial)
El aire de nocturno era sofocante en el Barrio de los Viajeros y olía a sudor, especias para cocinar y vino ácido. Multitud de inmigrantes —la mayoría procedentes de las atribuladas ciudades de Mahrak o Lybaras, pero también algunos de lugares tan lejanos como Numas, que estaba siendo asolada por la sequía— se mezclaban con conductores de caravanas cubiertos de polvo y ceñudos mercenarios mientras recorrían los atestados puestos de los comerciantes en busca de cualquier cosa, desde sillas de montar de primera calidad a joyas de plata. Los monótonos cánticos de los mercaderes parecían flotar como humo por el aire húmedo, subiendo y bajando por encima del zumbido sordo del gentío.
El bazar nocturno se extendía a lo largo de seis sinuosas manzanas a través del barrio y estaba afianzado en el extremo oriental por una amplia plaza empedrada bordeada de tabernas, vendedores de vino y tiendas de incienso. Lord Ushoran estaba sentado a una mesa debajo del descolorido toldo de lino de la tienda de un vendedor de vino, pasando el dedo distraídamente por el borde agrietado de una copa de arcilla llena del vino de dátiles mientras estudiaba los rostros de los transeúntes.
Esta noche había decidido llevar la cara de un acaudalado erudito: un noble lybarano desposeído de sus bienes, quizás, empujado a abandonar su hogar por el constante declive de los colegios de allí y obligado a continuar sus estudios en un exilio autoimpuesto. Las camareras y los otros clientes de la tienda de vino veían a un hombre de mediana edad, encorvado por la edad y con la cabeza calva salvo por un fino borde blanco. Tenía la nariz torcida y los ojos llorosos y hundidos. Sus mejillas estaban marcadas por un brote de fiebre fluvial y empezaban a mostrar el tosco sonrojo de un hombre que se permitía demasiado vino. Una túnica marrón oscuro le caía de los hombros encorvados, la tela era lujosa pero estaba desteñida debido a los años que duro uso. Del grueso cuello le colgaba una cadena hecha de alargados eslabones de oro, decorados con más de una docena de lentes de vidrio y cristal facetado bordeadas de latón: una de las muchas herramientas del oficio de ingeniero-erudito.
En el pasado, había tenido que ser mucho menos ostentoso con sus disfraces, pues había límites a lo que se podía conseguir con una muda de ropa y un poco de pintura para la cara. Había intentado mezclarse con la ingente multitud, que lo descartaba con rapidez y lo olvidaba con facilidad. Ahora, sólo lo limitaba su imaginación y podía cambiar de disfraces con apenas un momento de concentración. Ushoran podía ofuscar la mente de un mortal simplemente con su voluntad y colocar en ella cualquier imagen que le conviniera. Se trataba de un don que ninguno de sus compañeros inmortales poseía y, lo que era más importante, uno que ni siquiera sus sentidos sobrenaturales podían penetrar. Lo cual era lo mejor, en lo que a él concernía. Dudaba que ni Neferata ni Ankhat aprobaran en qué se había convertido.
Ushoran no se parecía en nada al mordaz y cerebral W’soran, pero aun así se consideraba a sí mismo una especie de erudito. Los misterios y los secretos lo intrigaban y el proceso de la muerte y el renacimiento era uno de los misterios más grande de todos. Aunque Neferata le había prohibido al conciliábulo crear progenie inmortal propia, él había llevado a cabo unos cuantos experimentos discretos a lo largo de los siglos y sospechaba que los otros —sobre todo W’soran— también lo habían hecho. Había sacado provecho de la docena aproximadamente de casas francas que había establecido a lo largo de la ciudad, con sus hondos sótanos y sus juegos de resistentes cadenas sujetas a las paredes.
Por el camino, había aprendido mucho. Los suyos sólo podían alimentarse de sangre viva; los animales podían servir, pero el vigor que estos poseían era mucho menos potente que el de un humano. El hambre los debilitaba poco a poco, pero no provocaban la extinción: simplemente una especie de letargo de pesadilla, con el que sólo podía acabar el sabor de la sangre. El vigor obtenido de sangre viva les proporcionaba una fuerza y velocidad muy superiores a las de cualquier mortal y les permitía sanar con rapidez de cualquier herida salvo la decapitación directa. Si les perforaban el corazón o a éste se le impedía latir, entraban en estado letárgico hasta que el objeto culpable era extraído. Como resultado, resultaba casi imposible matarlos. El fuego causaba heridas duraderas; la luz directa del sol les minaba el vigor con una velocidad terrible y la luz solar especialmente intensa quemaba como un hierro. Ushoran sospechaba que la magia también podía causarles daño, pero tenía que esperar a poner a prueba esa teoría por sí mismo.
