3
Punto muerto
Nagashizzar,
en el 98.º año de Tahoth el Sabio
(-1300, según el cálculo imperial)
La bruja bárbara se fue acercando poco a poco a la pared de la caverna, moviéndose como en un sueño. La piedra áspera estaba marcada con angulosas runas norteñas en complejos diseños en espiral que salían en firma radial del centro de la pared y cubrían una zona lo bastante ancha para que dos hombres permanecieran en fila de a dos. Akatha hizo una pausa delante del extraño sigilo y sus labios teñidos de gris se movieron mientras murmuraba sibilantes palabras de poder. Llevaba símbolos arcanos pintados en las mejillas y por los brazos en diseños sinuosos; estos brillaban con un pálido y fantasmal tono azul a través de la fina capa de ceniza con la que se había embadurnado la piel. Tenía diminutos amuletos de hueso amarillento entretejidos en las enmarañadas trenzas manchadas de hollín que repiqueteaban suavemente con cada paso acompasado. Un débil brillo verdoso le emanaba del blanco de los ojos.
Akatha levantó la mano derecha y la estiró con la palma por delante hacia la pared. Despacio, con cautela, como si comprobara el calor de un rugiente horno, fue acercando la mano a la piedra. Cerró los ojos.
Se quedó así un largo momento, mascullando las palabras de poder. Su cuerpo se puso rígido bruscamente. Abrió los ojos de pronto y se retiró rápido y en silencio de la pared de regreso a donde aguardaban Nagash y los norteños.
La caverna era pequeña y de techo bajo y el suelo descendía ligeramente hacia la pared marcada con runas y el lejano centro de la montaña. Nagash no había sabido que existía hasta sólo una semana antes; había estado separada de los pasadizos de la fortaleza por poco más de unos cuantos centímetros de roca sólida en una parte de la pared occidental de la cámara. Akatha la había descubierto mientras dibujaba las runas, cuando trataba de adivinar el siguiente movimiento de los invasores.
Nagash se encontraba justo dentro de la estrecha abertura que sus trabajadores habían excavado en la cámara. A su espalda estaban Bragadh, Diarid y Thestus, así como una veintena de guerreros escogidos de Bragadh. Al igual que Akatha, el caudillo y sus hombres estaban pálidos y se movían con una misteriosa elegancia casi irreal. Sus ojos brillaban suavemente en la penumbra, al igual que los de ella, indicio del potente elixir que Nagash había creado para extender la duración de sus vicias. Este elixir, que se basaba en la misma fórmula que había usado para crear a sus inmortales siglos atrás, obtenía su poder de una combinación de fuerza vital robada y polvo de piedra ardiente. Les proporcionaba a los norteños una fuerza y vitalidad temibles, aunque Nagash sospechaba que, en cuanto se les acumulara suficiente polvo en los huesos, empezaría a transformarlos de modos impredecibles. Mientras pudieran recibir órdenes y guiar a sus hombres en la batalla, continuaría utilizándolos.
Cientos de los mejores guerreros de Bragadh aguardaban a lo largo de los pasadizos fuera de la caverna, escuchando atentamente a la espera de la llamada a la acción. Todos sabían que, tres niveles por debajo, los hombres rata estaban lanzando otro clamoroso ataque contra los bastiones que protegían el pozo número seis.
Akatha se acercó al nigromante. Mostrando un gran atrevimiento, la bruja miró a Nagash a los ojos, que brillaban con frialdad.
—Casi la han atravesado —susurró, con voz monótona y fría—. Unos cuantos minutos, quizás. No más.
Nagash alzó una mano curtida y le indicó con un gesto que se apartara. Por mucho que lo irritara la insolencia de la mujer, sus habilidades mágicas habían resultado inesperadamente útiles en la guerra contra los hombres rata. Había descubierto que los bárbaros tenían una larga historia de encuentros con las criaturas y las tradiciones arcanas de la hermandad extinta de Akatha contenían varios rituales diseñados para combatirlos. El orgullo del nigromante le impedía rebajarse a aprender los ritos bárbaros por sí mismo, así que la maldita bruja seguía viviendo.
La encarnizada guerra que se libraba bajo la montaña duraba veinticinco mortificantes años y no mostraba indicios de terminar. Los hombres rata se veían atraídos como polillas a la piedra ardiente y, por muchos millares de aquellas criaturas que matase, siempre había más para ocupar su lugar. Las bajas en ambos bandos habían sido pasmosas. La mera cantidad de recursos que Nagash había empleado hasta el momento lo llenaba de una rabia fría. La inmensa fuerza de invasión que había creado con esmero durante siglos estaba siendo derrochada contra una interminable oleada de alimañas. Cuando la guerra terminase al fin, harían falta años, puede que décadas, para reunir otra fuerza capaz de destruir Nehekhara. Si Nagash no supiera a ciencia cierta que había quebrantado a los dioses de su antigua patria, podría haber sospechado que algún poder divino se había propuesto frustrar sus sueños de venganza.
Un débil sonido resonó por la caverna… el sonido de alguien arañando y escarbando que Nagash y los bárbaros habían llegado a conocer perfectamente. Puesto que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a conceder la derrota, el curso de la guerra se había medido en túneles tomados y niveles controlados. Ambos bandos habían fortificado los pasadizos y túneles secundarios que conducían a los importantísimos pozos mineros con ingeniosas barricadas y reductos diseñados para entorpecer el avance enemigo. Los túneles más pequeños estaban llenos de escombros o sembrados de despiadadas trampas para masacrar a los incautos, lo que obligaba a que equipos de zapadores los volvieran a abrir como preparativo para un ataque importante. El control de las profundidades cambiaba de manos de una semana a otra. Se lograban conquistas y luego se perdían de nuevo, cuando un bando o el otro se agotaba en un ataque punitivo y después carecía de fuerza para aferrarse a lo que había ganado. Entre asaltos importantes, los dos ejércitos solían realizar pausas durante semanas o incluso meses seguidos en las que organizaban incursiones punitivas contra las posiciones de vanguardia del enemigo mientras reconstruían sus fuerzas destrozadas.
