29
Roja como la sangre
La Laguna de la Vida,
en el 110.º Año de Tahoth el Sabio
(-1.155, según el cálculo imperial)
Tardaron casi un año en localizar el lugar del que les había hablado el liche. Primero encontraron el ancho río de corriente rápida, a muchos cientos de kilómetros al suroeste, y luego siguieron su curso subiendo por las traicioneras e implacables montañas. Muchos fueron los exploradores que perdieron por el camino, víctimas de avalanchas o rápidos y silenciosos wyverns, o acuchillados por sus compañeros cuando escasearon las raciones. Salvaron estruendosas cataratas, escalaron escarpados precipicios y se balancearon sobre grietas sin fondo, hasta que al final, después de mucho sufrimiento y dificultades, llegaron a un enorme lago, cuya superficie era lisa como el cristal y tenía un color azul oscuro e insondable. Encontraron las ruinas de doce grandes templos a lo largo de la orilla, tan antiguos y abandonados hacía tanto tiempo que eran poco más que armazones de arenisca picada que se estaban viniendo abajo, y los ídolos del interior habían quedado reducidos a bultos informes de mármol blanco.
Ésta, era la laguna que les habían pagado para encontrar; el lugar donde nacía el gran río que alimenta las tierras al oeste, hasta llegar al lejano mar. Con patas nerviosas, abrieron los sellos de las doce cajas que habían levado con ellos en el viaje y vaciaron el veneno del hombre ardiente en las oscuras profundidades. Luego se escabulleron rápidamente en la oscuridad, dirigiéndose de nuevo a la gran montaña donde les esperaba su recompensa.
A medio camino de la montaña, los primeros exploradores empezaron a enfermar. Para cuando la expedición llegó a los túneles que les conducirían alrededor de la orilla del mar Ácido, sólo los más fuertes seguían con vida. Dos lograron alcanzar la gran caverna bajo la montaña y presentarle su informe con voz entrecortada a Eshreegar antes de que las tripas se les volvieran papilla.
Eekrit y Eshreegar dividieron la fortuna en piedra divina entre ellos y enviaron la segunda expedición seis meses después.
Con el tiempo, los astutos exploradores aprendieron a adaptarse a los peligros del largo viaje hasta la laguna. Rikkit Garraafilada había sobrevivido a las tres últimas expediciones al lago, lo que lo convertía en el líder natural del grupo. Lo último que hizo antes de partir de la montaña fue gastar parte de la riqueza que había acumulado para contratar a una veintena de ratas de clan de mirada furtiva que formaban parte de uno de los grupos de traficantes de esclavos que estaban de visita. Les dijo que necesitaba los músculos adicionales para proteger el valioso cargamento que llevaba a las montañas. Las ratas de clan cogieron el dinero e intercambiaron una risita por el trato que estaban haciendo. ¿Cinco monedas de oro cada uno por ayudar a llevar unas cajas? Comparado con cazar pieles verdes allá en el norte, les pareció un día de fiesta.
Después de nueve expediciones a la laguna a lo largo de los últimos cinco años, los exploradores conocían la ruta muy bien. Sabían cómo evitar las repentinas avalanchas, dónde estar atentos a los temibles wyverns y la mejor forma de salvar las cascadas y las enormes simas. Rikkit se mostró cauto como siempre… más aún esta vez, quizás, pues corría el rumor de que ésta iba a ser la última expedición al lago. No tenía ninguna intención de que lo mataran con tantas riquezas sin gastar ocultas allá en la montaña.
La expedición llegó a la laguna justo según en el plazo previsto. La noche de principios de primavera era fría y despejada y una luna llena le sonreía a su reflejo en el agua en calma de abajo. Las ratas de clan se quedaron mirando boquiabiertas el tamaño del lago y las ominosas y silenciosas ruinas, pero siguieron a los exploradores sin hacer preguntas mientras se abrían paso alrededor de la orilla y subían por un angosto sendero que llevaba a un alto precipicio desde el que se dominaba la laguna.
Rikkit respiró el aire frío y limpio y les sonrió a las ratas.
—Aquí es-es donde os ganáis el sustento —dijo. El explorador señaló con una garra el borde del precipicio—. Dejad las cajas allí.
Recelosas, las ratas de clan se acercaron poco a poco al borde del precipicio y dejaron las cajas a sus pies.
