27
En las Puertas del Alba
El Valle de los Reyes,
en el 110.º año de Khsar el Sin Rostro
(-1.162, según el cálculo imperial)
Una semana después de la caída de Mahrak, el ejército de no muertos llegó al borde oriental del Valle de los Reyes. En la entrada del valle se alzaban las Puertas del Anochecer: ocho imponentes columnas de piedra, cada una de treinta metros de alto y más antiguas que la propia Nehekhara, dispuestas a cada lado del ancho camino que serpenteaba por la base del amplio fondo del valle. Cuando Arkhan vivía, una pared sin terminar se extendía por el valle hasta las primeras columnas de la antigua puerta. Desde entonces, la habían reemplazado por algo mucho más formidable: una elevada muralla de piedra apretada de unos diez metros de altura, con enormes bastiones alzándose cada cuatrocientos metros al norte y al sur. Habían construido una inquietante torre de entrada de un lado a otro del camino, a sólo unos cien metros al este de los obeliscos, y dos bloques de sólido basalto de más de tres metros de ancho y cinco de alto sellaban la entrada.
Preparado para otro enconado asalto, Arkhan lanzó una docena de compañías de esqueletos y diez máquinas de guerra contra las murallas de la ciudad. Protegidas con capas de conjuros nigrománticos, las compañías cruzaron el terreno abierto que se extendía delante de los muros sin oposición y treparon rápidamente a las almenas. El liche esperó subido a su caballo justo fuera de tiro de flecha, esperando oír sonidos de lucha que nunca llegaron. No había guardias en las almenas ni dentro de la temible torre de entrada. Las enormes y costosas fortificaciones, sin duda construidas a lo largo de muchos años para asegurar el extremo oriental del valle, estaban completamente desiertas. A la guarnición —si de hecho había habido una— probablemente le habían retirado a Mahrak y había muerto allí defendiendo la ciudad.
Era imposible comprender la forma de pensar de los sacerdotes, caviló Arkhan mientras guiaba a sus tumularios más allá de las Puerta del Atardecer.
En ese mismo momento, más de cien leguas al norte, Alcadizzar y los ejércitos del oeste estaban llegando a tierra firme una vez más.
El viaje río arriba se había desarrollado sin incidentes —aparte de una larga y brutal batalla contra el mareo entre los miembros de las tribus del desierto— y, a las pocas semanas, la primera barcaza fluvial llegó a su destino. Después de la primera semana de viaje, la flota había subido por el río Dorado, un afluente del Vitae, y se había adentrado en las Cumbres Amargas. Allí, al final del río, llegaron a un pequeño puesto avanzado que protegía una serie de muelles de piedra que habrían sido la envidia de cualquier ciudad importante. Los habían construido durante el reinado de Alcadizzar con un único objetivo: trasladar un ejército de la forma más rápida y eficiente posible al lado oriental de las montañas.
Pocas personas fuera de Khemri sabían que existían los muelles; menos aún estaban enteradas del estrecho camino que habían abierto ciento veinte leguas a través de las montañas al sureste. Ya habían dejado en su sitio reservas de comida y agua a lo largo de la ruta, lo que le permitiría a las fuerzas de Alcadizzar viajar ligeras y moverse aún más rápido. Siempre y cuando el tiempo se mantuviera, llegaría a las Puertas del Atardecer en poco menos de dos semanas.
Se habían enterado de la caída de Mahrak mientras iban río arriba; Ophiria lo había visto en una visión y les habló de la masacre que habían llevado a cabo las tropas de Nagash. Desde Mahrak, Alcadizzar estaba seguro de que el ejército continuaría hacia el Valle de los Reyes intentado introducirse en el oeste de Nehekhara. Ahora que una fuerza de tropas de Nagash de proporciones considerables mantenía atrapados a los ejércitos del este en Lybaras, el camino parecía despejado para avanzar hacia Quatar, y luego más allá a la propia Khemri.
Lo que el enemigo no sabía era que las Puertas del Alba habían cambiado mucho desde el reinado del Usurpador y que los ejércitos de Quatar y Ka-Sabar estaban preparados para repelerlos. Cuando Alcadizzar y sus ejércitos alcanzaran a las Puertas del Atardecer, la trampa se cerraría.
Solo tenían que llegar al extremo occidental del valle a tiempo.
* * *
En otro tiempo, el Valle de los Reyes había sido un inmenso cementerio donde los primeros nehekharanos le daban sepultura a su gente antes de la creación de las grandes ciudades. Habían cavado magníficas tumbas en las empinadas laderas del valle y el fondo estaba abarrotado de altares de arenisca y mausoleos apiñados.
Ahora sólo había montones de piedras rotas y escombros ennegrecidos que se extendían cientos de kilómetros… Los restos de una batalla de meses de duración librada entre los ejércitos del Usurpador y los reyes rebeldes del este, unos seiscientos años antes. Arkhan recordó la extenuante persecución a través del valle. Los orientales que se batían en retirada habían derribado estatuas y destrozado los mausoleos para crear reductos improvisados para sus arqueros y lanceros, mientras los sacerdotes de Mahrak atormentaban a su caballería con astutas ilusiones y mortíferas trampas mágicas. Los rebeldes les habían hecho pagar un alto precio a las fuerzas de Nagash por cada centímetro de terreno, obligando a los inmortales a abrir las tumbas que se extendían por las laderas del valle en busca de más cuerpos para llenar sus filas cada vez más mermadas. La persecución había durado dos agotadoras semanas y fue uno de los enfrentamientos más duros de la guerra.