De vez en cuando, los dos ejércitos trataban de romper el punto muerto con astutas estratagemas. La mayoría de las veces implicaban cavar nuevos túneles para atacar al enemigo desde una dirección inesperada… justo como los hombres rata estaban intentando hacer ahora. El ataque al pozo seis era una diversión pensada para inmovilizar a las tropas del nigromante para que otro contingente de guerreros pudiera aparecer detrás de ellos y aislarlos.
Se trataba de una estrategia que les había funcionado bien a los hombres rata desde el primer día de la guerra y a la que regresaba una y otra vez cuando sus ataques frontales se veían obstaculizados durante más de unos cuantos meses seguidos. La táctica era efectiva porque las criaturas podían cavar túneles con una velocidad y habilidad inimaginables; aunque, por el mismo motivo, también resultaba muy predecible.
Ya hacía varios meses que Nagash sabía que esto se iba a producir; de hecho, lo había planeado reforzando las defensas alrededor del pozo seis con todo aquel guerrero del que podía prescindir y aplastando un frenético ataque tras otro. Cuando el ritmo de los ataques disminuyó, envió a Akatha a esperar las señales de que el enemigo estaba intentando cavar otro túnel. Esta vez el nigromante pensaba volver su táctica favorita en su contra.
Dio la impresión de que una parte de la pared de la caverna al otro lado de la cámara titilaba bajo la luz de las antorchas a medida que las feroces excavaciones levantaban una fina nube de polvo de roca. Se oyó un débil crujido. Comenzaron a caer diminutos fragmentos de piedra de la pared. Nagash sonrió sin alegría y apretó los puños. El poder le recorrió las extremidades mientras comenzaba un mudo cántico, reuniendo las energías de la piedra ardiente.
La brecha se abrió en un solo instante con un estruendo y un retumbo de roca partida. Una nube de polvo pálido se adentró en la caverna seguida de las siluetas de movimientos rápidos de los hombres rata. Los bufidos y parloteos se transformaron en chillidos de sorpresa cuando los atacantes se dieron cuenta de que no estaban solos.
De la garganta de Nagash brotaron palabras de poder que resonaron dolorosamente en el aire frío y húmedo. Una oleada de feroz anticipación se apoderó de él; desde que comenzara la guerra, el nigromante había permanecido lejos de las primeras líneas, dirigiendo los movimientos de sus fuerzas desde lo alto en lugar de involucrarse personalmente en una pequeña parte del conflicto. Como resultado, los hombres rata aún no habían sufrido toda la fuerza de su poder.
Con un furioso grito de júbilo, el Rey Imperecedero extendió las manos y desató una tormenta de muerte sobre sus enemigos.
Torrentes de silbantes dardos verdes surgieron de los dedos del nigromante y segaron las filas de los aturdidos hombres rata. Las mugrientas criaturas gritaron al ser alcanzadas; la sangre les hirvió y les manó a chorros del cuerpo en una brillante niebla negro-verdosa. Cayeron muchísimos en los primeros momentos, muertos antes de que sus cuerpos chocasen contra el suelo de la caverna.
Los chillidos de terror rebotaron por la caverna mientras los hombres rata que escaparon a la primera arremetida huían de nuevo por el túnel presas del pánico e iban a parar contra los compañeros que avanzaban en la otra dirección. Nagash los siguió, arrojando otra descarga de relámpagos mágicos contra el agolpamiento de cuerpos. Los dardos arrasaron las filas de los hombres rata en los atestados límites del túnel. Las criaturas se desplomaron en el sitio como cereal cosechado mientras sus cadáveres se ennegrecían por el calor y silbaban al escapar los fluidos.
La imagen de tanto terror y muerte llenó a Nagash de un júbilo feroz. El nigromante se adentró en las hileras de cuerpos amontonados como si fuera un hambriento al que se le ofreciera un banquete. Agarró cadáveres y los apartó de su camino como si fueran muñecos de paja mientras su carne seca zumbaba por el efecto de las energías desatadas de la abn-i-khat. Gritos de puro terror animal resonaron en las paredes toscamente talladas. Nagash echó hacia atrás su cráneo deforme y soltó una espantosa carcajada mientras perseguía a los hombres rata hacia las profundidades.
Los norteños siguieron a su señor bramando salvajes juramentos y gritos de batalla. No había forma de saber qué longitud tenía el túnel, pero era seguro que conducía detrás de las primeras líneas de los invasores. La vía de ataque funcionaba en ambas direcciones, como los hombres rata estaban a punto de aprender.
En ese momento Nagash no pensaba en la estrategia, estaba completamente absorto en la masacre, lanzando una ardiente descarga tras otra contra los hombres rata que se retiraban. Su cuerpo estaba envuelto en un feroz nimbo de crepitante fuego verde que se iba volviendo más intenso con cada hechizo que lanzaba, hasta que los cadáveres de los hombres rata humeaban sin llama cuando los tocaba.
La persecución se convirtió en una eternidad de truenos, gritos y derramamiento de sangre. Nagash vadeó por un mar de cadáveres con el cuerpo ardiendo por el poder desatado. El número de hombres rata a los que mató sobrepasó todo cálculo. Se había sumido de tal modo en los macabros ritmos de la masacre que cuando por fin salió por el otro extremo del túnel la transición lo desconcertó momentáneamente.
