28: El filo de la victoria

28

El filo de la victoria

Lahmia, la Ciudad Maldita,

en el 110.º año de Phatkh el Justo

(-1161, según el cálculo imperial)

Aunque habían derrotado al ejército de Nagash en las Puertas del Alba, las heridas de Alcadizzar sumieron al ejército occidental en el caos. Los cirujanos del rey debatieron si intentar tratar sus heridas en el campo de batalla o enviarlo a Quatar, a muchos kilómetros de distancia. Tanto el soberano de Numas como el de Zandri intentaron hacerse cargo del ejército en ausencia del rey, transmitiendo órdenes contradictorias desde diferentes partes del campo de batalla que las paralizadas fuerzas tardaron horas en aclarar. Para cuando la reina Khalida se hubo recuperado lo suficiente de sus propias heridas para tomar el mando, el último vestigio del ejército de Nagash había escapado de la trampa y huía hacia el este por el Valle de los Reyes.

Al amanecer del día siguiente, parecía que el rey sobreviviría a sus heridas. Alcadizzar despertó con su esposa a su lado y disipó cualquier idea de que lo enviaran a la sombría ciudad de Quatar para recuperarse. En su lugar, ordenó que el ejército levantara el campamento y persiguiera a los enemigos que se batían en retirada.

El ejército de Nagash se retiró del Valle de los Reyes y continuó hacia el este, donde dos semanas después se le unieron los restos de las fuerzas de no muertos que habían sitiado Lybaras. Aunque los no muertos habían conseguido abrir una brecha en las murallas de la ciudad, la oportuna llegada de refuerzos desde Rasetra había roto el sitio y acabado con dos de los cuatro descendientes de W’soran que seguían con vida.

Perseguidos ahora por los ejércitos combinados del este y el oeste, los guerreros de Nagash libraron una enconada batalla en retirada hasta la ciudad en ruinas de Lahmia. Compañías de lanceros y caballería fueron sacrificadas para llevar a cabo feroces emboscadas y ataques nocturnos contra los nehekharanos, mientras el resto marchaba incansable hacia su objetivo. Una y otra vez, Alcadizzar intentó inmovilizar al enemigo con ataques de caballería, pero el ejército de no muertos simplemente sacrificaba otra retaguardia, como un lagarto que entrega su propia cola, mientras que el resto escapaba. Los campos de hueso destrozado se extendían a lo largo del gran camino comercial durante kilómetros.

La última batalla se libró al borde de la Llanura Dorada, a pocos kilómetros de la Ciudad Maldita. Los inmortales de W’soran que habían sobrevivido y sus guerreros de esqueleto ocuparon los deteriorados fuertes que protegían el estrecho paso que conducía a la ciudad y rechazaron a los ejércitos nehekharanos durante semanas antes de que los vencieran. Para cuando Alcadizzar llegó a Lahmia, la ciudad estaba desierta. Arkhan y los últimos restos de la inmensa hueste de Nagash habían embarcado en sus naves y habían escapado.

* * *

El puerto de Lahmia no había estado tan animado en décadas. Hombres de Zandri y Khemri —marineros que navegaban por mares y ríos y sabían de barcos y del mar— estaban recorriendo los viejos muelles de la ciudad e inspeccionando la multitud de silenciosas naves de vientre grueso para transporte de tropas que el enemigo había dejado atrás. Mientras Alcadizzar miraba, varias almas intrépidas habían encontrado dos esquifes grandes que todavía estaban en condiciones de navegar en su mayor parte y estaban remolcando en ese momento uno de los enormes barcos de transporte hasta los muelles.

Era un día soleado a principios de primavera, cálido y húmedo con la promesa de lluvia. La ciudad todavía olía a ceniza, casi cuarenta años después de su caída. El rey estaba sentado a horcajadas sobre un delgado caballo del desierto y observaba la actividad en los muelles desde una plaza vacía un poco más arriba. Un pequeño grupo de guardias reales permanecía en sus caballos a una discreta distancia, permitiéndole estar a solas con sus pensamientos.

Los cirujanos lo animaron a montar cuando pudo, diciendo que el ejercicio ayudaría a acelerar su recuperación. Alcadizzar tenía sus dudas.

Se reclinó en la silla e hizo una mueca al sentir dolores en rodillas, caderas y espalda. Sabía que los cirujanos habían hecho todo lo posible. Sospechaba que los dolores que sentía tenían menos que ver con la magia del bebedor de sangre y más con el hecho de que tenía ciento ochenta y nueve años. El poder del elixir de Neferata ya sólo era un recuerdo, pero aún así él parecía envejecer mucho más despacio que los demás. Tenía el aspecto de un hombre de no más de cien años… no era ningún jovencito, pero todavía le quedaban bastantes años por delante, si tenía cuidado. Una época en la que la mayoría de los hombres dejaba su trabajo de lado e intentaba disfrutar de todas las cosas buenas que había conseguido.