Esta vez, los guerreros de Nagash se desplazaban en la dirección opuesta, hacia las Puertas del Alba y la ciudad de Quatar. Durante los días del reinado de Nagash, el extremo occidental del valle había sido sellado mediante fortificaciones aún mayores que las que se habían construido en las Puertas del Atardecer, pero los lybaranos habían encontrado una manera de echarlas abajo en un intento de frenar el avance del ejército de Nagash. Teniendo en cuenta lo que había visto a las Puertas del Atardecer, Arkhan tuvo que asumir que habrían construido algo similar en el extremo occidental del valle, y que estaría bien defendido. A la famosa Guardia de las Tumbas de Quatar se le había encomendado proteger a las Puertas del Alba durante milenios; puesto que el Valle de los Reyes era la única forma de trasladar un ejército a través de las Cumbres Quebradizas, seguro que estarían guarneciendo las almenas y esperando su llegada.
Tenían que tomar las Puertas del Alba por asalto. Ahora que toda Nehekhara se había levantado en armas, Arkhan sabía que tenía que actuar con rapidez antes de que los reyes occidentales pudieran unirse en un único y enorme ejército. Cada día que perdiera luchando en el valle les permitiría a sus enemigos hacerse más fuertes, que era algo que no podía consentir.
Arkhan dirigió todo su poder en acelerar la marcha de su ejército. W’soran, para no ser menos, le ordenó a su progenie que hiciera lo mismo. Envuelta en un remolino de oscuridad, la hueste de no muertos: avanzó veloz hacia el oeste, más allá de las tumbas destrozadas de los antiguos.
Moviéndose día y noche, el ejército de Nagash cruzó el Valle de los. Reyes en tan sólo siete días, pero las exigencias de la marcha y el terreno accidentado habían extendido a la hueste a lo largo de más de dieciséis kilómetros de terreno. La caballería iba a la cabeza, pues los caballos de esqueleto se abrían paso con facilidad por el suelo escabroso, seguida de: numerosas máquinas de guerra traqueteantes y compañías sueltas de esqueletos que trotaban empuñando hachas. Más atrás se encontraban las formaciones más apretadas de las compañías de lanceros y luego, por fin, las catapultas y el resto de las máquinas de asedio grandes. Arkhan cabalgaba con el resto de la caballería, con los brillantes ojos ardiendo en la oscuridad mientras intentaba avistar las lejanas puertas. Cuando llegara allí, no habría ninguna pausa para prepararse: simplemente desataría a sus guerreros contra la muralla en una creciente marca de metal y hueso hasta hacer a un lado a la Guardia de las Tumbas. Fueran cuales fuesen las defensas que hubiera colocado el enemigo, Arkhan estaba seguro de que podrían invadidas con rapidez.
Se equivocaba.
Lo primero que vio Arkhan fueron chispas de fuego resplandeciendo contra la oscuridad, una multitud de hogueras de vigilancia, ardiendo en la noche. Estaban dispuestas en tres filas, y a diferentes alturas, con la primera hilera de hogueras a unos seis metros por encima del fondo valle, la siguiente a doce y la más pequeña en torno a los dieciocho metros del suelo.
Momentos después, el liche hizo saltar a su caballo sobre un montón de arenisca rota y se encontró galopando a través de una amplia extensión de terreno despejado, de más de cien metros de largo. Después de días y noches salvando el terreno cubierto de escombros del resto del valle, la: transición resultó sorprendente.
Entonces lo entendió, a la misma vez que los primeros proyectiles llameantes salieron volando de las defensas del enemigo: habían llegado al campo de batalla al borde de las fortificaciones.
Crepitantes esferas de brea ascendieron hacia el cielo dejando una estela de fuego y dio la impresión de que flotaban en el aire largo rato antes de descender como rayos en medio de la caballería de esqueleto. Los proyectiles estallaron al hacer impacto, prendiéndole fuego a la piel disecada y los huesos secos y transformando jinetes y monturas en teas. Gruñendo, Arkhan redobló la velocidad de la caballería, acercando a sus arqueros a caballo a la muralla todo lo que pudo.
Mientras los incendios se multiplicaban por el campo de batalla, Arkhan vio la muralla… la primera muralla, hecha de bloques de granito que se alzaban seis metros por encima del suelo del valle. Los arqueros situados a lo largo de la muralla y la achaparrada e inquietante torre de entrada desataron un torrente de flechas contra los jinetes que se acercaban y las puntas hechizadas de sus flechas causaron estragos en los escuadrones de no muertos. Cien metros por detrás de la primera muralla, una segunda pared se levantaba hasta una altura de doce metros, reforzada con bastiones de piedra cada doscientos cincuenta metros a lo largo de su extensión. Luego, otros cien metros más allá, Arkhan podía entrever la mole negra de la tercera y última muralla; dieciocho metros de basalto vertical que sellaban las Puertas del Alba.
Otra esfera de fuego crepitó justo sobre su cabeza, derramando gotitas de brea ardiente sobre los hombros de Arkhan. Con una maldición, les ordenó a sus arqueros a caballo que les disparasen una andanada a los hombres de la primera muralla y luego se retirasen fuera de alcance. Las defensas del enemigo eran mucho más fuertes de lo que había imaginado posible. Tendría que perder un tiempo valiosísimo hasta que el resto del ejército llegara antes de poder plantearse un ataque.
Con su plan destrozado, Arkhan hizo que su caballo diera media vuelta y se retiró del campo de batalla. La mente le bullía mientras consideraba su siguiente movimiento.
* * *
El ejército occidental se detuvo sólo cuando fue absolutamente necesario para dejar descansar a los caballos y alimentar a los hombres. Todo el mundo, desde el rey hasta el más humilde lancero, tenía los ojos apagados por el cansancio, pero se habían movido a buen ritmo por el camino de montaña y habían cruzado las Puertas del Atardecer en sólo diez días. Mientras los guerreros se sentaban al lado del camino comercial que serpenteaba a lo largo del valle cubierto de escombros, todavía podían ver el persistente manto de humo que cubría la ciudad muerta de Mahrak al noreste. Era una imagen sombría, que les recordaba la amenaza que se cernía sobre toda Nehekhara.
