30
Todo es polvo
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 110.º año de Asaph la Bella
(-1155, según el cálculo imperial)
Cuando llegó el momento, el último miembro de la casa del rey entró en la gran necrópolis y buscó a Alcadizzar en la tumba de su amada esposa.
—La oscuridad se acerca —dijo el fiel criado.
Se llamaba Sefru y, en mejores tiempos, había sido cuidador en los establos reales. Había limpiado cuidadosamente su túnica de lino y se había ungido la piel con aceite perfumado, de modo que su espíritu presentara un aspecto agradable cuando fuera a reunirse con sus antepasados en las tierras de los muertos. Un aro de visir de oro descansaba con inquietud sobre su estrecha frente y llevaba un escudo y una lanza en las manos temblorosas.
El rey iba vestido con su armadura de oro y su reluciente espada estaba apoyada sobre las piedras a sus pies. Se arrodilló junto al féretro de mármol donde yacía el cuerpo de Khalida y le sostuvo la mano amortajada en la suya. El hambre y la pena habían hecho estragos en el otrora poderoso cuerpo del rey. Alcadizzar tenía la cara demacrada, los ojos hundidos y las mejillas ahuecadas como si hubiera sufrido una larga y despiadada fiebre. Tenía el aspecto de un hombre que anhelaba la paz de la tumba.
Mientras el criado esperaba, el rey se puso en pie. Dejó la mano de su mujer sobre el féretro con suavidad y luego se inclinó para apretar los labios contra el envoltorio que le cubría la mejilla. Los labios secos rasparon ligeramente contra la mortaja.
—Ya no queda mucho —le susurró—. Espérame en el anochecer.
Entonces el rey cogió su espada y salió a la mortecina luz del día.
* * *
Era pleno verano y un viento frío soplaba del este, llevando el olor frío y húmedo de la tumba. El cielo de horizonte a horizonte estaba turbio con densas nubes de un color negro purpúreo que se extendían de manera implacable hacia el oeste en dirección a Khemri. En ese momento, el resplandor de su armadura de oro lo hizo parecer de alguna manera pequeño en comparación con la inmensa oscuridad que se desplegaba en su contra, pero clavó la mirada en las nubes que se avecinaban con una sombría sensación de expectación. Había estado esperando este día desde que su amada esposa había muerto.
A medida que el viento empezaba a aullar en medio de las rumbas abarrotadas, Alcadizzar se dirigió al sur, a través de la necrópolis y por las colinas bajas que separaban la ciudad de los muertos del gran camino comercial. Era allí donde los hijos de Khemri habían decidido plantarle cara a la noche que se aproximaba.
Había tal vez un millar de hombres en total, armados con todo, desde lanzas a guadañas de agricultores. Unos pocos llevaban escudos, pero nada más; en cualquier caso, era poco probable que sus cuerpos demacrados pudieran haber soportado el peso de una armadura. Casi todos estaban enfermos en mayor o menor medida y al resto le traía sin cuidado. Ninguno de ellos esperaba seguir vivo al final del día.
En el otro extremo de la ciudad, hombres y mujeres con fuerzas para viajar seguían abandonando la ciudad, con la esperanza de conseguir llegar a pie hasta Zandri, a unas doscientas leguas al oeste. Se habían oído rumores durante semanas de que estaban zarpando barcos con refugiados, esperando ponerse a salvo en el lejano norte. Nadie sabía si los rumores eran ciertos, pero una vaga posibilidad era mejor que ninguna en absoluto.
Era por esa misma razón por la que los hombres aferraron lanzas y hachas y se situaron frente a la oscuridad que se extendía al este. Cada minuto que resistieran y lucharan era un regalo para aquellos que buscaban auxilio en el oeste. Era muy poco, lo sabían, pero mejor eso que nada.
No hubo vítores cuando el rey y su criado llegaron; ni agitar de lanzas ni entrechocar de escudos. Nada de eso le importó a Alcadizzar. Bastaba con que hubieran venido para permanecer a su lado, cuando todos los demás habían huido. Se situó delante de ellos, con la turbulenta oscuridad a su espalda, y levantó la espada hacia el cielo.
—Pobres de nosotros que hemos vivido para ver este día —dijo—. Nuestra fuerza se ha consumido y nuestros corazones están rotos. Nehkhara ya no existe.
La voz del rey se extendió con claridad con el gemido del viento y los hombres despertaron de su ensimismamiento y escucharon. Algunos lloraron, pues sabían que el final había llegado.
—Ahora nos dirigimos al anochecer, donde esperan nuestros antepasados —continuó Alcadizzar—. Que escriban en el Libro de las Eras que cuando el mundo acabó y la oscuridad se tragó la tierra, los hombres de Khemri no titubearon. No, se adentraron en la noche con lanzas en las manos, luchando hasta el final.
El viento aumentó, como si respondiera, aullando como los espíritus de los condenados. Alcadizzar sintió el frío aliento de la tumba en el cuello. Se volvió y vio un muro de sombra que se lanzaba hacia él como una tormenta del desierto.
—¡Hasta el final! —gritó una vez más luego la luz se desvaneció y la oscuridad se tragó el mundo.
En el interior del velo de sombra, el aullido del viento quedó amortiguado hasta ser un rugido apagado. Alcadizzar podía oír vagamente los gritos de los hombres situados detrás de él.
—¡Manteneos firmes! —exclamó, pero no pudo estar seguro de si lo escucharon.
Un momento se prolongó en otro, mientras el viento rugía y el frío se le hundía como cuchillos en la piel. Unos tenues puntitos de luz surgieron de la penumbra; ojos fijos de luz sepulcral que brillaban en cuencas de hueso. Unas figuras irregulares tomaron forma, vestidas con trozos de armadura y tela podrida. Avanzaban en millares, sosteniendo lanzas y crueles espadas deslustradas.
El aire situado por encima de los no muertos pareció brillar. Momentos después oyó el silbido de las flechas parpadeando invisibles en lo alto. Unos hombres chillaron de dolor al ser alcanzados, otros soltaron gritos de terror y desesperación. Alcadizzar aferró su espada con ambas manos y bramó.