Unos cascos golpetearon por los adoquines agrietados a través de la plaza, despertando al rey de su ensimismamiento. Echó un vistazo y vio a Ophiria llevando a su caballo al paso hacia él. Su sirviente encapuchado, el elegido de Khsar, frenó al borde de la plaza, a una discreta distancia tanto de la Hija de las Arenas como de los miembros de la guardia real.

El rey esbozó una sonrisa cansada cuando la vidente llegó a su lado.

—Esto es una sorpresa —dijo—. No había esperado verte dentro de la ciudad.

Ophiria miró con el entrecejo fruncido y gesto de recelo los edificios vacíos que se extendían a lo largo de la plaza. En lugar de buscar alojamiento en el interior de Lahmia, como el resto del ejército, los miembros de las tribus habían montado sus tiendas en la Llanura Dorada, cerca de las ruinas de los fuertes fronterizos. Rehuían la ciudad, pues estaban convencidos de que era terreno realmente maldito.

—No parecía que fueras a salir en un futuro próximo, así que decidí venir a buscarte —respondió.

Alcadizzar soltó una risita y extendió las manos.

—Si esperas té, me temo que te llevarás una decepción.

La Hija de las Arenas sonrió con tristeza.

—No —dijo—. Me temo que no hay tiempo para eso ahora. He venido a despedirme.

El rey suspiró.

—Había esperado que Muktadir y sus jinetes se quedaran con nosotros un poco más.

Ophiria negó con la cabeza.

—Muktadir es un buen hijo. Le prometió a su padre en su lecho de muerte que cuando Nagash regresara, las tribus ayudarían a expulsar al Usurpador de la región. Esa promesa se ha cumplido y ahora anhela regresar a casa, donde su nueva esposa lo espera.

Alcadizzar asintió con la cabeza.

—Lo entiendo —aseguró con un poco de nostalgia—. De verdad que sí.

Miró a la vidente y le dirigió una sonrisa pícara.

—Las barcazas están esperando para llevaros de regreso a Khemri.

Ophiria hizo una mueca.

—¡Nunca más, por los dioses! —Se llevó la mano al vientre—. Preferiría que me llevaran arrastrando a Bhagar del lomo de un caballo. —La vidente sacudió la cabeza—. La próxima vez que quiera que torturen a un hombre haré que lo lleven al río y lo aten a una barcaza una semana.

Los dos compartieron una risa triste. Alcadizzar se acercó y le agarró la mano.

—Buen viaje, Ophiria. Siempre serás bienvenida en la corte de Khemri.

Ophiria estudió al rey largo rato.

—Eres un buen hombre, Alcadizzar, y mi pueblo te debe mucho. Por eso, tienes mi gratitud. —Entonces apartó la mirada de él y la dirigió colina abajo hacia los muelles—. Estás considerando otro viaje —observó.

La sonrisa desapareció del rostro de Alcadizzar.

—La guerra no ha terminado todavía —dijo con gravedad—. En cuanto podamos reunir una flota, vamos a darle caza a Nagash. —Señalo hacia abajo en dirección a las naves abandonadas—. Mis hombres están examinando esos barcos de hueso para ver si podemos equiparlos con remos o velas. Subiremos por el estrecho, encontraremos la guarida del Usurpador y nos encargaremos de él de una vez por todas. —Suspiró de nuevo—. Entonces, tal vez, por fin pueda descansar.

—Así lo espero —respondió Ophiria con voz triste.

Durante un momento, dio la impresión de que la vidente estaba a punto de marcharse, pero luego se detuvo, como si hubiera algo más que quisiera decir.

Alcadizzar frunció el entrecejo.

—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

Ophiria no respondió al principio. Se quedó mirando hacia el mar un rato, como lidiando con lo que debía decir. Por fin, se volvió hacia el rey.

—¿Harás algo por mí, antes de que te vayas? —le pidió.

—Por supuesto. Lo que sea —prometió Alcadizzar.

—Envía a Khalida a casa —dijo—. Eso es todo.

—¿Eso es todo? —repitió Alcadizzar abriendo mucho los ojos—. ¿No puedo hacer algo sencillo en cambio, como vaciar el mar o contar las estrellas del cielo? —Se rio entre dientes—. Nunca se irá, sobre todo después de lo ocurrido en las Puertas del Alba.

El roce con la muerte había borrado todos los años de tensión y resentimientos que habían surgido entre ellos. Ahora rara vez pasaban más de unas pocas horas separados cada día.

—Si crees que debería regresar a Khemri, deberías decírselo tú misma.

—A mí no me hará caso. Sólo soy su tía —protestó Ophiria.