Alcadizzar tenía la cabeza apoyada contra el costado de su carro de guerra cuando Suleiman, su mago principal, llegó recorriendo la columna sobre un caballo prestado. Tenía la túnica arcana manchada de marrón por el polvo del camino; líneas de tierra destacaban con claridad a lo largo de los pliegues de su cuello y las profundas arrugas que le rodeaban los ojos. Su casquete de metal pulido brillaba intensamente bajo el sol de la mañana.
—Un mensaje de Quatar —anunció el mago sin preámbulos, apoyándose con fuerza en su báculo—. El ejército de Nagash está en las Puertas del Alba.
Alcadizzar se echó hacia delante, alerta al instante.
—¿Cuántos?
—Cien mil, como mínimo —respondió Suleiman—. Pero llegan más cada hora. Podría ser muchas veces esa cifra.
El rey asintió con la cabeza con gravedad.
—¿Pueden defender las puertas?
Suleiman hizo un gesto afirmativo.
—Por ahora.
—¿Se sabe algo de Lybaras?
—Heru dice que la ciudad sigue sitiada. Los refuerzos están en camino desde Rasetra, pero no se espera que lleguen en casi un mes.
Alcadizzar se frotó los ojos doloridos. Mientras Heru y los lybaranos pudieran conservar la ciudad, estarían alejando a miles de guerreros a los que su propio ejército no tendría que hacerles frente en el valle. Eso. tendría que bastar.
El rey miró hacia el oeste, considerando cuánto podría presionar a sus agotados hombres.
—Dile a Quatar que me dé diez días. Diles que hagan lo que tengan que hacer, pero que necesito diez días.
* * *
La primera muralla cayó tras dos días de ataques casi constantes. Arkhan les ordenó a las compañías de esqueletos que avanzaran bajo una lluvia de disparos de flecha y una incesante descarga por parte de las catapultas que habían llevado rápidamente al campo de batalla. Los defensores lucharon con tenacidad, empleando sus propias flechas y disparos de catapulta para causar estragos entre la horda de no muertos. Arkhan vio rápidamente que no era sólo la Guardia de la Tumbas con sus armaduras blancas quien guarnecía las murallas, sino también infantería pesada con armaduras de hierro de Ka-Sabar. Les lanzaron bloques de arenisca a los esqueletos o los empaparon con ollas de brea ardiente; destrozaron cráneos y cortaron brazos o partieron escaleras por la mitad con alabardas y hachas.
Rechazaron un ataque tras otro, pero Arkhan fue implacable. Al final, las catapultas consiguieron abrir una brecha cerca del mediodía del segundo día y el liche le ordenó a su caballería que atravesara el hueco. En ese punto, los defensores comprendieron que tenían que retirarse o arriesgarse a quedar aislados. Se replegaron ordenadamente, dejando unos cuatro mil muertos y heridos detrás. Arkhan se aseguró de que formaran las primeras filas del siguiente asalto.
La segunda muralla resistió mucho más que la primera. Era demasiado alta para las escaleras y tan gruesa que no le afectaba nada salvo el fuego de catapulta concentrado. Arkhan barrió las almenas con ráfagas de magia y repetidos ataques de rápidas máquinas de guerra, pero todos ellos fueron rechazados. Cuatro intentos de derribar la puerta también fueron repelidos, aplastados por pesadas piedras que dejaron caer desde la torre de entrada o reducidos a cenizas por chorros de brea ardiendo. Por fin, tras cinco días de esfuerzos, Arkhan convenció a W’soran de que enviara a sus inmortales. Era un gran riesgo, ya que eran fundamentales para los hechizos que animaban y controlaban al ejército. La muerte de aunque fuera uno solo le costaría a la hueste de no muertos decenas de miles de soldados. Pero valió la pena el riesgo; los inmortales treparon por la muralla como arañas, ocultos tras una cortina de niebla mágica creada por W’soran. En menos de una hora, se oyeron gritos de alarma a lo largo de la muralla mientras la segunda puerta se abría con un crujido. Los defensores de la muralla lanzaron un feroz ataque tras otro en un intento desesperado de volver a tomar la torre de entrada y cerrar las puertas, pero fue en vano. Los supervivientes huyeron a la tercera y última muralla con la caballería de Arkhan pisándoles los talones.
Tras una semana de constantes ataques, Arkhan retiró a sus fuerzas y consideró el último obstáculo que se interponía en su camino. La tercera muralla era demasiado alta para escalarla y demasiado gruesa para las catapultas. Eso dejaba sólo la puerta, que estaba hecha de dos bloques de basalto pulido de unos sesenta centímetros de espesor.
Durante dos días, los adustos defensores situados sobre la tercera muralla atisbaron hacia la penumbra, aferrando con nerviosismo sus armas mientras esperaban a que comenzara el asalto final. Al tercer día, algunos de los que estaban encima de la muralla empezaron a esperar que el enemigo se hubiera dado por vencido por fin. El rey Alcadizzar y sus fuerzas ya tenían que estar muy cerca.
Y entonces, justo después del mediodía, lo sintieron; un ligero y rítmico temblor que vibraba a través de la piedra bajo sus pies. Un lento golpe tras otro, como pasos de pies gigantes.
Los gigantes de hueso no se construyeron buscando altura. Eran relativamente bajos —de sólo unos tres metros y medio a la altura de los hombros—, pero muy anchos, con brazos enormes y cuatro piernas pequeñas y gruesas. Eran seis en total, todos ellos compuestos de miles de huesos del tamaño de un hombre y blindados con todos los trozos de restos de metal que los esqueletos de Arkhan pudieron encontrar. Transportaban entre ellos un ariete hecho con una columna de arenisca de cuatro metros y medio de largo y decenas de toneladas de peso. El suelo se estremeció bajo sus pies mientras cruzaban la segunda puerta y se dirigían hacia la muralla restante. Varias docenas de máquinas de guerra más pequeñas correteaban tras los gigantes, con una costra de sangre seca en sus patas largas y flacas.