—¡Por Khemri! —exclamó, con la voz apagada por las sombras—. ¡Por Nehekhara!
Y luego atacó, arrojándose a los brazos de la muerte.
* * *
La espada de Alcadizzar trazó ardientes arcos en la oscuridad mientras se abalanzaba contra el ejército de los no muertos. Apartó puntas de lanza y atravesó armadura y hueso, cercenando brazos y destrozando cajas torácicas. Los esqueletos a los que golpeaba brillaban como carbones avivados un instante y luego se desplomaban sin vida en el suelo.
Siguió avanzando, adentrándose más en la horda, sin saber ni importarle si sus hombres lo seguían o no. Blandió su espada con furia, alcanzando a dos o tres esqueletos con cada golpe, esperando la inevitable lanza que encontraría una juntura en su armadura o le atravesaría el cuello expuesto. Pero tal golpe no llegó nunca. De hecho, no sufrió ni un solo golpe. Los esqueletos lo rehuían como si tuvieran miedo de atacarlo.
El rey fue tras ellos, asestando tajos como loco.
—¡Luchad conmigo, maldita sea! —les gritó. Partió el mango de la lanza de un esqueleto y le amputó la mano—. A esto habéis venido, ¿no?
Se estaba cansando. Las fuerzas lo habían abandonado hacía mucho tiempo, cuando su primer hijo había muerto. Pero siguió impulsándose hacia delante, prácticamente arrojándose sobre las lanzas del enemigo.
—¿Qué pasa? —gritó con voz entrecortada—. ¡Aquí estoy! ¡Matadme!
Pero el enemigo se apartó de él, retrocediendo hacía la oscuridad como si fuera un sueño. Alcadizzar gritó desesperado y corrió tras ellos, suplicándoles a los espíritus de los condenados que lo liberasen.
De repente, una alta figura de esqueleto con armadura de bronce surgió imponente de la oscuridad, con una negra espada de doble filo en la mano. El cuerpo del liche irradiada frío en oleadas, chupando todo el calor del cuerpo consumido del rey.
Sin dejarse intimidar, Alcadizzar saltó hacia el liche, dirigiéndole la espada contra el torso. El monstruo no muerto bloqueó el golpe con facilidad, levantando chispas de la parte plana de su espada de hierro. Gritando con actitud desafiante, Alcadizzar presionó su ataque, asestando mandobles contra la cabeza y el cuello del liche, pero éste desvió todos los golpes.
Con lo que le quedaba de sus menguantes fuerzas, el rey embistió, tirando una estocada con la afilada punta de la espada contra el corazón del monstruo, pero el liche era demasiado rápido para él. La hoja de hierro descendió realizando una retumbante parada que le arrancó la brillante arma de las manos a Alcadizzar.
Aturdido, el rey cayó hacia adelante, justo en las garras del liche. Una fría mano blindada se cerró alrededor de su cuello. Pudo oír vagamente los gritos de sus hombres mientras los no muertos los arrollaban.
El liche levantó a Alcadizzar por el cuello hasta que pudo mirar a al rey a la cara. Una risa espantosa escapó con un silbido entre los dientes ennegrecidos del monstruo.
Alcadizzar forcejeó en las garras del liche.
—¿A qué estás esperando? —gruñó—. ¡Adelante! ¡Mátame y acaba de una vez!
—A su debido tiempo —asintió Arkhan—. Pero hoy no, Alcadizzar de Khemri. Mi señor quiere que sufras un poco más.
Despojaron al rey de su reluciente armadura y arrojaron su preciada espada a las arenas. Le ataron las manos con cadenas de bronce y lo dejaron al cuidado de una docena de tumularios, que lo encerraron en el interior de una litera cerrada hecha de hueso pulido. La última vez que vio Khemri, las calles estaban abarrotadas de cadáveres y estaban sacando a rastras a los vivos de sus casas y asesinándolos.
* * *
La litera iba sobre los hombros de una docena de esqueletos, que le llevaron al este a través de una región silenciosa y vacía. El tiempo perdió todo significado dentro de la penumbra mágica; Alcadizzar perdía y recobraba el conocimiento, incapaz de decir a ciencia cierta si habían transcurrido semanas o meses desde que lo capturaron. De vez en cuando la litera se detenía y unos dedos de hueso le agarraban la mandíbula y le vertían un chorrito de líquido ardiente en la garganta. Alcadizzar tosía y escupía, pero los esqueletos no transigían hasta que no conseguían que parte de poción le bajara por la garganta. Fuera lo que fuese, lo nutrió lo suficiente para mantener vivo su cuerpo escuálido.
Lo llevaron cada vez más lejos, más allá del osario que en otro tiempo había sido Quatar y hacia el Valle de los Reyes. Dejaron atrás la silenciosa Mahrak y continuaron a lo largo del camino comercial hasta la arrasada Lahmia. Atravesaron la puerta destrozada de la Ciudad Maldita y bajaron a los muelles, donde hacía mucho tiempo una anciana le había hablado de su destino y él había optado por esconderse de él en lugar de hacerle frente.
Los esqueletos lo colocaron en una embarcación de hueso y lo llevaron al norte, subiendo por el angosto estrecho y hasta un mar oscuro y agitado. Con el tiempo, vararon en una orilla de piedra irregular y lo acarrearon a través de campos envenenados que apestaban a metal quemado y ceniza amarga.
Cuanto más se avanzaban, más sentía Alcadizzar el peso de una presencia invisible estudiándolo desde la oscuridad. Podía notar una inteligencia malévola examinándolo, una voluntad implacable y aborrecible que era completamente extraña e inquietantemente humana al mismo tiempo.
Cruzaron las puertas de una inmensa fortaleza y tomaron estrechos senderos que conducían a las laderas de una antigua montaña profanada. Alcadizzar perdió pronto la cuenta de todos los giros y vueltas que dieron los esqueletos mientras subían cada vez más alto por los niveles de la fortaleza. En un momento dado, entraron en un túnel húmedo y resonante que los adentró en el corazón de la montaña. La conciencia de Nagash —pues la maligna presencia no podía ser otra cosa— se fue volviendo cada vez más intensa, hasta que a Alcadizzar se le pusieron los nervios de punta por la aprensión.