Tales cualidades eran comunes a todos los inmortales. Además también estaban los dones exclusivos que se manifestaban en Neferata y el resto del conciliábulo: aquellos que habían sido transformados por la compleja y penosa mezcla de veneno y ritual mágico que Arkhan el Negro había usado para resucitar a la propia reina. La belleza y el atractivo que la diosa le había otorgado a Neferata se habían multiplicado por diez, proporcionándole poderes de seducción y dominación mental que superaban con mucho la comprensión mortal. Arkhan, siendo el aristócrata y la criatura política que era, demostraba su propio sentido de misterioso carisma y agudísima percepción. En vida, Arkhan había sido un conocido cazador y criador de caballos y perros de caza, y Ushoran se preguntaba si tal vez sus dones se habían desarrollado en ese sentido. W’soran, el reservado antiguo sacerdote, era justo lo opuesto. Él se había transformado en una repelente criatura esqueleto, más cadáver que hombre, pero su comprensión de lo arcano —y de la nigromancia en particular— posiblemente pudiera compararse incluso con la del infame Nagash. Eso dejaba a Abhorash, el antiguo campeón del rey, y Zurhas, el irresponsable primo del difunto Lamashizzar. Abhorash había huido de la ciudad casi inmediatamente después de su transformación y Ushoran sólo podía hacer conjeturas sobre los detalles de su cambio pero, teniendo en cuenta su dedicación a las artes de la guerra, sospechaba que Abhorash había adquirido un grado de destreza física igual —o puede que mayor— que la de los legendarios Ushabti. Si esto era cierto, no había guerrero más mortífero en el mundo entero.
En cuanto a Zurhas, Ushoran no tenía la menor idea. El antiguo noble parecía más furtivo y con más aspecto de roedor a cada año que pasaba. Quizás sus dones se extendían a jugar e ir de putas, dos de sus pasatiempos favoritos. Era lógico. Cada uno de ellos había cambiado de formas que reflejaban sus auténticas naturalezas, para bien o para mal.
Absorto en sus pensamientos, Ushoran al principio no se fijó en el hombre delgado manchado por el polvo del camino. Se había escabullido de la multitud que daba vueltas por la plaza con la consumada facilidad de un carterista y se había metido discretamente debajo del toldo bajo de la tienda de vino. La dura y evaluadora mirada del hombre recorrió a Ushoran, despertándolo de su ensimismamiento.
Ésta era la persona a la que había estado esperando, comprendió Ushoran de inmediato. El hombre tenía el aspecto de un bandido del desierto: iba vestido con ropa polvorienta y andrajosa y sandalias de cuero hechas jirones que mantenía unidas con cordel barato. Un khopesh abollado y dos dagas curvas le colgaban de un ancho cinto de cuero alrededor de la cintura, parcialmente disimuladas por una fina capa color arena que le llegaba casi hasta los pies. Tenía un rostro estrecho y demacrado, con la piel curtida de un intenso color marrón debido a los años de exposición al riguroso sol del desierto. Con el mentón estrecho, los ojos de párpados caídos y el inquietante ceño, a Ushoran le recordó un tanto a un chacal (lo que, considerando su profesión, no suponía una gran sorpresa). El Señor de las Máscaras miró al ladrón de tumbas a los ojos y colocó una repleta bolsa de cuero sobre la mesa junto al vino. Las monedas que había en el interior tintinearon suavemente cuando dejó la bolsa.
El ladrón no reaccionó de inmediato ni siquiera entonces, con la recompensa a la vista. Su mirada pasó sobre Ushoran y estudió el resto de la tienda durante todo un minuto, buscando indicios de una trampa. Cuando no encontró ninguno, se abrió paso entre las mesas y ocupó la silla situada frente Ushoran. Estudió al Señor de las Máscaras en silencio un momento. Ushoran le devolvió la mirada con una sonrisa tranquila.
El ladrón gruñó para sí.
—No sois lo que había esperado —dijo.
Ushoran se rio entre dientes. El ladrón y sus compañeros habían sido contratados a través de una creciente red de intermediarios que se extendía hasta Khemri, y completamente separada de su red de informantes y espías convencional. Había sido cuidadoso y paciente, creando los eslabones a lo largo de un periodo de décadas, hasta estar seguro de que no podrían vincularlo con sus acciones. Las consecuencias si los descubrían —para Ushoran, y para Lahmia en general— habrían sido demasiado terribles para considerarlas.
—Me dicen eso mucho —contestó el Señor de las Máscaras con una sonrisa—. ¿Vino?