Rikkit sonrió. Le hizo una señal a uno de los otros exploradores, que sacó tres pares de martillos y cinceles y se los tiró a los mercenarios.
—Abridlas —ordenó Rikkit.
Las ratas se miraron unas a otras con inquietud, pero no estaban en condiciones de discutir. Cogieron las herramientas, cortaron los sellos de plomo que aseguraban cada tapa y abrieron las cajas haciendo palanca. Una cáustica luz verde brotó de cada caja, envolviendo a los mercenarios.
La sonrisa de Rikkit se ensanchó. Ésta era la parte con la que de verdad disfrutaba. El explorador metió la mano en la túnica y sacó una gruesa bolsa de monedas de oro. De inmediato, tuvo toda la atención de las ratas de clan.
—Ahora podéis ganaros unas monedas de más —dijo mientras lanzaba la bolsa al suelo—. El que tire más cosas de esas al lago se queda el oro.
Rikkit no tuvo que decirles que empezaran: de repente estaban gruñendo, arañándose y dándose patadas mientras se peleaban por coger el contenido de cada caja y arrojarlo al agua.
Cada caja contenía un disco plano de piedra divina pura, cada uno aproximadamente del tamaño de un escudo pequeño. La superficie de cada disco estaba tallada con cientos de extraños símbolos arcanos y los discos propiamente dichos bullían con poder mágico acumulado. Los exploradores se rieron entre dientes mientras los mercenarios agarraban los pesados discos —cada uno de los cuales valía una fortuna— y luchaban por el privilegio de lanzarlo a la laguna sin fondo de abajo.
En medio de gruñidos salvajes y alaridos de dolor, los primeros discos fueron arrojados por los aires. Brillaron de un modo siniestro mientras caían, girando como monedas lanzadas. Chocaron contra el agua de la laguna con un silbido burbujeante, como cuando se sumerge metal caliente en una cuba de enfriamiento, y levantaron una columna de vapor acre y ligeramente brillante mientras se hundían perdiéndose de vista.
Cuando sólo quedaban unos pocos discos, aparecieron los cuchillos. Unas ratas chillaron y cayeron por el precipicio, intentado contener la sangre que les manaba del pecho. Dos de los mercenarios cayeron juntos, forcejeando por un disco hasta el momento en el que chocaron contra la superficie del agua, doce metros más abajo.
Cuando arrojaron el último disco, los tres supervivientes se volvieron unos contra otros. Después de unos pocos minutos, sólo quedaba una rata de clan. Rikkit se rio a carcajadas, recogió la bolsa y se la lanzó al vencedor. Los exploradores ya estaban haciendo apuestas sobre cuánto tiempo duraría aquel imbécil antes de que la enfermedad se lo llevara. Susurrando y riendo entre ellos, los skavens volvieron a bajar correteando por el estrecho sendero, pensando ya en el largo viaje a casa.
Al amanecer, la superficie de la gran laguna estaba roja como la sangre recién derramada.
* * *
El gran río era la fuente de vida de toda Nehekhara, de formas tanto grandes como pequeñas. Sus aguas nutrían una verde región de tierras de cultivo que se extendía a través del alto desierto durante más de mil de kilómetros, proporcionando tantos alimentos que ciudades como Numas, Khemri y Zandri se enriquecieron intercambiando trigo, arroz y alubias con sus vecinos del este. El río también suministraba pescado para las ciudades fluviales y agua para fabricar vino y cerveza. Sus innumerables afluentes, muchos a gran profundidad, se extendían por el territorio como los hilos de un tapiz, alimentando lejanos oasis y minúsculos manantiales ocultos que sustentaban a caravanas mercantes y nómadas del desierto por igual.
Durante años, el veneno de Nagash se había extendido a todos los rincones de Nehekhara, propagándose a través de la tierra a los cultivos, y de los cultivos tanto a animales como a personas. Los hombres se llenaban los estómagos con la maldición del rey funerario cada vez que tomaban una copa de vino o bebían con avidez de un manantial en el gran desierto. Para cuando el último grupo de discos se hundió en las aguas de la laguna, el veneno se enroscaba como una víbora durmiendo en la carne de todo ser vivo.