Por fin, cuando pensaba que ya no podría soportarlo más, oyó el crujido de unos goznes y el chirrido de dos puertas enormes, y enseguida el sonido hueco de pies de esqueleto bajando por un largo pasillo resonante. Al final, el balanceo se detuvo y lo bajaron con un golpe estridente que retumbó por el espacio abovedado que se extendía más allá.
Una llave hizo ruido en la cerradura de la litera. Apartaron el panel deslizante y unas manos de hueso lo sacaron a rastras de la que había sido su prisión durante meses. Un intenso dolor le brotó de las articulaciones acalambradas, arrancándole un grito amargo de la garganta reseca. Una luz verde le quemó los ojos. Parpadeó, pero no aparecieron lágrimas.
Alcadizzar forcejeó de todas formas en las garras de sus captores. Sin previo aviso, éstos lo soltaron y sus piernas, debilitadas por el cautiverio, lo traicionaron. Cayó sobre las losas lisas y frías con un gemido, sacudiéndose de manera incontrolable mientras los músculos acalambrados se le retorcían formando nudos.
Se quedó allí tendido una eternidad, perdido en su sufrimiento y temblando como un bebé. Y entonces una voz, irregular y áspera como la piedra rota, se abrió pasó a través de la nube de dolor.
—He aquí al usurpador —dijo Nagash, el Rey Imperecedero.
El prisionero de Nagash era un patético guiñapo, un esqueleto pálido y tembloroso vestido con un mugriento envoltorio de lino. El metal chirrió contra el metal cuando el Rey Imperecedero se puso en pie y descendió los peldaños del estrado. Nagash estiró una mano con guantelete y agarró al mortal por el cuello, levantándolo del suelo como si no pesara más que un manojo de ramitas.
—¿Tú eres el hombre que se apoderó de mi trono y unió a las grandes ciudades en mi contra? —Nagash giró al humano a un lado y a otro, estudiándolo como si fuera un trozo de carne—. Había esperado algo mejor.
Con un silbido de desprecio, arrojó al mortal a un lado. Alcadizzar se desplomó en el suelo con un gemido ahogado y su cuerpo se volvió a enroscar en posición fetal. El rey funerario se rio entre dientes, saboreando el dolor de su enemigo.
—Alcadizzar de Khemri, señor de una tierra muerta —anunció—. ¿Te complace el título? Fue tuyo, de hecho, desde el momento que decidiste desafiarme.
El metal repiqueteó con suavidad cuando el Rey Imperecedero apretó las manos con guantelete detrás de la espalda. Dio lentos círculos alrededor del cuerpo tembloroso de Alcadizzar, con los ojos ardiendo con malicia.
—El destino de Nehekhara quedó escrito en el momento en que fui traicionado en Mahrak, siglos antes de que nacieras —le dijo Nagash—. Aunque me empujaron al páramo, prevalecí. Solo, construí un nuevo imperio, con un único propósito en mente: vengarme de las grandes ciudades y esclavizar a su gente hasta el fin de los tiempos.
Con un silbido de indignación, Nagash hundió la puntera de su bota de metal en el hombro de Alcadizzar y lo obligó a ponerse de espaldas. Se inclinó hacia delante, aumentando poco a poco la presión sobre el pecho del mortal hasta que el aliento le escapó con un resuello sibilante de los labios.
Alcadizzar abrió los ojos mientras luchaba por respirar. Nagash clavó en él una mirada burlona.
—Tu victoria en Las Puertas del Alba no significó nada —dijo con desdén—. Envié a mi ejército a destruir Nehekhara sólo porque quería que las grandes ciudades supieran que era yo el que las había arrastrado a la ruina.
—Eso… explica… porqué los destruimos… tan fácil —respondió Alcadizzar jadeando—. El… camino comercial estaba… lleno de huesos.
Nagash fulminó con la mirada al rey caído.
—Quinientos guerreros o quinientos mil, no supone ninguna diferencia para mil. —Se inclinó, apoyando todo su peso en el pecho del mortal—. Ahora puedo crear diez veces esa cifra. Toda Nehekhara está a mis órdenes.
Alcadizzar dejó escapar un gemido estrangulado. Después de un momento, Nagash se levantó y retiró el pie.
—Dime —comentó—. ¿Te preguntaste, cuando tu gente enfermó y murió, por qué sólo tú lograste sobrevivir? Cuando tu mujer y tus hijos se retorcían en sus lechos de muerte y te suplicaban que los liberases, ¿les rogaste a los dioses abandonados ser el siguiente, aunque sólo fuera para mitigar la culpa que te atormentaba el alma?
Nagash se arrodilló y agarró la mandíbula Alcadizzar, apretando su carne pálida hasta que los ojos del mortal se volvieron a abrir de golpe.
—Sobreviviste por la simple razón de que yo lo quise así —continuó el Rey Imperecedero—. La maldición que desaté sobre Nehekhara iba dirigida con cuidado. De entre todos los seres vivos que recorrían la tierra, me aseguré de que sólo tú te salvaras. Quería que vieras cómo todo lo que habías amado se convertía en polvo. Quería que entendieras, más que nada, lo inútiles que habían sido tus esfuerzos. No puedes derrotarme, mortal. Yo soy Nagash. Yo soy eterno. Y antes de que mueras, me entregaras a tu gente.
Alcadizzar dejó escapar un gruñido ahogado y se retorció en las garras de Nagash.
—Prefiero morir antes que volver a traicionar a mí gente.
Nagash apoyó la punta del pulgar con garra contra la mejilla de Alcadizzar, justo debajo del ojo.
—La elección no es tuya —repuso.
El último rey de Khemri empezó a gritar mientras Nagash le grababa el primer símbolo ritual en la piel.
* * *
Habían construido una torre en la cima de la montaña, más alta y ancha que ninguno de los cientos de chapiteles que descollaban sobre Nagashizzar. Habían tallado potentes runas nigrománticas en las paredes, tanto dentro como fuera, que subían en espiral para unirse con el complejo círculo de invocación que habían dibujado con plata fundida por la parte superior plana de la torre.
En la noche de la luna nueva, Nagash subió a la cima de la torre con Alcadizzar y tres tumularios a la zaga.