—¿Y crees que me hará caso a mí? Sólo soy su marido —repuso Alcadizzar. Frunció el entrecejo—. ¿De qué va todo esto?

—Nada. —Ophiria se removió incómoda—. Sus hijos la necesitan, eso es todo.

El rey le dirigió una larga mirada a la vidente.

—Has visto algo, ¿verdad?

Ophiria hizo una mueca.

—No debería haber dicho nada.

Tiró de las riendas, intentando que su caballo diera media vuelta. El rey se inclinó y agarró la brida del caballo.

—Ya es demasiado tarde para eso —dijo con tono serio—. ¿De qué se trata?

Ophiria se quedó mirando al rey.

—Si vas al norte a enfrentarte a Nagash, triunfarás —contestó despacio—. Pero no regresarás.

Alcadizzar soltó la brida y se echó atrás en la silla, asombrado.

—No me lo creo.

La vidente hizo un gesto de comprensión con la cabeza.

—Lo siento. Pero es así.

—No —insistió el rey—. Te equivocas. No puedo morir ahora. —Abarcó los edificios en ruinas de la plaza con un furioso movimiento de la mano—. ¿Primero Lahmia, luego Nagash y ahora esto? Lo he dado todo por esta tierra, Ophiria. Todo lo que he hecho ha sido por el bien de Nehekhara. Ciento ochenta y nueve años, y prácticamente ni un día de ellos fue realmente mío.

—Eres un gran rey —dijo la vidente con tristeza—. Tal vez el más grande que haya conocido nunca Nehekhara.

—Pero ¿y qué hay de mí? —preguntó Alcadizzar—. ¿Qué justicia hay en esto? Hay tantas cosas que he esperado hacer. Apenas he empezado.

—Lo sé —respondió Ophiria con tono sombrío—. Créeme, Alcadizzar. Yo sé lo que es sacrificarlo todo por una vocación superior. —Negó con la cabeza—. Pero no podemos elegir nuestro destino.

—Entonces, ¿qué sentido tiene? —exclamó Alcadizzar—. ¿Qué sentido tiene todo este horror y sufrimiento, si no es para ganarnos el derecho a vivir como queramos, todos los años que se nos concedan?

Una lágrima rodó por la mejilla arrugada de la vidente.

—No lo sé —respondió.

Ophiria se inclinó hacia delante y le puso una mano en la mejilla.

—Adiós, Alcadizzar, Rey de Reyes. Te deseo lo mejor, en esta vida y en la siguiente.

La Hija de las Arenas tiró de las riendas, haciendo que su caballo diera la vuelta, y regresó a través de la plaza. El rey observó cómo ella y su sirviente encapuchado se dirigían hacia el oeste, adentrándose en la ciudad, hasta que los dos jinetes se perdieron de vista.

* * *

Estaba anocheciendo cuando Alcadizzar llegó al palacio. Los truenos retumbaban débilmente al este, anunciando la tormenta que se avecinaba.

El rey encontró a Khalida en medio de las ruinas del Templo de la Sangre, rodeada de sus doncellas y un grupo de guardias de mirada aguda. El antiguo jardín situado en el centro había sobrevivido a lo peor del fuego y ahora era una enmarañada jungla verde.

La mayoría de los senderos que lo recorrían habían desaparecido, tragados por los helechos y las enredaderas. Sólo quedaban los caminos más anchos empedrados. Uno conducía directamente al centro del jardín, donde Khalida estaba apoyada junto al tronco de un viejo árbol nudoso y lanzaba migas de pan en el estanque salobre que había cerca.

Alcadizzar caminó con suavidad por la espesa hierba y se acomodó a su lado. La reina se volvió, sonriendo, y le besó la mejilla.

—Ahí estás —dijo—. ¿Has estado en los muelles de todo este tiempo?

—La mayor parte —respondió el rey mientras su mirada vagaba por el claro—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He oído el rumor de que todavía hay peces en el estanque —explicó Khalida—. Carpas gigantes, del color de las monedas de oro. He estado intentado hacerlas salir con unas migas.

Alcadizzar se volvió hacia Khalida. Levantó la mano y le apartó con delicadeza un mechón de cabello oscuro del rostro.

—¿Cómo te sientes?

La reina sonrió.

—Un poco mejor cada día.

Se había roto dos costillas y un tobillo cuando el carro volcó durante la batalla y habían tardado en sanar.

—¿Te sientes con fuerzas para un largo viaje? —preguntó el rey.

La sonrisa de Khalida se desvaneció.

—¿Por qué?

Alcadizzar se inclinó hacia delante y la besó con suavidad en los labios.

—Porque creo que es hora de que regresemos a Khemri.

La expresión de Khalida se tomó sombría.

—¿Y qué pasa con Nagash?

El rey guardó silencio largo rato.