Nagash se encontró en una amplia caverna de techo bajo atestada de hombres rata que chillaban y aullaban. Los aterrorizados supervivientes habían huido hacia la masa de guerreros que aguardaban su turno para avanzar por el túnel y el pánico se extendió como un incendio por sus lilas. Reinó el caos mientras los líderes de grupo se esforzaban para que sus guerreros volvieran a formar gruñendo amenazas y empleando sus armas. Los silbatos de hueso aullaron y el apremiante sonido de los gongs de latón se unió a la algarabía.
El nigromante hizo una pausa, orientándose. Aquellos de sus guerreros no muertos que se encontraban más cerca estaba seis niveles por encima de él, debajo incluso del pozo número siete. Nagash se encontraba en medio de territorio enemigo… puede que incluso detrás del grueso del ejército de hombres rata. Con un rápido movimiento, había vuelto el cuchillo de su enemigo contra sus propias gargantas. Por vez primera en décadas, se atrevió a pensar que quizás por fin tenía la victoria al alcance de la mano.
Nagash recurrió a la piedra ardiente con un grito de triunfo e hizo caer una lluvia de fuego sobre el remolino de hombres rata. Los cuerpos ardiendo se desplomaron formando montones, avivando el rugiente pánico. El nigromante avanzó sobre la horda destrozada mientras sus guerreros llenaban el espacio detrás de él y formaban en compañías de espadachines y hacheros. Vagamente, Nagash pudo oír a Bragadh y Thestus gritando órdenes por encima del estruendo; el odio que su gente sentía hacia los hombres rata era tan profundo que su rivalidad prácticamente había desaparecido ante la invasión.
Un repiqueteo sordo surgió a la espalda de Nagash: el ruido monótono de espadas y hachas contra la superficie de escudos de madera ribeteados de bronce que iba aumentando de volumen e intensidad a medida que un norteño tras otro sumaba su arma al estruendo. Bárbaros con tatuajes azules echaron las cabezas hacia atrás y gritaron su sed de sangre en un creciente rugido que se pudo sentir en los huesos de hombres y criaturas rata por igual. En los límites de la caverna, fue un sonido imponente y pasmoso.
El ruido alcanzó su punto álgido… y entonces se oyó un inquietante y agudo gemido que atravesó el tumulto como un cuchillo. La voz de Akatha, cargada de magia primitiva y moldeada por los antiguos secretos de su hermandad, pedía el derramamiento de sangre y la recolecta de las almas. Como habían hecho durante miles de años, los norteños cargaron contra sus enemigos, no siguiendo el aullido de los cuernos, sino el grito del canto de guerra de la bruja.
Una masa de bárbaros que gritaban pasó junto a Nagash en una ensordecedora oleada y se estrelló contra las filas salpicadas de cadáveres de los hombres rata. Los guerreros de hombros anchos eran mucho más altos que sus enemigos y sus golpes astillaban escudos y hacían pedazos espadas. Se abrieron paso a través del enemigo con la misma alegre ferocidad que el propio Nagash. Bragadh y sus guerreros escogidos se encontraban en lo más reñido del combate y derramaban la sangre de sus enemigos con cada golpe de sus armas. El nigromante los seguía de cerca, lanzando saetas de fuego sobre sus cabezas que caían sobre la apretada muchedumbre.
Los hombres rata, que ya hacía tiempo que habían sobrepasado los límites de su determinación, se desmoronaron por completo bajo el peso de la arremetida bárbara. Dio comienzo una huida en desbandada: guerreros aterrorizados arrojaron sus armas y treparon sobre sus compañeros intentando escapar de los norteños que se acercaban. La horda comenzó a disolverse ante los ojos de Nagash a medida que los hombres rata morían o huían hacia la dudosa seguridad de los pasadizos que se abrían al otro extremo de la caverna. Los norteños de instintos asesinos los persiguieron sin piedad y dio la impresión de que la refriega se alejaba rápidamente del nigromante. Tras él, aún más bárbaros entraron a la carga en la caverna. Nagash hizo una pausa y su sed de sangre se fue disipando mientras intentaba concentrarse en la batalla que se estaba desarrollando. Desde donde se encontraba, tenía dos opciones: ordenarles a sus guerreros que dieran la vuelta y aislaran a los hombres rata en los niveles de arriba o presionar adentrándose aún más en la montaña con la esperanza de sembrar más caos y tal vez enfrentarse al líder del ejército enemigo.
Vaciló apenas un momento antes de tomar una decisión, pero la pausa fue suficiente para salvarlo.
Al otro lado de la caverna se oyó un coro de chillidos de sonido metálico, como de vapor escapando de una docena de ollas de cobre. Un intenso brillo verdoso llenó el aire al otro extremo de la caverna y los gritos de batalla de los norteños se transformaron en exclamaciones de horror y dolor.
En un instante, el ataque bárbaro se detuvo de golpe. Los guerreros se amontonaron unos con otros alrededor de Nagash, gritando y maldiciendo. Los extraños chillidos silbantes se oyeron de nuevo, seguidos de más gritos y una ráfaga de viento caliente que llevaba el hedor empalagoso de la carne carbonizada. El brillo parpadeante se estaba acercando, extendiéndose por encima y en medio de las filas de los hombres de Nagash.
La multitud de norteños que rodeaba a Nagash comenzó a echarse atrás hacia el túnel tomado. Los hombres gritaban aterrorizados más adelante, exhortando a sus compañeros en su rudimentaria lengua norteña. Furioso, el nigromante se abrió paso a la fuerza entre la multitud buscando la fuente del pánico.