El último grupo de discos completó la elaborada maldición de Nagash y puso en marcha los engranajes de la muerte. Las aguas de la laguna se tornaron carmesí; la mancha fluyó por las rugientes cataratas y hasta el río Vitae, donde con el tiempo la vieron horrorizados pescadores y comerciantes del río hasta en la lejana Zandri. Era la señal del Rey Imperecedero de que la perdición de Nehekhara estaba próxima.
A los pocos días, los cultivos empezaron a marchitarse y morir en los campos. No de repente, sino poco a poco, empujando a los agricultores a arrebatos de desesperación mientras luchaban por salvar sus medios de vida. El ganado que comía los cultivos contaminados pronto enfermaba y moría. La enfermedad era horrible de contemplar; una muerte lenta y agonizante mientras los cuerpos de las víctimas se pudrían de dentro afuera. La agonía llevaba a la locura y la locura a la muerte, pero el proceso no era compasivo ni rápido.
Poco tiempo después, los nehekharanos también empezaron a sufrir. Las más afectadas fueron las ciudades fluviales, en particular Khemri. Alcadizzar el Grande, soberano del imperio, convocó a sus cirujanos y magos y dirigió todos sus esfuerzos a localizar el origen de la enfermedad y descubrir una cura. Sacaron a los enfermos de sus casas y los colocaron en los templos, con la esperanza de que no les transmitieran la enfermedad a otros. Y, sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la peste continuó propagándose.
A medida que las cosechas se malograron, los precios de los alimentos se dispararon. Incluso aquellos que estaban sanos ahora se enfrentaban a la perspectiva de la inanición. Las ciudades empezaron a acapara alimentos, lo que provocó disturbios y más derramamiento de sangre. Alcadizzar utilizó todo su poder para tratar de mantener el orden entre sus reyes vasallos. Durante un tiempo, lo consiguió. La comida estaba racionada, pero se dio de comer a todo el mundo, del más importante al más humilde. Cuando la plaga se extendió a ciudades lejanas como Quatar y Ka-Sabar, se trasladó a los infectados de la forma más humanitaria posible y se los aisló en ciudades de carpas fuera de las murallas.
Y entonces Ubaid, el hijo menor del rey, cayó enfermo.
Alcadizzar convocó a una legión de cirujanos para que se ocuparan de su hijo. Se consultó a todos los magos y oráculos de la nación en busca de una cura. El propio rey pasó noche y día junto a la cabecera de su hijo, mientras éste se sacudía y desangraba, y gritaba de dolor. Una vez que la enfermedad estuvo muy avanzada, ni siquiera la leche de la amapola pudo aliviar el sufrimiento del joven príncipe. Ubaid le rogó a su padre que hiciera desaparecer el dolor; después, en las garras de la locura, le suplicó que acabara con su vida. Cuando murió al fin, casi un mes más tarde, lo hizo con una maldición en los labios.
Para entonces, la peste estaba por todas partes. Las grandes ciudades les cerraron las puertas a los forasteros y encerraron a los infectados en sus casas para intentar contener la enfermedad. Presa del miedo y medio enloquecido de dolor, Alcadizzar envió a Asar, el único hijo que aún le quedaba, lejos de la ciudad y hacia el Gran Desierto a vivir con las tribus, donde se esperaba que la peste no pudiera llegar. El heredero del rey viajó por una región plagada de violencia y descontento, donde grupos de bandidos atacaban a los viajeros en busca de comida. Después ver la muerte de cerca en muchas ocasiones, Asar y sus criados llegaron a la seguridad del Gran Desierto y acamparon para pasar la noche en un oasis que sólo conocían las tribus.
Precisamente al día siguiente, el príncipe cayó enfermo. Sus criados muchos enfermos también, se esforzaron por cuidar de él, pero su estado empeoró. Una noche, atormentado por la locura, el príncipe escapó de su tienda y se alejó deambulando por las arenas, y nunca se lo volvió a ver.
Cuando Alcadizzar se enteró de la noticia, quedó deshecho. En el transcurso de un año, había visto cómo la plaga se extendía por su imperio, y ahora éste se moría ante sus ojos. Nada de lo que hiciera frenaba la propagación de la enfermedad en lo más mínimo. El agua fresca y no contaminada, encerrada en cisternas, tinajas y pozos, ahora valía su peso en oro. Los disturbios desgarraban Khemri todos los días, mientras lo ciudadanos presas del pánico buscaban algún modo de escapar a la enfermedad. Gritaban fuera de las puertas del palacio, suplicándole a su gran rey que los salvara.