El ladrón se encogió de hombros. Ushoran hizo señas y una chica apareció rápidamente junto a su hombro con otra copa de vino. Tendría unos catorce años, calculó el noble admirando a la joven mientras ésta se inclinaba sobre la mesa. Buena piel, carne firme y extremidades delgadas. Un poco mayor para su gusto; en los viejos tiempos quizás no le hubiera importado —después de todo, las mayores aguantaban más tiempo—, pero ahora podía permitirse ser exigente. La chica lo miró a la cara, sonrió con inocencia y se retiró rápidamente.
—A tu salud —dijo Ushoran levantando su copa en un brindis. Simuló dar un sorbo. El ladrón alzó su copa y probablemente hizo lo mismo—. Han pasado meses. Estaba empezando a preocuparme.
El ladrón torció el labio superior en un gesto despectivo.
—Hay una razón puñeteramente buena por la que casi todas las grandes pirámides siguen aún intactas, y las de Khemri son las peores de todas. Si te metes ahí dentro, estarás muerto antes de alejarte diez pasos de la puerta. —Sacudió la cabeza—. Ninguno de los otros idiotas a los que tratasteis consiguió pasar de la primera antecámara.
Ushoran asintió con la cabeza. Había habido otras cuatro bandas que habían aceptado el trabajo a lo largo de los años. La pirámide de Khetep implemente se las había tragado, una tras otra.
—A decir verdad, tú fuiste mi primera elección desde el principio, pero puesto que resultó extraordinariamente difícil contactar contigo, tuve que arreglármelas con talentos inferiores.
El ladrón soltó un gruñido sin comprometerse, pero Ushoran captó un destello de orgullo en los ojos del ladrón de tumbas.
El Señor de las Máscaras extendió las manos.
—Bueno. ¿Qué tienes para mí?
Una vez más, el ladrón echó un vistazo con cautela hacia las otras mesas. Cuando quedó satisfecho de que nadie los estaba observando, introdujo la mano en la capa, sacó una vieja caja de madera del tamaño de una jarra pequeña de vino y la dejó sobre la mesa entre ellos. Ushoran miró la caja con escepticismo.
—¿Eso es todo?
El ladrón soltó una carcajada.
—Si lo queríais completo, deberíais haberlo dicho —gruñó—. Tenéis suerte de que consiguiéramos todo eso.
El Señor de las Máscaras suspiró.
—Supongo que servirá —concedió, aunque en realidad era W’soran el que tendría que decidirlo—. ¿Estás seguro de que es él?
El ladrón de tumbas se encogió de hombros.
—Tanto como puedo estarlo —respondió—. Era la tumba correcta, eso seguro, pero… bueno, digamos que no fue el enterramiento típico.
Ushoran ladeó la cabeza de manera inquisitiva.
—¿No fue sepultado con los típicos artículos funerarios?
—Para nada. —Para su sorpresa, el ladrón se removió incómodo—. Ni siquiera estaba muerto cuando lo encerraron.
—Ah. Ya veo.
Ushoran había oído las historias de la brutal usurpación de Nagash, pero en aquel momento no había habido forma de distinguir los hechos de los rumores. Recogió la pesada bolsa de monedas y la dejó junto a la copa del ladrón.
—Diría que tú y tu gente os habéis ganado hasta la última moneda.
El otro hombre cogió la bolsa y la sopesó.
—Sólo cuatro de nosotros conseguimos salir de ese maldito lugar —dijo con tono grave—. Había trampas por todas partes. El pobre Jebil murió al volver, a sólo tres pasos de la entrada. Cayó muerto con un dardo en el cuello. Nunca averiguamos de dónde salió.
Ushoran asintió con la cabeza con aire sabio.
—Sí que es triste —coincidió—. ¿Y tus tres compañeros?
Una lenta sonrisa rapaz se extendió por el rostro del ladrón.
—Bueno. La Llanura Dorada es un lugar peligroso —comentó despacio—. Hay bandidos por todas partes, ¿sabéis?
—¡Qué trágico! —contestó el Señor de las Máscaras—. Supongo que también tendrás que quedarte con su parte.
—Supongo que sí —dijo el ladrón mientras se guardaba la bolsa bajo la capa.
Se levantó rápidamente de la mesa.
Ushoran apoyó una mano sobre la caja de madera.
—¿No sientes la más mínima curiosidad por esto? —preguntó.
—Me trae sin cuidado —aseguró el ladrón, cuya atención ya estaba centrada en la plaza.
—Bueno, entonces, supongo que eso es todo. —Ushoran se inclinó hacia adelante extendiendo la mano—. Buen viaje, amigo mío. Te lo agradezco.
El ladrón se volvió de nuevo hacia Ushoran y bajó la mirada hacia la mano extendida del inmortal como si fuera una serpiente particularmente venenosa. Empezó a hacer una mueca despectiva… pero algo en la mirada del inmortal le dio que pensar. Tras un momento de vacilación, extendió la mano y agarró la de Ushoran.