Aferraba en las manos la brillante esfera de abn-i-khat que había descansado al pie de su trono durante cientos de años. Por fin, su propósito se cumpliría.
Un viento agitado gemía por encima de la alta torre y las nubes en lo alto eran insondables y oscuras. El palpitante resplandor de la piedra ardiente se derramó por las líneas curvas de plata y las dotó de una ominosa y serpenteante vida.
Nagash se situó en el centro del círculo, se arrodilló y colocó la esfera en el interior de una depresión en forma de cuenco en la piedra. Dos de los tumularios se dirigieron al otro lado del círculo arrastrando la forma semiconsciente de Alcadizzar entre ellos. El cuerpo del mortal era una herida en carne viva, tenía grabados cientos de símbolos arcanos desde la frente hasta la parte superior de los pies.
Los tumularios dejaron a Alcadizzar de rodillas al borde del círculo, en un lugar donde las líneas principales del sigilo se unían. Nagash se levantó y cruzó el círculo para reunirse con ellos.
—Ahora llega tu auténtico momento de gloria —dijo Nagash lanzándole una mirada burlona al rey—. Pues tú serás la clave para despertar no sólo a aquellos que murieron por la peste o a manos de mis guerreros, sino a nehekharanos que han dormido en sus tumbas durante milenios, incluso hasta al mismísimo gran Settra.
El Rey Imperecedero tendió la mano y uno de los tumularios le entregó una larga aguja de plata. Nagash la estudió un momento y luego la hundió en la unión del cuello y el torso del mortal. Alcadizzar se tensó de dolor y los músculos de su cuerpo que se quedaron rígidos como la piedra.
—El arte de la magia —incluso la nigromancia— tiene que ver con los símbolos —dijo Nagash mientras el tumulario le pasaba otra aguja—. Los símbolos forman conexiones, relacionando un concepto con otro. Y cuanto más poderoso sea el símbolo, mayores serán sus efectos potenciales.
Alcadizzar soltó un brusco silbido cuando la segunda aguja se deslizó en el otro lado de su cuello.
—No quiero animar simplemente los huesos de nuestra gente, ¿sabes? Pienso hacer regresar sus espíritus y unirlos a sus restos, como he hecho con mí sirviente, Arkhan, y atarlos a mí para siempre. Pero un esfuerzo tan monumental requiere un símbolo excepcionalmente duradero para concentrar el poder del ritual. Un símbolo como el soberano del imperio nehekharano, a quien toda la nación —vivos y muertos— debe ofrecer lealtad.
Todo estaba preparado. Nagash ocupó su lugar en el lado opuesto del círculo. Los tumularios se retiraron y desaparecieron dentro de la torre.
El Rey Imperecedero levantó los brazos en señal de triunfo hacia el cielo sofocante.
—Tal vez vivas el tiempo suficiente para volver a ver a tu esposa y a tus hijos —dijo—. Si la encuentro lo bastante agradable, quizás convierta a tu mujer en mi consorte.
Alcadizzar soltó un aullido de furia e impotencia mientras el gran ritual empezaba.
* * *
—¡Lleva días así! —exclamó Eshreegar por encima del rugiente viento.
Un relámpago hendió el cielo por encima de la montaña, iluminando brevemente la cara preocupada del maestro asesino. Señaló la cima de la gran torre, justo al otro lado del estrecho patio donde Eekrit y él estaban agachados.
—Nagash subió ahí arriba con su prisionero en la noche de la luna nueva-nueva, ¡y ha estado allí desde entonces!
Eekrit se apretó la capa con fuerza alrededor del pecho y observó la parte superior de la torre con el ceño fruncido. Estaba envuelta en un halo de luz verde tan intenso que iluminaba la parte inferior de las nubes que bullían en lo alto. Los truenos retumbaban, rugiendo como una avalancha por los estrechos caminos de la fortaleza.
El antiguo señor de la guerra soltó una maldición, con las orejas pegadas al cráneo.
El tumulto no parecía afectar a Eshreegar.
—¿Ves esa puerta en la base de-de la torre? —gritó—. Lleva a una cámara con un altar negro. Están haciendo subir pieles verdes de las minas y los sacrifican cada hora. ¡Esto es peor que nada que hayamos visto antes!
Eekrit le dirigió a Eshreegar su mirada ceñuda.
—Eso está claro —gruñó—. Pero, en nombre de la Gran Cornuda, ¿qué esperas que haga yo al respecto?
—¡El cofre de Velsquee! ¡Deberíamos abrir el cofre!
El antiguo señor de la guerra gruñó entre dientes y levantó la mirada de nuevo hacia la torre. Sacudió la cola con aprensión.
—¡No! ¡Todavía no!
—¿Se te ocurre un momento mejor que ahora? —exclamó el Maestro de Traiciones.
Eekrit señaló con una garra hacia la vorágine que se desarrollaba en lo alto.
—Preferiblemente cuando no sea capaz de hacer cosas como esa —espetó.
Eshreegar frunció el entrecejo con aire de preocupación, pero no intentó discutir.
—¿Crees que deberíamos dejarle terminar lo que quiera que esté haciendo?
—¿En serio crees que podemos detenerlo? —contraatacó Eekrit. Negó con la cabeza—. No. Esperaremos hasta que haya terminado. Hasta que no le quede nada.
—¿Y entonces?
Eekrit le lanzó otra mirada a las agitadas nubes iluminadas de verde antes de dirigirse a la entrada del túnel que los llevaría de regreso a la fortaleza subterránea.
—Luego abriremos la maldita caja —gruñó.
* * *
Era como forjar una cadena. Día tras día, noche tras noche, dándole forma a los irrompibles eslabones, uno a uno.
El conjuro era el ritual más largo y complejo que Nagash había realizado nunca. Habían sido necesarios siglos para perfeccionar las invocaciones y vínculos que contenía.
La última pieza del rompecabezas, y la más crucial, lo había eludido durante muchísimo tiempo, hasta que Alcadizzar le había proporcionado la respuesta. Era una ironía que saborearía mucho tiempo después de que el rey caído hubiera desaparecido.