Una figura surgió delante de él. Se trataba de Bragadh, con el rostro manchado de sangre. El caudillo tenía los ojos muy abiertos por la impresión. El hombre gritó algo en su lengua nativa, luego se dominó y pasó al nehekharano.
—¡Atrás, señor! —exclamó—. Debéis regresar…
Antes de que Nagash pudiera gruñir una respuesta, los chillidos se alzaron de nuevo, más fuerte y cerca que antes, y el nigromante vio cómo una docena de norteños que se encontraban en frente de Bragadh desaparecían en medio de una rugiente llamarada verde. El poder mágico presente en el fuego fue tan palpable como el calor que el nigromante sintió contra la piel curtida. Devoraba armadura, ropa y carne con una rapidez atroz, dejando a los guerreros reducidos a huesos ennegrecidos justo ante sus ojos.
Como si se tratara de la tralla de un látigo o la vibrante lengua de un dragón, la llama se retiró con un débil silbido, desapareciendo a la misma vez que los cuerpos carbonizados de los norteños se desplomaban en el suelo. El nigromante comprendió asombrado que las hambrientas llamas habían abierto una amplia franja entre sus tropas, que ahora estaban en plena retirada de los cuatro artilugios de madera y bronce que se agazapaban al otro extremo de la caverna.
Cada uno de los artefactos era del tamaño de un carro de guerra grande y estaba montado sobre una base de madera que sostenían dos ruedas con armazón de bronce. Un robusto yugo de madera se extendía desde la parte delantera de la base, pero donde debería haber una yunta de caballos atada al poste, había cuatro hombres rata de hombros anchos que aferraban manijas con sus patas con garras. Sobre la base de madera descansaba un caldero sellado de bronce fundido, cuyos lados curvos titilaban por el calor que irradiaban.
Situada en la parte posterior de la base de madera, justo detrás del caldero, había una caja grande de bronce y madera. Cuatro palancas largas, casi parecidas a remos, salían de la caja, alternándose a derecha e izquierda. Dos hombres rata aferraban cada palanca. En esa extraña y lenta claridad que aportaba el combate, Nagash vio cómo las ratas levantaban las grandes palancas tan alto que se pusieron de puntillas. Se oyó un zumbido sordo de aire aspirado, como el sonido de un gran fuelle de horno.
Cuatro gruesos tubos de bronce iban de la caja a los lados del gran caldero y un tubo largo y extrañamente flexible de alguna clase salía de la parte delantera del caldero y estaba enhebrado a través de abrazaderas de bronce en forma de arco clavadas en la madera. Se extendía casi otros dos metros desde el extremo del yugo y terminaba en una boquilla de bronce de aspecto pesado que sostenían dos hombres rata de extrañas vestimentas. Las criaturas estaban envueltas en pesadas ropas de cuero y tela resistente y llevaban guantes de cuero que les llegaban hasta los codos huesudos. Tenía la piel de los hocicos calva y ampollada por el calor. Una tira de cuero oscuro les sostenía sobre los ojillos redondos unos extraños discos de algún material brillante y oscuro, lo que les confería una mirada fija y desalmada.
Nagash observó cómo la abertura de una boquilla se volvía hacia él. Un fuego verde parpadeaba con avidez en las profundidades del tubo, reflejando la hambrienta mirada de los hombres rata que lo empuñaban.
No había dónde huir. Nagash apartó a Diarid de un empujón de manera instintiva y recurrió al poder de la abn-i-khat. Las salvajes energías le ardieron en los dedos, pero en el último momento dudó en desatar su magia contra los lanzallamas. Si los calderos estallaban, incluso en un espacio tan relativamente grande como la caverna, el calor que escapase podría consumirlo todo en la cámara. En su lugar, dirigió su atención hacia la alfombra de cuerpos destrozados que yacía entre él y los hombres rata.
El nigromante apretó un puño.
—Levantaos —ordenó, justo a la vez que las ratas del fuelle bajaban las palancas y otro coro de chillidos dragontinos llenaba la caverna.
Un torrente de energías nigrománticas surgió de Nagash y envolvió los cadáveres en un instante. Los cuerpos de humanos y hombres rata por igual se levantaron del suelo de la caverna como si fueran marionetas de las que tirasen hilos invisibles. Recibieron todo el impacto de las llamas mágicas; Nagash oyó el zumbante chisporroteo de la carne y el crujido seco del hueso partiéndose mientras el calor los consumía. Las llamas acabaron con las filas de no muertos; pero, al interponerse, estos absorbieron o desviaron lo bastante la embestida para salvar a su amo.
Las llamas retrocedieron una vez más con un silbido amenazador. Apenas quedaba un puñado de los cadáveres recién animados de Nagash.
Diarid se puso en pie con dificultad y se quedó mirando las máquinas de guerra enemigas con un horror evidente.
—Debemos retroceder —le dijo a Nagash—. Rápido, antes de que esas cosas puedan volver a inhalar.
Nagash apretó los dientes corroídos. El bárbaro tenía razón. No había imaginado que los malditos hombres rata pudieran ser tan listos. Sin pronunciar palabra, les ordenó a los cadáveres que quedaban que avanzaran en una carga simbólica contra las máquinas de guerra, luego se retiró con rapidez de regreso a los lejanos túneles.
Su fuerza simbólica apenas consiguió dar una docena de pasos antes de que los incinerasen. Nagash sintió cómo el calor de las llamas le envolvía los hombros y luego se retiraba súbitamente. Echó una mirada por encima del hombro y vio un semicírculo de llamas verdes extendiéndose sobre los cadáveres destrozados a tres cuartas partes de la caverna de distancia. Al darse cuenta de que su presa se había retirado fuera de su alcance, las ratas de las boquillas les chillaron a los desdichados que se ocupaban de los yugos de sus máquinas de guerra, instándoles a avanzar.