—Tengo vuestro oro, y eso me basta —gruñó el ladrón—. Adiós, erudito. No creo que volvamos a vernos.
Con eso dio media vuelta y se introdujo en la plaza sin volver la vista atrás ni una vez. El ladrón se fundió con el remolino de gente y desapareció de la vista en cuestión de momentos.
Ushoran lo observó irse con una sonrisa. Aún tenía la mano un poco húmeda debido al sudoroso apretón del ladrón. La levantó, con la palma hacia adentro, hacia su cara, y respiró hondo, absorbiendo el aroma del otro hombre.
—También me dicen eso mucho —comentó el inmortal.
Se río bajito entre dientes y se lamió la palma ligeramente con la punta de su larga lengua gris.
* * *
El Templo de la Sangre era una fortaleza dentro de otra fortaleza. La enorme estructura más o menos piramidal, situada en el interior de las murallas del palacio real lahmiano, rodeaba por completo lo que en otro tiempo había sido el Palacio de las Mujeres, donde se mantenía a las hijas de la línea real prácticamente aisladas del resto del mundo mortal. Los lados escalonados del templo estaban compuestos de sólidos bloques de arenisca, cada uno de tres metros y medio de alto y muchas toneladas de peso. La única entrada estaba sellada por un par de inmensas puertas de bronce y protegida día y noche por una compañía de guerreros de aspecto adusto procedentes de la guardia de la reina. Desde fuera, la monumental estructura parecía más inexpugnable que el propio palacio real; pero, como otras muchas cosas acerca del templo, las apariencias engañaban.
La hora de los muertos se acercaba rápido mientras Ushoran atravesaba sigilosamente el silencioso terreno del palacio en dirección al templo. Había pocos mortales por allí tan tarde, lo que le permitió pasar inadvertido a lo largo de la pared norte de la colosal estructura hasta llegar a la entrada oculta empotrada con astucia en la piedra. La puerta era muy pesada y estaba tan ajustada en el marco que las juntas resultaban casi invisibles a simple vista. Apretó con ambas manos y empleó su fuerza sobrenatural, haciendo que el portal se abriera silenciosamente hacia adentro dejando al descubierto un oscuro y estrecho pasadizo tallado en la piedra fundamental.
Había por lo menos media docena de caminos secretos para entrar y salir del templo que Ushoran supiera; la propia Neferata era la única que podría decir si había más. Siguió el pasillo a través de los cimientos del templo y apareció poco después en los pasillos a nivel del suelo que serpenteaban secretamente entre los almacenes, dormitorios y salas de meditación que utilizaban las iniciadas del culto. El inmortal bajó por los oscuros corredores con rapidez y seguridad, ayudado por sus sentidos sobrenaturales y más de dos siglos de práctica. Por fin, muchos minutos después, atravesó otra puerta oculta y entró en el enorme santuario interior del templo.
A decir verdad, el santuario interior era en realidad un extenso complejo de cámaras que en otro tiempo habían compuesto las habitaciones más opulentas del antiguo Palacio de las Mujeres. Aquí era donde gobernaba Neferata, dictando edictos desde la Corte Inmortal a través de sucesivas generaciones de reinas lahmianas que estaban esclavizadas a ella desde su nacimiento. Pero ese no era el único secreto que se ocultaba en el interior de las paredes del santuario interior… y, en opinión que Ushoran, ni mucho menos el peor.
Había muchas bibliotecas en el antiguo palacio: habitaciones pequeñas y tranquilas abarrotadas de suntuosas alfombras y rodeadas de estantes y estantes de historias, fábulas, romances y más. No se parecían en nada a la que Ushoran buscaba. Ésta estaba localizada en una parte del antiguo palacio aislada la mayor parte del tiempo, lejos de los corredores que frecuentaban las sacerdotisas e iniciadas del templo. Las paredes habían sido reforzadas con losas de oscuro y pesado granito, que a su vez estaban grabadas con capas y capas de guardas arcanas diseñadas para impedirle la entrada incluso al intruso más decidido. La puerta, asimismo, era de piedra y demasiado pesada para que la abrieran manos mortales. También estaba cubierta de potentes runas de unión, lo bastante fuertes para sellar la biblioteca para siempre, aunque durante los últimos cincuenta años los sigilos habían permanecido fríos e inertes. El Señor de las Máscaras se tomó un momento para serenarse mientras se colocaba el rostro anodino y neutral al que estaban acostumbrados sus compañeros del conciliábulo, luego apoyó una mano sobre la puerta y la abrió en silencio de un empujón.