—Lo hemos derrotado. Su ejército ha sido destruido. Esa es suficiente victoria para mí. —Rodeó a Khalida con el brazo y la atrajo hacia sí, teniendo cuidado con las costillas—. He luchado suficiente para llenar dos vidas. Ahora sólo quiero a mi mujer e hijos a mi lado.

La reina lo miró.

—¿Lo dices en serio?

—Con todo mi corazón.

Khalida sonrió.

—En ese caso, vamos a casa.

* * *

Tres semanas después de escapar de la Ciudad Maldita, Arkhan el Negro varó su barco de hueso en la orilla del mar Ácido, bajo la sombra de Nagashizzar. Entró en la fortaleza con cincuenta mil guerreros… un ejército imponente desde el punto de vista de un mortal, pero poco más de una décima parte de la inmensa hueste que se le habían proporcionado.

Cuando Nagash se enteró de la derrota de su ejército, su ira fue terrible. El sonido de su furia tronó por los pasillos de la fortaleza y provocó temblores en los túneles de abajo. Durante siete días siete noches, el aire por encima de la montaña se agitó como un mar embravecido y escupió relámpagos verdes que iluminaron la tierra asolada durante kilómetros.

Y entonces, después de la séptima noche, los truenos se calmaron y la montaña quedó en calma. Un silencio que no auguraba nada bueno descendió sobre Nagashizzar, más temible y funesto que todos los días de furia juntos.

* * *

—No me gusta la pinta que tiene esto —dijo Eshreegar entre dientes mientras el liche de dientes negros salía del túnel.

Había transcurrido un mes desde que el ejército de Nagash había regresado a la fortaleza derrotado. Muchas veces, mientras los pasillos de la fortaleza habían estado prácticamente vacíos de no muertos, Eekrit y Eshreegar habían discutido sobre si había llegado el momento de abrir el cofre del Señor Gris Velsquee y hacer uso del arma que había dentro. En cada ocasión, la intuición de Eekrit le dijo que esperasen, temiendo que, incluso sin un ejército, Nagash siguiera siendo demasiado poderoso para hacerle frente. La tormenta de furia que había sacudido la fortaleza —mejor dicho, toda la montaña— tras el regreso del ejército convenció a Eekrit de que había tenido toda la razón.

Debajo de la montaña, todo seguía como de costumbre. El ansia de Nagash por esclavos no había mostrado indicios de disminuir y el trabajo en las minas continuaba sin pausa. Al otro lado de la caverna, el último envío de pieles verdes gruñó y bramó en su lengua gutural cuando los no muertos llegaron a hacer el intercambio.

Eekrit sacudió las orejas. Algo era diferente. Esta vez había muchos más esqueletos. Muchísimos más, de hecho, y todos transportaban cofres o pilas de cajas planas y cuadradas selladas con plomo. Mientras el liche observaba, los esqueletos llevaron la mitad de los cofres a la balanza, como de costumbre, y luego depositaron el resto a los pies de Eekrit.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

El liche se volvió hacia Eekrit. Tenía el cráneo ennegrecido en algunas partes y la armadura chamuscada y abollada. Parecía como si un gigante lo hubiera agarrado por los tobillos y lo hubiera usado para apagar a golpes un fuego bastante obstinado.

—Mi señor quiere llegar a un nuevo acuerdo —respondió el liche con voz chirriante.

Una pierna se arrastró ligeramente cuando dio un paso adelante y señaló los cofres y cajas colocados ante Eekrit.

—Además de la cantidad habitual por los esclavos, os pagará el doble para que llevéis estos cofres al nacimiento del río Vitae y vaciéis su contenido en el agua.

Eekrit miró las cajas con cautela. Todas ellas estaban marcadas con un complejo diseño de runas y símbolos arcanos.

—¿Qué hay dentro?

—Muerte —dijo el liche.

—Ah —contestó Eekrit. Extendió las patas—. Nosotros, eh, nunca hemos oído hablar de este río.

—Alimenta a toda Nehekhara —explicó el liche—. Nace en una laguna, en lo alto de las montañas al suroeste.

—¿Dónde…?

—Encontradla —bramó la criatura no muerta—. A menos que no queráis quedaros con la piedra.

—¡No! —exclamó Eekrit—. Quiero decir… sí, queremos que la piedra. —Le echó una mirada a Eshreegar—. Seguro que se puede arreglar algo.

—Habrá más —dijo el liche—. Llevadlos todos a la laguna, y se os pagará bien.

—Me alegra saberlo —respondió Eekrit, aunque se sentía todo lo contrario—. ¿Para qué es todo esto, si no te importa que lo pregunte?

El liche lo fulminó con la mirada.

—Los nehekharanos prefieren morir antes que servir a mi señor —dijo—. Así que tendrán lo que quieren.