Diarid desapareció dentro del túnel. Nagash llegó a la entrada del inclinado pasadizo momentos después. Tras él, unos ejes crujieron cuando las máquinas de guerra empezaron a moverse.
El nigromante se volvió hacia los hombres rata cada vez más furioso. ¿El maldito punto muerto no acabaría nunca?
Nagash levantó el brazo y señaló hacia los hombres rata que se acercaban. Los fuegos de la piedra ardiente se habían apagado hasta ser poco más que ascuas sombrías. Había empleado demasiado, demasiado rápido. La próxima vez se aseguraría de contar con mayores reservas a las que recurrir.
Sus labios hechos jirones se torcieron en una mueca de desprecio y escupió un torrente de sílabas arcanas. Un puñado de dardos, más grandes y brillantes que los que había arrojado antes, cruzaron la caverna. Pasaron junto a las ratas de las boquillas de uno de los lanzallamas del medio, sin tocarlas por los pelos… y chocaron contra el caldero de bronce en medio de una lluvia de calientes chispas verdes. El caldero resonó como una campana al ser golpeada y luego se hizo pedazos con una atronadora explosión. El equipo de la máquina de guerra desapareció en una bola de fuego mágico. Fragmentos de metal irregular salieron volando por los aires y chocaron con las máquinas de cada lado; menos de un segundo después, éstas también detonaron, cubriendo la caverna con cortinas de crepitantes llamas.
El aire caliente zarandeó a Nagash, tirándole de la capucha y las mangas de la túnica. Durante un largo momento se quedó mirando hacia las profundidades del holocausto que había desencadenado y luego, mascullando maldiciones cargadas de veneno, se retiró hacia la oscuridad del túnel.
* * *
El largo cuchillo destelló a la luz del fuego, silenciando las protestas del líder de grupo. El guerrero se puso tenso y sus ojillos brillantes se abrieron mucho mientras trataba de agarrar la enorme herida que se extendía por su cuello. Se desplomó en medio de un mar de sangre amarga sacudiendo las patas y la cola de forma horrible.
Lord Eekrit se irguió sobre la rata moribunda dando furiosos coletazos. Tenía el dobladillo de la lujosa túnica empapado de sangre.
—¿Alguien más? —dijo entre dientes mientras se volvía para fulminar con la mirada a los tres temblorosos líderes de grupo que se encontraban en el estrado.
Cuatro de ellos ya yacían despatarrados sin vida en los peldaños tras ellos. El señor de la guerra le dio una salvaje patada al quinto líder de grupo haciendo que bajara rodando del estrado para reunirse con el resto.
—¿Alguien más espera que me crea que un hombre ardiente con ojos de piedra divina mató a cuatrocientos de nuestros mejores guerreros él solo?
Los líderes de grupo que aún seguían con vida —los únicos que quedaban de aquellos responsables de la aplastante derrota de aquella noche— estiraron sus cuerpos larguiruchos sobre las piedras y le mostraron el cuello a Eekrit. Con las orejas pegadas al cráneo y sacudiendo las colas frenéticamente, llenaron el aire con almizcle del miedo y no ofrecieron respuesta.
Eekrit ya había tenido suficiente. Nadie le decía nada útil y le estaba empezando a doler el hombro de tanto cortar gargantas.
—¡Fuera de mi vista! —chilló—. ¡Fuera-fuera! ¡Mañana lucharéis en las primeras líneas, con el resto de esclavos!
Los tres líderes de grupo se apresuraron a bajar del estrado, prácticamente tropezándose en su prisa por escapar a la furia de su señor. En cuanto se fueron, grupos de esclavos salieron apresuradamente de las sombras y se llevaron los objetos de la ira de Lord Eekrit. El señor de la guerra los observó un momento, luego se volvió indignado y arrojó el cuchillo manchado de sangre sobre el estrado. Éste resbaló sobre las piedras, esquivando el pie de Lord Eshreegar por un pelo. El Maestro de Traiciones ni siquiera se sobresaltó.
Como todo lo demás en la caverna, el estrado había cambiado mucho en el último cuarto de siglo. Los esclavos habían construido paredes de tres cuartos de alto con escombros y argamasa, creando una cámara de audiencias apropiada sin aislarla por completo del cacofónico ruido del resto del espacio. Habían extendido lujosas alfombras sobre la parte superior, flanqueadas por dos braseros dorados que llenaban el espacio parcialmente cerrado con un agradable mosaico de luz y sombra. Gruesos tapices colgaban de las paredes, cada uno encargado a un gran coste a artesanos de la Gran Ciudad. Altos guerreros de hombros anchos del propio clan de Eekrit montaban guardia en cada esquina y a cada lado de la puerta de la cámara, ataviados con armadura de grueso cuero forrado de discos de bronce y aferrando alabardas de aspecto temible.
En la parte posterior del estrado habían construido otra plataforma más pequeña sobre la que descansaba un magnífico e imponente trono hecho de teca y taraceado de oro. Eekrit regresó airado al trono, gruñendo entre dientes, y se desplomó furioso sobre el asiento acolchado.
—Idiotas —masculló con tono amenazante—. Estoy rodeado de idiotas.