Montar los gigantes había requerido los esfuerzos no sólo de Arkhan, sino también de W’soran y sus tres inmortales. El coste en tiempo y energía había sido grande, pero Arkhan calculó que era un precio pequeño si con ello atravesaban las Puertas del Alba.
El liche estaba sentado sobre su caballo de guerra y observaba cómo los gigantes avanzaban pesadamente a lo lejos. Las trompetas ya estaban dando la alarma sobre la muralla mientras los monstruos aparecían entre la penumbra. La mayor parte de la caballería del ejército y unas cuantas compañías grandes de esqueletos estaban preparadas al otro lado de la segunda muralla. El resto —que les pertenecía a W’soran y sus inmortales— esperaba en el espacio entre la primera y la segunda muralla, a salvo de los disparos de catapulta del enemigo. Arkhan se volvió hacia W’soran, que estaba sentado en su palanquín al borde de un círculo ritual inscrito en el suelo. Seis grandes tinajas de barro descansaban en el centro del círculo; los tres descendientes del nigromante se encontraban en diferentes puntos alrededor del perímetro, esperando a que comenzara el ritual.
W’soran aferraba un enorme mamotreto encuadernado en cuero en sus manos huesudas. Se trataba de uno de los antiguos libros de Nagash, que el Rey Imperecedero le había devuelto justo antes de partir de Nagashizzar. El nigromante buscó entre las páginas el ritual adecuado y luego se volvió hacia Arkhan.
—¿Cuándo empezamos?
El liche calculó la distancia entre los gigantes y la pared. Estarían al alcance de las catapultas en cualquier momento.
—Ya —dijo con voz chirriante—. Yo me adelantaré y guiaré a la caballería a través de la brecha.
—Por supuesto —contestó W’soran, con sólo un toque de desdén en la voz.
Arkhan espoleó a su caballo hacia delante, en dirección a su escolta de tumularios y la caballería que aguardaba. El nigromante masculló una maldición dirigida a la espalda que se alejaba y luego se volvió hacia su progenie. Sin nada más que un brusco gesto con la cabeza, levantó los brazos y comenzó a salmodiar.
Los tres inmortales se unieron de inmediato, sumando su poder al rito. La energía aumentó de un momento a otro, hasta que el aire por encima del círculo crepitó con un poder invisible. Las pesadas tinajas, cada una tan grande como un hombre adulto, empezaron a temblar. Las tapas se sacudieron… ligeramente al principio, pero luego con más ruido y más enérgicamente a cada momento que pasaba. La voz de W’soran subió de tono y las palabras brotaron de sus labios en un zumbante crescendo. Y entonces, con un crujido de arcilla rompiéndose, las tapas de las tinajas reventaron a la vez y miles y miles de negros escarabajos de la tumba surgieron de sus profundidades. Se elevaron en el aire, uniéndose en un girante ciclón de un aceitoso color negro que vaciló un momento sobre el círculo ritual y después se lanzó hacia el oeste trepando con rapidez hasta que rompió como una ola voraz sobre las almenas.
Gritos y chillidos de angustia resonaron en la parte superior de la muralla mientras los gigantes se abalanzaban sobre la última puerta.
* * *
El miembro de las tribus del desierto se agachó y dibujó líneas en la arena con la punta del cuchillo.
—El enemigo ha atravesado la primera y la segunda murallas —dijo—. La primera tiene una brecha, aquí, y las puertas están abiertas. La mayor parte del ejército enemigo se encuentra entre la primera y la segunda murallas.
Alcadizzar estudió las marcas en la penumbra. Estaba en cuclillas junto a su carro, rodeado de sus consejeros más cercanos: Khalida, Ophiria, Suleiman y el hijo mayor de Faisr, Muktadir. Estaban a cuatrocientos metros de las Puertas del Alba, lo bastante cerca para oír los sonidos de la batalla a lo lejos.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Darle golpes a la tercera puerta con algo muy grande. No pude ver qué. También están utilizando algún tipo de magia para cegar a los hombres situados sobre la muralla. Parece una brillante nube negra.
Alcadizzar miró a Suleiman. El mago negó con la cabeza.
—Podría ser cualquier cosa —dijo—. Pero eso significa que por lo menos algunos de sus nigromantes están ocupados realizando el hechizo.
—Parece que hemos llegado justo a tiempo —observó Muktadir.
Era alto y apuesto con un toque de picardía, como lo había sido su padre. Tras la muerte de Faisr, apenas cinco años después de la caída de Lahmia, Muktadir se había alzado para ocupar su lugar como gran cacique de la tribu.
—Deberíamos atacar rápido, mientras están concentrados en tomar la tercera puerta —añadió.
—Estoy de acuerdo —contestó Alcadizzar. Se volvió de nuevo hacia el hombre de la tribu—. ¿El enemigo tiene algún centinela en la primera muralla?
El guerrero esbozó una sonrisa rapaz.
—Ninguno.
Alcadizzar le devolvió la sonrisa.
—Bien. Suleiman, ¿tú y tus magos podéis ocultarnos mientras nos aproximamos hasta la primera muralla?
El mago se rascó el mentón.
—Si están distraído con sus propios rituales, entonces sí.
—Muy bien —dijo el rey—. Colocaremos arqueros a lo largo de la primera muralla. Dispararán en cuanto empiece el ataque. Yo guiaré a los carros a través de la primera puerta. Muktadir, lleva a tus hombres y a la caballería pesada por la brecha. La infantería nos seguirá lo más rápido que pueda. Buscad a sus nigromantes. Si podemos destruirlos, le pondremos fin a esta batalla rápido.