El viento ceniciento aullaba por encima de la torre, formando un embudo giratorio plagado de relámpagos sobre el círculo ritual. La tormenta había aumentado a ritmo constante desde que empezó el ritual y el poder del conjuro la avivó hasta que se extendió hacia el oeste a lo largo y ancho de Nehekhara. Era el presagio del gran ritual, el vehículo por el que el llamamiento de Nagash llegaría a toda la tierra muerta.
En el centro del círculo, la gran esfera de piedra ardiente prácticamente había desaparecido. La voluntad de Nagash había alterado su composición transformándola en un reluciente polvo negro que se alzaba formando un largo zarcillo giratorio que se adentraba en las fauces de la tormenta. Apenas quedaba un fragmento de abn-i-khat del tamaño de un guijarro y seguía desapareciendo ante sus ojos. Durante semanas, la tormenta había llevado el polvo negro a través de la tierra muerta, donde había buscado los cadáveres en las calles y en las tumbas de las silenciosas necrópolis.
Al otro lado del círculo, Alcadizzar estaba apoyado sobre las rodillas, inmovilizado en su sitio por medio de las agujas paralizadoras de Nagash y el poder del gran ritual. Tenía los ojos abiertos y la mirada clavada en el giratorio túnel de viento. Una luz verde bullía en sus profundidades. El Rey Imperecedero se preguntó qué inmensas y espantosas vistas contemplaba el mortal. ¿Miraba a través del abismo, buscando a su esposa e hijos en el reino en penumbra de los muertos?
Nagash podía sentir a los espíritus congregándose al otro lado del velo. Se veían atraídos por el vínculo de fidelidad que le debían a Alcadizzar, el primer eslabón de la cadena nigromántica que Nagash había forjado. Cuando Sakhmet saliera dentro de unas pocas horas y usurpara el lugar de Neru en el cielo, Nagash tensaría la cadena y haría regresar a los espíritus de incontables eras al mundo de los vivos.
Un poder puro fluía hacia el Rey Imperecedero desde el altar para sacrificios situado en la base de la torre del ritual. La energía vital de los pieles verdes lo había sustentado durante el conjuro, que había durado un mes, sumándose a las enormes cantidades de piedra ardiente que había consumido antes de que comenzara el ritual. El conjuro consumía energía a un ritmo tremendo, mucho mayor de lo que habían sugerido sus cálculos. A estas alturas, con la parte más exigente del rito a punto de empezar, sus reservas de energía casi habían desaparecido por completo. Cada mota de poder que obtenía del altar negro se consumía casi desde el momento en que la recibía.
Con un silbido crepitante, toda la piedra ardiente que quedaba se ennegreció y se elevó en el aire. En cuestión de horas, se posaría en algún lejano rincón de Nehekhara, justo mientras el sol se escondía tras el horizonte. Todo estaba encajando exactamente como lo había ordenado.
Pronto Nehekhara volvería a levantarse. Los reyes de eras pasadas se congregarían en Nagashizzar y se hincarían de rodillas ante el trono de Nagash, y la oscuridad descendería sobre el mundo por siempre jamás.
* * *
Cayó la noche en Nehekhara. Neru se alzó al este, siguiendo siempre los pasos de su marido, Ptra. Sakhmet, la concubina celosa, le pisaba los talones, ardiendo verde de envidia.
En la torre del ritual, comenzó la fase final del conjuro. Alentado por las energías vitales que les había robado a los esclavos pieles verdes, Nagash apretó los puños y escupió palabras de poder hacia el cielo. La tormenta rugía sobre su cabeza, aullando como las almas de los condenados.
Capa a capa, pudo sentir cómo el velo entre los reinos se disipaba. La cadena estaba completa, empezando con Alcadizzar y uniéndose a las motas de polvo repartidas por Nehekhara, y luego regresando al círculo de plata y la corona de Nagash. Mientras Sakhmet se elevaba en el cielo nocturno, el Rey Imperecedero empezó a tensar la cadena, tirando de los espíritus de los muertos.
Hora tras hora, a medida que la Bruja Verde se acercaba cada vez más a la leal esposa de Ptra, la tensión en la cadena mágica se hizo más fuerte. El poder del ritual se extendió por toda la tierra muerta, desde las estrechas calles de la ciudad maldita de Lahmia, a las frías forjas de Ka-Sabar y los muelles vacíos de Zandri. Se introdujo en las criptas oscuras, posándose sobre los cadáveres amortajados de mendigos y reyes por igual. Extremidades viejísimas temblaron, agitando el polvo de los siglos.
La voz de Nagash se elevó mientras el ritual se acercaba a su punto culminante. El Rey Imperecedero observó a través del embudo giratorio de nubes el cielo despejado que se extendía más allá. Neru se encontraba directamente sobre sus cabezas y Sakhmet estaba justo detrás de ella, a instantes de agarrar a la diosa por el cuello. Exultante, le gritó las frases de cierre del conjuro a la Bruja Verde, allá en lo alto.
—¡Que el velo de las eras se desprenda! —ordenó el Rey Imperecedero—. ¡Que las tierras oscuras entreguen a los perdidos! ¡Que el polvo caiga de los ojos de los reyes y de los héroes, y de las reinas encerradas dentro de sus tumbas! ¡Que la gente cruce el umbral de la noche y regrese a las tierras de los vivos! ¡Que se levanten de sus lechos de piedra! ¡Levantaos! ¡Yo lo ordeno! ¡Levantaos y servid a vuestro amo! ¡Nagash, el Rey Imperecedero, lo ordena! ¡LEVANTAOS!
Un relámpago chasqueó como el látigo de un maestro de esclavos, azotando las líneas plateadas del círculo mágico. Un trueno retumbó, sacudiendo la torre hasta sus cimientos. Nagash vertió el poder que le quedaba en la tormenta; el viento subió de tono y el ciclón atrapado se liberó por fin, retrocediendo violentamente hacia el cielo. Nagash se mantuvo impertérrito en medio de la vorágine mientras soltaba un rugido de triunfo hacia el cielo.
Ya podía sentir los primeros tirones vacilantes en su conciencia a medida que los muertos de Nehekhara empezaban a abrir los ojos.