A medida que transcurría el segundo año de la peste, las súplicas de la gente se convirtieron en gritos furiosos, y luego pasaron de gritos a amargas maldiciones mientras la enfermedad se cobraba cada vez más vidas. El hecho de que el propio rey pareciera inmune a la enfermedad no hizo más que avivar aún más el resentimiento de sus ciudadanos.
Transcurrieron los meses y los suministros de alimentos se redujeron. Los hombres se convirtieron en salvajes que asesinaban a sus vecinos por un mendrugo de pan o un vaso de vino rancio. Alcadizzar le abrió las escasas reservas de comida del palacio a su gente, pero el gesto de buena voluntad provocó un sangriento disturbio que dejó a cientos de sus ciudadanos muertos. Recorrieron el palacio arrasándolo todo a su paso y robando todo lo que pudieron, mientras el rey y la reina y un puñado de guardias reales se atrincheraban en los aposentos de los reyes y esperaban a que el caos amainase.
Una semana después, Khalida contrajo la peste.
* * *
La enfermedad se apoderó de ella mucho más despacio que del resto. Durante un tiempo, intentó ocultarle su sufrimiento a su marido, pero en menos de un mes su estado se había vuelto demasiado visible para ignorarlo. Alcadizzar convocó a sus cirujanos una vez más. Se sentó junto a su cabecera, le limpió la sangre de los ojos y escuchó cómo gemía en sueños. A medida que su estado empeoró, el rey acudió a los antiguos templos y les rezó en vano a los dioses para que le salvaran la vida a su mujer.
El dolor de Khalida se prolongó muchos meses, mientras la reina se iba consumiendo en su lecho de enferma. Cuando su sufrimiento se hizo tan grande que ya no reconocía a su propio marido, los cirujanos ofrecieron administrarle una copa de amapola sin diluir para ayudarla a pasar a la otra vida. Alcadizzar cogió la copa él mismo. La llevó a los labios de su mujer y se sentó con ella a lo largo de la noche, mientras sus gemidos se apagaban y su respiración se volvía cada vez más superficial. Khalida entró en el reino de los muertos poco después, haciendo caso omiso del desconsolado hombre que permanecía a su lado.
Alcadizzar mandó a buscar a los sacerdotes funerarios y los ayudó a preparar a su amada para la tumba. El último caballo había muerto meses antes, así que el rey y dos acólitos tiraron del carro que transportó su cuerpo hasta la necrópolis de la ciudad, donde aguardaba una modesta cripta. No había una magnífica pirámide para el rey más grande de Nehekhara. Alcadizzar se había resistido a la idea de encargar una y Khalida, que había nacido entre las tribus del desierto, se burlaba de la idea de darle sepultura a la gente. Pero al final, Alcadizzar no pudo colocarla sobre unas andas de madera y prenderle fuego, como era la costumbre entre la gente del desierto. La tumba, por lo menos, ofrecía la esperanza de que quizás algún día pudiera despertar de nuevo.
Durante un tiempo, Alcadizzar consideró tomar la copa envenenada y reunirse con su familia en el más allá. Pero entonces, unos pocos días después de enterrar a Khalida, un exhausto mensajero entró a caballo en la ciudad procedente de la lejana Rasetra. Cómo se las había arreglado para realizar el largo viaje él solo era una hazaña de valentía y resistencia en sí mismo, y ya estaba medio muerto por la peste para cuando llegó. El mensaje que llevaba era del rey Heru. Un ejército de no muertos había salido de la Ciudad Maldita al este y lo estaba matando todo a su paso. Lybaras ya había caído y habían pasado a cuchillo sin piedad a los pocos ciudadanos que aún quedaban. Rasetra sería la siguiente.
El mensaje tenía más de dos meses de antigüedad. Alcadizzar sabía que Heru había muerto mucho antes de que su advertencia llegara a Khemri.
A partir de ese momento, el rey dejó de lado todo pensamiento de la copa envenenada. En su lugar, sacó su armadura y su espada de oro y volvió la mirada hacia el este, buscando la oscuridad que se avecinaba.