Se puso en pie. Detrás de él, el ejército se extendía por el valle en una inmensa línea de batalla, cuyos extremos quedaban ocultos en la penumbra. A una parte de él le hubiera gustado haber dicho algo inspirador, justo al borde de la batalla, pero las circunstancias lo impedían. Si sobrevivían a las próximas horas, ya habría tiempo de sobra para los discursos después, pensó.
—Suleiman, tú vienes conmigo.
Muktadir y sus hombres montaron en sus caballos y partieron con rapidez, mientras que Suleiman llamó a un mensajero y preparó instrucciones para sus compañeros magos. Alcadizzar tomó a Khalida de la mano y se volvió hacia Ophiria.
—¿Algún último consejo? —le preguntó a la vidente.
La Hija de las Arenas era ahora una anciana que había servido a las tribus durante más de cien años. Tenía profundas arrugas en el rostro y las manos, pero Alcadizzar todavía podía ver las líneas traviesas de la muchacha que había sido en otro tiempo.
Levantó la mirada hacia el rey y se encogió de hombros.
—Que no os maten.
A pesar de la tensión que flotaba en el aire, Khalida soltó una carcajada. Alcadizzar miró a Ophiria con una fingida expresión ceñuda.
—¿Qué habríamos hecho sin ti?
La vidente se inclinó hacia delante y apoyó una mano en un lado de cada uno de sus rostros. Las lágrimas brillaron en sus ojos.
—Que Khsar aparte su mirada de vosotros en la batalla que se avecina —dijo con voz temblorosa—. Que desate su hambre sobre el enemigo y roa sus huesos con los dientes.
Alcadizzar sonrió.
—Cuídate, Hija de las Arenas. Hasta la vista.
Con esto, el rey y la reina se subieron a su carro. Suleiman trepó con torpeza detrás de ellos y luego subieron los dos jóvenes arqueros del carro. Cuando todos estuvieron a bordo, Khalida tiró de las riendas y la máquina de guerra se alejó traqueteando en la oscuridad.
Ophiria los vio partir, sabiendo cómo terminaría la batalla.
* * *
Los gigantes echaron el ariete hacia atrás una vez más y lo estrellaron contra la puerta. Arkhan pudo sentir el impacto a casi setenta y cinco metros de distancia. El atronador golpe sacudió los bloques de piedra en los goznes y provocó que otra lluvia de mortero en polvo cayera del arco sobre la puerta. Las enormes creaciones trabajaban completamente libres de obstáculos; todos los hombres situados sobre la muralla estaban siendo acosados por la zumbante tormenta de escarabajos o las máquinas de guerra de rápidos movimientos. Otros cuantos golpes, pensó, y las puertas empezarían a agrietarse.
Arkhan se volvió hacia su caballería y, con un pensamiento ordenó un avance lento. Miles de jinetes esqueleto empezaron a avanzar, recorriendo despacio el terreno duro.
Otro golpe resonó por el campo de batalla, seguido de una quebradiza lluvia de roca triturada. «Ya no queda mucho», pensó.
* * *
Los arqueros fueron en primer lugar, corrieron hasta la muralla y desaparecieron por la puerta. A los pocos minutos, se estaban desplegando por la parte superior de la pared. Después de que el último arquero se hubiera desvanecido, Alcadizzar le ordenó a la caballería que avanzara. A su lado, Suleiman aferró su báculo y salmodió en voz baja, amortiguando el sonido de las ruedas y el golpeteo de los cascos de los caballos. Otros magos estaban haciendo lo mismo con las compañías de infantería que se acercaban detrás de ellos. Con suerte, el enemigo no sabría que estaba en peligro hasta que se iniciara el ataque.
Khalida estaba agachada detrás, del borde blindado del carro, sosteniendo las riendas sin apretar en las manos. Había encordado su arco y lo llevaba preparado a la espalda. Alcadizzar se inclinó hacia delante y le agarró el hombro.
—Atacaremos en cuanto salgamos de la puerta. No hay tiempo ni tiene sentido esperar a ponernos en formación.
Ella asintió con la cabeza, concentrada en guiar el carro a través de la puerta que se acercaba. Todo estaba extrañamente tranquilo. El rey agarró la empuñadura de su espada de oro.
Khalida sacudió las riendas cuando entraron en el túnel, haciendo que los caballos emprendieran un medio galope. El sonido de las ruedas resultaba ensordecedor dentro del túnel; parecía imposible que nadie más pudiera oírlo. En cuestión de segundos, habían atravesado la primera muralla y salido por el otro lado. En ese momento, la reina se cubrió la cara con el pañuelo y soltó un salvaje y creciente grito de batalla. Los caballos pasaron a la carga.
Alcadizzar desenvainó su espada. La hoja de los señores de las montañas resplandeció en la oscuridad, como una esquirla del sol.
—¡Por Khemri! —gritó el rey—. ¡Por Nehekhara! ¡Adelante!
* * *
El ritual ocupaba toda la atención de W’soran mientras guiaba a los escarabajos y avivaba su hambre con el más ligero toque de poder. Hacía falta un toque delicado: demasiado y los escarabajos se quemarían, muy poco y se cansarían y se volverían dóciles.
No se dio cuenta de que estaban atacando al ejército hasta que las flechas empezaron a silbar a su alrededor.
Destellos blancos salpicaron las filas de los no muertos, derribando un guerrero esqueleto con cada golpe Dos saetas chocaron con un golpe sordo contra el respaldo de su asiento, mientras que otra alcanzó a uno de sus descendientes en el hombro. El inmortal soltó un aullido de dolor y partió el asta de la flecha en sus desesperados esfuerzos por sacarla. Arrancó la flecha de un tirón entre convulsiones, pero le dejó un agujero humeante en el pecho.