Los primeros en despertar fueron aquellos a los que habían matado los guerreros de Arkhan. Desde los colegios salpicados de sangre de Lybaras a los campos en las afueras de Khemri y más allá, los cuerpos de los últimos nehekharanos empezaron a moverse. Las cabezas se volvieron y brillantes ojos verdes miraron hacia el este como en respuesta a algún llamamiento lejano. Escaparon gemidos de las gargantas podridas a medida que los muertos se ponían en pie tambaleándose con torpeza en respuesta a la llamada de Nagash.
A estos cadáveres se les unieron rápidamente otros, que se abrieron paso con las manos saliendo de casas cerradas con barricadas o la tierra suelta y arenosa de las fosas comunes que rodeaban casi todas las grandes ciudades. Hombres, mujeres y niños, abatidos por decenas de millares por la peste de Nagash, escaparon de sus tumbas improvisadas y salieron a la noche.
En la gran necrópolis, manos muertas golpearon tapas de piedra y puertas de mausoleos. Brotaron nubes de polvo de las entradas de las imponentes pirámides cuando los grandes reyes y sus séquitos despertaron de siglos de letargo. Salieron de sus criptas en carros de oro, de los que tiraban tiros de caballos de esqueleto, rodeados de ejércitos enteros de fieles guerreros que habían ido a la tumba para servir a sus señores en la otra vida. Comitivas de marchitos sacerdotes funerarios avanzaban tras cada carro real, portando los canopes de su monarca y entonando invocaciones de poder para acelerar su viaje al este.
Bajo el siniestro resplandor de Sakhmet, las grandes ciudades de Nehekhara entregaron a sus muertos. Aullidos atormentados y gemidos de rabia se elevaron en el aire en calma mientras mendigos y reyes por igual luchaban en vano contra las cadenas mágicas que los ataban. Nagash les había dado una orden, y no tenían más remedio que obedecer.
Incansables e implacables, los muertos de Nehekhara se dirigieron al este a través de la noche. El ejército más grande que el mundo había visto nunca comenzó a reunirse en la lejana Nagashizzar.
Por encima de la gran fortaleza, el giratorio túnel de nubes se desmoronó sobre sí mismo, tragándose la luz de Sakhmet y sumiendo Nagashizzar en la oscuridad. Allá al noroeste, manadas de devoradores de carne soltaron aullidos de júbilo en la noche.
Nagash había guardado silencio por fin. Un humo que brillaba débilmente se filtraba por todas las junturas de su armadura hechizada. En él último momento, el ritual casi lo había destrozado; había consumido casi hasta la última mota de poder que poseía, pero al final había triunfado. Podía sentir a los espíritus resucitados de Nehekhara extendiéndose como una marea oscura por la región, moviéndose en respuesta a su llamamiento. Por fin, su venganza se había completado.
El Rey Imperecedero bajó los ojos para observar a Alcadizzar. La luz verde se había apagado de los ojos del mortal, dejando sólo vacío a su paso. Nagash se acercó al rey caído y agarró la primera de las agujas de plata. Un leve temblor por el metal reflejó un pulso y le dijo que, de alguna manera, el último rey de Khemri todavía estaba vivo.
Nagash retiró primero una aguja y luego la otra. El cuerpo de Alcadizzar se desplomó sobre las piedras como si careciera de huesos. El Rey Imperecedero estudió al desdichado un momento, tentado de consumir la fuerza vital que le quedaba a Alcadizzar y dejar que su cuerpo se pudriera sobre la torre. Levantó la mano humeante y los dedos con garras se apretaron formando un puño, pero en el último momento decidió perdonar al último nehekharano que quedaba con vida. Mientras Alcadizzar viviera, todavía podría proporcionarle un poco de diversión, en cuanto Nagash hubiera recuperado un atisbo de su poder.
El Rey Imperecedero se volvió mientras los tres tumularios salían de las profundidades de la torre. Con un pensamiento, ordenó que arrojaran a Alcadizzar en un calabozo y luego se marchó, regresando a su sala del trono. Allí esperaría, recobrando poco a poco las fuerzas, hasta que llegaran sus primeros súbditos no muertos.
* * *
Eekrit estaba sentado en el borde de su trono con un cuenco de vino en la pata. Después de tantas semanas de rugiente viento y tierra gemebunda, el silencio del gran salón resultaba inquietante y opresivo. Delante de él, sobre el estrado, se encontraba la caja de plomo de Velsquee.
—¿Y bien? —preguntó Eshreegar rompiendo el silencio—. ¿A qué estás esperando?
El antiguo señor de la guerra se rascó el mentón. El mero hecho de mirar la caja le provocaba un mal presentimiento.
—No tenemos ni idea de lo que hay dentro de esta cosa —dijo.
—Velsquee dijo que era un arma, ¿no? —contestó el Maestro de Traiciones—. Un arma hecha especialmente para matar a Nagash.
Eekrit tomó un sorbo de vino con actitud pensativa.
—Eso es lo que me preocupa —dijo—. En el nombre de la Gran Cornuda, si lo que hay en esa caja puede matar a Nagash, ¿qué nos hará a nosotros?
El único ojo de Eshreegar se abrió mucho.
—Yo… no había pensado en eso. —Se cubrió el hocico con una pata—. ¿Qué vamos a hacer? —gimió.
Eekrit le lanzó una dura mirada al cofre. Después de un momento, levantó el cuenco de vino, lo apuró hasta el fondo y luego lo tiró por encima del hombro.
—Vamos a hacer lo que haría cualquier skaven —anunció—. Vamos a buscar a otro que nos haga el trabajo sucio.
* * *
Alcadizzar yacía en la oscuridad, esperando morir.
No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí. Su conciencia había tomado forma muy despacio, penetrando desde los bordes de su mente fracturada. Con ella llegaron recuerdos de pesar y una sensación de pérdida demasiado grande para soportarla. El dolor de todo aquello lo hirió como un cuchillo romo, hundiéndosele en las tripas un implacable centímetro tras otro, hasta que pensó que le iba a estallar el corazón.
Poco a poco, se dio cuenta de que una suave luz blanca llenaba la estrecha celda. Una figura estaba arrodillada a su lado, justo más allá del borde de su visión. Y entonces, desde las profundidades de su dolor, Alcadizzar sintió que una mano suave le rozaba la mejilla.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Khalida? —susurró.