Como siempre, la cámara estaba poco iluminada y envuelta en un acre humo de incienso que rodeaba las paredes y el techo de oscuridad y hacía que las dimensiones de la habitación quedaran poco claras. Una compacta disposición de mesas de trabajo y atriles de lectura llenaba la cámara, los cuales estaban abarrotados de meticulosas pilas de pergamino e inestimables libros de diferente tamaño encuadernados en cuero. Algunos de los libros eran bastante nuevos, pues habían sido escritos en el último medio siglo, mientras que otros eran más grandes y muchísimo más viejos.
Ushoran observó una pila de estos tomos en una mesa cercana mientras entraba sigilosamente en la habitación. Antaño habían estado encuadernados en cuero pálido, pero los siglos habían hecho que las cubiertas se arrugaran y oscurecieran hasta adquirir un intenso tono negro rojizo. Los bordes estaban deshilachados debido a la edad y el duro trato; a lo largo del tiempo, habían viajado con ejércitos y habían peleado por ellos como si fueran espantosos tesoros. Sus gruesas páginas también estaban ásperas y grisáceas debido a la edad, pero Ushoran no tenía la menor duda de que si fuera lo bastante audaz para abrir una de las cubiertas, encontraría las notas y diagramas de su interior aún perfectamente legibles, a pesar del paso de los años. En otro tiempo estos mamotretos habían pertenecido al mismísimo Nagash y habían sido saqueados de su pirámide Negra en las afueras de las ruinas de Khemri después de la guerra. Algunos de los tomos tenían como mínimo quinientos años, calculó Ushoran, y sin embargo perduraban cuando otros libros ya hacía tiempo que se habían convertido en polvo.
W’soran se encontraba en el otro extremo de la cámara. La tenue luz de las velas iluminaba su forma macabra mientras recorría de un lado a otro el perímetro de un complicado círculo mágico dibujado con polvo de plata en el suelo de piedra desnuda. Se trataba de una figura horrible, más parecida a un cadáver mal momificado que a un hombre vivo. La poca carne que había poseído se había derretido, dejando su piel gris y parecida a pergamino muy estirada contra los fibrosos tendones y el hueso de bordes afilados. El inmortal se movía con un extraño andar desmañado, casi como una araña, y su cabeza calva se balanceaba de un lado a otro en arcos furtivos mientras inspeccionaba el trabajo de sus siervos. En realidad, el círculo se parecía más a un apretado grupo de complejas franjas de runas mágicas, cada una de ellas dibujada con rigurosa precisión y cuidadosamente dispuesta en relación con las otras. Suponía la culminación de medio siglo de esfuerzos y le había dado forma la mente arcana más astuta de toda Nehekhara. Ushoran esperaba que fuera suficiente.
W’soran alzó la cabeza cuando el Señor de las Máscaras entró sigilosamente en la cámara. Tenía los labios sin carne pegados a los dientes, lo que exageraba sus colmillos parecidos a agujas y le confería al inmortal un gruñido permanente. Respiró con un ruido áspero.
—¿Nunca aprenderás a llamar, mi señor?
Ushoran sonrió con frialdad.
—No veo por qué debería —contestó—. Neferata, desde luego, no lo haría.
—Neferata —repitió W’soran con desdén—. No piensa en otra cosa que en su joven príncipe estos días. A estas alturas dudo que ni siquiera recuerde lo de abrir la biblioteca.
—Esperemos que no. Porque los dos sabemos lo que haría si se diera cuenta de lo que has estado haciendo los últimos cincuenta años.
W’soran soltó un bufido desdeñoso, pero Ushoran captó un destello de inquietud en los ojos hundidos del inmortal. La nigromancia había estado prohibida incluso cuando Lamashizzar en el señor del conciliábulo, pero Neferata incluso había llegado al extremo de coger los peores libros de Nagash y guardarlos bajo llave en una cripta separada en otra parte del santuario interior. W’soran había estado intentando burlar las restricciones de Neferata desde entonces. La había convencido para abrir la biblioteca únicamente para aprender los rituales de llamada y comunicación con los espíritus y, en principio, el inmortal había dicho la verdad. Si Neferata supiera exactamente a quién pensaba invocar W’soran de las tierras de los muertos inquietos, su ira sería terrible.
Ushoran había sabido lo que estaba tramando desde el principio. W’soran nunca se había mostrado reservado en cuanto a sus ambiciones. Pero en lugar de traicionar al aspirante a nigromante, Ushoran se había convertido en un intranquilo aliado. Por muy terribles que fueran los riesgos, estaba seguro de que la obsesión de Neferata con Alcadizzar acabaría conduciendo al desastre. Necesitaban influencia para convencerla de que abandonara su ridículo plan… o, si eso fallaba, el poder para suplantarla y hacerse con el control de Lahmia ellos mismos.
La mirada de W’soran se posó en la caja de madera que Ushoran llevaba bajo el brazo. Entrecerró sus ojos pálidos.
—¿Es eso?