Los otros inmortales se pusieron a cubierto y el ritual se deshizo. W’soran dio media vuelta maldiciendo y buscando en la oscuridad el origen de los disparos de flecha.
Unas trompetas sonaron al este, seguidas del creciente estruendo de ascos de caballos. El campo de batalla que se extendía detrás de la hueste de no muertos estaba abarrotado de jinetes y carros de guerra —decenas de miles de ellos— y todos ellos parecían cargar hacia él. En el centro había un hombre con armadura de oro que blandía una espada ardiente. A W’soran se le heló la sangre.
—¡Alcadizzar! —exclamó.
* * *
El ariete volvió a dar en el blanco. Esta vez, Arkhan pudo ver las grietas que surgieron en forma radial en ambas puertas, extendiéndose desde el borde interior hasta los goznes. Una lluvia de fragmentos de roca cayó al suelo, dejando un cráter poco profundo en la superficie de la puerta de la derecha. Arkhan soltó un silbido de anticipación y desenvainó la espada.
Y entonces, sin previo aviso, el furioso zumbido que había llenado el aire durante casi media hora guardó un inquietante silencio. Arkhan levantó la mirada y vio cómo un aluvión de diminutos insectos negros golpeteaba a lo largo de las almenas y fluía como lluvia por la pared vertical. Los gritos que llegaban de lo alto se callaron.
Arkhan hizo que su caballo diera media vuelta, como si pudiera atisbar por el túnel de la segunda puerta y ver qué había interrumpido el ritual. Y entonces oyó el gemido de los cuernos de guerra… no procedentes de la muralla, sino del este, por donde habían venido.
«No era posible», pensó el liche. «Los ejércitos mortales más cercanos estaban atrapados en Lybaras, a cientos de kilómetros de distancia».
Y entonces oyó el desgarrador estruendo de una carga de caballería dando en el blanco y supo con certeza que, de alguna manera, sus fuerzas estaban siendo atacadas.
* * *
La espada de Alcadizzar dibujó un arco de fuego por el aire y atravesó a dos guerreros esqueleto mientras el carro pasaba con gran estrépito. A su espalda, los dos arqueros disparaban tan rápido como podían tensar las flechas, el enemigo estaba tan apretado que cada disparo casi garantizaba un blanco. Suleiman rugía conjuros por encima del fragor del campo de batalla, lanzando rayos de poder contra las filas de no muertos.
Los carros de la guardia real habían formado una cuña alrededor del rey y se habían hundido en las formaciones de reserva del enemigo. La caballería pesada situada a derecha e izquierda había chocado contra la parte posterior de las compañías de lanceros, estrellando guerreros contra el suelo con espadas, hachas y cascos de caballos. Más flechas silbaron por lo alto a medida que los arqueros apostados en la primera muralla ajustaban su puntería para disparar por encima de las cabezas de los nehekharanos.
El ataque inicial había salido bien. Contra un ejército mortal, el resultado habría sido caos, pero los no muertos simplemente dieron media vuelta para hacerle frente al nuevo enemigo sin un momento de sorpresa ni vacilación. No pasaría mucho tiempo antes de que la simple cantidad de enemigos obligara a la caballería a retroceder.
Alcadizzar se volvió hacia Suleiman.
—¡Los nigromantes! —gritó—. ¿Dónde están?
El mago lo miró con el entrecejo fruncido un momento, intentando entender al rey por encima del estruendo de la batalla. De repente, su rostro se iluminó y cerró los ojos un instante concentrándose.
—¡Allí! —exclamó señalando hacia el noroeste.
Una lanza que había sido arrojada resonó con fuerza contra un lado del carro. Khalida le gritó una maldición a alguien o algo, pero Alcadizzar no pudo ver a qué. Examinó el campo de batalla al noroeste… y entonces lo vio. Un extraño palanquín hecho de hueso, con patas parecidas a las de una araña, se agazapaba detrás de un par de compañías de lanceros a tan sólo treinta metros de distancia. Había un trono encima del palanquín y el rey divisó una figura de esqueleto acechando detrás.
Alcadizzar le dio una palmadita a Khalida en el hombro.
—¡Hacia allí! —gritó señalando con la espada—. ¡Hacia allí!
El carro dio un bandazo a la derecha mientras las cuchillas de los ejes segaban las piernas de varios esqueletos de movimientos lentos. El resto de la guardia real respondió de inmediato, cambiando de rumbo para seguirlo. Más adelante, las dos compañías de lanceros vieron lo que estaba sucediendo y formaron en una línea, uniendo los escudos y apuntando con las lanzas.
Inmediatamente, se convirtieron en un objetivo para los arqueros de la muralla. Las flechas silbaban por encima de los carros y chocaron contra la formación; donde el bronce hechizado golpeó hueso, un esqueleto se desplomó en medio de un destello blanco. Entonces Suleiman levantó su báculo y bramó con voz furiosa. El extremo de su báculo brilló como una antorcha y una lluvia de diminutos y relucientes dardos se hundió en los no muertos. Cayeron docenas, con los huesos incinerados por las ráfagas de intenso calor.
A continuación, los carros se estrellaron contra la maltrecha línea, derribando esqueletos por el impacto o machacándolos bajo las ruedas recubiertas de metal. Alcadizzar cortó cráneos y destrozó clavículas; cada golpe de su espada hechizada derribaba otro esqueleto. La guardia real también añadió su peso a la carga, atacando al enemigo con arcos y espadas. En menos de un minuto, una de las dos compañías de lanceros quedó prácticamente destruida.
Alcadizzar derribó a otro esqueleto de un golpe y vio que no había nada interponiéndose entre ellos y el palanquín de hueso.