El túnel había sido un golpe maestro. Habían tardado semanas en roer el duro granito más cerca del centro de la montaña, pero había situado a su ejército en posición para llevar a cabo una ofensiva devastadora contra el flanco del enemigo. Mientras un masivo ataque frontal inmovilizaba al grueso de los defensores de la montaña alrededor del pozo seis, habrían apostado las valiosísimas máquinas de guerra de Vittrik para hacer caer una lluvia de fuego sobre las filas de retaguardia del enemigo. Mientras tanto, el resto de las tropas de Eekrit se habría dirigido a toda velocidad a los niveles superiores de la fortaleza, apoderándose de intersecciones de túneles claves e interrumpiendo el flujo de refuerzos desde la superficie. Había esperado tomar al menos tres de los pozos superiores del enemigo antes de que acabara el día, puede que incluso más. Con un poco de suerte y el favor de la Gran Cornuda, incluso podría haber supuesto el golpe de gracia que pusiera fin a toda la guerra.
Pero, por supuesto, no había resultado así. La única recompensa que había obtenido por sus esfuerzos eran otros tres mil skavens muertos y un furioso incendio en el túnel que le había costado tanto abrir y que aún seguía ardiendo horas después de que las máquinas de Vittrik hubieran volado en pedazos. Si ladeaba las orejas en la posición correcta, Eekrit podía oír los sonidos del metal estrellándose y los chillidos de pánico a lo lejos mientras el ingeniero-brujo borracho descargaba su rabia en sus desventurados esclavos.
Lord Eekrit tamborileó con las garras sobre la dura madera del brazo del trono. ¿Qué podía haber hecho él para ganarse la ira de la Gran Cornuda? ¿No había rendido los homenajes apropiados, entregado los sobornos adecuados? ¿Qué había hecho para merecer una guerra tan desconcertante, lamentable y cara?
Cierto, había obtenido un enorme beneficio personal de la Guerra bajo la Montaña, como la llamaban en la Gran Ciudad. La piedra divina se extraía de los pozos mineros bajo su control y se enviaba a casa en cantidades asombrosas. Su fortuna personal y la de su clan aumentaban a cada estación que pasaba; se habían vuelto tan grandes que ahora el Rikek se contaba entre los clanes caudillos más poderosos. Eekrit podía permitirse lo mejor de todo, hasta pociones mágicas y amuletos de piedra divina para conservar su atractivo y vigor juvenil. Incluso había empezado a considerar seriamente comprarse un puesto en el Gran Consejo en cuanto la guerra terminase. Si es que terminaba alguna vez.
Pero los malditos esqueletos no se acaban nunca. Por cada uno que mataban sus guerreros, parecía que había una docena más listos para ocupar su lugar. Al menos los norteños que al parecer se habían aliado con los muertos vivientes eran algo con lo que los suyos sabían tratar. Hacía mucho tiempo, habían mantenido una guerra continua con los humanos por su exigua reserva de piedra divina y, aunque los bárbaros eran guerreros temibles por derecho propio, el hecho era que habían perdido la guerra con los skavens hacía todos esos siglos. Se los podía derrotar. El ejército de cadáveres, sin embargo, era algo completamente diferente.
La larga guerra de desgaste estaba consumiendo vidas skavens a un ritmo horroroso. Nuevas compañías de refuerzos llegaban de la Gran Ciudad cada mes. Cuando los primeros cargamentos de piedra divina habían comenzado a llegar a casa, se había producido una enorme oleada de voluntarios procedentes de los clanes, todos ellos buscando hacer su fortuna en la guerra. Ahora la mayoría de esos buscadores de tesoros había muerto, ensartados en lanzas enemigas o devorados por los pálidos roba-cadáveres, y sus esqueletos roídos se erguían en filas detrás de los reductos de túneles del enemigo. Lo único que Eekrit obtenía ahora de los clanes era una multitud de esclavos aterrorizados y hoscos criminales; el señor de la guerra sospechaba que hacía siglos que la Gran Ciudad no se veía tan libre de bandidos.
Hasta el momento, el Consejo de los Trece había tolerado el sangriento punto muerto gracias a la abundante piedra divina que Eekrit les proporcionaba, pero éste sabía que tal tolerancia tenía sus límites. Los Hijos de la Gran Cornuda nunca habían librado una guerra tan larga y enconada en toda su historia y sus recursos, aunque inmensos, no eran ilimitados. Eekrit debía encontrar un modo de romper el punto muerto, y pronto, antes de que los Señores Grises decidieran encargarse ellos mismos del asunto.
Le dirigió una mirada malhumorada a Eshreegar.
—¿Qué opinas? —preguntó.
El Maestro de Traiciones se encogió de hombros. Por una vez, no podía culparse a Eshreegar por no tener noticias que comunicarle al señor de la guerra: sus asesinos-exploradores habían estado cubriendo el ataque de diversión, a muchos niveles de distancia del desastre.
—Sabemos que a los norteños los acompañaba una bruja —observó—. Se dice que poseen poderes de adivinación. Puede que predijera el ataque.
—Eso no —gruñó Eekrit—. El hombre ardiente.
Eshreegar levantó las orejas sorprendido.
—¿Te crees los cuentos de los líderes de grupo?
—Los muy idiotas no fueron lo bastante inteligentes para cambiar su historia, por muchos cuellos que-que cortara —refunfuñó Eekrit—. Así que debo suponer que estaban diciendo la verdad, por muy-muy extraño que parezca.
El skaven vestido de negro consideró la pregunta del señor de la guerra.
—¿Un cadáver-hechicero, tal vez?
Eekrit agitó los bigotes.
—¿Eso es posible?
El Maestro de Traiciones se encogió de nuevo de hombros.
—Puede que Qweeqwol lo sepa.
El señor de la guerra enseñó los dientes indignado.
—La mayor parte de los días no estoy seguro de en qué bando está ese-ese loco.