El Señor de las Máscaras se adelantó y dejó la caja sobre una de las mesas.
—Dímelo tú.
W’soran atravesó la cámara abarrotada, abriéndose paso entre las mesas y atriles de lectura con su extraño andar de araña. Una espantosa sensación de anticipación iluminó su rostro cadavérico mientras soltaba el cierre y abría la tapa de la caja.
Ushoran cruzó los brazos.
—Había pensado que traería más —dijo el Señor de las Máscaras con el entrecejo fruncido—. ¿Será suficiente?
Un débil ruido entrecortado salió de la garganta de W’soran. Ushoran tardó un momento en darse cuenta de que el inmortal se estaba riendo para sí.
—Oh, sí —contestó W’soran entre dientes mientras introducía en la caja sus nudosas manos en forma de garra—. Sí. Esto servirá.
Sacó de la caja un cráneo humano, aún cubierto de trozos de carne amarilla y enmarañado pelo negro. Los ojos eran cuencas vacías y la nariz, los labios y las orejas habían quedado reducidos a poco más que protuberancias hechas jirones por la labor de los hambrientos escarabajos de las tumbas. La mandíbula colgaba abierta, como paralizada en medio de un grito de angustia; los tensos y curtidos tendones de los músculos de la mandíbula resaltaban con nitidez bajo la piel apergaminada.
Enterrado vivo, pensó Ushoran, recordando lo que le había dicho el ladrón. Aquella idea le produjo escalofríos.
—¿Es él? —preguntó.
W’soran asintió con la cabeza.
—Thutep, el último rey verdadero de Khemri —dijo con certeza—. Y hermano de Nagash el Usurpador.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque su muerte está grabada aquí. —W’soran paso un dedo con garra por el cráneo de Thutep, desde la frente al mentón—. La agonía que sufrió en la tumba dejó su marca en la carne y el hueso antes de que el espíritu de Thutep pasara a las tierras de los muertos.
Se apartó de la mesa, aún sosteniendo el cráneo del rey, e hizo señas con la mano libre. De inmediato, una demacrada figura con túnica salió arrastrando los pies de las sombras cerca del círculo portando una base corta hecha de bronce. Mientras Ushoran observaba, W’soran le quitó la base de las manos al siervo y entró con cuidado en el círculo de llamada. El aspirante a nigromante colocó la base en el centro y dejó el cráneo encima.
Ushoran abrió mucho los ojos.
—¿Vas a intentar convocarlo ahora?
—¿Por qué no? —W’soran volvió hacer señas y otros dos siervos colocaron un pesado atril de madera a aproximadamente un metro del borde del círculo de llamada—. Es la hora adecuada y la posición de las lunas, propicia.
—Bueno. —El Señor de las Máscaras observó los símbolos rituales con recelo—. ¿Estás seguro de que las guardas aguantarán?
—Todo lo seguro que puedo estarlo —contestó W’soran.
Abrió el pesado libro que descansaba sobre el atril y empezó a buscar por las páginas. Ushoran combatió el impulso de empezar a avanzar poco a poco hacia la puerta. Esto era por lo que habían estado trabajando décadas, después de todo. Si la invocación funcionaba, por fin estarían en condiciones de desafiar a Neferata.
—Pero ¿y si…? Quiero decir, ¿supongamos que hay un accidente…? El supuesto nigromante volvió la mirada hacia Ushoran.
—¿Quieres marcharte?
Ushoran hizo una pausa. El tono de suficiencia que se reflejó en la voz de W’soran bastó para afirmar su determinación.
—Por supuesto que no —respondió con frialdad. Cruzó los brazos y respiró hondo—. Adelante. Llámalo. Veamos qué tiene que decir.
Las curtidas mejillas de W’soran se arrugaron, crujiendo como el cuero viejo de una silla de montar mientras intentaba sonreír.
—Como desees —contestó.
Riéndose entre dientes, se volvió de nuevo hacia el libro abierto y extendió sus manos de esqueleto. Realizó una larga y silbante inspiración y luego empezó la invocación.
Las palabras arcanas brotaron con facilidad de la lengua marchita de W’soran y su voz se fue volviendo más fuerte mientras hablaba, hasta que la invocación resonó en las paredes de la cámara. Al principio, Ushoran intentó seguir la horrible letanía, pero las palabras apenas hacían mella en su mente. El paso del tiempo pareció ralentizarse y luego dejó de percibirse por completo.