Luchó por moverse y sus manos resbalaron por el suelo viscoso de la celda. Con un esfuerzo, movió la cabeza e intentó levantar la mirada para atisbar el rostro de la persona que estaba a su lado. El halo de luz blanca hacía que fuera difícil ver detalles, pero pudo distinguir la cascada de cabello oscuro y la curva del hombro de una mujer.
Alcadizzar levantó una mano temblorosa, intentando tocarla. Al instante, la aparición se retiró. Intentó seguirla con un grito de desesperación, arrastró las rodillas debajo del cuerpo y se puso en pie con debilidad.
La aparición se había retirado al otro lado de la celda, hasta que estuvo junto a la pesada puerta de madera. Alcadizzar trató de arrastrarse hacia ella, pero antes de tener la oportunidad se oyó un chirrido metálico cuando hicieron girar una antigua cerradura y la puerta de la celda se abrió con un crujido.
Dos criaturas bajas y furtivas entraron en la habitación arrastrando los pies y llevando a rastras un pesado cofre rectangular entre ellos. No le prestaron ninguna atención en absoluto a la aparición y fijaron los ojos pequeños y brillantes únicamente en él. Alcadizzar parpadeó bajo la luz vacilante, intentando encontrarles sentido a las extrañas figuras. Parecían dos enormes ratas, que vestían ropas mugrientas y caminaban erguidas como hombres. Miró a la aparición buscando consejo, pero la imprecisa figura simplemente observó en silencio.
Los hombres rata dejaron el cofre en el suelo de la celda y, con gran temor, se pusieron a romper los sellos que lo mantenían cerrado. Se miraron el uno al otro con inquietud y luego, sin una palabra, echaron hacia atrás la tapa de la caja y retrocedieron varios pasos rápidos.
Cuando la tapa se abrió de golpe, una luz terrible llenó la habitación. Tenía un ponzoñoso color negro verdoso y despedía calor como el roce de la luz del sol. El espantoso brillo irradiaba de una especie arma: una espada de aspecto rudimentario de un solo filo, con una hoja curva y una empuñadura larga en la que apenas cabrían un par de manos humanas. Le habían grabado runas extrañas a lo largo de su longitud y la habían elaborado a partir de un moteado metal gris verdoso que no se parecía a nada que Alcadizzar hubiera visto antes. También era más mortífera que nada que hubiera conocido nunca. La espada irradiaba muerte. Era la clase de arma que podría matar a un dios.
O a un Rey Imperecedero.
Alcadizzar levantó la mirada de la espada y contempló a la aparición No supo decir por qué, pero parecía como si lo estuviera esperando.
Y entonces lo entendió. Ella quería que cogiera la espada. Khalida le estaba dando la oportunidad de arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde.
Alcadizzar respiró hondo e introdujo la mano en el cofre. La empuñadura estaba caliente al tacto y le provocó un doloroso hormigueo en la mano cuando la agarró y levantó la espada. Un calor, punzante y desagradable, le inundó las extremidades, llenándole los músculos de fuerza.
Alcadizzar se volvió hacia la aparición.
—Estoy preparado —dijo, aceptando su destino por fin.
La aparición se deslizó en silencio por la puerta. Alcadizzar la siguió, decidido a redimirse ante los ojos de su amada.
* * *
Eekrit y Eshreegar observaron cómo el humano salía corriendo de la celda, espada en mano. Se volvieron el uno hacia el otro con idénticas expresiones de sorpresa.
—¿A quién le estaba hablando? —preguntó Eshreegar.
—¿Quién sabe? —respondió Eekrit—. Ya has visto su cara. Está loco como una rata blanca.
—¿Crees que sabe adónde va? —dijo el Maestro de Traiciones.
—Será mejor que lo sigamos y nos aseguremos.
* * *
Nagash estaba envuelto en profundas sombras, descansando como un cadáver sobre su trono oscuro. Las llamas que normalmente rodeaban su cráneo se habían apagado y sus ojos ardientes se habían reducido a frías chispas que brillaban en las profundidades de las cuencas de sus ojos. Su mente había entrado en un estado casi de trance, dividida en millones de diminutos fragmentos por las almas que había atado a su voluntad.
Ya estaba contemplando lo que haría con las legiones de no muertos a sus órdenes. Registrarían el territorio de norte a sur, matando a todo humano, piel verde y criatura rata sin importar dónde intentara ocultarse. Entonces centraría su atención en el este y se divertiría con la destrucción de las Tierras de la Seda. Cuando hubieran muerto, continuaría hacia el este, buscando a los vivos y destruyéndolos, hasta que por fin diera la vuelta de nuevo hasta Nagashizzar, y todo el mundo hubiera quedado tan carente de vida como una tumba. Podría tardar mil años, o diez mil. No le importaba.
Mientras reflexionaba, un tenue resplandor blanco tomó forma al otro extremo de la sala. Al principio, Nagash pensó que era uno de sus tumularios, pero a medida que se acercaba vio con sorpresa que tenía la forma de una mujer. La imagen lo desconcertó y trató de concentrar sus sentidos embotados en ella.
Sin prisa pero sin pausa, la imagen se fue aclarando. Aparecieron detalles. Cabello oscuro y piel pálida. Ojos como esmeraldas pulidas, y el tocado de oro de una reina.
Nagash intentó moverse, pero era como si sus extremidades fueran de plomo.
—Neferem —murmuró.
La antigua reina de Khemri se acercó. No se trataba del caparazón marchito que había sido cuando la había sacrificado en Mahrak, sino la radiante belleza que Nagash había visto por primera vez el día de la ascensión de su hermano. Verla le provocó un escalofrío en los huesos.
—Estás atada a mí una vez más —dijo el Rey Imperecedero—. En este mismo momento, tus huesos se arrastran por el desierto para inclinarse a mis pies.
Neferem llegó al pie del estrado y levantó la barbilla con aire desafiante.
«No tengo huesos a los que puedas darles órdenes, usurpador», repuso. «Quedaron reducidos a cenizas cuando rompiste el pacto sagrado en Mahrak. No tienes poder sobre mí».