Cuando empezó la guerra, Eekrit se había preocupado por solicitar el consejo del anciano vidente, mostrándole el respeto que merecía la posición de Qweeqwol; hacer otra cosa habría tentado las iras del Consejo de Videntes. Lo único que había conseguido por sus molestias habían sido acertijos o largas divagaciones sobre traición y muerte… como si él necesitara lecciones sobre esos temas. Qweeqwol iba y venía a su antojo, deambulando por las cavernas y los túneles inferiores a voluntad e incluso haciendo de vez en cuando apariciones simbólicas por las líneas de batalla. Era como si el vidente estuviera buscando algo, aunque nadie sabía qué. Y, sin embargo, no era del todo inútil. A Eekrit se le ocurrían al menos tres ocasiones diferentes a lo largo de los años en las que Qweeqwol se había interesado en el curso de la campaña y había apoyado las estrategias de Eekrit en los consejos de guerra del ejército. En dos de aquellas ocasiones, Lord Hiirc casi había vuelto a los jefes del ejército en su contra, pero el vidente había entrado con decisión en medio de la reunión y había hecho que los aspirantes a rebeldes mostraran la garganta con poco más que una mirada dura y unas cuantas palabras bien escogidas. Ahora que lo pensaba, Qweeqwol también había jugado un papel decisivo a la hora de convencer a Lord Vittrik para que se desprendiera de aquellas valiosas máquinas de guerra suyas. Era como si el vidente persiguiera sus propios intereses, pero Eekrit no tenía ni la más mínima idea de qué podría tratarse.
Al señor de la guerra se le ocurrió algo. Dio golpecitos con una garra contra el brazo del trono en actitud meditabunda.
—¿Si este monstruo mágico es la mitad de mortífero de lo que aseguran esos idiotas, quizás podría solicitarle al Consejo de Videntes alguien… joven?
—Menos loco.
Eshreegar dejó escapar un agudo resoplido.
—Mucha suerte con eso —dijo el Maestro de Traiciones sacudiendo la cola rosada.
El señor de la guerra pegó las orejas a la cabeza molesto. Levantó una pata para llamar a un escriba y le sorprendió ver a uno de sus esclavos acercándose a la carrera al pie del estrado. Eekrit se enderezó.
—¿Qué pasa? —preguntó bruscamente.
El esclavo se estiró en la base de los peldaños (lo que no era poca cosa teniendo en cuenta los charcos de sangre enfriándose esparcidos por las piedras).
—Recién-recién llegados, amo —dijo el esclavo jadeando—. De la Gran Ciudad.
Eekrit agitó los bigotes. Era raro que llegaran viajeros a la montaña, sobre todo estos días, y no se esperaba el siguiente contingente de refuerzos hasta dentro de otras cuantas semanas.
—¿Qué clase de recién llegados? —inquirió.
—Guerreros —respondió el esclavo con voz aguda—. Muchos-muchos guerreros.
Eekrit le dirigió una mirada penetrante al Maestro de Traiciones. Eshreegar escondió tanto la cola como la cabeza.
—No-no sé —contestó con voz débil—. No he oído nada.
Eekrit gruñó en el fondo de la garganta.
—Un día tendrás que contarme la historia de cómo llegaste a convertiste en jefe de exploradores —comentó con tono sombrío—. Supongo que es muy divertida.
Sin esperar una respuesta, el señor de la guerra bajó del estrado con aire indignado y atravesó la cámara de audiencias. Sus guardaespaldas lo siguieron en filas ordenadas, sosteniendo las alabardas contra el pecho y dando agresivos coletazos. El esclavo soltó un chillido de sobresalto y adelantó a Eekrit como una exhalación para abrir las puertas dobles de la cámara.
Al otro lado se extendía un complejo de espacios amurallados y estrechos pasadizos encuadrados por paredes de tres cuartos de alto hechas de argamasa y piedra, que incluían fastuosas dependencias para Eekrit y los miembros leales de su clan que servían en su séquito. Más guardaespaldas montaban guardia en emplazamientos estratégicos a lo largo del complejo, siempre atentos ante cualquier indicio de traición. Estos golpearon los extremos de sus alabardas contra el suelo de piedra mientras Eekrit se aproximaba, haciendo que los esclavos que pasaban se apartaran apresuradamente del camino del señor de la guerra.
Las ideas se agolpaban en la mente del señor de la guerra mientras atravesaba rápidamente el laberinto de corredores poco iluminados. No era tan tonto como para suponer que la repentina llegada de tropas fuera una buena señal, ni iba a quedarse sentado esperando a que su líder viniera a presentar sus respetos. Era muy posible que un clan u otro —puede que Morbus o incluso Skryre— hubiera decidido modificar el equilibrio de poder a su favor y reclamar para sí las riquezas de la montaña. Cuanto más esperase para imponer su autoridad, más tiempo tendrían los recién llegados para empezar a perseguir sus propios fines.
El estruendo y el hedor de la caverna fueron aumentando a medida que el señor de la guerra dejaba atrás la guarida de su clan. El enorme espacio, en otro tiempo tan extenso que contenía con facilidad hasta un cuarto de toda la fuerza expedicionaria skaven, ahora estaba subdividido en abarrotadas madrigueras que servían de dependencias, fundiciones, zonas de almacenamiento y rediles de esclavos. El laberinto de cámaras y pasadizos se desplegaba hacia afuera desde la caverna durante todo un kilómetro en cada dirección: una fortaleza subterránea equiparable a la extensión de torres y estructuras que abarrotaban las laderas de la montaña en lo alto. Incluso había mercados que se extendían a lo largo de los amplios túneles que llevaban de regreso a la Gran Ciudad, donde comerciantes de los clanes menores se congregaban para proporcionar mercancías y lujos para los miembros más adinerados de la fuerza expedicionaria. Eekrit ni siquiera podía calcular cuánto había crecido la población bajo la montaña a lo largo de las dos últimas décadas; en otros diez años la fortaleza subterránea podría convertirse en una ciudad bajo tierra exactamente igual de enmarañada, intrigante y traicionera como cualquier otra del creciente imperio skaven.