La temperatura empezó a descender en el interior de la habitación. El frío llegó rápido, como el fresco de una noche en el desierto. Las hojas de pergamino se agitaron sobre la mesa que se encontraba al lado de Ushoran, movidas por una brisa repentina, y de pronto se dio cuenta de que la voz de W’soran ya no resonaba por la habitación plagada de sombras. Las velas se habían apagado en algún momento. La poca iluminación existente llegaba de una columna de pálida y cambiante luz azul que flotaba en el aire por encima del cráneo aullante de Thutep. Mientras Ushoran se concentraba en la luz, fue consciente de una débil sibilancia que emanaba del círculo, como si un nido de serpientes se agitara. No obstante, cuanto más escuchaba, más comprendía que no eran silbidos, sino susurros. Una multitud de voces, jóvenes y viejas; algunas eran insistentes, otras temerosas. Algunas estaban enfadadas. Muy enfadadas.
El grito de W’soran se alzó por encima del mar de voces.
—¡Ven! —exclamó—. ¡Nagash, hijo de Khetep, yo te llamo! ¡Nagash, sacerdote del culto de Settra, yo te llamo! ¡Nagash, usurpador de Khemri, yo te llamo! ¡Escucha mi voz y ven!
El coro de espíritus se convirtió en gemidos al oír el nombre de Nagash. Las hojas de pergamino volaron por el aire; un viento frío se levantó y zarandeó el rostro de Ushoran. Un pesado montón de libros se tambaleó y luego cayó al suelo con un estrépito.
—¡Escúchame! —gritó W’soran hacia el creciente vendaval—. ¡Por la sangre de tu hermano Thutep, yo te lo ordeno! ¡Ven!
La columna de luz comenzó a temblar. Débiles gritos surgieron de ella. Unas voces aullaron desesperadas, escupieron maldiciones o rogaron que las liberasen. Uno de los siervos de W’soran salió despedido del círculo como si fuera un muñeco de paja; voló más de tres metros por el aire y se estrelló contra una de las mesas de madera con un ruido estremecedor.
W’soran extendió un brazo bruscamente hacia la cambiante columna de luz, como si quisiera estabilizarla con la mano.
—¡Debes obedecerme! —gritó—. ¡Muéstrate!
El viento continuó incrementándose, hasta que rugió en los oídos Ushoran como un león hambriento. Las voces de los muertos también aumentaron de volumen hasta que pudo distinguir voces individuales, una de las cuales gritaba para que la oyeran por encima del barullo.
En el interior del círculo, Ushoran pudo ver zarcillos de humo que se arrollaban alrededor del cráneo de Thutep. El pelo y la piel se estaban ennegreciendo, como debido al calor de un fuego, incluso aunque la habitación estaba tan fría como el mismo abismo. La columna de luz se estaba volviendo más brillante, incluso mientras sus contornos se volvían menos estables. Ushoran sintió una presión contra el pecho: ligera al principio, pero que se fue volviendo más fuerte y tangible a cada segundo que pasaba, hasta que fue como si docenas de manos trataran de agarrarlo. Cuanto más definidas se volvían, más frenéticamente intentaban atraparlo, como si él se estuviera volviendo más sustancial —más sólido— para los propios fantasmas.
Se oyó un grito de angustia. Por un momento, Ushoran pensó que lo había proferido él mismo, pero luego se dio cuenta de que en realidad el sonido había salido de W’soran. El aspirante a nigromante apretó los puños y escupió una retahíla de furiosas palabras y la columna de luz se volvió alta y delgada, como si la apretase el puño de un gigante. Ushoran sintió cómo las manos invisibles intentaban aferrarle desesperadamente la ropa y luego desaparecían de pronto cuando la columna se desvaneció en medio de un trueno áspero.
Se hizo la oscuridad. Ushoran oyó a W’soran mascullar una maldición sulfurada y luego el sonido seco de madera astillándose.
Para cuando los siervos pudieron volver a encender las velas, W’soran ya se había agachado y recogido el mamotreto de Nagash del suelo. El pesado atril de lectura había quedado reducido a astillas; trozos irregulares de madera sobresalían de la palma de W’soran, pero el inmortal no parecía darse cuenta.
Ushoran se arregló la ropa arrugada. Con retraso, vio que estaba desgarrada en algunos sitios. Sintió un escalofrío.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
W’soran examinó detenidamente el antiguo libro en busca de indicios de daño y luego lo dejó a un lado. El inmortal entró con cuidado del círculo y cogió el cráneo de Thutep.
—Mantuve la puerta abierta todo lo que pude —contestó distraído mientras estudiaba el truculento artefacto—. Si la hubiera dejado mucho más, habríamos perdido el cráneo. La cantidad de energía que se concentra en ella era… considerable.
—No me refiero a eso —repuso Ushoran—. ¿Qué salió mal? ¿Por qué no pudiste invocarlo?
El inmortal no contestó al principio. Sus hombros se tensaron.
—No lo sé —respondió por fin.