—En ese caso, ataré tu espíritu en su lugar —gruñó—. Ahora soy como un dios. Toda Nehekhara inclina la cabeza ante mí.
Para su sorpresa, Neferem sonrió con frialdad y negó con la cabeza. «Todos salvo uno».
Y entonces la aparición se desvaneció, dispersándose como humo ante la figura al ataque de Alcadizzar, último rey de Khemri. Bramando de rabia, el mortal subió a la carga por los peldaños de piedra con una reluciente espada en la mano y la dejó caer sobre el cráneo de Nagash.
El miedo y la rabia impulsaron al Rey Imperecedero. Levantó el brazo en el último momento para rechazar el golpe mortal, recibiendo la espada contra la muñeca blindada. No obstante, en lugar de desviar la hoja, se produjo un destello de abrasadora luz verde y el filo de la espada atravesó limpiamente metal y hueso, cercenando la mano con un solo golpe. La extremidad cayó sobre el estrado, con los dedos con garras Sacudiéndose de manera espasmódica.
Nagash soltó un chillido de dolor. El poder de la maligna espada le arañó los huesos. Por primera vez en muchísimo tiempo, el espectro de la muerte le provocó un escalofrío.
Y sin embargo, incluso en su debilitado estado, Nagash no carecía por completo de poder. Mientras Alcadizzar echaba la espada hacia atrás para asestar otro golpe, el Rey Imperecedero levantó la otra mano y escupió coléricas palabras de poder. Unas energías temibles brotaron de sus dedos, envolviendo el cuerpo del mortal en irregulares arcos de fuego que le arrancarían la carne de los huesos en un instante.
Pero las saetas mágicas se deslizaron sobre Alcadizzar sin causarle daño, desviadas por las runas de protección forjadas en la resplandeciente espada. Sin amilanarse, se lanzó hacia delante, atravesando las costillas de Nagash con la espada y cortándole la columna.
Nagash gritó de dolor y terror. Las energías antinaturales de la espada extrajeron el mismo poder de sus huesos. Ya podía sentir cómo lo abandonaban las fuerzas. Maldiciendo, se lanzó hacia delante con la mano que le quedaba y agarró a Alcadizzar por el cuello.
El rey mortal forcejeó en las garras de Nagash. La sangre le corrió por el cuello donde las garras de Nagash se le hundieron en la piel. El Rey Imperecedero dirigió toda la fuerza de la que aún disponía hacia sus dedos, intentado aplastar la columna del mortal.
Alcadizzar empezaron a fallarle las rodillas. Agitó los párpados. Pero justo cuando parecía que estaba a punto de caer, levantó la espada con las menguantes fuerzas que aún le quedaban y la descargó contra el brazo de Nagash. La maligna hoja atravesó la armadura, amputando el brazo a la altura del codo… y luego un golpe de revés rebanó el cuello de Nagash, cortándole la cabeza. Un espantoso grito desgarrador resonó por la sala. Lo último que vio Nagash, mientras los fuegos se apagaban de sus ojos, fue la fantasmagórica aparición de Neferem a los píes del estrado. Su sonrisa resultó terrible de contemplar.
«La oscuridad aguarda», dijo.
* * *
La muerte de Nagash retumbó por el éter como el tañido de una campana rota. El poder de su ritual se hizo pedazos, enviando ondas expansivas a través de las legiones de los muertos. Miles de cadáveres se desplomaron en el suelo mientras sus espíritus regresaban una vez más a través del velo de la muerte. Estas eran las almas de los que habían muerto durante los días de la peste y el derramamiento de sangre posterior, y que habían sido enterrados sin los rituales tradicionales del culto funerario.
El resto se detuvo despacio con un chirrido, pues ya no estaban a merced del implacable llamamiento de Nagash. Los habían devuelto al mundo de los vivos y ahora eran libres de actuar a su antojo.
Los grandes reyes funerarios frenaron sus carros dorados e inspeccionaron el terreno vacío que los rodeaba. Su mirada ardiente se posó en las legiones de muertos. Sin dudarlo, los cadáveres se inclinaron ante sus señores, respondiendo a antiguas lealtades que los habían guiado en vida.
Algunos reyes inspiraban más lealtad que otros. Los fuertes observaron a los débiles y antiguas ambiciones ocuparon una vez más sus pensamientos.
Manos de esqueleto aferraron khopeshes deslustrados y los alzaron hacia la luna siniestra. Los cuernos de hueso gimieron mientras los reyes funerarios entraban en guerra.
* * *
El metal repicó contra el metal, levantando gruesas chispas verdes, mientras Alcadizzar golpeaba la forma inmóvil de Nagash. La ardiente y maligna espada atravesó la armadura del Rey Imperecedero, haciendo pedazos el antiguo esqueleto y destrozando el trono de madera de debajo.
Por fin, con el cuerpo agotado, Alcadizzar retrocedió un tambaleante paso y miró la carnicería que había llevado a cabo. Tenía las manos entumecidas y le hormigueaban debido a la terrible energía de la espada, como si su poder le hubiera penetrado en el cuerpo como un veneno. Repugnado por su toque corruptor, Alcadizzar dejó que la espada cayera de su mano.
—Ya está hecho —dijo con voz entrecortada—. Gracias a los dioses, ya está hecho.
Miró a su alrededor, buscando a la aparición.
—¿Khalida? —llamó—. ¿Mi amor? ¿Dónde estás?
Tenía que encontrarla. Tenía que mostrarle lo que había hecho. Más que nada, necesitaba que lo perdonara. Alcadizzar miró a su alrededor buscando algo que pudiera enseñarle para convencerla de que había arreglado las cosas. Su mirada se posó en la calavera de Nagash.
Alcadizzar se inclinó y arrancó la dentada corona de metal del cráneo de Nagash. Apretándola contra el pecho, se volvió y bajó a trompicones del estrado. El veneno de la espada se estaba extendiendo por su cuerpo, matándolo desde dentro.
—¡Khalida! —gritó con voz lastimera—. Perdóname. Por favor.
Aferrando la corona del Rey Imperecedero, Alcadizzar salió tambaleándose del gran salón.