El aire caliente y húmedo —que apestaba a metal chamuscado, despojos y almizcle viejo y acre— se arremolinaba alrededor del señor de la guerra. Los skavens les chillaban imprecaciones a sus esclavos y en algún lugar un látigo restalló y una voz joven gritó de dolor. Hornos de cobre resoplaban y rugían levantando finas franjas de humo picante y proyectando oleadas de palpitante luz verde por el techo manchado de hollín de la caverna. Era el sonido y el olor de la civilización, caviló Eekrit. Lo quisieran los esqueletos o no, los skavens estaban aquí para quedarse.
El señor de la guerra y sus guardaespaldas se abrieron paso como un cuchillo a través de la multitud de trabajadores, esclavos y guerreros de los clanes que deambulaban por las arterias principales que recorrían el suelo de la caverna. Se dirigió a la amplia plaza que se encontraba justo dentro de la caverna situada enfrente de la Puerta Skaven, que daba al amplio túnel que conducía desde la montaña de regreso a la Gran Ciudad. Mientras se acercaban a la plaza pudo oír el murmullo profundo de voces más adelante.
Eekrit apareció en el lado de la plaza situado frente a la Puerta Skaven y, aunque sabía qué esperar, la imagen de los guerreros allí congregados lo dejó atónito. Toda la zona de reunión estaba abarrotada de un extremo a otro y, a juzgar por el alboroto que se oía junto a la puerta, aún estaban Regando más. Frente a él había grupos de altísimos guerreros skavens de hombros anchos, protegidos por capas de chapas de bronce y que portaban alabardas con anchas hojas curvas. Se trataba de los heechigar, los guerreros alimaña de élite de los clanes caudillos, a los que casi nunca se veía en el campo de batalla a menos que…
El señor de la guerra sitió cómo se le erizaba el pelo del pescuezo al ver a los dos skavens que se encontraban a la sombra de los guerreros alimaña. Uno era el viejo y loco Qweeqwol. El anciano vidente permanecía de espaldas a Eekrit y aferraba con sus patas nudosas la antigua madera del reluciente báculo mientras hablaba en voz baja con un alto y enjuto señor skaven.
Eekrit sacudió la cola. El señor de la guerra contrajo con fuerza sus glándulas de almizcle. El señor skaven era más viejo que él y llevaba un magnífico arnés de chapas de bronce grabadas con oro. Resplandecientes prendas de piedra divina le colgaban del cuello y otra piedra divina del tamaño de un huevo de lagarto del pantano brillaba con un resplandor siniestro desde el pomo de la espada curva que llevaba a la cadera. Su cabeza delgada y de pelo oscuro mostraba las marcas del campo de batalla: le habían cortado limpiamente una muesca triangular en la oreja derecha y una aterradora y vieja cicatriz le bajaba por la mejilla y le cruzaba la garganta como un pálido e irregular relámpago. Pero no fueron las terribles cicatrices ni la despiadada espada y armadura lo que le infundieron terror al implacable corazón de Eekrit, sino la sencilla túnica de lana gris que colgaba de los amplios hombros del señor.
Los guardaespaldas de Eekrit se cuadraron de inmediato e hicieron chocar los extremos de sus alabardas contra la piedra en un único y perfectamente practicado movimiento. El sonido captó la atención del señor skaven, cuyos ojos oscuros se entrecerraron con frialdad mientras contemplaba al señor de la guerra. Al notar el repentino cambio, Qweeqwol se volvió despacio y también posó su mirada en Eekrit, con sus relucientes ojos verdes fijos e inescrutables.
Lord Eekrit apretó las patas sobre el estómago y se acercó al recién llegado. A pesar de sus esfuerzos, sus bigotes dieron una única y nerviosa sacudida.
—Es un honor —consiguió decir Eekrit. La nuca le picó mientras caía de rodillas ante el Señor Gris. Sus ojos quedaron al mismo nivel que la siniestra luz del pomo de la espada del skaven—. Un gran-gran honor, sí. —La aduladora expresión del señor de la guerra flaqueó—. Eh, mi señor…
—Velsquee —anunció Lord Qweeqwol—. Señor Gris Velsquee, del clan Abbis.
Eekrit le echó una mirada furtiva al vidente. ¿El viejo idiota le estaba sonriendo con suficiencia?
—Mi señor Velsquee —continuó, pronunciando el hombre con cuidado—. Bienvenido a la fortaleza subterránea. —El señor de la guerra inclinó la cabeza—. ¿En qué puedo servir al Consejo?
El Señor Gris le dedicó a Eekrit una mirada fría.
—Fortaleza subterránea, ¿eh? —dijo—. Supongo que habrás escarbado una guarida para ti en algún lugar de este nido.
Eekrit apretó los dientes. Los picapedreros acababan de darle los últimos toques a sus aposentos.
—Sería un placer para mí ponerla a tu disposición, mi señor —logró decir—. ¿Estarás mucho tiempo de visita?
Velsquee apoyó una pata con garras sobre la empuñadura de su espada.
—Tanto como sea necesario para ganar esta guerra —respondió con una sonrisa perversa—. Este punto muerto ya se ha prolongado suficiente. Es hora de cambiar de estrategia.