—Pensé que habías dicho que…
—¡Ya sé lo que dije! —soltó W’soran. Se volvió hacia Ushoran con su rostro marchito convertido en una máscara de rabia—. El cráneo era el vínculo perfecto con Nagash. ¡Debería haber funcionado! El rito no me había fallado nunca. ¡Nunca!
Silenciosos siervos que arrastraban los pies salieron de las sombras y se pusieron a trabajar restableciendo cierto orden en la biblioteca azotada por el viento. Ushoran los observó trabajar distraído mientras intentaba obligar a su mente aturdida a funcionar.
—¿Si no fue el rito, entonces qué más pudo haber sido?
W’soran sacudió la cabeza despacio.
—Una complicación imprevista. Un… contratiempo temporal. Nada más —dijo.
Se quedó mirando el cráneo un momento más, luego se giró y lo dejó con cuidado en las manos de un siervo que esperaba.
—Debo pensar en esto —añadió por fin—. Quizás tenga que ver con las vibraciones de la tercera enumeración…
La voz del inmortal se fue apagando mientras se volvía de nuevo hacia el círculo de llamada. Se acarició el mentón puntiagudo con una mano en forma de garra a la vez que estudiaba las densas franjas de símbolos rituales. No fue exactamente una despedida, pero Ushoran podía ver que se había olvidado a todas luces de él.
Eso le convenía al Señor de las Máscaras. Salió en silencio de la biblioteca y cerró la pesada puerta de piedra tras él. Casi había amanecido y aún quedaba un asunto del que ocuparse.
El ladrón de tumbas era listo y cauto, pero predecible de todas formas. Su olor lo condujo del Barrio de los Viajeros al Barrio de la Seda Roja, abajo junto al puerto de la ciudad. Con poco más de una hora hasta que amaneciera, muchas de las casas de dados y burdeles del distrito habían cerrado sus puertas. Docenas de juerguistas yacían en las calles mugrientas vencidos por demasiado vino o raíz de loto o ambas cosas. Hombres de la Guardia de la Ciudad de aspecto aburrido revisaban a cada forma inconsciente; a aquellos que estaba claro que eran miembros de la clase noble de Lahmia los levantaban de la cuneta y los instaban a seguir su camino, mientras que a los otros los registraban de manera eficiente en busca de objetos de valor y los dejaban donde estaban. Unos cuantos grupillos de marineros de piel curtida seguían a los hombres de la guardia, buscando cuerpos robustos para llenar las bancadas de sus barcos mercantes.
Ushoran dio dos largos pasos y saltó del borde del tejado de la casa de dados, salvando el estrecho callejón con facilidad y cayendo en cuclillas en la casa de placer de al lado. Hizo una pausa allí un momento, con su enorme forma oculta en las profundas sombras y ensanchando las fosas nasales mientras probaba el cálido aire nocturno.
Siguió el olor del ladrón hasta el otro extremo del tejado, manteniéndose agachado y avanzando a cuatro patas como un mono de la selva. Era agradable volver a cazar, pensó sintiendo la brisa salada contra la piel desnuda. Le resultó irónico que, a pesar de en lo que se había convertido, ahora disponía de menos oportunidades para satisfacer sus apetitos que cuando era mortal.
Ushoran pensaba saborear los próximos minutos todo lo posible. El intento fallido de invocar al espíritu del Usurpador lo había dejado profundamente inquieto. W’soran y él estaban jugando a un juego peligroso, uno que podría suponer una tanta amenaza para Lahmia como la obsesión de Neferata con Alcadizzar, pero ¿qué otra alternativa tenían?
Rápido y silencioso, se detuvo en el parapeto bajo y atisbó por encima del borde. Las habitaciones este lado del edificio daban al amplio puerto y el mar gris pizarra. Ushoran hizo una pausa y giró su larga cabeza de mandíbula prominente a derecha e izquierda hasta que captó el olor de su presa. En un fluido movimiento, colocó una ancha mano en forma de garra en el parapeto y se balanceó sobre el borde. Durante un exquisito instante colgó en el vacío, a nueve metros por encima del suelo, y luego se dejó caer como un gato en el amplio alfeizar de una ventana que había justo debajo.
Habían dejado abierta la ventana del dormitorio para que entrara la fresca brisa marina. La mirada de Ushoran recorrió la habitación tenuemente iluminada. El aire aún estaba teñido de azules cintas de incienso y humo de loto. Tres figuras yacían enredadas en las sábanas de seda sobre la cama baja y ancha.
Ushoran se pasó la lengua por los dientes irregulares mientras entraba en silencio en la cámara. Sólo tardó unos momentos en encontrar la bolsa de monedas que le había dado el ladrón unas cuantas horas antes. Sopesó la bolsa en la mano y sonrió, luego la dejó con cuidado junto a la puerta del dormitorio.
Aún quedaban monedas más que suficientes para pagar por el desastre que estaba a punto de armar.