—¡Adelante! —le gritó a Khalida al oído—. ¡Adelante!
La reina gritó algo en respuesta y sacudió las riendas… y entonces el mundo se disolvió en un estallido de calor y luz verdosa.
* * *
Arkhan vio la explosión y dejó escapar una maldición furiosa. Si W’soran estaba usando magia como aquella, eso significaba que lo estaban atacando.
El liche condujo a sus tropas a través de la segunda puerta y apareció en un escenario de caos. Caballería y carros de guerra enemigos habían atacado a sus compañías por la retaguardia y también las habían atrapado con disparos de flecha que llegaban de la primera muralla. Las compañías de lanceros no contaban con arqueros para apoyarlos, ya que todos estaban aún en el lado equivocado de la segunda muralla, por lo que estaban sufriendo mucho. Para empeorar las cosas, una avalancha de grandes compañías de infantería enemiga estaba entrando a través de la primera puerta e intentando formar una línea de batalla en el otro lado.
Divisó los pendones ondeando por encima de los carros. ¿Khemri? ¿Aquí? Pero ¿cómo? Comprenderlo lo llenó de una momentánea oleada de pánico. Alcadizzar había convertido todo el valle en una trampa y él había caído de lleno. Ahora estaba atrapado entre dos fuerzas poderosas, con pocas opciones a su alcance.
Surgieron vítores de la tercera muralla por detrás de Alcadizzar, seguidos de las primeras descargas de fuego de flecha y catapulta a medida que los defensores entraban en acción. El ataque contra las Puertas del Alba había fracasado y posiblemente toda la invasión con él. A menos que contraatacara de inmediato, era probable que nunca pudiera escapar de la soga que se iba apretando alrededor de su cuello.
Arkhan intentó avistar a W’soran entre el caos. Divisó a dos de los inmortales del nigromante que estaban arremetiendo contra los restos de un carro enemigo destruido. Su primer instinto fue tratar de llegar hasta ellos si los perdían, la mayor parte del ejército desaparecería con ellos. Pero, por otro lado, esta podría ser la oportunidad que estaba buscando para deshacerse de aquel imbécil de W’soran y sus mascotas de una vez por todas.
La batalla ya estaba perdida. La cuestión era si intentaría salvar a W’soran o dejaría que ahorcaran a aquel cabrón. Cuando se planteaba así, la respuesta era fácil.
Arkhan instó a su montura a avanzar con un grito. Conduciría a sus tropas tan al norte a lo largo de la muralla como pudiera, luego giraría en redondo e intentaría abrirse paso a la fuerza por el borde del flanco enemigo. Si tenía suerte, podría atravesar la brecha de la primera muralla y conseguir escapar.
* * *
Alguien lo estaba arrastrando hacia atrás. Una voz le gritaba frenéticamente al oído. Alcadizzar sacudió la cabeza y trató de abrir los ojos.
El carro estaba de lado en medio de una maraña de caballos muertos, a menos de uno metro de distancia. Había sangre por todas partes, pero el rey no podía decir de quién era. Su espada estaba en el suelo junto al vehículo volcado, brillando en la oscuridad.
Y entonces vio el brazo delgado y ensangrentado que asomaba por debajo del casco abollado del carro.
—¡Khalida! —gritó el rey.
Se retorció en las manos de quien quiera que lo sostuviera, soltándose. Un muchacho soltó un grito —¿uno de sus arqueros?— y alguien intentó agarrarlo de nuevo. Se liberó y avanzó apresuradamente a cuatro patas, intentando alcanzar la mano de su mujer.
Casi había llegado cuando oyó un silbido por encima de él. A su espalda, el muchacho chilló. Un instinto nacido del campo de batalla lo hizo rodar a un lado, fuera de la trayectoria del hacha que se incrustó en el suelo al lado de su cabeza.
Alcadizzar rodó hasta quedar de espaldas. Un hombre marchito, casi esquelético, se erguía por encima de él, vestido con áspera ropa bárbara y fragmentos de armadura de bronce. Veloz como una víbora, la criatura arrancó el hacha del suelo y se volvió contra él. Fue entonces cuando vio los colmillos de la criatura, y comprendió a qué se enfrentaba.
Hubo un grito y un destello de luz blanca y la criatura chilló mientras se agarraba un lado de la cara. Alcadizzar vio su oportunidad y se lanzó hacia su espada. El monstruo captó el movimiento y gruñó mientras lo perseguía. Una flecha se le hundió en la espalda y el metal hechizado silbó en la carne muerta, pero la criatura apenas alteró el paso.
La mano de Alcadizzar se cerró sobre la empuñadura de la espada y continuó rodando mientras el monstruo lo atacaba. El rey se puso de rodillas y blandió la espada hechizada en dirección al abdomen de la criatura. Ésta se encontró directamente con el golpe y la hoja mágica separó armadura y tela como si fueran papel. La hoja dividió al ser en dos; el poder de su magia arrugó a la criatura en un instante, como si fuera una hoja atrapada en una llama.
Una forma oscura saltó como un gato sobre el lateral volcado del carro. Se trataba de otra de aquellas criaturas, cuya atención iba dirigía al brujo, Suleiman, y uno de los dos jóvenes arqueros del rey. El ser escupió una retahíla de sílabas arcanas y extendió la mano y un relámpago verdoso saltó hacia el brujo. Pero Suleiman estaba preparado y levantó su báculo, bloqueando la energía con un contrahechizo. El relámpago detonó con un trueno, haciendo que a Alcadizzar le zumbaran los oídos.
El segundo arquero de Alcadizzar —el mismo muchacho que había intentado arrastrarlo hasta un lugar seguro— vio al monstruo y desenvainó la espada corta que llevaba a la cadera. Atacó al ser con un grito y blandiendo su arma como loco. La criatura le gruñó al chico y lo apuntó con un dedo con garra; se produjo otro destello de luz y el cuerpo del arquero estalló en llamas. Mientras el muchacho se desplomaba, retorciéndose y gritando, Suleiman desató su propio relámpago mágico. El monstruo desvió la embestida con un contrahechizo y un silbido de desdén… y entonces su cuerpo se puso rígido cuando una flecha que había disparado el primer arquero se le hundió en la frente. Un vapor blanco brotó de la boca abierta de la criatura y ésta cayó al suelo. Alcadizzar avanzó tambaleándose y la remató con un golpe en el cuello.
A su alrededor, el ritmo de la batalla estaba cambiando. Los guerreros nehekharanos estaban gritando entusiasmados mientras daba la impresión que los esqueletos ser retiraban… no, no se retiraban, sino que se desplomaban en el sitio. A medida que los bebedores de sangre morían, el ejército de Nagash moría con ellos.
Y entonces un puño invisible agarró el carro volcado y lo arrojó por los aires como si fuera el juguete de un niño. Golpeó a Alcadizzar de refilón y lo tumbó.
El rey rodó rápido de espaldas y vio a otros dos escuálidos bebedores de sangre. Se encontraban en el otro extremo de un círculo mágico, junto a tres pequeñas vasijas de barro selladas. Una de las criaturas era claramente un bárbaro, pero la otra llevaba los restos de una túnica nehekharana y aferraba un maltrecho libro de cuero contra el pecho. La criatura pareció sonreírle a Alcadizzar y levantó la mano huesuda.
—¡Cuidado, alteza! —gritó Suleiman mientras se acercaba corriendo para interponerse entre el monstruo y su rey—. ¡Ocupaos de Khalida! ¡Yo os protegeré!
El nehekharano se rio y un rayo de energía brotó de su mano. Suleiman blandió su báculo… pero el fuego lo devoró como madera seca y se hundió en el pecho del mago. Suleiman dejó escapar un gemido agónico y cayó al suelo.
—Patético —dijo el bebedor de sangre nehekharano entre dientes. Se volvió hacia Alcadizzar y esbozó una sonrisa rapaz—. Te he estado buscando, chico —gruñó—. Puede que consiga salvar este desastre si te llevo a rastras a Nagashizzar.
Le hizo un gesto al otro bebedor de sangre y habló en una extraña lengua gutural.
El monstruo se abalanzó sobre Alcadizzar en un instante y le agarró las muñecas con una fuerza asombrosa. La criatura le apretó las manos con un silbido, hasta que el rey sintió que los huesos de las muñecas rechinaban. Gimió de dolor, pero se negó a soltar la espada.
Se oyó un fuerte grito y el arquero que aún quedaba con vida acudió al rescate del rey. Apareció al lado del monstruo y asestó un golpe con su espada corta contra la muñeca izquierda del bebedor de sangre. Los huesos se partieron; la criatura soltó un gruñido de irritación y le propinó un golpe de revés al muchacho que le aplastó el cráneo. Pero Alcadizzar pudo liberar la mano de la espada y enterrar la hoja ardiente en la cara del monstruo.
Cuando se dio cuenta estaba tendido de espaldas y le salían volutas de humo del peto. Le zumbaban los oídos y todos los nervios del cuerpo le bullían de dolor. El bebedor de sangre nehekharano bajó la mano con una expresión de ligera sorpresa en la cara. Era evidente que la magia que habían forjado en su armadura los señores de las montañas lo había salvado de la embestida del nigromante.
Alcadizzar intentó levantarse, pero sus piernas se negaban a funcionar.
El bebedor de sangre sonrió y dijo algo, pero el rey no pudo entender las palabras. Entonces, lánguido como una serpiente, el monstruo empezó a caminar hacia él. Desesperado, Alcadizzar levantó la espada y se la arrojó al monstruo con todas sus fuerzas, pero el bebedor de sangre la esquivó con una facilidad despectiva.
La criatura dio otro paso… y entonces, claro como el día, el rey oyó el chasquido de una cuerda de arco. A continuación, se oyó un grito ahogado mientras el bebedor de sangre retrocedía tambaleándose con una de las flechas de Khalida en el ojo.
El monstruo soltó un grito de dolor. Surgieron volutas de vapor blanco de la cuenca destrozada. El ser cayó hacia atrás y fue a parar contra las vasijas de barro mientras buscaba a tientas el asta de la flecha. Lo agarró con la mano derecha y, con un aullido de dolor, arrancó la flecha. Un icor espeso le bajó borboteando por un lado de la cara.
Unas sombras danzaban en el rabillo del ojo de Alcadizzar. Vagamente, sintió que unos hombres se aglomeraban en torno a él y la reina. Tenía la mirada clavaba en el monstruo, que gritaba y lo maldecía a sólo una docena de metros de distancia. Con un último y furioso aullido, la criatura le dio la espalda al rey y rompió una de las vasijas que había detrás de él. Para horror de Alcadizzar, una oleada de brillantes escarabajos negras manó del recipiente y envolvió el cuerpo del nigromante. Momentos después, los insectos saltaron en el aire formando una nube zumbante y salieron volando hacia el norte. Del nigromante, no había ni rastro.
Alcadizzar volvió a desplomarse en el suelo. Alguien gritaba su nombre. Se volvió y vio a dos guardias reales ayudando a Khalida a ponerse en pie. Su mujer alargó la mano hacia él, con los ojos desorbitados por el miedo.
La mirada del rey se deslizó más allá de ella, hacia las nubes que se agitaban en el cielo. Mientras miraba, comenzaron a desvanecerse, dispersándose como humo al viento.
Se le nubló la vista. Lo último que Alcadizzar sintió fue el cálido roce de la luz del sol en la mejilla.